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El beso de la mujer araña (parte 1, capítulo 1), de Manuel Puig



—A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas.
Parece muy joven, de unos veinticinco años cuanto más, una carita un poco de gata, la nariz chica, respingada, el corte de cara es… más redondo que ovalado, la frente ancha, los cachetes también grandes pero que después se van para abajo en punta, como los gatos. —¿Y los ojos?
—Claros, casi seguro que verdes, los entrecierra para dibujar mejor.
Mira al modelo, la pantera negra del zoológico, que primero estaba quieta en la jaula, echada. Pero cuando la chica hizo ruido con el atril y la silla, la pantera la vio y empezó a pasearse por la jaula y a rugirle a la chica, que hasta entonces no encontraba bien el sombreado que le iba a dar al dibujo. —¿El animal no la puede oler antes?
—No, porque en la jaula tiene un enorme pedazo de carne, es lo único que puede oler. El guardián le pone la carne cerca de las rejas, y no puede entrar ningún olor de afuera, a propósito para que la pantera no se alborote. Y es al notar la rabia de la fiera que la chica empieza a dar trazos cada vez más rápidos, y dibuja una cara que es de animal y también de diablo. Y la pantera la mira, es una pantera macho y no se sabe si es para despedazarla y después comerla, o si la mira llevada por otro instinto más feo todavía. —¿No hay gente en el zoológico ese día?
—No, casi nadie. Hace frío, es invierno. Los árboles del parque están pelados. Corre un aire frío. La chica es casi la única, ahí sentada en el banquito plegadizo que se trae ella misma, y el atril para apoyar la hoja del dibujo. Un poco más lejos, cerca de la jaula de las jirafas hay unos chicos con la maestra, pero se van rápido, no aguantan el frío. —¿Y ella no tiene frío?
—No, no se acuerda del frío, está como en otro mundo, ensimismada dibujando a la pantera.
—Si está ensimismada no está en otro mundo. Ésa es una contradicción. — Sí, es cierto, ella está ensimismada, metida en el mundo que tiene adentro de ella misma, y que apenas si lo está empezando a descubrir.
Las piernas las tiene entrelazadas, los zapatos son negros, de taco alto y grueso, sin puntera, se asoman las uñas pintadas de oscuro. Las medias son brillosas, ese tipo de malla cristal de seda, no se sabe si es rosada la carne o la media.
—Perdón pero acordate de lo que te dije, no hagas descripciones eróticas. Sabés que no conviene.
—Como quieras. Bueno, sigo. Las manos de ella están enguantadas, pero para llevar adelante el dibujo se saca el guante derecho. Las uñas son largas, el esmalte casi negro, y los dedos blancos, hasta que el frío empieza a amoratárselos. Deja un momento el trabajo, mete la mano debajo del tapado para calentársela. El tapado es grueso, de felpa negra, las hombreras bien grandes, pero una felpa espesa como la pelambre de un gato persa, no, mucho más espesa. ¿Y quién está detrás de ella?, alguien trata de encender un cigarrillo, el viento apaga la llama del fósforo. —¿Quién es?
—Esperá. Ella oye el chasquido del fósforo y se sobresalta, se da vuelta.
Es un tipo de buena pinta, no un galán lindo, pero de facha simpática, con sombrero de ala baja y un sobretodo bolsudo, pantalones muy anchos. Se toca el ala del sombrero como saludo y se disculpa, le dice que el dibujo es bárbaro. Ella ve que es buen tipo, la cara lo vende, es un tipo muy comprensivo, tranquilo. Ella se retoca un poco el peinado con la mano, medio deshecho por el viento. Es un flequillo de rulos, y el pelo hasta los hombros que es lo que se usaba, también con rulos chicos en las puntas, como de permanente casi.
—Yo me la imagino morocha, no muy alta, redondita, y que se mueve como una gata. Lo más rico que hay. —¿No era que no te querías alborotar?
—Seguí.
—Ella contesta que no se asustó. Pero en eso, al retocarse el pelo suelta la hoja y el viento se la lleva. El muchacho corre y la alcanza, se la devuelve a la chica y le pide disculpas. Ella le dice que no es nada y él se da cuenta que es extranjera por el acento. La chica le cuenta que es una refugiada, estudió bellas artes en Budapest, al estallar la guerra se embarcó para Nueva York. Él le pregunta si extraña su ciudad. A ella es como si le pasara una nube por los ojos, toda la expresión de la cara se le oscurece, y dice que no es de una ciudad, ella viene de las montañas, por ahí por Transilvania.
—De donde es Drácula.
—Sí, esas montañas tienen bosques oscuros, donde viven las fieras que en invierno se enloquecen de hambre y tienen que bajar a las aldeas, a matar. Y la gente se muere de miedo, y les pone ovejas y otros animales muertos en las puertas y hacen promesas, para salvarse. A todo esto el muchacho quiere volver a verla y ella le dice que a la tarde siguiente va a estar dibujando ahí otra vez, como toda esa última temporada cuando ha habido días de sol. Entonces él, que es un arquitecto, está a la tarde siguiente en su estudio con sus arquitectos compañeros y una chica colega también, y cuando suenen las tres y ya queda poco tiempo de luz quiere largar las reglas y compases para cruzarse al zoológico que está casi enfrente, ahí en el Central Park. La colega le pregunta adónde va, y por qué está tan contento. Él la trata como amiga pero se nota que en el fondo ella está enamorada de él, aunque lo disimula. —¿Es un loro?
—No, de pelo castaño, cara simpática, nada del otro mundo pero agradable. Él sale sin darle el gusto de decirle adónde va. Ella queda triste pero no deja que nadie se dé cuenta y se enfrasca en el trabajo para no deprimirse más. Ya en el zoológico no ha empezado todavía a hacerse de noche, ha sido mi día con luz de invierno muy rara, todo parece que se destaca con más nitidez que nunca, las rejas son negras, las paredes de las jaulas de mosaico blanco, el pedregullo blanco también, y grises los árboles deshojados. Y los ojos rojo sangre de las fieras. Pero la muchacha, que se llamaba Irena, no está. Pasan los días y el muchacho no la puede olvidar, hasta que un día caminando por una avenida lujosa algo le llama la atención en la vidriera de una galería de arte. Están expuestas las obras de alguien que dibuja nada más que panteras. El muchacho entra, allí está Irena, que es felicitada por otros concurrentes.
Y no sé bien cómo sigue.
—Hacé memoria.
—Esperá un poco… No sé si es ahí que la saluda una que la asusta…
Bueno, entonces el muchacho también la felicita y la nota distinta a Irena, como feliz, no tiene esa sombra en la mirada, como la primera vez.
Y la invita a un restaurant y ella deja a todos los críticos ahí, y se van.
Ella parece que pudiera caminar por la calle por primera vez, como si hubiese estado presa y ahora libre puede agarrar para cualquier parte.
—Pero él la lleva a un restaurant, dijiste vos, no para cualquier parte.
—Ay, no me exijas tanta precisión. Bueno, cuando él se para frente a un restaurant húngaro o rumano, algo así, ella se vuelve a sentir rara. Él creía darle un gusto llevándola ahí a un lugar de compatriotas de ella, pero le sale el tiro por la culata. Y se da cuenta que a ella algo le pasa, y se lo pregunta. Ella miente y dice que le trae recuerdos de la guerra, que todavía está en pleno fragor en esos momentos. Entonces él le dice que van a otra parte a almorzar. Pero ella se da cuenta que él, pobre, no tiene mucho tiempo, está en su hora libre de almuerzo y después tiene que volver al estudio. Entonces ella se sobrepone y entra al restaurant, y todo perfecto, porque el ambiente es muy tranquilo y comen bien, y ella otra vez está encantada de la vida. —¿Y él?
—Él está contento, porque ve que ella se sobrepuso a un’ complejo para darle el gusto a él, que él justamente al principio lo había planeado, de ir ahí, para darle un gusto a ella. Esas cosas de cuando dos se conocen y las cosas empiezan a funcionar bien. Y él está tan embalado que decide no volver al trabajo esa tarde. Le cuenta que pasó por la galería de casualidad, lo que él estaba buscando era otro negocio, para comprar un regalo.
—Para la colega arquitecta. —¿Cómo sabés?
—Nada, lo acerté no más.
—Vos viste la película.
—No, te lo aseguro. Seguí.
—Y la chica, la Irena, le dice que entonces pueden ir a ese negocio. Él enseguida lo que piensa es si le alcanzará la plata para comprar dos regalos iguales, uno para el cumpleaños de la colega y otro para Irena, así termina de conquistársela. Por la calle Irena le dice que esa tarde, cosa rara, no le da lástima notar que ya está anocheciendo, apenas a las tres de la tarde. Él le pregunta por qué le da tristeza que anochezca, si es porque le tiene miedo a la oscuridad. Ella lo piensa y le contesta que sí. Y él se para frente al negocio donde van, ella mira la vidriera con desconfianza, se trata de una pajarería, lindísima, en las jaulas que se pueden ver desde afuera hay pájaros de todo tipo, volando alegres de un trapecio a otro, o hamacándose, o picoteando hojitas de lechuga, o alpiste, o tomando a sorbos el agüita fresca, recién cambiada.
—Perdoná… ¿hay agua en la garrafa?
—Sí, la llené yo cuando me abrieron para ir al baño.
Ah, está bien entonces. —¿Querés un poco?, está linda, fresquita.
—No, así mañana no hay problema con el mate. Seguí.
—Pero no exageres. Nos alcanza para todo el día.
—Pero vos no me acostumbres mal. Yo me olvidé de traer cuando nos abrieron la puerta para la ducha, si no era por vos que te acordaste después estábamos sin agua.
—Hay de sobra, te digo… Pero al entrar los dos a la pajarería es como si hubiese entrado quién sabe quién, el diablo. Los pájaros se enloquecen y vuelan ciegos de miedo contra las rejitas de las jaulas, y se machucan las alas. El dueño no sabe qué hacer. Los pajaritos chillan de terror, son como chillidos de buitres, no como cantos de pájaros. Ella le agarra la mano al muchacho y lo saca afuera. Los pájaros enseguida se calman.
Ella le pide que la deje irse. Hacen cita y se separan hasta la noche siguiente. Él vuelve a entrar a la pajarería, los pájaros siguen cantando tranquilos, compra un pajarito para la del cumpleaños. Y después… bueno, no me acuerdo muy bien como sigue, tengo sueño.
—Seguí un poco más.
—Es que con el sueño se me olvida la película, ¿qué te parece si la seguimos mañana?
—Si no te acordás, mejor la seguimos mañana.
—Con el mate te la sigo.
—No, mejor a la noche, durante el día no quiero pensar en esas macanas. Hay cosas más importantes en que pensar. —…
—Si yo no estoy leyendo y me quedo callado es porque estoy pensando.
Pero no me vayas a interpretar mal.
—No, está bien. No te voy a distraer la atención, perdé cuidado.
—Veo que me entendés, te lo agradezco. Hasta mañana.
—Hasta mañana. Que sueñes con Irena.
A mí me gusta más la colega arquitecta.
—Yo ya lo sabía. Chau.
—Hasta mañana.

—Habíamos quedado en. que él. entró a la pajarería y los pájaros no se asustaron de él. Que era de ella que tenían miedo.
—Yo no te dije eso, sos vos que lo pensaste. —¿Qué pasa entonces?
—Bueno, ellos se siguen viendo y se enamoran. A él ella lo atrae bárbaramente, porque es tan rara, por un lado ella lo mima con muchas ganas, y lo mira, lo acaricia, se le acurruca en los brazos, pero cuando él la quiere abrazar fuerte y besarla ella se le escurre y apenas si le deja rozarle los labios con los labios de él. Le pide que no la bese, que la deje a ella besarlo a él, besos muy tiernos, pero como de una nena, con los labios carnosos, suavecitos, pero cerrados.
—Antes en las películas nunca había sexo.
—Esperá, y vas a ver. La cuestión es que una noche él la lleva de nuevo al restaurant aquel, que es no de lujo pero muy pintoresco, con manteles a cuadros y todo de madera, o no, de piedra, no, sí, ahora sé, adentro parece como estar en una cabaña, y con lámparas a gas y en las mesas simples velas. Y él levanta el vaso de vino, un vaso de estilo rústico, y brinda porque esa noche un hombre muy enamorado se va a comprometer en matrimonio, si su elegida lo acepta. A ella se le llenan los ojos de lágrimas, pero de felicidad. Chocan los vasos y toman sin decir más nada, se agarran las manos. De golpe ella se le retira: ha visto que alguien se acerca a la mesa. Es una mujer hermosa, al primer vistazo, pero enseguida después se le nota algo rarísimo en la cara, algo que da miedo y no se sabe qué es. Porque es una cara de mujer pero también una cara de gato. Los ojos para arriba, y raros, no sé como decirte, el blanco del ojo no lo tiene, el ojo es todo color verde, con la pupila negra en el centro y nada más. Y el cutis muy pálido, como con mucho polvo.
—Pero me decías que era linda.
—Sí, es hermosa. Y por la ropa rara se nota que es europea, un peinado de banana todo alrededor de la cabeza. —¿Qué es banana?
—Como un…, ¿cómo te puedo explicar?, un rodete así como un tubo alrededor de la cabeza, que alza la frente y sigue todo para atrás.
—No importa, seguí.
—Pero es que a lo mejor me equivoco, me parece que tiene como una trenza alrededor de la cabeza, que es más de esa región. Y un traje largo hasta los pies, una capa corta de zorros sobre los hombros. Y llega a la mesa y la mira a Irena como con odio, o no, una forma de mirar como de quien hipnotiza, pero un mirar mal intencionado de todas formas. Y le habla en un idioma rarísimo, parada al lado de la mesa. Él, como le corresponde a un caballero, se levanta, al acercarse una dama, pero la felina ésta ni lo mira y le dice una segunda frase a Irena. Irena le contesta en el mismo idioma, muy asustada. Él no entiende ni una palabra de lo que se dicen. La mujer entonces, para que entienda también él, le dice a Irena: «Te reconocí enseguida, tú sabes por qué. Hasta pronto…» Y se va, sin haber siquiera mirado al muchacho. Irena está como petrificada, los ojos los tiene llenos de lágrimas, pero turbios, parecen lágrimas de agua sucia de un charco. Se levanta sin decir ni una palabra y se envuelve la cabeza con un velo largo, blanco, él deja un billete en la mesa, y sale con ella tomándola del brazo. No se dicen nada, él ve que ella mira con miedo para Central Park, nieva despacito, la nieve amortigua todos los ruidos y sonidos, los autos pasan por la calle como deslizándose, bien silenciosos, el farol de la calle ilumina los copos blanquísimos que caen, muy lejos parece que se oyen rugidos de fieras. Y no sería difícil que fuera cierto, porque a poca distancia de ahí es donde está el zoológico de la ciudad, en el mismo parque. Ella no sigue, le pide que la abrace. Él la estrecha en sus brazos. Ella tiembla, de frío o de miedo, aunque los rugidos parecen haberse aplacado. Ella dice, apenas en su susurro, que tiene miedo de ir a su casa y pasar la noche sola. Pasa un taxi, él le hace señas de parar, suben los dos sin decir una palabra. Van al departamento de él, en todo el trayecto no hablan. Llegan al edificio, es una de esas casas de departamentos antiguas muy cuidada, con alfombras, de techo de vigas muy alto, una escalera de madera oscura toda tallada y ahí a la entrada al pie de la escalera una planta grande de palmera aclimatada en una maceta regia. Ponele que con dibujos chinos. La planta que se refleja en un espejo alto de marco también muy trabajado, como los tallados de la escalera. Ella se mira al espejo, se estudia la cara, como buscando algo en sus facciones, no hay ascensor, en el primer piso vive él. Los pasos en la alfombra no se oyen casi, como en la nieve. Es un departamento grande, con todas cosas fin de siglo, muy sobrio, era el departamento de la madre del muchacho. —¿Él qué hace?
—Nada, sabe que ella tiene algo adentro, que la está atormentando. Le ofrece bebidas, café, lo que quiera. Ella no toma nada, le pide que se siente, tiene algo que decirle. Él enciende la pipa y la mira con esa bondad que se le nota en todo momento. Ella no se anima a mirarlo en los ojos, coloca la cabeza sobre las rodillas de él. Entonces empieza a contar que había una leyenda terrible en su aldea de la montaña, que siempre la ha aterrorizado, desde chica. Y eso yo no me acuerdo bien cómo era, algo de la Edad Media, que una vez esas aldeas quedaron aisladas por la nieve meses y meses, y se morían de hambre, y que todos los hombres se habían ido a la guerra, algo así, y las fieras del bosque llegaban hambrientas hasta las casas, no me acuerdo bien, y el diablo se apareció y pidió que saliera una mujer si querían que él les trajese comida, y salió una mujer, la más valiente, y el diablo tenía al lado una pantera hambrienta enfurecida, y esa mujer hizo un pacto con el diablo, para no morir, y no sé qué pasó y la mujer tuvo una hija con cara de gata. Y cuando volvieron los cruzados de la Guerra Santa, el soldado que estaba casado con esa mujer entró a la casa y cuando la fue a besar ella lo despedazó vivo, como una pantera lo hubiese hecho.
—No entiendo bien, es muy confuso como lo contás.
—Es que la memoria me falla. Pero no importa. Lo que cuenta Irena que sí me acuerdo bien es que siguieron naciendo en la montaña mujeres pantera. De todos modos ya ese soldado había muerto pero otro cruzado se dio cuenta que era la mujer la que lo había matado y la empezó a seguir y por la nieve ella se escapó y primero eran pisadas de mujer las huellas que quedaban y al acercarse al bosque eran de pantera, y el cruzado la siguió y se metió al bosque que era de noche, hasta que vio en la oscuridad los ojos verdes brillantes de alguien que lo esperaba agazapado, y él hizo con la espada y el puñal una cruz y la pantera se quedó quieta y se transformó de nuevo en mujer, ahí echada medio dormida, como hipnotizada, y el cruzado retrocedió porque oyó otros rugidos que se acercaban y eran las fieras que la olieron a la mujer y se la comieron. El cruzado llegó casi desfalleciente a la aldea y lo contó. Y la leyenda es que la raza de las mujeres pantera no se acabó y están escondidas en algún lugar del mundo, y parecen mujeres normales, pero si un hombre las besa se pueden transformar en una bestia salvaje. —¿Y ella es una mujer pantera?
—Ella lo único que sabe es que esos cuentos la asustaron mucho cuando era chica, y ha vivido siempre con la pesadilla de ser una descendiente de aquellas mujeres. —¿Y la del restaurant qué le había dicho?
—Eso es lo que le pregunta el muchacho. Y entonces Irena se echa en los brazos de él llorando y le dice que esa mujer la saludó simplemente.
Pero después no, se arma de valor y cuenta que en el dialecto de su aldea le dijo que recordara quién era, que de sólo verle la cara se había dado cuenta que eran hermanas. Y que se cuidara de los hombres. Él se echa a reír. «No te das cuenta», le dice, «ella vio que eras de esa zona, porque todos los compatriotas se reconocen, si yo veo un norteamericano en la China también me acerco y lo saludo. Y porque era mujer, y un poco chapada a la antigua, te dijo que te cuidaras, ¿no te das cuenta?» Eso lo dice él, y ella se tranquiliza bastante. Y tan tranquila se siente que se empieza a dormir en los brazos de él, y él la recuesta ahí en el sofá, le coloca un almohadón debajo de la cabeza, y le trae una frazada de su cama. Ella se duerme. Entonces él se va a su pieza y la escena termina que él está en piyama y una robe de chambre buena pero no de lujo, lisa, y, la mira desde la puerta como duerme y enciende la pipa y se queda pensativo.
La chimenea está encendida, no, no me acuerdo, la luz debe venir del velador de la mesa de luz de él. Cuando la chimenea ya se está apagando Irena se despierta, queda apenas una brasa. Está ya aclarando.
—Se despierta de frío, como nosotros.
—No, otra cosa la despierta, sabía que ibas a decir eso. La despierta un canario que canta en la jaula. Irena primero siente miedo de acercarse, pero oye que el pajarito está contento y ella se anima a acercársele. Lo mira, y suspira hondo, aliviada., contenta porque el pajarito no se asusta de ella. Va a la cocina y prepara tostadas, con mantequilla como dicen ellos, y cereales y…
—No hables de comidas.
—Y panqueques…
—De veras, te lo pido en serio. Ni de comidas ni de mujeres desnudas.
—Bueno, y lo despierta y él está feliz al ver que ella está tan a gusto en la casa y le pregunta si se quiere quedar a vivir para siempre ahí. —¿Él está acostado todavía?
—Sí, ella le llevó el desayuno a la cama.
A mí nunca me gustó desayunarme recién levantado, primero más que nada me gusta lavarme los dientes. Seguí por favor.
—Bueno, él la quiere besar. Y ella no se le deja acercar.
—Y tendrá mal aliento, que no se lavó los dientes.
—Si te vas a burlar no tiene gracia que te cuente más.
—No, por favor, te escucho.
—Él le repite si se quiere casar. Ella le contesta que lo quiere con toda el alma, y que no quiere irse más de esa casa, se siente tan bien ahí, y mira y las cortinas son de terciopelo oscuro para atajar la luz y para hacer entrar la luz ella va y las corre y detrás hay otro cortinado de encaje. Se ve entonces toda la decoración de fin de siglo. Ella pregunta quién eligió esas cosas tan lindas y me parece que él le cuenta que está ahí presente la madre, en todos esos adornos, que la madre era muy buena y la hubiese querido a Irena, como a una hija. Irena se le acerca y le da un beso casi de adoración, como se besa a un santo, ano?, en la frente. Y le pide que nunca la deje, que ella quiere estar con él para siempre, que lo único que quiere es poder despertarse cada día para volver a verlo, siempre al lado de ella…, pero que para ser su esposa de verdad le pide que le dé un poco de tiempo, hasta que se le pasen todos los miedos…
—Vos te das cuenta de lo que le pasa, ¿no?
—Que tiene miedo de volverse pantera.
—Bueno, yo creo que ella es frígida,.que tiene miedo al hombre, o tiene una idea del sexo muy violenta, y por eso inventa cosas.
—Esperare. Él acepta, y se casan. Y cuando llega la noche de bodas; ella duerme en la cama y él en el sofá.
—Mirando los adornos de la madre.
—Si te vas a reír no sigo, yo te la estoy contando en serio, porque a mí me gusta. Y además hay otra cosa que no te puedo decir, que hace que esta película me guste realmente mucho.
—Decime lo que sea, ¿qué es?
—No, yo te iba a sacar el tema pero ahora veo que te reís, y a mí me da rabia, la verdad sea dicha.
—No, me gusta la película, pero es que vos te divertís contándola y por ahí también yo quiero intervenir un poco, ¿te das cuenta? No soy un tipo que sepa escuchar demasiado, ¿sabés, no?, y de golpe me tengo que estarte escuchando callado horas.
Yo creí que te servía para entretenerte, y agarrar el sueño.
—Sí, perfecto, es la verdad, las dos cosas, me entretengo y agarro el sueño. —¿Entonces?
—Pero, si no te parece mal, me gustaría que fuéramos comentando un poco la cosa, a medida que vos avanzás, así yo puedo descargarme un poco con algo. Es justo, ¿no te parece?
—Si es para burlarte de una película que a mí me gustó, entonces no.
—No, mirá, podría ser que comentemos simplemente. Por ejemplo: a mí me gustaría preguntarte cómo te la imaginás a la madre del tipo.
—Si es que no te vas a reír más.
—Te lo prometo.
—A ver… no sé, una mujer muy buena. Un encanto de persona, que ha hecho muy feliz a su marido y a sus hijos, muy bien arreglada siempre.
—¿Te la imaginás fregando la casa?
—No, la veo impecable, con un vestido de cuello alto, la puntilla le disimula las arrugas del cuello. Tiene esa cosa tan linda de algunas mujeres grandes, que es ese poquito de coquetería, dentro de la seriedad, por la edad, pero que se les nota que siguen siendo mujeres y quieren gustar.
—Sí, está siempre impecable. Perfecto. Tiene sirvientes, explota a gente que no tiene más remedio que servirla, por unas monedas. Y claro, fue muy feliz con su marido, que la explotó a su vez a ella, le hizo hacer todo lo que él quiso, que estuviera encerrada en su casa como una esclava, para esperarlo…
—Oíme… —… para esperarlo todas las noches a él, de vuelta de su estudio de abogado, o de su consultorio de médico. Y ella estuvo perfectamente de acuerdo con ese sistema, y no se rebeló, y le inculcó al hijo toda esa basura y el hijo ahora se topa con la mujer pantera. Que se la aguante.
—Pero ¿no te gustaría, la verdad, tener una madre así?, cariñosa, cuidada siempre en su persona… Vamos, no macanees…
—No, y te voy a explicar por qué, si no entendiste.
—Mirá, tengo sueño, y me da rabia que te salgas con eso porque hasta que saliste con eso yo me sentía fenómeno, me había olvidado de esta mugre de celda, de todo, contándote la película.
—Yo también me había olvidado de todo. —¿Y entonces?, ¿por qué cortarme la ilusión, a mí, y a vos también?, ¿qué hazaña es ésa?
—Veo que tengo que hacerte un planteo más claro, porque por señas no entendés.
Aquí en la oscuridad me hacés señas, me parece perfecto.
—Te voy a explicar.
—Sí, pero mañana, porque ahora me vino toda la mufa encima, mañana la seguís… Por qué no me habrá tocado de compañero el novio de la mujer pantera, en vez de vos.
—Ah, ésa es otra historia, y no me interesa. —¿Tenés miedo de hablar de esas cosas?
—No, miedo no. Es que no me interesa. Yo ya sé todo de vos, aunque no me hayas contado nada.
—Bueno, te conté que estoy acá por corrupción de menores, con eso te dije todo, no la vayas de psicólogo ahora.
—Vamos, confesá que te gusta porque fuma en pipa.
—No, porque es un tipo pacífico, y comprensivo.
—La madre lo castró, eso es todo.
—Me gusta y basta. Y a vos te gusta la colega arquitecta, ¿qué tiene de guerrillera ésa?
—Me gusta, bueno, más que la pantera.
—Chau, mañana me explicás por qué. Dejame dormir.
—Chau.

—Estábamos en que se va a casar con el de. la pipa. Te. escucho. —¿Por qué ese tonito burlón?
—Nada, contame, dale Molina.
—No, hablame del de la pipa vos, ya que lo conocés mejor que yo, que vi la película.
—No te conviene el de la pipa. —¿Por qué?
—Porque vos lo querés con fines no del todo castos, ¿eh?, confesá.
—Claro.
—Bueno, a él le gusta Irena porque ella es frígida y no la tiene que atacar, por eso la protege y la lleva a la casa donde está la madre presente; aunque esté muerta está presente, en todos los muebles, y cortinas y porquerías, ¿no lo dijiste vos mismo?
—Seguí.
—Él si ha dejado todo lo de la madre en la casa intacto es porque quiere ser siempre un chico, en la casa de la madre, y lo que trae a la casa no es una mujer, sino una nena para jugara —Pero eso es todo de tu cosecha. Yo qué sé si la casa era de la madre, yo te dije eso porque me gustó mucho ese departamento y como era de decoración antigua dije que podía ser de la madre, pero nada más. A lo mejor él lo alquila amueblado.
—Entonces me estás inventando la mitad de la película.
—No, yo no invento, te lo juro, pero hay cosas que para redondeártelas, que las veas como las estoy viendo yo, bueno, de algún modo te las tengo que explicar: La casa, por ejemplo.
—Confesá que es la casa en que te gustaría vivir a vos.
—Sí, claro. Y ahora te tengo que aguantar que me digas lo que dicen todos.
—A ver… ¿qué te voy a decir?
—Todos igual, me viene con lo mismo, ¡siempre! —¿Qué?
—Que de chico me mimaron demasiado, y por eso soy así, que me quedé pegado a las polleras de mi mamá y soy así, pero que siempre se puede uno enderezar, y que lo que me conviene es una mujer, porque. la mujer es lo mejor que hay. —¿Te dicen eso?
—Sí, y eso les contesto… ¡regio!, ¡de acuerdo!, ya que las mujeres son lo mejor que hay… yo quiero ser mujer. Así que ahorrame de escuchar consejos, porque yo sé lo que me pasa y lo tengo todo clarísimo en la cabeza.
—Yo no lo veo tan claro, por lo menos como lo acabás de definir vos.
—Bueno, no necesito que vengas a aclararme nada, y si querés te sigo la película, y si no querés, paciencia, me la cuento yo a mí mismo en voz baja, y saluti tanti, arrivederci, Sparafucile. —¿Quién es Sparafucile?
—No sabés nada de ópera, es el traidor de Rigoletto.
—Contame la película y chau, que ahora quiero saber cómo sigue. —¿En qué estábamos?
—En la noche de bodas. Que él no la toca.
—Así es, él duerme en el sofá de la sala, ah, y lo que no te dije es que han arreglado, se han puesto de acuerdo, en que ella vaya a un psicoanalista. Y ella empieza a ir, y va la primera vez y se encuentra con que el tipo es un tipo buen mocísimo, un churro bárbaro. —¿Qué es para vos un tipo buen mocísimo?, me gustaría saber.
—Bueno, es un morocho alto, de bigotes, muy distinguido, frente amplia, pero con un bigotito medio de hijo de puta, no sé si me explico, un bigote de cancherito, que lo vende. Bueno, ya que estamos, no es mi tipo el que hace de psicoanalista. —¿Qué actor es?
—No me acuerdo, es un papel de reparto. Es buen mozo pero muy flaco para mi gusto, si te interesa saber, esos tipos que quedan bien con un traje cruzado, o si es traje derecho tienen que llevar chaleco. Es un tipo que gusta a las mujeres. Pero a este tal por cual algo se le nota, no sé, de que está muy seguro de gustar a las mujeres, que ni bien aparece… choca, y también le choca a Irena, ella ahí en el diván empieza a hablar de sus problemas pero no se siente cómoda, no se siente al lado de un médico, sino al lado de un tipo, y se asusta.
—Es notable la película. —¿Notable de qué?, ¿de ridícula?
—No, de coherente, está bárbara, seguí. No seas tan desconfiado.
—Ella le empieza a hablar de su miedo de no ser una buena esposa y quedan en que la vez siguiente le va a contar de sus sueños, o pesadillas, y de que en un sueño se convirtió en pantera. Y todo tranquilo, se despiden, pero la vez siguiente que le toca sesión ella no va, le miente al marido, y en vez de ir al médico se va al zoológico, a mirar a la pantera.
Y ahí se queda como fascinada, ella está con ese tapado de felpa negra pero con reflejos como tornasolados, y la piel de la pantera también es negra tornasolada. La pantera se pasea en la jaula enorme, sin sacarle la vista de encima a la chica. Y en eso aparece el cuidador, y abre la puerta de la jaula que está a un costado. Pero la abre apenas un segundo, le echa la carne y vuelve a cerrar, pero distraído con el gancho de que traía colgada la carne, se deja olvidada la llave en la cerradura de la jaula.
Irena ve todo, se queda callada, el cuidador agarra una escoba y se pone a barrer los papeles y puchos de cigarrillos que hay desparramados por ahí cerca de las jaulas. Irena se acerca un poco, disimuladamente, a la cerradura. Saca la llave y la mira, una llave grande, oxidada, se queda pensando, pasan unos segundos. —¿Qué va a hacer?
—Pero va adonde está el cuidador y se la entrega. El viejo, un tipo tranquilo de buen humor, se lo agradece. Irena vuelve a la casa, espera que llegue el marido, es ya la hora en que tiene que volver de la oficina. Y a todo esto se me olvidó decirte que a la mañana ella con todo cariño siempre le pone alpiste al canario, y le cambia el agua, y el canario canta. Y llega por fin el marido y ella lo abraza y casi lo besa, tiene un gran deseo de besarlo, en la boca, y él se alborota, y piensa que tal vez el tratamiento psicoanalítico le está haciendo bien a ella, y se acerca el momento de ser realmente marido y mujer. Pero comete el error de preguntarle cómo le fue esa tarde en la sesión. Ella, que no fue, se siente pésima, culpable, y ya se le escurre de los brazos y le miente, que sí fue y todo anduvo bien.
Pero se le escurre y ya no hay nada que hacer. Él se tiene que aguantar las ganas. Y al otro día está en el trabajo con los otros arquitectos, y la colega que siempre lo está estudiando, porque lo sigue queriendo, lo nota preocupado y le dice de ir a tomar una copa a la salida, para levantar el espíritu, y él no, dice que tiene mucho que hacer, que se va a quedar después de hora y entonces ella que siempre lo ha querido le dice que se puede quedar también ella a ayudarlo.
—Le tengo simpatía a la mina ésa. Qué cosas raras hay, vos no me has dicho nada de ella pero me cayó simpática. Cosas raras de la imaginación.
—Ella se queda ahí con él, pero no es que sea una cualquiera, ella después que él se casó ya se resignó, pero ahora lo quiere ayudar como amiga. Y ahí están trabajando después de la hora. El salón es grande, hay varias mesas de trabajo, de diseño, cada arquitecto tiene una, pero ahora ya se han ido y está todo sumido en la oscuridad, salvo la mesa del muchacho, que tiene un vidrio y de abajo del vidrio viene la luz, entonces las caras están iluminadas de abajo, y los cuerpos echan una sombra medio siniestra contra las paredes, sombras de gigantes, y la regla de dibujo parece una espada cuando él o la colega la agarran para trazar una línea. Pero trabajan callados. Ella lo reojea de tanto en tanto, y aunque se muere por saber qué es lo que lo preocupa, no le pregunta nada.
—Está muy bien. Es respetuosa, discreta, será eso que me gusta.
—Mientras tanto, Irena espera y espera y por fin se decide y llama a la oficina. Atiende la otra y le pasa al muchacho. Irena está celosa, trata de disimular, él le dice que la llamó temprano para avisarle pero que ella no estaba. Claro, ella se había ido de nuevo al zoológico. Entonces como él la agarra en falta ella tiene que quedarse callada, no puede protestar. Y él empieza a llegar tarde seguido, porque algo le hace retrasar la llegada a la casa.
—Está todo tan lógico, es fenómeno.
—Entonces en qué quedamos… ves que él es bien normal, quiere acostarse con ella.
—No, escuchá. Antes él volvía con gusto a la casa porque sabía que ella no se iba a acostar, pero ahora con el tratamiento hay posibilidad, y eso lo inquieta. Mientras que si ella era como una nena, como al principio, no iban más que a jugar, como chicos. Y por ahí a lo mejor jugando empezaban a hacer algo sexualmente.
—Jugando como chicos, ¡ay, qué desabrido!
—A mí eso no me suena mal, ves, de parte de tu arquitecto. Perdoname que me contradiga. —¿Qué no te suena mal?
—Que empezaran como jugando, sin tantos bombos y platillos.
—Bueno, vuelvo a la película. Pero una cosa, ¿por qué entonces él ahora se queda a gusto con la colega?
—Y, porque se supone que siendo casado no puede pasar nada, la colega ya no es una posibilidad sexual, porque aparentemente él ya está copado por la esposa.
—Es todo imaginación tuya.
—Si vos también ponés de tu cosecha, ¿por qué no yo?
—Sigo. Irena una noche está con la cena preparada, y él no llega. La mesa está puesta, con luz de velas. Ella no sabe una cosa, que él, como es el aniversario del día en que se casaron, ha ido a buscarla esa tarde temprano a la salida del psicoanalista, y claro, no la encuentra porque ella no va nunca. Y él ahí se entera que ella no va desde hace tiempo y telefonea a Irena, que no está en la casa, por supuesto como todas las tardes ha salido, atraída irresistiblemente en dirección al zoológico. Él entonces se ha vuelto desesperado a la oficina, necesita contarle todo a la compañera. Y se van a un bar cerca a tomar una copa, pero lo que quieren no es tomar, sino hablar en privado y fuera del estudio. Irena cuando ve que se hace tan tarde empieza a pasearse por el cuarto como una fiera enjaulada, y llama a la oficina. No contesta nadie. Trata de hacer algo para entretenerse, está nerviosísima, se acerca a la jaula del canario y nota que el canario aletea desesperado al sentirla acercarse, y vuela como ciego de un lado a otro de la jaulita, machucándose las alas.
Ella no resiste un impulso y abre la jaula y mete la mano. El pájaro cae muerto, como fulminado, al sentir la mano acercarse. Irena se desespera, todas sus alucinaciones vuelven, sale corriendo, va en busca de su marido, solamente a él le puede pedir ayuda, él la va a comprender. Pero al ir hacia la oficina pasa inevitablemente por el bar y los ve. Queda inmóvil, no puede dar un paso más, la rabia la hace temblar, los celos.
La pareja se levanta para salir, Irena se esconde detrás de un árbol. Los ve que se saludan y se separan. —¿Cómo se saludan?
—Él la besa en la mejilla. Ella tiene un sombrero de ala requintada.
Irena no tiene sombrero, el pelo enrulado le brilla bajo los faroles de la calle desierta, porque la está siguiendo a la otra. La otra toma un camino directo a su casa, que es atravesando el parque, el Central Park, que está ahí frente a las oficinas, es una calle que a veces es como túnel, porque el parque tiene como lomas, y este camino es recto, y está a veces excavado en las lomas, es como una calle, con tráfico pero no mucho, como un atajo, y un ómnibus que la atraviesa. Y a veces la colega toma el ómnibus para no caminar tanto, y otras veces va caminando, porque el ómnibus pasa de tanto en tanto. Y la colega decide caminar esta vez, para un poco ventilarse las ideas, porque le explota la cabeza después de hablar con el muchacho, él le ha contado todo, de Irena que no se acuesta con él, de las pesadillas que tiene con las mujeres panteras. Y esta tipa que está enamorada del muchacho, de veras se siente de lo más confundida, porque ya se había resignado a perderlo, y ahora no, está otra vez con esperanza. Y por un lado está contenta, ya que no todo se perdió, y por el otro lado tiene miedo de ilusionarse de nuevo y después sufrir, de quedarse con las manos vacías todas las veces. Y va pensando en todo eso, caminando rapidito porque hace frío. No hay nadie por ahí, a los lados del camino está el parque oscuro, no hay viento, no se mueve una hoja, lo único que se siente es pasos detrás de la colega, taconeo de zapatos de mujer. La colega se da vuelta y ve una silueta, pero a cierta distancia, y con la poca luz, no distingue quién es. Pero por ahí el taconeo cada vez se oye más rápido. La colega se empieza a alarmar, porque vos vistes como es, cuando has estado hablando de cosas de miedo, como fantasmas o crímenes, uno está más impresionable, y se sugestiona por cualquier cosa, y esta mujer se acuerda de las mujeres panteras y todo eso y se empieza a asustar y apura el paso, pero está justo por la mitad del camino, como a cuatro cuadras del final, donde empiezan las casas porque termina el parque. Así que si se pone a correr casi que es peor. —¿Te puedo interrumpir, Molina?
—Sí, pero ya falta poco, por esta noche quiero decir.
—Una cuestión sola, que me intriga un poco. —¿Qué? —¿No te vas a enojar?
—Depende.
—Es interesante saberlo. Y después vos si querés me lo preguntás a mí.
—Dale. —¿Con quién te identificás?, ¿con Irena o la arquitecta?
—Con Irena, qué te creés. Es la protagonista, pedazo de pavo. Yo siempre con la heroína.
—Seguí. —¿Y vos Valentín, con quién?, estás perdido porque el muchacho te parece un tarado.
—Reíte. Con el psicoanalista. Pero nada de burlas, yo te respeté tu elección, sin comentarios. Seguí.
—Después lo comentamos si querés, o mañana.
—Sí, pero seguí un poco más.
—Un poquito no más, me gusta sacarte el dulce en lo mejor, `así te gusta más la película. Al público hay que hacerle así, si no no está contento.
En la radio antes te hacían siempre eso. Y ahora en las telenovelas.
—Dale.
—Bueno, estábamos en que esta mina no sabe si ponerse a correr o no, cuando por ahí los pasos casi no se oyen más, el taconeo de la otra quiero decir, porque son pasos distintos, imperceptibles casi, los que siente ahora la arquitecta, como los pasos de un gato, o algo peor. Y se da vuelta y no ve a la mujer, ¿como pudo desaparecer de golpe?, pero cree ver otra sombra, que se escurre, y que también enseguida desaparece. Y lo que se oye ahora es el ruido de pisadas entre los matorrales del parque, pisadas de animal, que se acercan. —¿Y?
—Mañana seguimos. Chau, que duermas bien.
Ya me las vas a pagar.
—Hasta mañana.
—Chau..

¡Aún escucho caer la lluvia antes que tú!, de Liliana Bodoc


—¡Es verdad que Kupuka está muy viejo! —dijo Wilkilén—. ¡También olvidó su sombra!
—Yo creo que se fue tan rápido que ella no pudo seguirlo —opinó Kuy-Kuyen.
—¡Eso no importa! —Piukeman no estaba de acuerdo con su hermana—. Las flechas vuelan más rápido, y llevan su sombra consigo.
—Kupuka no hace las cosas sin una razón —intervino Thungür.
—Yo conozco esa razón —dijo Kume con una mueca nerviosa—. De vez en cuando le divierte asustar a los hombres.
La conversación de los niños disipó la impresión que había causado el prodigio. Dulkancellin recordó sus obligaciones y se dirigió al huésped, que en ese momento comenzaba a recorrer con la vista cada detalle de la casa.

—Muéstranos la señal para que sepamos que eres quien dices ser —pidió el guerrero. Y agregó: Muéstranos esa pluma que, extrañamente, no nos mostraste por propia voluntad.
—¡Claro que no lo hice! —rezongó Cucub—. Recibí órdenes de no hacerlo antes de que me fuese requerido. Comprenderás que también nosotros debíamos comprobar que son ustedes quienes dicen ser. ¡No fuera yo a conducir un impostor hasta la mismísima Casa de las Estrellas! Pero ya que Kupuka demostró conocer la existencia de la señal, y supo que la señal es una pluma de Kúkul, estoy obligado a ponerla frente a tus ojos como testimonio de mi fidelidad a los Astrónomos.
Cucub arrastró su bolsa cerca de la luz de aceite y, una vez allí, se hincó para buscar con mayor comodidad. Los husihuilkes aprovecharon la ocasión para observar al zitzahay con detenimiento. Les resultaba difícil entender cómo podía moverse con soltura bajo tanta cosa que llevaba puesta. Kuy-Kuyen se quedó mirando las piedras verdes engarzadas en los aros, el brazalete y el collar de siete vueltas. «No hay piedras como ésas en el bosque. Y tampoco las traen los que bajan de Wilú-Wilú», pensó Kuy-Kuyen. Una vara muy delgada que Cucub tenía atada al cinturón, y que se arqueó sin dañarse cuando se arrodilló, llamó la atención de Thungür. Vieja Kush, por su parte, prefirió observar una sarta de semillas que aparecía y desaparecía entre los pliegues de su ropa. «Esas semillas que trae enhebradas deben ser de la planta de oacal», dijo la anciana para sus adentros. El cabello del zitzahay, corto y de áspera textura, era la risa de Wilkilén. Dulkancellin advirtió la cerbatana que Cucub llevaba a su costado, muy cerca del bastón. Pero, aunque se esforzó, no pudo descubrir dónde ocultaba los dardos y el veneno. La asombrosa apariencia del zitzahay logró que los husihuilkes dejaran de lado la discreción del buen invitante, y se quedaran observándolo sin reservas. Mientras tanto, Cucub había sacado casi todos los objetos de su bolsa. Las cosas no estaban bien para él; y peor se pusieron cuando Dulkancellin volvió a ocuparse del asunto.
—¿Qué sucede? No deberías dudar sobre el lugar en el que tienes guardada la pluma.
A pesar del tono de su comentario, Dulkancellin tenía por seguro que Cucub iba a encontrar la señal de un momento a otro. Pero su seguridad desapareció cuando el zitzahay levantó el rostro empalidecido. Y desde la posición en la que se hallaba, le habló de a pedazos:
—Estaba aquí…Sé que estaba…en este lugar. Yo la guardé con cuidado pero… Pero ahora no puedo encontrarla.
—¿Dices que no puedes encontrarla? —repitió Dulkancellin—. Me estás diciendo que perdiste la señal del verdadero enviado, que la pluma estaba allí y ya no está, que ha desaparecido. ¿Y tú esperas que yo crea eso?
—Sí. Quiero decir, no —balbuceó Cucub—. No lo espero. Tú tienes razón, toda la razón. Entiendo que no es fácil creerme. Pero, por favor, déjame intentarlo de nuevo. Esa pluma de Kúkul tiene que aparecer.
El zitzahay volvió a buscar en todos los rincones de su bolsa. Revisó, objeto por objeto, todo lo que en ella llevaba; la puso boca abajo y la sacudió con fuerza. Pero no obtuvo ningún resultado. «Tiene que estar aquí… tiene que estar aquí» repetía sin parar. Se secó la frente con la mano, se palpó a sí mismo sin ninguna esperanza y recomenzó la búsqueda. Finalmente, después de comprobar lo que parecía imposible, Cucub se dio por vencido: la pluma de Kúkul se había esfumado y él no era capaz de dar ninguna explicación sensata. Nada excusaba la pérdida de la señal que los Astrónomos le entregaron para que fuese reconocido como el legítimo mensajero. Cucub sabía que no poseerla lo ponía en una situación temible, y tornaba incierto su destino. Miró a su alrededor con la ilusión última de reconocer, en algún lugar de la casa, el particular color verde de una pluma de Kúkul. Tampoco tuvo suerte.
Entonces se puso de pie y, frente al gesto grave de los husihuilkes, hizo un esfuerzo por sonreír.
—Escúchame, Dulkancellin —pidió Cucub—. No se decirte cómo ha sucedido esto. No sé si un mal viento se la llevó lejos, o si una voluntad enemiga la transformó en granos de polvo. Pero lo que haya sido debió pasar muy cerca de aquí, porque poco antes de llegar a esta casa me aseguré de tenerla. En ese momento la pluma seguía guardada en su lugar. ¡La vi con mis propios ojos! Créeme, guerrero, yo soy el mensajero que Kupuka y tú estaban esperando.
—No voy a creerte —dijo Dulkancellin—. No debo creerte. El Brujo de la Tierra habló con claridad. Tú estabas obligado a presentarnos una pluma de Kúkul para probar que tus palabras y tus intenciones son la misma cosa. No has podido hacerlo, y todo lo que digas en adelante podría decirlo un traidor.

—Deberíamos esperar a Kupuka —Cucub intentaba demorar la decisión que Dulkancellin ya había tomado.
—Sabes que Kupuka no regresará aquí por ahora. Escuchaste, como yo escuché, que saldrá a encontrarnos en el camino —el guerrero respiró profundo. Comprendía lo que era necesario hacer y demorarlo, lo sabía bien, resultaría para Cucub una cruel concesión—. Me ordenaron aceptar esta misión y así lo hice. Quieren que piense y que actúe en nombre de toda la gente husihuilke. Para eso, no tengo más que pensar y obrar como ellos lo harían. Ya que mi solo discernimiento debe reemplazar al Consejo de ancianos y guerreros, no diré palabras diferentes a las que saldrían de sus bocas. Te sentencio como hemos sentenciado a los traidores desde que el sol nos ve despertar en Los Confines. La muerte es justicia para ti, zitzahay. Y tardará el tiempo que nos lleve caminar hasta el bosque.
La sentencia sonó desapasionada en la voz de Dulkancellin. No se reconocía en ella el acento del odio pero tampoco el de la debilidad. Estaba claro que nada de lo que Cucub pudiese hacer o decir cambiaría las cosas. El zitzahay, fijos los ojos en la tibia presencia de Kush, fue desmoronándose hasta quedar inmóvil en el suelo como uno de los tantos objetos extravagantes que había desparramado. Dulkancellin se alejó de él, sin decir nada. Cuando Cucub vio que el guerrero salía de la habitación, la idea de salvarse tomó forma en su cabeza. Tenía libres las manos y los pies… Tal vez fuera posible escapar de allí y correr en dirección al bosque. Entonces recordó la pesada tranca que cerraba la puerta. Eso, más la segura intervención de Thungür y de Kume, era suficiente para detenerlo mientras Dulkancellin llegara. Nada conseguiría por la fuerza, pero le quedaba la sorpresa. Si alcanzaba a cargar la cerbatana antes de que el husihuilke regresara… Un dardo certero dejaría paralizado a Dulkancellin. El resto sería fácil. Cucub seguía muy quieto. Nada en su aspecto hacía sospechar la agitación de sus pensamientos, que se atropellaban unos a otros y se enredaban en direcciones desordenadas. La decisión del condenado llegó por el camino más sencillo: no tenía nada que perder. El zitzahay se inclinó sobre sí mismo para evitar que Kush y los niños advirtieran la maniobra. Al tacto, buscó los dardos envenenados y extrajo uno de la dura vaina vegetal que lo resguardaba. Con un movimiento inapreciable, fue acercando su mano a la cerbatana. Sin embargo, antes de alcanzar a rozarla, mucho antes. Antes de decidir que no tenía nada que perder. Antes, aún, de abandonar Beleram con destino a Los Confines el plazo se le había acabado. Dulkancellin estaba junto a él, sosteniéndolo de un brazo.
La desesperación se metió en el pecho de Cucub. Y tanto lo oprimió y ocupó el lugar del aire, que el pequeño hombre tuvo que respirar a bocanadas para no perder el sentido.
—Levántate y camina por ti mismo —le dijo Dulkancellin. Permitirle llegar sin ataduras al lugar de la muerte era un signo de respeto que Cucub no pudo valorar.
—Llévate contigo lo que trajiste, te hará buena compañía —volvió a decir el guerrero.
Tembloroso, Cucub guardó todas sus cosas en la bolsa y se levantó despacio.
—Permíteme ir a buscar el resto —pidió el zitzahay, señalando lo que Kush y Kuy-Kuyen habían separado. Algo debió cambiar en el espíritu de Cucub mientras caminaba en busca de sus pertenencias, porque cuando se volvió hacia los husihuilkes ya no temblaba. Avanzó con la cabeza erguida y el rostro, en alguna forma, embellecido. Todos comprendieron que había aceptado morir.
—Podemos irnos —fue lo único que dijo, parado frente a Dulkancellin.
Su ánimo no se doblegó ni siquiera después de adivinar la forma de un hacha bajo la capa que el guerrero traía puesta.
—No sufrirás —dijo Dulkancellin. Su mirada había seguido la de Cucub—. Y luego estarás a salvo del tiempo. Buscaré un árbol que pueda sostenerte entre sus ramas, y usaré esta capa para proteger tu cuerpo de la rapiña. Los dos hombres se dispusieron a partir. Justo entonces, Kume dio un paso adelante.
—¡Padre, espera! —pidió el muchacho.
Con la palma de su mano extendida, Vieja Kush le indicó a Kume que se detuviera y pronunció sus propias palabras:
—¡Dulkancellin, no lleves al zitzahay al bosque! Déjalo con vida, y emprende con él tu viaje al norte. No habrás abandonado el camino que conoces cuando encuentres a Kupuka. ¡Que el Brujo de la Tierra decida la suerte del que dice llamarse Cucub!
—Sabes que no puedo hacer eso —respondió Dulkancellin, sin comprender todavía que su madre no estaba suplicando.
—Estoy invocando mi derecho —dijo la anciana suavemente—. Aún escucho caer la lluvia antes que tú. Y digo, con amargura, que es éste el momento de negar tu decisión.
—Niegas las leyes —murmuró el hijo.
—Son leyes, también, las que me otorgan el derecho que estoy invocando. He sido la primera de esta casa que escuchó el sonido del agua sobre la fronda.
Cada temporada, desde que Dulkancellin tenía memoria, Vieja Kush ganaba el derecho de la lluvia. Sin embargo, nunca antes lo había hecho valer. El desconcierto era grande en el alma del guerrero. ¿Por qué su madre se entrometía en sucesos tan graves?
—Anciana, también niegas la justicia.
—¿Acaso esta anciana ha pedido que no lo ajusticies? — replicó Kush—. No he dicho eso, sino que aguardes hasta que Kupuka conozca lo ocurrido y apruebe la sentencia. Nuestra justicia no es potestad de un solo hombre. Y quien ha dispuesto la muerte de Cucub no es el Consejo, es uno que ha obrado como si lo fuera.
—No encuentro mejor manera de obrar —dijo Dulkancellin.
—Haz lo que dijiste: observa las leyes —respondió su madre—. Por una vez, impondré mi voluntad contra la tuya. Me asiste el derecho de la lluvia. ¿Piensas que raramente los husihuilkes lo reclamamos? ¿Piensas que yo misma jamás lo hice? Pues lo hago ahora, porque así me lo demanda la voz de adentro.
Dulkancellin vacilaba entre las razones de Kush y sus razones.
—Hijo, ten cuidado. No es bueno que un hombre y sus leyes sean cosas distintas.
—Respetaré tu derecho —dijo el guerrero.
El zitzahay tenía los ojos cerrados y parecía ausente, como si todo aquello le resultara ajeno. Tanto que Dulkancellin lo sacudió con fuerza:
—¡Escucha! No sé que sortilegios usaste para ensombrecer el entendimiento de esta mujer. Pero ni esos, ni todos los que seas capaz de realizar, confundirán a Kupuka.
Partirás conmigo como prisionero.
Dulkancellin despojó a Cucub de algunas de sus prendas y de casi todos los objetos que llevaba encima.
—¡Siéntate allí! —ordenó—. Nos iremos cuando el sol salga tres veces. Y, entiende esto, tienes la vida pero no tienes la libertad.
La expresión del zitzahay en nada se asemejaba a la alegría. Caminó despacio, y se desplomó en el sitio que Dulkancellin le había señalado.
—¡Vamos, hijas! —dijo Vieja Kush—. Hay un viaje que preparar.
La anciana estaba empezando a sentir las punzadas de la duda. Comprendió que sus palabras habían torcido el rumbo de grandes acontecimientos, y tuvo miedo de ha berse equivocado. Dulkancellin, por su parte, no quiso averiguar si era alivio aquel deseo de respirar hondo el aire húmedo de la noche.

(Fragmento de «Los días del venado»)

Cosas de las que hay para leer ahora

Anderson Imbert, Enrique

Akutawa, Ryunosuke

Borges, Jorge Luis

Buzzati, Dino



Castillo, Abelardo

Dahl, Roald

Ocampo, Silvina

Saki

Sterling, Bruce

La conjura de los necios

John Kennedy Toole

Cuando en el mundo aparece un verdadero
genio, puede identificársele por este signo:
todos los necios se conjuran contra él.

Johnathan Swift
«THOUGHTS ON VARIOUS SUBJECTS,
MORAL AND DIVERTING»

PROLOGO

Quizás el mejor modo de presentar esta novela (que en una tercera lectura me asombra aún más que en la primera) sea explicar mi primer contacto con ella. En 1976, yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases. Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una gran novela, me contestó ella.
Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó ser una copia a prpel carbón, apenas legible.
Pero la señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me entregó el voluminoso manuscrito. Así, pues, no tenía salida; sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente esto. En realidad, suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo.
En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena. Resistiré la tentación de explicar al lector cuál fue lo primero que me dejó boquiabierto, qué me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Es mejor que el lector lo descubra por sí mismo.
He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la Calle Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de flato y eructos.
Su madre opina que necesita salir a trabajar. Lo hace y desempeña una serie de trabajos, cada uno de los cuales se convierte en seguida en una aventura disparatada, en un desastre total; sin embargo, todos estos casos, tal como sucede con Don Quijote, poseen una extraña lógica propia.
Su novia, Myrna Minkoff, del Bronx, cree que lo que Ignatius necesita es sexo. Las relaciones de Myrna e Ignatius no se parecen a ninguna historia «chico-encuentra-chica» que yo conozca.
Otro aspecto a destacar en la novela de Toóle es el reflejo de las particularidades de Nueva Orleans, sus callejuelas, sus barrios apartados, sus peculiaridades lingüísticas, sus blancos étnicos… y un negro con el que Toóle logra casi lo imposible, un soberbio personaje cómico, de gran talento y habilidad, sin el menor rastro de caricatura racista.
No obstante, el mayor logro de Toóle es el propio Ignatius Reilly, intelectual, ideólogo, gorrón, holgazán, glotón, que debería repugnar al lector por sus gargantuescos banquetes, su retumbante desprecio y su guerra individual contra todo el mundo: Freud, los homosexuales, los heterosexuales, los protestantes y todas las abominaciones de los tiempos modernos. Imaginemos a un Tomás de Aquino trastornado en una Nueva Orleans desde donde hace una disparatada correría cruzando los pantanos hasta la universidad estatal de Louisiana, a Baton Rouge, donde le roban la chaqueta de maderero mientras está sentado en el retrete de caballeros de la facultad, abrumado por elefantíacos problemas gastrointestinales. A Ignatius se. le cierra periódicamente la válvula pilórica como reacción a la ausencia de una «geometría y una teología adecuadas» en el mundo moderno.
No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo más. Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término commedia.
También es triste. Y uno nunca sabe exactamente de dónde viene la tristeza, si de la tragedia que hay en el corazón de las grandes cóleras gaseosas y las lunáticas aventuras de Ignatius, o de la tragedia que rodea al propio libro.
La tragedia del libro es la tragedia del autor: su suicidio en 1969, a los treinta y dos años. Y otra tragedia es la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado.
Es una verdadera lástima que John Kennedy Toóle ya no esté entre nosotros, escribiendo. Pero nada podemos hacer, salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores.

WALKER PERCY
Hay un acento propio de la ciudad de Nueva Orleans… asociado con el núcleo central de Nueva Orleans, sobre todo con el distrito Tercero, alemán e irlandés, que es difícil de diferenciar del acento de Hoboken, Jersey City, y Astoria, Long Island, donde se ha refugiado la inflexión AI Smith, extinta en Manhattan. El motivo, como cabría esperar, es que gentes del mismo origen que las que llevaron ese acento a Manhattan lo impusieron en Nueva Orleans.

—En eso tiene usted razón. Nosotros somos mediterráneos. Yo nunca he estado en Grecia ni en Italia, pero estoy seguro de que allí me sentiría como en casa nada más desembarcar.
También él se sentiría en casa, pensé. Nueva Orleans se parece más a Genova o a Marsella, o a Beirut, o a la Alejandría egipcia que a Nueva York, aunque todos los puertos de mar se parezcan entre sí más de lo que puedan parecerse a ninguna ciudad del interior. Nueva Orleans, como La Habana y Puerto Príncipe, está dentro del ámbito del mundo helenístico que nunca rozó siquiera al Atlántico Norte. El Mediterráneo, el Caribe y el Golfo de México forman un mar homogéneo, aunque interrumpido.
A. J. Liebling,
THE  EARL   OF   LOUISIANA

UNO

Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir. Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.
Ignatius vestía, por su parte, de un modo cómodo y razonable. La gorra de cazador le protegía contra los enfriamientos de cabeza. Los voluminosos pantalones de tweed eran muy duraderos y permitían una locomoción inusitadamente libre. Sus pliegues y rincones contenían pequeñas bolsas de aire rancio y cálido que a él le complacían muchísimo. La sencilla camisa de franela hacía innecesaria la chaqueta, mientras que la bufanda protegía la piel que quedaba expuesta al aire entre las orejeras y el cuello. Era un atuendo aceptable, según todas las normas teológicas y geométricas, aunque resultase algo abstruso, y sugería una rica vida interior.

Cambiando el peso del cuerpo de una cadera a otra a su modo pesado y elefantíaco, Ignatius desplazó oleadas de carne que se ondularon bajo el tweed y la franela, olas que rompieron contra botones y costuras. Una vez redistribuido el peso de este modo, consideró el gran rato que llevaba esperando a su madre. Consideró en especial el desasosiego que estaba empezando a sentir. Parecía que todo su ser estuviera a punto de estallar, desde las hinchadas botas de ante, y, como para verificarlo, Ignatius desvió sus ojos singulares hacia los pies. Los pies parecían hinchados, desde luego. Estaba decidido a ofrecer la visión de aquellas botas hinchadas a su madre como prueba de la desconsideración con que le trataba. Al alzar la vista, vio que el sol empezaba a descender sobre el Mississippi al fondo de la Calle Canal. El reloj de Holmes marcaba casi las cinco. Ignatius estaba puliendo ya unas cuantas acusaciones cuidadosamente estructuradas, destinadas a inducir a su madre al arrepentimiento o, por lo menos, a la confusión. Tenía que mantenerla en su sitio.
Su madre le había llevado al centro en el viejo PIymouth, y mientras ella iba a ver al médico por su artritis, Ignatius había comprado en Werlein’s unas partituras musicales para su trompeta y una cuerda nueva para el laúd. Luego, había entrado en la sala de juegos de la Calle Royal para ver si habían instalado alguna máquina nueva. Le decepcionó el que hubiera desaparecido la máquina de béisbol. Quizá la estuvieran reparando. La última vez que jugó con ella, el bateador no funcionaba y, tras cierta discusión, el encargado le había devuelto el dinero, pero los clientes habían sido tan ruines como para comentar que la había roto el propio Ignatius a patadas.
Concentrándose en el destino de la máquina de béisbol en miniatura, Ignatius apartaba su ser de la realidad material de la Calle Canal y de la gente que le rodeaba, por lo que no advirtió los dos ojos que le observaban ávidamente desde detrás de una de las columnas de D. H. Holmes, dos ojos tristes en los que brillaban la esperanza y la ansiedad.
¿Sería posible reparar aquella máquina en Nueva Orleans? Probablemente sí. Sin embargo, quizá la hubieran enviado a un lugar como Milwaukee o Chicago o alguna otra ciudad cuyo nombre asociaba Ignatius con eficientes talleres de reparación y fábricas siempre humeantes. Ignatius esperaba que tratasen con el cuidado debido aquel juego de béisbol en el transporte, de modo que ninguno de sus pequeños jugadores se esportillase o se lisiase por la brutalidad de unos empleados ferroviarios decididos a hundir para siempre al ferrocarril con las reclamaciones por daños de los expedidores, ferroviarios que posteriormente se declararían en huelga y destruirían la estación central de Illinois.
Mientras Ignatius consideraba el placer que aquel pequeño juego de béisbol proporcionaba a la humanidad, los dos ojos tristes y ávidos avanzaron hacia él entre la multitud como torpedos dirigidos a un petrolero grande y lanudo. El policía dio un tirón a la bolsa de papel de partituras de Ignatius.
__¿Tiene usted algún documento de identificación, señor? —preguntó el policía, en un tono de voz que indicaba que tenía la esperanza de que Ignatius fuese oficialmente inidentificable.
—¿Qué? —Ignatius bajó la vista hacia la enseña de la gorra azul—. ¿Quién es usted?
—Enséñeme su carnet de conducir.
—Yo no conduzco. ¿Sería usted tan amable de largarse? Estoy esperando a mi madre.
—¿Qué es lo que cuelga de esa bolsa?
—¿Qué cree usted que va a ser, imbécil? Una cuerda para mi laúd,
—¿Qué es eso? —el policía retrocedió un poco—. ¿Es usted de la ciudad?
—¿Acaso la tarea del departamento de policía es acosarme a mí cuando esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado? —atronó Ignatius, por encima del gentío que había frente a los grandes almacenes—. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas… gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a mi.
El policía agarró a Ignatius por el brazo pero fue agredido en la gorra con las partituras musicales. La cuerda colgante del laúd le dio en la oreja.
—Eh —protestó el policía.
—¡Toma eso! —gritó Ignatius, percibiendo que estaba empezando a formarse un círculo de compradores interesados.
Dentro del D. H. Holmes, la señora Reilly estaba en el departamento de bollería, el pecho maternal apoyado en una vitrina que contenía almendrados. Uno de sus dedos, gastado de frotar tantos años los gigantescos y amarillentos calzoncillos de su hijo, tamborileó en la vitrina para llamar la atención de la vendedora.
—Eh, señorita Inés —dijo la señora Reilly con ese acento que al sur de Nueva Jersey sólo existe en Nueva Órleans, esa Hoboken del Golfo de México—. Venga, venga aquí, chica.
—Vaya, ¿cómo le va? —preguntó la señorita Inés—. ¿Qué tal, querida?
—No demasiado bien —dijo, sincera, la señora Reilly,
—Qué lata, verdad —la señorita Inés se apoyó en la vitrina y se olvidó de las pastas—. Tampoco yo me siento nada bien. Estos pies…
—Señor, Señor, ojalá tuviera yo tanta suerte. Lo mío es artritis en el codo.
—¡Oh, no! —dijo la señorita Inés con verdadera simpatía—. Mi pobre papá también la tiene. Le hacemos meterse en una bañera llena de agua hirviendo.
—Mi hijo se pasa todo el día flotando en la nuestra. Yo apenas puedo entrar en el cuarto de baño.
—Creí que estaba casado…
—¿Ignatius? Sí, sí, ojalá —dijo, con tristeza la señora Reilly—. ¿Quiere darme dos docenas de esas variadas, querida?
—Pues yo creía que me había dicho usted que se había casado —dijo la señorita Inés, mientras iba metiendo las pastas en una caja.
—Ni perspectiva tiene siquiera de casarse. La novia aquella que tenía se largó.
—Bueno, aún está a tiempo.
—Sí, sí, claro —dijo con indiferencia la señora Reilly—. ¿Quiere ponerme también media docena de bizcochos borrachos? Ignatius se pone insoportable cuando se acaban las pastas.
—Así que a su chico le gustan las pastas, ¿eh?
—Oh-Señor, este codo me está matando —contestó la señora Reilly.
En el centro del grupo que se había formado delante de los grandes almacenes, se balanceaba violenta la gorra de cazador, un verde destello en el círculo de gente.
—Hablaré con el alcalde —gritaba Ignatius.
—Deje en paz al muchacho —dijo una voz entre la multitud.
—Vaya a detener a esas chicas que se desnudan de la Calle Bourbon —añadió un viejo—. El es un buen chico. Está esperando a su mamá.
—Gracias —dijo, desdeñoso, Ignatius—. Espero que todos ustedes den testimonio de este ultraje.
—Vamos, acompáñeme —le dijo el policía con menguante seguridad. A su alrededor había ya casi una multitud y no se veía ni a un guardia de tráfico—. Vamos a la comisaría.
—Así que un buen muchacho no puede ya ni esperar a su mamá a la puerta de un comercio —era de nuevo el viejo—. Convénzanse, la ciudad nunca fue así. Esto es el comunismo.
—¿Está llamándome usted comunista? —preguntó el policía al viejo, mientras procuraba evitar los latigazos de la cuerda del laúd—. Le llevaré también a usted. Así mirará más a quien anda llamando comunista.
—A mí no puede usted detenerme —gritó el viejo—. Pertenezco al Club Edad Dorada, patrocinado por el Departamento Recreativo de Nueva Orleans.
—Deje en paz a ese anciano, policía de mierda —chilló una mujer—. Es probable que tenga ya nietos.
—Los tengo —dijo el viejo—. Tengo seis nietos, estudian todos con las hermanas. Y son muy listos, además.
Sobre las cabezas del gentío, Ignatius vio a su madre que salía despacito del vestíbulo de los almacenes cargando con los artículos de repostería como si fuesen cajas de cemento.
—¡Mamá! —gritó—. Llegas en el momento justo. Me han detenido.
Abriéndose paso entre la gente, la señora Reilly dijo:
—¡Ignatius! ¿Pero qué pasa? ¿Qué has hecho ahora? Eh, oiga, quítele esas manos de encima a mi hijo.
—No le estoy tocando, señora —dijo el policía—. ¿Este de aquí es su hijo?
La señora Reilly arrebató a Ignatius la zumbante cuerda de laúd.
—Pues claro que soy su hijo —dijo Ignatius—. ¿Es que no ve usted el afecto que siente por mí?
—Sí, esa señora quiere mucho a su hijo —corroboró el viejo.
—¿Qué intenta usted hacerle a mi pobre niño? —preguntó la señora Reilly al policía; Ignatius palmeó con una de sus inmensas zarpas el pelo teñido con aleña de su madre—. ¿Cómo se atreve usted a detener a un pobre muchacho con toda la gente que anda suelta por esta ciudad? Está esperando a su mamá e intentan detenerle.
—Aquí tendría que intervenir el Sindicato de Libertades Civiles —comentó Ignatius, apretando con la zarpa el hombro caído de su madre—. Hemos de comunicárselo a Myrna Minkoff, mi amor perdido. Ella sabe de estas cosas.
—Son los comunistas —interrumpió el viejo.
—¿Qué edad tiene? —preguntó el policía a la señora Reily.
—Treinta años —contestó Ignatius, condescendiente.
—¿Tiene usted trabajo?
—Ignatius tiene que ayudarme en casa —dijo la señora Reilly; empezaba a fallarle un poco su valor inicial, así que se puso a enroscar la cuerda del laúd con el cordel de las cajas de las pastas—. Tengo una arturitis horrible.
—Limpio un poco el polvo —explicó Ignatius al policía—. Además, estoy escribiendo una extensa denuncia contra nuestro siglo. Cuando mi cerebro se agota de sus tareas literarias, suelo hacer salsa de queso.
—Ignatius hace unas salsas de queso deliciosas —dijo la señora Reilly.
—Es un detalle estupendo —señaló el viejo—. La mayoría de los muchachos se pasan el día correteando por ahí.
—¿Por qué no se calla usted? —dijo el policía al viejo.
—Ignatius —preguntó la señora Reilly con voz trémula—, ¿qué has hecho, hijo mío?
—Bueno, mamá, la verdad es que creo que el que empezó fue él —Ignatius señaló al viejo con la bolsa de partituras—. Yo estaba aquí, esperándote, rezando para que las noticias del médico fueran alentadoras.
—Llévese de aquí a ese viejo —dijo la señora Reilly al policía—. Está armando líos. Es una vergüenza que dejen sueltas por la calle a personas como él.
—Todos los policías son comunistas —gritó el viejo.
—¿Pero no le dije a usted que se callara? —dijo el policía, furioso.
—Todas las noches me pongo de rodillas y doy gracias a Dios de que estemos protegidos —explicó la señora Reilly a la multitud—. Sin la policía, todos estaríamos muertos a estas horas. Estaríamos tumbados en la cama con el cuello cortado de oreja a oreja.
—Eso es una gran verdad, sí, señor —confirmó una mujer entre la multitud.
—Deberíamos rezar un rosario por las fuerzas del orden.
La señora Reilly dirigía ahora sus comentarios a la multitud. Ignatius le acarició torpemente el hombro, susurrando frases de aliento.
—¿Pero rezaríamos un rosario por un comunista? —añadió la señora Reilly.
—No —contestaron  fervorosamente vanas  voces.  Alguien dio un empujón al viejo.
—Es cierto, señora —grito el viejo—. el intentaba detener a su hijo. igual que en Rusia. Son todos comunistas.
—Vamos —dijo el policía al viejo. Y le agarró rudamente por la espalda del abrigo.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Ignatius, observando al pálido y pequeño policía que intentaba sujetar al viejo—. Tengo los nervios hechos migas.
—¡Socorro! —gritó el viejo, apelando a la multitud—. Esto es un abuso. ¡Es una violación de la Constitución!
—Está loco, Ignatius —dijo la señora Reilly—. Será mejor que nos marchemos de aquí, niño. —Luego se volvió a la gente y Jijo—: Vayanse, amigos. Podría matarnos a todos. Yo, personalmente, creo que puede que el comunista sea él.
—No tienes que exagerar, madre —dijo Ignatius mientras se abrían paso entre la multitud, que empezaba a dispersarse. Enfilaron a buen paso Calle Canal abajo.
Ignatius miró atrás y vio al viejo y al policía bajito forcejeando bajo el reloj de los grandes almacenes.
—¿Podrías aminorar un poquito la marcha? Creo que tengo un soplo cardíaco.
—Oh, cállate ya. ¿Cómo crees que me siento yo? A mi edad no debería correr de este modo.
—El corazón es importante a cualquier edad, creo yo.
—Tú tienes el corazón perfectamente.
—Lo tendría si caminásemos un poco más despacio —los pantalones de tweed se le hinchaban alrededor de las nalgas gargan-tuescas mientras caminaban calle abajo—. ¿Tienes la cuerda de mi laúd?
La señora Reilly arrastró tras sí a Ignatius, doblaron la esquina y entraron en la Calle Bourbon. Allí empezaba el Barrio Francés.
—¿Por qué se metió contigo aquel policía, muchacho?
—No tengo idea. Pero probablemente venga a por nosotros en cuanto haya dominado a aquel viejo fascista.
—¿Tú crees? —preguntó nerviosa la señora Reilly.
—Yo diría que sí. Parecía decidido a detenernos. Debe tener que cubrir una especie de cuota mínima o algo así. Dudo muchísimo de que me deje burlarle así tan fácilmente.
—i Sería espantoso!  Saldrías en todos los periódicos, Ignatius.
¡Qué desgracia! Tienes que haber hecho algo mientras estabas esperándome, Ignatius. Te conozco, muchacho.
—Sólo estaba pensando en mis cosas, te lo aseguro —jadeó Ignatius—. Por favor, tenemos que parar. Creo que voy a tener una hemorragia.
—Bueno, bueno.
La señora Reilly contempló la cara enrojecida de su hijo y comprendió que se desmayaría muy satisfecho a sus pies sólo para ratificar sus palabras. Ya lo había hecho otras veces. La última vez que le obligó a acompañarla a misa un domingo, se había desmayado dos veces camino de la iglesia, y otra vez durante el sermón, de pura flojera, cayéndose del banco y provocando un incidente de lo más embarazoso.
—Lo mejor será entrar aquí y sentarse un poco.
Y le empujó con una de las cajas de pastas hacia la entrada de un bar, el Noche de Alegría. En una oscuridad que olía a whisky y a colillas, se encaramaron en sendos taburetes. Mientras la señora Reilly colocaba las cajas de pastas en la barra, Ignatius dilató las flexibles aletas de su nariz y dijo:
—Dios mío, mamá, esto huele de un modo asqueroso. Se me está revolviendo el estómago.
—¿Acaso quieres volver a la calle? ¿Quieres que te coja ese policía?
Ignatius no contestó, pero resopló ruidosamente haciendo muecas. Un camarero, que había estado observándoles, preguntó quisquilloso desde las sombras:
—¿Sí?
—Yo un café —dijo majestuosamente Ignatius—. Café de achicoria y leche caliente.
—Muy bien —dijo el camarero.
—Quizá no me vea capaz de tomarlo —le dijo a su madre—. Es una cosa abominable.
—Pues toma una cerveza, Ignatius. No vas a morirte por eso.
—Puedo hincharme.
—Yo tomaré una Dixie 45 —dijo la señora Reilly al camarero.
—¿Y el caballero? —preguntó el camarero con voz sonora y engolada—. ¿Qué tomará usted?
—Tráigale una Dixie también.
—No debo beber eso —dijo Ignatius mientras el camarero iba a por las cervezas.
—No podemos estar aquí sentados sin tomar nada, Ignatius.
—No entiendo por qué. Somos los únicos clientes. Deberían estar muy contentos de tenernos.
—Aquí hay chicas de ésas que se desnudan de noche, ¿verdad?— dijo la señora Reilly, dándole un codazo a su hijo.
—Es muy probable —dijo fríamente Ignatius; parecía muy pesaroso—. Podríamos haber entrado en cualquier otro sitio. Tengo la sospecha de que la policía hará una redada en este lugar en cualquier momento.
Luego resolló sonoramente, carraspeó y dijo:
—Menos mal que mi bigote filtra parte del hedor. Aun así, mis órganos olfativos están empezando a emitir señales de inquietud.
Tras lo que pareció mucho tiempo, durante el cual hubo mucho tintineo de vasos y cierres de neveras en un lugar indeterminado, en las sombras, apareció de nuevo el camarero y puso ante ellos las cervezas, haciendo como que volcaba la de Ignatius sobre el regazo de éste. Los Reilly recibían el peor servicio que se dispensaba en el Noche de Alegría, el tratamiento destinado a los clientes indeseables.
—¿No tendrán ustedes por casualidad un Dr. Nut frío? —preguntó Ignatius.
—No.
—Es que a mi hijo le encantan los Dr. Nut —explicó la señora Reilly—. Tengo que comprárselos por cajas. A veces, se sienta y se toma dos o tres seguidos él solo.
—Estoy seguro de que eso a este señor no le interesa lo más mínimo —-dijo Ignatius.
—¿Por qué no se quita usted la gorra? —preguntó el camarero.
—¡Ni hablar! —atronó Ignatius—. ¡Con el frío que hace aquí!
—Bueno, allá usted —dijo el camarero, y se perdió en las sombras del otro extremo de la barra.
—¡Qué barbaridad!
—Cálmate —dijo su madre.
Ignatius alzó la orejera del lado de su madre.
—En fin, alzaré esto para que no tengas que forzar la voz. ¿Qué dijo el médico de tu codo, o lo que sea?
—Tengo que darme masajes.
—Supongo que no querrás que te los dé yo. Ya sabes lo que pienso de ese asunto de tocar a los otros.
—Me dijo que procurara evitar el frío todo lo posible.
—Si yo supiera conducir, podría ayudarte más, supongo.
—Bueno, no te preocupes, querido.
—En realidad, hasta ir en coche me afecta, sí. Por supuesto, lo peor es ir en uno de esos espantosos autocares, uno de esos grandes monstruos de dos pisos, los Scenecruisers Greyhound. Ir allá arriba ¿Te acuerdas cuando fui en un monstruo de ésos a Baton Rouge? Vomité varias veces. El chófer tuvo que parar en medio de los pantanos para que me bajara y paseara un rato. Los demás viajeros se enfadaron muchísimo. Debían tener estómagos de acero para poder ir tan tranquilos en aquella máquina infernal. El solo hecho de salir de Nueva Orleans, me altera considerablemente. Tras los límites de la ciudad empieza el corazón de las tinieblas, la auténtica selva.
—Ya recuerdo ya, Ignatius —dijo con aire ausente la señora Reilly, bebiendo a grandes tragos la cerveza—. Cuando volviste a casa estabas malo de veras.
—Entonces ya me sentía mejor. Lo peor fue cuando llegué a Baton Rouge. Me di cuenta de que tenía un billete de ida y vuelta, y que tendría que volver en aquel autobús.
—Todo eso ya me lo contaste, chico.
—Volver en taxi a Nueva Orleans me costó cuarenta dólares, pero al menos no me puse violentamente enfermo durante el viaje, aunque sentí ganas de vomitar varias veces. Obligué al chófer a ir muy despacio, lo cual resultó una desgracia para él. La policía del Estado le paró dos veces por ir a velocidad inferior al límite mínimo por autopista. La tercera vez que le pararon le quitaron el permiso de conducir. Habían estado vigilándonos con el radar durante todo el viaje, al parecer.
La atención de la señora Reilly bailaba entre su hijo y la cerveza. Llevaba tres años oyendo aquella historia.
—Por supuesto —continuó Ignatius, confundiendo la expresión absorta de su madre con un vivo interés por lo que le contaba— era la primera vez en mi vida que salía de Nueva Orleans. Puede que fuese la falta de un centro de orientación lo que me alteró. Correr a tanta velocidad en aquel autobús era como precipitarse en el abismo. Cuando salimos de los pantanos y llegamos a aquellos cerros ondulantes que hay cerca ya de Baton Rouge, empecé a sentir miedo, empecé a pensar que unos cuantos campesinos fanáticos podrían empezar a tirar bombas a aquel autobús. Les gusta atacar a los vehículos, que son un símbolo del progreso.
—Bueno, me alegro de que no cogieras aquel trabajo, sabes —dijo maquinalmente la señora Reilly.
—No podía. Cuando vi al director del departamento de cultura medieval, empezaron a salirme de inmediato unas pequeñas protuberancias blancas en las manos. Era un hombre absolutamente desalmado. Luego hizo aquel comentario porque yo no llevaba corbata y se burló de mi chaqueta de maderero. Me dejó atónito que una persona tan insustancial se atreviera a hacerme semejante afrenta. Aquella chaqueta era una de las pocas dulzuras que me permitía esta vida y si diese alguna vez con el lunático que me la robó, le denunciaría a la autoridad correspondiente.
La señora Reilly vio de nuevo aquella horrible chaqueta de maderero llena de manchas de café que ella siempre había querido regalar a los Voluntarios de América, junto con varias prendas más del vestuario favorito de Ignatius.
—En fin, quedé tan abrumado por la absoluta zafiedad de aquel espúreo «director», que abandoné corriendo su oficina en mitad de una de sus estúpidas divagaciones y entré en los lavabos más próximos, que resultaron ser los de «profesores». Y, bueno, cuando estaba sentado en una de aquellas catanas, con la chaqueta de maderero sobre la puerta, de repente vi que la chaqueta desaparecía. Oí unas rápidas pisadas. Luego, se cerró la puerta de los lavabos. Por un instante, me sentí incapaz de perseguir al desvergonzado ladrón, así que comencé a gritar. Alguien entró en los lavabos y llamó a la puerta de la cabina. Resultó ser un miembro de las fuerzas de seguridad del campus, o por lo menos eso dijo. A través de la puerta le expliqué exactamente lo ocurrido. Prometió encontrar la chaqueta y se fue. En realidad, como ya te he dicho otras veces, siempre he sospechado que él y el «director» eran la misma persona. Las voces eran muy parecidas.
—Está claro que no se puede confiar en nadie en estos tiempos, cariño.
—Salí en cuanto pude de los lavabos, deseoso de abandonar aquel horrible lugar. A punto estuve de helarme en aquel campus desolado, intentando conseguir un taxi. Por fin localicé uno que accedió a traerme a Nueva Orleans por cuarenta dólares, y, además, aquel taxista fue tan caritativo que me prestó su chaqueta. Aunque cuando llegamos aquí estaba muy deprimido por haberse quedado sin permiso de conducir, y, en fin, más bien hosco conmigo. Parecía tener un principio de catarro también, a juzgar por sus frecuentes estornudos. En fin, fueron casi dos horas en la autopista.
—Creo que me tomaría una cerveza más, Ignatius.
—¡Mamá! ¿En este horrible lugar?
—Sólo una, chico. Vamos, quiero otra.
—Cogerás algo malo con esos vasos. Pero en fin, si estás decidida, pídeme a mí un coñac, ¿de acuerdo?
La señora Reilly hizo una señal al camarero, que salió de las sombras y preguntó:
—¿Y qué fue lo que le pasó en aquel autobús, amigo? No entendí el final de la historia.
—¿Tendría usted la bondad de atender el bar como es debido? —dijo Ignatius furioso—. Su obligación es servir en silencio lo que le pidan. Si quisiéramos incluirle a usted en nuestra conversación se lo habríamos indicado. Sepa que estamos discutiendo cuestiones personales de no poca importancia.
—El señor sólo pretende ser amable Ignatius. Debería darte vergüenza.
—Eso es contradictorio en sí mismo. Nadie puede ser amable ni bueno en un antro como éste.
—Queremos otras dos cervezas.
—Una cerveza y un coñac —corrigió Ignatius.
—No hay más vasos limpios —dijo el camarero.
—Vaya, qué lástima —dijo la señora Reilly—. En fin, podemos usar los mismos que tenemos.
El camarero se encogió de hombros y se perdió de nuevo en las sombras.

II

En la comisaría, el viejo se sentó en un banco con los demás, ladrones de tiendas la mayoría, que constituían la última redada de la tarde. Se había colocado pulcramente sobre un muslo la tarjeta de la Seguridad Social, la de la St. Odo Of Cluny Holy Ñame Society, una insignia del Club Edad Dorada y una hoja de papel que le identificaba como miembro de la Legión Americana. Un joven negro, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol Era Espacial, estudiaba el pequeño dossier emplazado en aquel muslo contiguo al suyo.
—¡Caramba! —dijo, sonriendo—. Usté pertenece a casi tó.
El viejo reordenó meticulosamente sus tarjetas sin decir nada.
—¿Y cómo es que han traío aquí a una persona como usté? —las gafas de sol echaron humo sobre las tarjetas del viejo—. Estos polis deben está desesperaos.
—Estoy aquí porque se han violado mis derechos constitucionales —dijo el viejo, con súbita cólera.
__No van a creérselo, ¿sabe? Será me jó que invente usté otra cosa —una mano oscura avanzó hacia una de las tarjetas—. Eh, oiga, ¿qué significa esto de «Edad Dorada»?
El viejo cogió la tarjeta y volvió a colocarla con las otras.
—Esas tarjetitas no le servirán de ná. Le meterán en la cárcel de tos modos. Ellos meten en la cárcel a tó el mundo.
—¿Cree usted? —preguntó el viejo a la nube de humo.
—Claro —una nueva nube se alzó flotando—. ¿Cómo es que está usté aquí, hombre?
—No sé.
—¿Que no sabe? ¡Vaya! Qué locura. Por algo será. A la gente de coló la cogen muchas veces por na, pero usté tié que está aquí por algo, señó.
—La verdad es que no lo sé —dijo lúgubremente el viejo—. Yo estaba con un grupo de gente delante de D. H. Holmes.
—Y le robó la cartera a alguien.
—No, le llamé una cosa a un policía.
—¿Pero qué le llamó?
—Comunista.
—¡Comunista! Buuuu. Si yo le llamase a un policía comunista, este culo estaría ya entre rejas, seguro. Pero me gustaría llámale comunista a un tipo de ésos. En fin, yo estaba esta tarde en Wools-worth y un tipo va y roba una bolsa de anacardos y el dependiente se pone a chilla como si le hubieran pinchao. ¡Paf! Inmediatamente me agarra un tipo y luego un policía cabrón me saca de allí a rastras. Hay que darle a la gente una oportunidá. ¡Sí señó! —chupó el cigarrillo—. Nadie me encontró encima los anacardos; pero, de todos modos, el poli me sacó de allí a rastras. Creo que aquel tipo era comunista, un comunista hijoputa y cabrón.
El viejo carraspeó y jugó con sus tarjetas.
—Probablemente le dejen marchase —dijeron las gafas de sol—. A mí probablemente me suelten una pequeña plática para asústame, aunque sepan que no cogí los anacardos. Puede que intenten demos-trá que los cogí. Pueden comprá una bolsa y métemela en el bolsillo sin que yo me dé cuenta. Los de Woolsworth probablemente quieran que me encierren pa toa la vida.
El negro parecía totalmente resignado y lanzó una nueva nube de humo azul que le envolvió a él y envolvió al viejo y a sus tarjetas. Luego, se dijo: «¿Quién cogería los anacardos? Probablemente los cogiese aquel mismo tipo.»
Un policía llamó al viejo indicándole que se acercase a la mesa que había en el centro de la estancia, donde estaba sentado un sargento. Allí estaba también, de pie, el patrullero que le había detenido.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó el sargento al viejo.
—Claude Robichaux —contestó él, y puso sus tarjetitas sobre la mesa, ante el sargento.
El sargento miró las tarjetas y dijo:
—Aquí el patrullero Mancuso dice que opuso usted resistencia a la autoridad y que le llamó comunista.
—Fue sin darme cuenta —dijo apesadumbrado el viejo, percibiendo la furia con que el sargento trataba las tarjetitas.
—Según Mancuso, usted dijo que todos los policías son comunistas.
—¡Ahí va! —dijo el negro, desde el otro lado de la habitación.
—¿Quieres callarte, Jones? —gritó el sargento.
—Vale, vale, me callo —contestó Jones.
—Luego me ocuparé de ti.
—Bueno, yo no llamé comunista a nadie —dijo Jones—. A mí me lió el tipo aquél de Woolsworth. Ni siquiera me gustan los anacardos.
—Cierra el pico, ¿quieres?
—Bueno, bueno, está bien —dijo alegremente Jones, y lanzó un gran nubarrón de humo.
—No dije con intención lo que dije —explicó el señor Robichaux al sargento—. Es que me puse nervioso. No pude controlarme. Este policía intentaba detener a un pobre chico que estaba esperando a su mamá junto a Holmes.
—¿Qué? —el sargento se volvió al policía pálido y bajito—. ¿Qué intentaba usted hacer?
—No era un chico —dijo Mancuso—. Era un hombre gordo y grande con una indumentaria muy rara. Parecía un sospechoso. Yo sólo quería hacer una inspección de rutina y él ofreció resistencia. Además, parecía un prevenido sexual.
—¿Un pervertido? —preguntó ávidamente el sargento.
—Sí —dijo Mancuso, con renovada confianza—. Un prevertido grande, muy grande.
—¿Cómo de grande?
—El más grande que he visto en toda mi vida —dijo Mancuso, extendiendo los brazos como si describiese un trofeo de pesca. Al sargento le brillaron los ojos—. Lo primero que vi fue aquella gorra verde de cazador que llevaba.
Jones escuchaba con atento distanciamiento, desde algún punto del interior de su nube.
—Bueno, Mancuso,  ¿y qué pasó?   ¿cómo es que no está aquí delante de mí?
—Se largó. Salió aquella mujer de la tienda y lo lió todo y se fueron corriendo, doblaron la esquina y se metieron en el Barrio Francés.
—Vaya, dos personajes del Barrio Francés —dijo el sargento súbitamente iluminado.
—No, señor —interrumpió el viejo—. Ella era de veras su mamá.
Una señora muy agradable y muy simpática. Yo ya les he visto otras veces por el centro. Este policía la asustó.
—Escuche, Mancuso —chilló el sargento—. Es usted el único miembro del cuerpo capaz de intentar detener a alguien separándolo de su madre. ¿Y por qué ha traído usted aquí al abuelo, a ver, dígame? Telefonee a su familia y dígales que vengan a recogerle.
—Por favor —suplicó el señor Robichaux—. Eso no. Mi hija está ocupada con los chicos. No me han detenido en toda mi vida. Ella no puede venir a buscarme. ¿Qué van a pensar mis nietos? Estudian todos con las hermanas.
—Consiga el número de su hija, Mancuso. ¡Esto le enseñará a llamarnos comunistas!
—¡Por favor! —el señor Robichaux lloraba—. Mis nietos me respetan.
—¡Dios santo! —dijo el sargento—. Intentar detener a un chico que iba con su mamá, traer aquí a este abuelo. Lárguese usted de aquí ahora mismo, Mancuso. Llévese al abuelo. ¿Quiere detener usted a tipos sospechosos? Pues no se preocupe, que ya le ayudaremos.
—Sí, señor —dijo débilmente Mancuso, llevándose al sollozante viejo.
—¡Juá! —dijo Jones desde las profundidades más secretas de su nube.

III

Iba anocheciendo fuera del Noche de Alegría. Comenzó a iluminarse la Calle Bourbon. Parpadearon los letreros de neón, reflejándose en las calles humedecidas por la leve llovizna que ya llevaba un rato cayendo. Los taxis que traían a los primeros clientes de la noche, turistas del Medio Oeste y gente que venía a convenciones, producían rumores chapoteantes en la fría oscuridad.
En el Noche de Alegría había algunos clientes más, un hombre que repasaba con el dedo un boleto de apuestas de las carreras, una rubia deprimida que parecía relacionada de algún modo con el bar y un joven elegantemente vestido que fumaba Salems en cadena y bebía daiquiris helados a grandes tragos.
—Será mejor que nos vayamos, Ignatius —dijo la señora Reilly y eructó.
—¿Qué? —aulló Ignatius—. Hemos de quedarnos para ver la corrupción. Como puedes observar, ya empieza.
El joven elegante se derramó el daiquiri en la chaqueta de terciopelo verde botella.
—Eh, camarero —llamó la señora Reilly—. Traiga un paño. Uno de los clientes acaba de derramar la bebida.
—No se preocupe, querida —dijo furioso el joven, que arqueó una ceja mirando a Ignatius y a su madre—. En realidad, creo que me he equivocado de bar.
—No se inquiete usted, querido —aconsejó la señora Reilly—. ¿Qué es eso que bebe? Parece una bola de nieve al ananás.
—Dudo que entendiese lo que es, aunque se lo explicase.
—¿Cómo se atreve usted a decirle eso a mi amada madre?
—Oh, vamos, tú cállate, grandullón —masculló el joven—:. Oh, cómo me he puesto la chaqueta…
—Es realmente grotesco.
—Bueno, ya está bien, se acabó. Seamos amigos —dijo la señora Reilly con los labios llenos de espuma—. Ya tenemos bastantes bombas y cosas de ésas.
—Sí, y parece que su hijo es de los que les encanta tirarlas.
—Bueno, bueno, hagan los dos las paces. Este es un lugar donde todos deberían venir a divertirse —la señora Reilly sonrió al joven—. Permítame invitarle a otra ronda, muchacho, por lo que se le ha caído. Y creo que yo me tomaré otra Dixie.
—No, tengo que irme —suspiró el joven—. Gracias de todos modos.
—¿En una noche como ésta? —preguntó la señora Reilly—. Oh, vamos, no haga caso de lo que diga Ignatius. ¿Por qué no se queda y ve el espectáculo?
El joven alzó los ojos hacia el techo.
—Sí —la rubia rompió su silencio—, podrá ver un poco de culo y de tetas.
—Madre  —dijo  fríamente  Ignatius—.  Creo  que estás  dando confianzas a gente que no se las merece.
—Fuiste tú quien quiso quedarse, Ignatius.
—Sí, quise quedarme, pero como observador. No siento grandes deseos de mezclarme con esa gente.
—Querido,  he  de  decirte,  para  que lo  sepas,  que  no  puedo soportar más esa historia del autobús esta noche. Ya me la has contado cuatro veces desde que estamos aquí.
Ignatius pareció ofenderse.
—No sospechaba siquiera que estuviera aburriéndote. Después de todo, aquel viaje en autobús fue una de las experiencias más formativas de mi vida. Como madre, deberían interesarte los traumas que han condicionado mi visión del mundo.
—¿Qué es eso del autobús? —preguntó la rubia, trasladándose al taburete contiguo al de Ignatius—. Me llamo Darlene. Me gustan las historias interesantes. ¿Es divertida la tuya?
El camarero posó ruidosamente la cerveza y el daiquiri justo cuando el autobús arrancaba en su viaje hacia la vorágine.
—Tome, aquí tiene un vaso limpio —masculló el camarero dirigiéndose a la señora Reilly.
—Oh, qué amable. Mira, Ignatius, he conseguido un vaso limpio.
Pero su hijo estaba demasiado preocupado con su llegada a Baton Rouge para oírla.
—Sabes, querido —dijo la señora Reilly al joven—, yo y mi chico tuvimos hoy problemas. La policía intentó detenerle.
—Oh, querida. Los policías son siempre tan obstinados, ¿verdad?
—Sí, y eso que Ignatius tiene título universitario y todo.
—¿Y qué demonios era lo que hacía? —Nada. Sólo estaba esperando a su pobre mamá querida.
—Su atuendo es un poco raro. Creí que era actor, aunque procuré no imaginar siquiera en qué podría actuar.
—No hago más que decirle lo de la ropa, pero no me hace caso —la señora Reilly contempló la espalda de la camisa de franela de su hijo y el pelo que le caía en rizos por la nuca—. Eso sí que es bonito, esa chaqueta que lleva usted.
—¿Esto? —preguntó el joven, palpando el terciopelo de la manga—. No me importa decirle que cuesta una fortuna. La encontré en una tiendecita del Village.
—Pues no parece usted del campo.
—Oh, Dios mío —suspiró el joven, y encendió un Salem con un gran clic del mechero—. Me refiero a Greenwich Village de Nueva York, querida. Por cierto, ¿dónde consiguió usted ese sombrero? Es verdaderamente fantástico.
—Ay, Señor, Señor, pero si lo tengo desde que Ignatius hizo la primera comunión.
—¿Estaría usted dispuesta a venderlo?
—¿Cómo dice?
—Soy comerciante de ropa usada. Le daré diez dólares por el sombrero.
—Oh, vamos, ¿por esto?
—¿Quince?
—¿De veras? —la señora Reilly se quitó el sombrero—. Claro que sí, querido —el joven abrió la cartera y dio a la señora Reilly tres billetes de cinco dólares. Luego, terminó el daiquiri, se levantó y dijo:
—Bueno, debo irme enseguida.
—¿Tan pronto?
—Fue un verdadero placer conocerla.
—Tenga cuidado en la calle con el frío y la humedad.
El joven sonrió, metió el sombrero cuidadosamente debajo de la trinchera y se fue.
—La patrulla del radar —estaba diciéndole Ignatius a Darlene— es lógicamente infalible. Parece ser que el taxista y yo estuvimos haciendo pequeñas manchitas en su pantalla durante todo el trayecto desde Baton Rouge.
—Así que te estaban controlando por radar —bostezó Darlene—. Hay que ver, qué barbaridad.
—Ignatius tenemos que irnos ya —dijo la señora Reilly—. Tengo hambre.
Y al volverse hacia él, tiró al suelo la botella de cerveza, que estalló en una rociada de aristados cristales marrones.
—Mamá, ¿pero qué es esto? —exclamó irritado Ignatius—. ¿Es que no te das cuenta de que la señora Darlene y yo estamos hablando? Tienes pastas, cómelas. Siempre te estás quejando de que nunca vas a ningún sitio. Creí que disfrutarías con tu noche en la ciudad.
Ignatius volvió al radar, así que la señora Reilly hurgó en sus cajas y se comió una pasta.
—¿Quiere una? —preguntó al camarero—. Son estupendas. Tengo también unas pastas de vino excelentes.
El camarero fingió estar buscando algo en las estanterías.
—Huelo a pastas de vino —exclamó Darlene, mirando por encima de Ignatius.
—Toma una, querida —dijo la señora Reilly.
—Creo que yo también tomaré una —dijo Ignatius—. Deben estar muy buenas con coñac.
La señora Reilly abrió la caja y la colocó en la barra. Hasta el tipo del boleto de las carreras aceptó tomar un almendrado.
—¿Dónde compró usted estas pastas de vino tan buenas, señora? —preguntó Darlene a la señora Reilly—. Son estupendas, muy sabrosas.
—En Holmes, querida. Tienen un surtido magnífico. Muy variado
—Están bastante buenas —concedió Ignatius, que envió su fofa lengua rosada a explorar por el bigote a la caza de migas—. Creo que tomaré uno o dos almendrados. El coco siempre me ha parecido excelente como fibra.
Rebuscó por la caja muy afanoso.
—A mí, la verdad, siempre me gusta una buena pasta después de comer —explicó la señora Reilly al camarero, que le volvió la espalda.
—Estoy segura de que es usted una cocinera estupenda, ¿a que sí? —dijo Darlene.
—Mamá no cocina —dijo dogmáticamente Ignatius—. Quema.
—Yo también cocinaba cuando estuve casada —les explicó Darlene—. Pero utilizaba mucha cosa enlatada. Me gusta ese arroz a la española que hacen y los spaghetti con salsa de tomate.
—La comida enlatada es una perversión —dijo Ignatius—. Sospecho que es en el fondo muy dañina para el alma.
—Ay, Señor, ya empieza otra vez este codo —suspiró la señora Reilly.
—Por favor. Estoy hablando —le dijo su hijo—. Yo nunca como alimentos enlatados. Lo hice una vez, y me di cuenta de que mis intestinos empezaban a atrofiarse.
—Has tenido una buena educación —dijo Darlene.
—Ignatius estudió en la universidad. Luego se quedó allí cuatro años más para sacar el título. Se licenció entre los más listos.
—«Se licenció entre los más listos» —repitió Ignatius con cierta acritud—. Habla con propiedad, por favor. ¿Qué quieres decir exactamente con eso?
—No le hables así a tu mamá —dijo Darlene.
—Oh, me trata mal a veces, sí —dijo la señora Reilly, alzando la voz, y empezó a llorar—. Ay, no sabes, querida, si supieras. Cuando pienso en todo lo que he hecho por este chico…
—¿Pero qué dices, mamá?
—No me agradeces todo lo que he hecho por ti.
—Basta ya. Me parece que has bebido demasiada cerveza.
—Me tratas como si fuera el cubo de la basura. Y soy buena —gimió la señora Reilly; luego, se volvió a Darlene—: Gasté todo el dinero del seguro de su pobre abuelo Reilly para que pudiera estar ocho años en la universidad; y desde entonces, lo único que ha hecho ha sido dar vueltas por la casa y ver la televisión.
—Debería darte vergüenza —dijo Darlene a Ignatius—. Un hombrote como tú. Mira tu pobre mamá.
La señora Reilly se había desplomado, sollozando, sobre la barra, sujetando con una mano el vaso de cerveza.
—Esto es ridículo. Ya está bien, mamá.
—Si hubiera sabido que era usted tan cruel, señor, no habría escuchado esa enloquecida historia del autobús.
—Levántate, madre.
—La verdad es que tiene usted mucha pinta de loco —dijo Dar-lene—. Debería haberme dado cuenta. Hay que ver cómo llora esa pobre mujer.
Darlene intentó arrancar a Ignatius de su taburete, pero le hizo chocar con su madre, que, de pronto, dejó de llorar y balbució:
—¡Mi codo!
—¿Qué pasa aquí? —preguntó una mujer desde la puerta de entrada, una puerta tapizada de piel de imitación color Chartreuse. Era una mujer escultural, que rondaba ya la mediana edad, el cuerpo perfecto cubierto de un abrigo de cuero negro reluciente de lluvia.
—Salgo de aquí un par de horas a comprar y mira lo que pasa. Al parecer tengo que estar siempre aquí, vigilando, porque si no me arruináis la inversión.
—Son sólo dos borrachines —dijo el camarero—. Llevo poniéndoles mala cara desde que entraron, pero se han pegado a la barra como lapas.
—Pero tú, Darlene —dijo la mujer—, parece que eres muy amiga suya, ¿no? ¿Cómo puedes ponerte a tontorronear en los taburetes con esos dos personajes?
—Este tipo ha estado maltratando a su mamá —explicó Darlene.
—¿Madres? Así que ahora resulta que entran aquí mamas… este establecimiento ya apesta.
—¿Cómo dice usted?—dijo Ignatius.
La mujer le ignoró; miró la caja de pastas, vacía y rota, sobre la barra y dijo:
—Parece que han estado aquí de excursión. Pues sí que estamos arreglados.  Ya os expliqué lo de las hormigas y las ratas, cojones.
—Por favor —dijo Ignatius—. Está presente mi mamá.
—y encima me dejan estas poquerías por aquí tiradas justo en el momento en que ando buscando un mozo —la mujer miró al camarero—. Échame fuera a estos dos.
—Sí, señorita Lee.
—No se preocupe —dijo la señora Reilly—. Nos vamos.
—Desde luego —añadió Ignatius, lanzándose hacia la puerta y dejando detrás a su madre aún encaramada en el taburete—. Deprisa madre, vamonos. Esta mujer parece un comandante nazi. Es capaz de pegarnos.
—¡Un momento! —aulló la señorita Lee, agarrando a Ignatius por la manga—. ¿Cuánto deben estos tipos?
—Ocho dólares —dijo el camarero.
—¡Es un robo a mano armada! —atronó Ignatius—. Tendrá usted noticias de nuestros abogados.
La señora Reilly pagó con dos de los billetes que le había dado el joven y, cuando pasó tambaleante junto a la señorita Lee, dijo:
—Sabemos cuando no nos quieren. Iremos a dar beneficios a otra parte.
—Vaya —contestó la señorita Lee—. Qué barbaridad. Los clientes como vosotros son como el beso de la muerte.
En cuanto la puerta tapizada de piel de imitación se cerró tras los Reilly, la señorita Lee dijo:
—Nunca me gustaron las madres, ni siquiera la mía.
—Mi madre era puta —dijo el hombre del boleto de las carreras, sin alzar la vista del impreso.
—Las madres no cuentan más que mentiras —comentó la señorita Lee, y se quitó el abrigo—. Ahora, tú y yo vamos a tener una pequeña charla, Darlene.
En la calle, la señora Reilly se apoyó en el brazo de su hijo, pero, pese a sus muchos esfuerzos, avanzaban muy despacio; parecía resultarles más fácil desplazarse de lado. Su forma de caminar había adquirido una pauta fija: tres pasos rápidos hacia la izquierda, pausa, tres pasos rápidos hacia la derecha, pausa.
—Qué mujer tan terrible —dijo la señora Reilly.
—Una negación de todas las cualidades humanas —añadió Ignatius—. Por cierto, ¿está muy lejos el coche? Yo estoy cansadísimo.
—Está en St. Ann, querido. Sólo a unas manzanas.
—Te dejaste el sombrero en el bar.
—Oh, no, qué va. Lo que pasa es que se lo vendí a aquel joven.
—¿Lo vendiste? ¿Por qué? ¿Me preguntaste si quería que se vendiese? Yo estoy muy encariñado con ese sombrero.
—Lo siento, Ignatius. No sabía que te gustara tanto. Nunca me lo dijiste.
—Tenía con él una relación muda. Era como un nexo con mi niñez, un lazo con el pasado.
—Pero me dio quince dólares, Ignatius.
—Por favor. No hablemos más del asunto. Todo eso es sacrílego. Sabe Dios qué usos degenerados le dará a ese sombrero. ¿Tienes los quince dólares encima?
—Aún me quedan siete.
—¿Entonces por qué no paramos y comemos algo? —Ignatius señaló al carrito de la esquina. Tenía forma de salchicha con ruedas—. Creo que venden salchichas de treinta centímetros de largo.
—¿Salchichas? Querido, ¿con esta lluvia y este frío vamos a pararnos en la calle a comer salchichas?
—Podríamos…
—No —dijo la señora Reilly con cierto coraje cervecesco—. Vamonos a casa. No sería capaz de comer nada que saliera de uno de esos carros asquerosos. Además, todos los vendedores que andan con esos carros son una pandilla de golfos y de borrachos.
—Si insistes —dijo Ignatius, enfurruñado—. Pero yo tengo mucha hambre, y, después de todo, acabas de vender un recuerdo de mi infancia por treinta monedas de plata, como si dijéramos.
Siguieron con su paso peculiar por las húmedas baldosas de la Calle Bourbon. En St. Ann encontraron enseguida el viejo Plymouth. Su techo alto destacaba por encima de los demás coches, era su rasgo más característico. El PIymouth siempre era fácil de localizar en los aparcamientos del supermercado. La señora Reilly subió dos veces a la acera intentando sacar el coche del aparcamiento y dejó la impresión de un parachoques PIymouth 1946 en el capó del Volkswagen que estaba aparcado detrás.
—¡Oh, mis nervios! —dijo Ignatius.
Estaba espatarrado en el asiento, de modo que por la ventanilla sólo se veía la cúspide de su gorra verde de cazador, que parecía la punta de una prometedora sandia. Desde atrás, que era donde él se sentaba siempre, pues había leído en algún sitio que el asiento contiguo al del conductor era el más peligroso, Ignatius observaba con desaprobación las torpes y disparatadas maniobras de su madre.
—Sospecho  que  has  demolido prácticamente el cochecito que alguien aparcó inocentemente detrás de este autobús. Sería aconsejable que salieses de aquí antes de que vuelva su propietario.
—Cállate, Ignatius. Me pones nerviosa —dijo la señora Reilly, mirando la gorra de caza por el espejo retrovisor. Ignatius se incorporó en el asiento y observó por la ventanilla trasera.
—Lo has dejado hecho cisco.  Te van a quitar el permiso de conducir, si es que lo tienes. Y no se lo reprocharé, además.
—Échate y duerme un poco —dijo su madre, mientras el coche daba otro salto hacia atrás.
—¿Pero  tú crees que podría dormir en esta situación?  Temo por mi vida. ¿Estás segura de que giras el volante hacia el lado que debes?
De pronto, el coche salió con otro brinco del aparcamiento y fue patinando por la calle húmeda hasta una columna que sustentaba un balcón de hierro forjado. La columna cayó hacia un lado y el Plymouth chocó contra el edificio.
__¡Oh Dios mío! —chilló Ignatius desde el asiento de atrás—.
¿Qué es lo que has hecho ahora?
—¡Llama a un sacerdote!
—No creo que estemos heridos, madre. Sin embargo, me has destrozado el estómago para unos cuantos días.
Ignatius bajó el cristal de una de las ventanillas traseras y examinó el parachoques que estaba aplastado contra la pared.
—Creo que de este lado necesitaremos un faro nuevo.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Si yo estuviera al volante, daría marcha atrás y me alejaría grácilmente del lugar. Desde luego, alguien va a denunciar esto. Los propietarios de esta ruina de edificio deben llevar años esperando una ocasión como ésta. Es muy probable que echen aceite en la calle al oscurecer para que conductores como tú se estrellen contra su cuchitril —Soltó un eructo y añadió—: Ya se me ha estropeado la digestión. ¡Creo que estoy empezando a hincharme!
La señora Reilly maniobró y fue dando marcha atrás muy despacio. Al moverse el coche, sonó sobre sus cabezas un crujir de madera, crujir que se convirtió en restallar de tablas y chirriar de metal. Luego, el balcón empezó a caer en grandes fragmentos atronando sobre el coche con un estruendo sordo y pesado como el de una granada. Como un ser humano petrificado, el coche dejó de moverse y uno de los adornos de hierro forjado destrozó una ventanilla trasera.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó angustiada la señora Reilly tras lo que pareció el bombardeo final.
Ignatius emitió un gorgoteo. Los ojos azules y amarillos tenían un brillo acuoso.
—Di algo, Ignatius —suplicó su madre, volviéndose justo para ver a Ignatius sacar la cabeza por una ventanilla y vomitar por el lateral del abollado coche.
El patrullero Mancuso bajaba despacio por la Calle Chartres ataviado con medias de malla y un jersey amarillo, atuendo que el sargento le había dicho que le permitiría detener sospechosos auténticos y de fiar, en vez de abuelos y chicos que esperaban a sus mamas. Aquel atuendo era el castigo del sargento. Le había dicho a Mancuso que a partir de entonces tendría por única misión la de detener a tipos sospechosos, que la comisaría central de policía tenía un guardarropa con disfraces que permitiría a Mancuso ser un personaje distinto cada día. El patrullero Mancuso se había puesto las medias de malla delante del sargento, que le había sacado a empujones de la comisaría y le había dicho que como no se espabilara, le expulsarían del cuerpo.
En las dos horas que llevaba recorriendo el Barrio Francés, no había capturado a nadie. Dos cosas, sin embargo, le habían dado ciertas esperanzas. Había parado a un hombre que llevaba una gorra y le había pedido un cigarrillo, y el hombre le había amenazado con hacerle detener. Luego, abordó a un joven que vestía trinchera y sombrero de señora, y el joven le había dado un bofetón y se había esfumado.
Cuando el patrullero Mancuso bajaba por la Calle Chartres acariciándose la mejilla, dolorida aún del bofetón, oyó lo que le pareció una explosión. Con la esperanza de que algún sospechoso acabara de tirar una bomba o de pegarse un tiro, dobló corriendo la esquina y entró en St. Ann y vio la gorra verde de cazador vomitando entre los escombros.

DOS

«Al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto», escribía Ignatius en una hoja de sus cuadernos Gran Jefe.
Tras el periodo en el que el mundo occidental había gozado de orden, tranquilidad, unidad y unicidad con su Dios Verdadero y su Trinidad, aparecieron vientos de cambio que presagiaban malos tiempos. Un mal viento no trae nada bueno. Los años luminosos de Abelardo, Thomas Beckett y Everyman se convirtieron en escoria; la rueda de la Fortuna había atropellado a la Humanidad, aplastándole la clavícula, destrozándole el cráneo, retorciéndole el torso, taladrándole la pelvis, afligiendo su alma. Y la Humanidad, que tan alto había llegado, cayó muy bajo. Lo que antes se había consagrado al alma, se consagraba ahora al comercio.
—Esto es magnífico —se dijo Ignatius, y prosiguió escribiendo apresuradamente.
Mercaderes y charlatanes se hicieron con el control de Europa, llamando a su insidioso evangelio «La Ilustración». El día de la plaga estaba próximo; pero de las cenizas de la humanidad no surgió ningún fénix. El campesino humilde y piadoso, Pedro Labrador, se fue a la ciudad a vender a sus hijos a los señores del Nuevo Sistema para empresas que podemos calificar, en el mejor de los casos, de dudosas. (Ver Reilly, Ignatius, J. Sangre en sus manos: El gran crimen, un estudio de ciertos abusos que se cometieron en la Europa del siglo XVI, monografía, dos páginas, 1950, sección de libros raros, pasillo izquierdo, tercer piso, Biblioteca en Memoria de Howard Tilton, Universidad de Tulane, Nueva Orleans 18, Lousiana.) (Nota: Envié esta monografía singular a la Biblioteca como un regalo. Sin embargo, no estoy totalmente seguro de que la hayan aceptado. Muy bien pudieron tirarla a la papelera, porque estaba escrita a lápiz en una hoja de cuaderno.) El giroscopio se había ampliado. La Gran Cadena del Sur se había roto como si fuera una serie de clips unidos por algún pobre imbécil; el nuevo destino de Pedro Labrador sería muerte, destrucción, anarquía, progreso, ambición y auto, superación. Iba a ser un destino malévolo: ahora se enfrentaba a la perversión de tener que IR A TRABAJAR.
Ignatius, desvanecida momentáneamente su visión de la historia garrapateó un nudo corredizo abajo de la página. Dibujó luego un revólver y una cajita sobre la que escribió pulcramente CÁMARA DE GAS. Raspó de lado con el lapicero sobre el papel y tituló el resultado APOCALIPSIS. Cuando terminó de decorar la página, tiró el cuaderno al suelo entre muchos otros que había por allí esparcidos. Había sido una mañana muy productiva, pensó. Hacía semanas que no conseguía escribir tanto. Contemplando las docenas de cuadernos Gran Jefe que formaban como una alfombra de cabezales indios alrededor de la cama, Ignatius pensó presuntuosamente que en sus páginas amarillentas y en su amplio rayado se encontraban las semillas de un majestuoso estudio de historia comparada. Muy desordenado, por supuesto. Pero un día iniciaría la tarea de ordenar aquellos fragmentos de su ideología en el rompecabezas de un esquema grandioso; el rompecabezas terminado mostraría a la gente ilustrada el desastroso curso que había seguido la historia en los últimos cuatro siglos. Había producido una media de seis párrafos al mes, en los cinco años que había dedicado a aquel trabajo. Ni siquiera podía recordar lo escrito en algunos de los cuadernos, y tenía clara conciencia de que algunos estaban prácticamente llenos de garabatos. Mas, pensó plácidamente, no se construyó Roma en un día.
Ignatius alzó su camisón de franela y contempló su vientre hinchado. Solía hincharse cuando estaba tumbado en la cama por la mañana, considerando el giro desdichado que habían tomado los acontecimientos desde la Reforma. Doris Day y los autobuses Grey-hound, siempre que acudían a su pensamiento, creaban una expansión aún más rápida de su región central. Pero desde la tentativa de detención y el accidente, había estado hinchándose casi sin motivo, la válvula pilórica se le cerraba de pronto indiscriminadamente y se le llenaba el estómago de gas atrapado, un gas que tenía personalidad y entidad y que no soportaba el confinamiento. Ignatius se preguntó si la válvula pilórica no estaría intentando decirle algo, casandrescamente. El, como medievalista, creía en la roía Fortunae, o rueda de la Fortuna, un concepto básico de De Consolatione Philosophiae, la obra filosófica que había sentado las bases del pensamiento medieval. Boecio, el último romano, que había escrito la Consolatione  mientras padecía una prisión injusta por orden del emperador, había dicho que una diosa ciega nos hace girar en una rueda, que nuestra suerte se presenta en ciclos. ¿Significaba acaso un mal ciclo aquella ridícula tentativa de detenerle?  ¿Giraba acaso rápidamente hacia abajo su rueda? El accidente también era un mal signo. Ignatius estaba preocupado. Pese a toda su filosofía, Boecio había sido torturado y ejecutado. Y, de repente, la válvula de Ignatius volvió a cerrarse, e Ignatius se echó sobre el costado izquierdo para presionarla y abrirla.
—Oh, Fortuna, oh, deidad ciega y desatenta, atado estoy a tu rueda —Ignatius eructó—: No me aplastes bajo tus radios. Elévame e impúlsame hacia arriba, oh diosa.
—¿Qué andas murmurando ahí dentro, chico? —preguntó su madre al otro lado de la puerta cerrada.
—Rezo, madre, rezo —contestó, furioso, Ignatius. —El patrullero Mancuso viene hoy a vernos por lo del accidente. Será mejor que reces una plegaria por mí, cariño. —Oh, Dios mío —murmuró Ignatius.
—Creo que es maravilloso que reces, niño. No sabía qué podías hacer tanto tiempo ahí encerrado.
—¡Lárgate, por favor! —gritó Ignatius—. Me estás estropeando el éxtasis religioso.
Saltando vigorosamente de costado, Ignatius percibió que ascendía por su garganta un eructo, pero cuando abrió esperanzado la boca, sólo emitió un leve soplido. Aun así, los saltos tuvieron ciertos efectos fisiológicos. Ignatius acarició la modesta erección que apuntaba en las sábanas, la atrapó con la mano y se quedó quieto intentando decidir qué hacer. En esta posición, con el camisón rojo de franela alrededor del pecho y el vientre inmenso hundiéndose en el colchón, pensó con cierta tristeza que, tras dieciocho años con aquella afición, ésta se había convertido en sólo un acto físico mecánico y repetitivo, desprovisto de los vuelos de la imaginación y de la fantasía que había sido capaz de conjurar en otros tiempos. En una ocasión, consiguió convertirlo casi en una forma artística, practicando su afición con la habilidad y el fervor de un artista y un filósofo, un erudito y un caballero. Aún había ocultos por la habitación varios accesorios que utilizara en otros tiempos: un guante de goma, un trozo de tela de un paraguas de seda, un tarro de Noxema. El guardarlos de nuevo una vez concluido todo, había empezado ya a resultar demasiado deprimente.
Ignatius manipuló y se concentró. Al final, apareció una visión, la imagen familiar de un gran perro pastor escocés al que tenía gran cariño y que había sido suyo cuando estudiaba en el liceo. «¡Buf!» Ignatius casi oyó a Rex ladrar de nuevo. «¡Buf! ¡Buf! ¡Aaggr!» Rex parecía tan vivo. Se le cayó una oreja. Ignatius jadeó. La aparición saltó una valla y cazó un palo que alguien lanzó en medio de la colcha de Ignatius. Cuando la piel blanca y tostada se aproximó más, los ojos desorbitados de Ignatius bizquearon y se cerraron y se desplomó lánguidamente entre sus cuatro almohadas, deseando que hubiera algún pañuelo de papel en la habitación.

II

—Vine por el trabajo de mozo que han anunciado en el periódico.
—¿Sí? —Lana Lee contempló las gafas de sol—. ¿Tienes referencias?
—Un policía me dio una referencia. Me dijo que sería mejó que me consiguiera enseguía un trabajo remunerao —dijo Jones, y lanzó un chorro de humo hacia la barra vacía.
—Lo siento. No queremos gente que tenga problemas con la policía. No van bien en un negocio como éste. Tengo que proteger mi inversión.
—Yo no tengo antecedentes, en realidá, pero, claro, empezarán a chincharme diciendo que no tengo ningún medio visible de vía. Eso me dijeron —Jones se retiró al interior de una nube en formación—. Pensé que quizá el Noche de Alegría querría ayuda a alguien a convertirse en miembro de la comunidá, ayuda a un pobre chico de coló para que no le metan en la cárcel. Yo mantengo alejao el piquete, le puedo da al Noche de Alegría una buena puntuación en lo de los derechos civiles.
—Basta de tonterías.
—¡Eh!  ¡Cómo, jo!
—¿Tienes alguna experiencia como mozo de bar?
—¿Qué? ¿Barré y limpia el polvo y toa esa mierda de negro?
—Cuidado con lo que dices, chico. Esto es un negocio decente.
—Demonio, eso lo hace cualquiera, y más si uno es de coló.
Llevo varias semanas —dijo Lana Lee, con súbita gravedad de director de personal— buscando al hombre idóneo para este trabajo.
Luego metió las  manos en los  bolsillos del  abrigo de cuero y clavó la mirada en las gafas de sol. Aquello era un chollo, sin duda una especie de regalo caído del cielo. Un tipo de color al que detendrían  por  vagancia  si  no  trabajaba.  Tendría  un  mozo cautivo que trabajaría para ella por casi nada. Qué maravilla. Lana se sintió bien por primera vez desde que se había encontrado aquellos dos personajes ensuciándole el bar.
—Veinte dólares a la semana.
—¡Cómo! No me extraña que no encontrara al hombre idóneo. Pues sí. Oiga, ¿qué pasó con el salario mínimo?
—Tú necesitas un trabajo, ¿no? Yo necesito un mozo. El negocio va mal. ¡Enfócalo así!
—El último que trabajó aquí se debió morí de hambre.
—Trabajarás seis días a la semana de diez a tres. Si las cosas van bien, ¿quién sabe? A lo mejor consigues un aumentillo.
—No se preocupe. Vendré tos los días, haré cualquier cosa por evita que la poli me eche el guante —dijo Jones, echando más humo a Lana Lee—. ¿Dónde está esa jodia escoba?
—Una cosa que debe quedar clara es que aquí no se dicen tacos ni palabrotas.
—Sí, madame. No se preocupe, que yo no voy a causa mala impresión en un sitio tan fino como el Noche de Alegría. ¡Ca, señó!
Se abrió la puerta y apareció Darlene, ataviada con un vestido de noche de satén y un sombrero de flores, moviendo graciosamente la falda al caminar.
—¿Cómo es que llegas tan tarde? —gritó Lana—. Te dije que estuvieras aquí a la una.
—Es que se me acatarró anoche la cacatúa, Lana. Fue espantoso. Estuvo toda la noche sin dormir tosiéndome en la oreja. -Es una excusa estúpida.
—Pero si es verdad —contestó Darlene con tono ofendido.
Puso luego en la barra el inmenso sombrero y se encaramó en un taburete, sumergiéndose en una nube que había lanzado Jones.
—Tuve que llevarla al veterinario esta mañana- a que le pusiera una inyección de vitaminas. No quiero que el pobre bicho ande tosiendo encima de mis muebles.
—¿Cómo pudo ocurrírsete ayer dar cuerda a aquellos dos personajes? Todos los días, todos, Darlene, intento explicarte el tipo de clientela que queremos  aquí. Y, luego, llego y te encuentro comiendo mierda en mi barra con una vieja y un cerote gordo, ¿Es que pretendes arruinar mi negocio? La gente se asoma a la puerta ve una combinación como ésa y se largan a otro bar. ¿Qué tengo que hacer para que lo entiendas, Darlene? ¿Cómo puede tener un ser humano una mentalidad como la tuya?
—Ya te he dicho que me daba mucha pena aquella pobre mujer, Lana. Tenías que haber visto cómo la trataba su hijo. Tendrías que haber oído la historia que él me contó del autobús. Y la buena señora allí sentada todo el tiempo pagándole las bebidas. No tuve más remedio que aceptar una de sus pastas para que no se sintiera tan desgraciada.
—Bueno, la próxima vez que te encuentre dando cuerda a gente así y arruinando mi inversión, te sacaré de aquí a patadas en el trasero, ¿está claro?
—Sí, madame.
—¿Seguro que has entendido lo que te he dicho?
—Sí, madame.
—Está bien. Ahora, enséñale a este muchacho dónde guardamos las escobas y demás, y que barra los cristales de la botella que rompió la señora. Tú te ocupas de que todo esto quede como un espejo, como castigo por lo que hiciste anoche. Yo me voy de compras,
Lana se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió y dijo:
—No quiero que ande nadie en la caja que hay debajo de la barra.
—Te juro —dijo Darlene a Jones cuando Lana desapareció por la puerta— que este lugar es peor que el ejército. ¿Te ha contratado hoy?
—Sí —contestó Jones—. No es exactamente que me haya contratado. Fue como si me comprara en una subasta.
—Por lo menos recibirás un salario. Yo trabajo a comisión, hago beber a la gente. ¿Crees que es fácil? Intenta conseguir que un tipo consuma más de una de las horribles bebidas que sirven aquí. Es todo agua. Tienen que gastarse diez, quince dólares para que les haga algún efecto. Es un trabajo duro, te lo aseguro. Lana echa agua hasta en el champán. Tendrías que probarlo. Luego, anda todo el día quejándose de lo mal que va el negocio. Dice que es ruinoso. Si se tomase un trago aquí de vez en cuando, ya sabría lo que es bueno. Sólo con que entren a beber cinco personas, ya gana una fortuna. El agua no cuesta nada.
—¿Qué ha ido a compra? ¿Un látigo?
—No me lo preguntes. Lana nunca me cuenta nada. Es curiosa, esta Lana —Darlene sopló delicadamente por la nariz—. Yo en realidad querría ser danzarina exótica. He estado ensayando un número en mi apartamento. Si lograra que Lana me dejara bailar aquí de noche, podría tener un sueldo fijo y dejar de andar vendiendo agua a comisión. Ahora que lo pienso, tendría que darme algo por lo que aquella gente bebió aquí anoche. La señora bebió mucha cerveza, estoy segura. No entiendo de qué se queja Lana. El negocio es el negocio. Aquel hombre gordo y su mamá no eran mucho peor que la gente que suele entrar aquí. Creo que lo que le fastidió a Lana fue aquella gorra verde tan rara que llevaba encasquetada en la cabeza. Cuando hablaba, bajaba la orejera, y luego la levantaba para oír. Cuando entró Lana, todos estaban gritándole, así que tenía las dos orejeras alzadas como alas. En fin, hacía un poco raro.
—¿Y dices que ese tipo gordo andaba por ahí con su mamá? —preguntó Jones, asociando mentalmente.
—Ujj —Darlene dobló el pañuelo y se lo metió en el escote—. Desde luego, espero que no se les ocurra volver por aquí. Sería un verdadero problema para mí. Jesús —Darlene parecía preocupada—. Oye, será mejor que hagamos algo para arreglar esto antes de que vuelva Lana. Escucha. No te esfuerces demasiado limpiando este basurero. En realidad, desde que estoy aquí nunca lo he visto limpio. Y, además, esto está siempre tan oscuro que nadie puede notar la diferencia. Si haces caso a lo que dice Lana, podrías creer que este agujero es el Ritz.
Jones lanzó otra nube. De todas formas, no podía ver prácticamente nada con aquellas gafas.

III

El patrullero Mancuso disfrutaba subiendo con aquella moto por la Avenida St. Charles. Había cogido en la comisaría una moto grande y ruidosa, todo cromo y azul celeste, y sólo con tocar un mando podía convertirse en una especie de máquina del millón llena de luces chispeantes, parpadeantes, cegadoras, blancas y rojas. La sirena, una cacofonía de doce gatos monteses enloquecidos, bastaba para que los personajes sospechosos de un kilómetro a la redonda defecasen de pánico y corriesen a esconderse. El patrullero Mancuso sentía un amor platónicamente profundo por aquella moto.
Pero las fuerzas del mal engendradas por la personalidad odiosa (y aparentemente imposible de desenmascarar) de personajes sospechosos le parecían remotas aquella tarde. Los viejos robles de la Avenida St. Charles se arqueaban como un dosel que escudase del suave sol invernal que rociaba y salpicaba el cromo de la motocicleta. Aunque últimamente los días habían sido fríos y húmedos, la tarde tenía esa calidez súbita y sorprendente que hace tan agradables los inviernos de Nueva Orleans. El patrullero Mancuso agradecía aquella suavidad climática, pues vestía sólo camiseta de manga corta y bermudas, que era el atuendo que el sargento había elegido para aquel día. La larga barba roja que llevaba sujeta a las orejas con alambres le abrigaba algo el pecho; había cogido furtivamente la barba de un armario cuando el sargento no miraba.
El patrullero Mancuso inhaló el aroma mohoso de los robles y pensó (un aparte romántico) que la Avenida St. Charles debía ser el lugar más encantador del mundo. De vez en cuando, pasaba a los tranvías que, con su lento cabeceo, parecían avanzar lánguidamente sin destino concreto, siguiendo su ruta entre las antiguas mansiones alineadas a ambos lados de la avenida. Parecía todo tan plácido, tan próspero, tan inocente… Iba a visitar, fuera de servicio, a aquella pobre viuda Reilly. Le había dado tanta pena cuando la vio llorando en medio del desastre… Lo menos que podía hacer era ayudarla.
En la Calle Constantinopla giró hacia el río, petardeando y bufando por aquel barrio en decadencia, hasta llegar a una manzana de casas construidas en las décadas de 1880 y 1890, reliquias en madera de los períodos Gótico y Dorado que rezumaban tallas y volutas, estereotipos suburbanos de las mansiones Boss Tweed, separadas por callejas tan estrechas que entre casa y casa había poco más de un metro, y cercadas por verjas con pinchos de acero y tapias bajas de ladrillo carcomido. Las casas más grandes se habían convertido en edificios de apartamentos improvisados, y sus porches en habitaciones adicionales. En algunos de los patios delanteros había cocheras de aluminio y en uno o dos de los edificios habían construido luminosas marquesinas, también de aluminio. Era un barrio que había degenerado de lo Victoriano a nada en concreto, que se había adentrado en el siglo veinte con despreocupación e indiferencia y muy limitado de fondos.
La dirección que buscaba el patrullero Mancuso era el edificio más pequeño del conjunto, cocheras aparte, un Liliput de la década de 1880. Un platanero helado, marrón y marchito, languidecía apoyado contra el porche como si se dispusiese a desmoronarse tal como ya hiciera mucho tiempo atrás la verja de hierro. Cerca del árbol muerto, había un pequeño montículo de tierra y una cruz celta de contrachapado, también ladeada. El Plymouth 1946 estaba aparcado en el patio delantero, el parachoques apretado contra el porche, las luces traseras bloqueando la acera de ladrillo. Pero, salvo por el coche y la gastada cruz y el platanero momificado, el pequeño patio estaba completamente vacío. No había ningún matorral. No había yerbas. No cantaban pájaros.
El patrullero Mancuso contempló el Plymouth y vio la profunda fisura del techo y del guardabarros, lleno de círculos cóncavos, que tenía una anchura de varios centímetros. En el trozo de cartón que había colocado tapando el agujero de lo que había sido la ventanilla trasera había la siguiente inscripción: JUDIAS ESTOFADAS VAN CAMP’S. Al parar junto a la tumba, leyó lo que decía la borrosa inscripción de la cruz: REX. Luego subió los gastados escalones de ladrillo y oyó, tras los postigos cerrados, un canto atronador:
Las chicas grandes  no  lloran.
Las chicas grandes  no  lloran.
Las chicas grandes  no  lloran, no. No lloran.
Las chicas grandes  no  lloran… no.
Mientras esperaba que alguien contestara a su llamada, leyó la borrosa pegatina del cristal de la puerta: «Un fallo del labio puede hundir un barco.» Debajo, la fotografía de un miembro del cuerpo auxiliar femenino de la marina, con un dedo que había adquirido un tono tostado en los labios.
En la misma manzana, más allá, la gente que había en los porches le miraba y miraba la moto. Las persianas del otro lado de la calle que subían y bajaban lentamente para lograr el enfoque adecuado, indicaban que tenía también un considerable público invisible, ya que una moto de la policía allí era un acontecimiento, en especial con un motorista de pantalones cortos y barba roja. La gente de aquella calle era pobre, desde luego, pero honrada. Sintiéndose de pronto cohibido, el patrullero Mancuso tocó otra vez el timbre y asumió lo que consideraba su posición erguida oficial. Ofreció a su público el perfil mediterráneo, pero el público sólo veía a un individuo pequeño y cetrino al que le colgaban los pantalones cortos grotescamente en la entrepierna, y cuyas piernas flacuchas parecían demasiado desnudas con aquellas ligas tan serias y aquellos calcetines de nylon que le colgaban cerca de los tobillos. El público se mostraba curioso, pero nada impresionado; algunos ni siquiera mostraban curiosidad, los pocos que suponían que semejante visión acabaría llegando un día u otro a aquella miniatura de casa.
Las chicas grandes no lloran.
Las chicas grandes no lloran.
El patrullero Mancuso llamó, ferozmente, a las persianas.
Las chicas grandes no lloran.
Las chicas grandes no lloran.
—Están en casa —chilló una mujer, por las persianas de la casa contigua, una visión de arquitecto de un Jay Gould doméstico—. La señora Reilly debe estar en la cocina. Vaya usted por atrás. ¿Usted qué es, señor? ¿Un policía?
—El patrullero Mancuso. De incógnito —contestó él con firmeza.
—¿Sí? —hubo un momento de silencio—. ¿Con quién quiere usted hablar, con el chico o con la madre?
—Con la madre.
—Bueno, menos mal. Con él no podría hablar. Está viendo la tele. ¿Ha oído usted eso? A mí me vuelve loca. Me destroza los nervios.
El patrullero Mancuso dio las gracias a la voz de mujer y entró en la húmeda calleja. En el patio trasero encontró a la señora Reilly colgando una sábana sucia y amarillenta en un tendal sujeto en las deshojadas higueras.
—Vaya, es usted —dijo la señora Reilly, tras un instante. Había estado a punto de empezar a gritar al ver aparecer en su patio a aquel individuo de la barba roja—. ¿Cómo le va, señor Mancuso? ¿Qué dijo aquella gente? —y empezó a caminar pisando cautamente sobre los ladrillos rotos del pavimento, con sus mocasines marrones de fieltro—. Entre, que le prepararé una buena taza de café.
La cocina era una estancia grande, de techo alto, la más grande de la casa, y olía a café y a periódicos viejos. Era oscura, como todas las habitaciones de la casa; el pringoso empapelado y las molduras de madera oscura habrían transformado cualquier luz en penumbra, aunque, en realidad, se filtraba poca luz de la calleja. Pese a que al patrullero Mancuso no le interesaban los interiores de las casas, advirtió de todos modos, como lo habría advertido cualquiera, la presencia de la antigua cocina de gas con el horno alto y la nevera con el motor cilindrico encima. Pensando en las sartenes eléctricas, las secadoras de gas, las batidores y mezcladoras mecánicas, las fuentes de baffles, y los asadores motorizados que parecían estar siempre girando, rallando,  batiendo, enfriando, zumbando e hirviendo en la argéntea cocina de su esposa Rita, el patrullero Mancuso se preguntó qué haría la señora Reilly en aquella cocina casi vacía. En cuanto anunciaban en la tele un aparato nuevo, la señora Mancuso lo compraba, por muy arcanos que fueran sus usos.
—Ahora dígame qué dijo aquel hombre —la señora Reilly puso a hervir una cacerola de leche en su cocina eduardiana de gas—. ¿Cuánto tengo que pagar? Le diría usted que soy una pobre viuda que tiene un hijo que mantener, ¿verdad?
—Sí, ya se lo dije —contestó el patrullero Mancuso, sentándose muy tieso en la silla y mirando esperanzadamente la mesa cubierta con un hule—. ¿Le importa que deje la barba en la mesa? Es que hace mucho calor aquí y me pica la cara.
—Claro, adelante, muchacho, quítesela. Tome. Un sabroso buñuelo de mermelada. Los he comprado esta mañana, recién hechos, en la Calle Magazine. Ignatius me dijo esta mañana: «Mamá, qué ganas tengo de comerme un buñuelo de mermelada». Ya sabe… así que fui al Germán y le compré dos docenas. Mire, quedan algunos.
Y ofreció al patrullero Mancuso una caja de pastas rota y grasienta que parecía haber sido sometida a un destroce insólito por alguien que intentara sacar todos los buñuelos a la vez. Al fondo de la caja, el patrullero Mancuso encontró dos mustios fragmentos de buñuelo, de los que, a juzgar por los bordes humedecidos, alguien había sorbido la mermelada.
—Se lo agradezco, señora Reilly. He comido mucho.
—Vaya, qué lástima.
La señora Reilly llenó hasta la mitad dos tazas de un café frío y espeso y añadió leche hirviendo llenando las tazas hasta el borde.
—A Ignatius le encantan los buñuelos. Me dice «Mamá, me encantan los buñuelos» —la señora Reilly sorbió un poco en el borde de la taza. Y añadió—: Está ahí en la sala viendo la tele. Todas las tardes, no falla, ve ese programa en que bailan los niños.
La música se oía algo menos en la cocina. El patrullero Mancuso se imaginó la gorra verde de cazador bañada por el brillo blanquiazul de la pantalla de televisión.
—No le gusta nada el programa, pero no se lo pierde nunca. Tendría que oír usted lo que dice de esos pobres chicos.
—Hablé esta mañana con ese hombre —dijo el patrullero Mancuso, esperando que la señora Reilly hubiera agotado el tema de su hijo.
—¿Sí? —echó tres cucharadas de azúcar en su café y, sujetando la cuchara en la taza con el pulgar de modo que el mango amenazaba con atravesarle el ojo, sorbió un poco más—. ¿Qué dijo, querido?
—Le expliqué que había investigado el accidente y que usted patinó en la calle, que estaba mojada.
—Eso suena bien. ¿Y qué dijo él?
—Dijo que no quería recurrir al juzgado. Que prefería llegar a un acuerdo.
—¡Oh, Dios santo! —aulló Ignatius desde la parte delantera de la casa—. ¡Qué ofensa atroz al buen gusto!
—No le haga caso —aconsejó la señora Reilly al sorprendido policía—. Cuando ve la televisión, siempre hace lo mismo. Un «acuerdo». Eso significa que quiere dinero, ¿no?
—Se ha buscado incluso a un contratista para valorar los daños, Mire, éste es el presupuesto.
La señora Reilly cogió el papel y leyó la columna mecanografiada de cifras detalladas que había bajo el membrete del contratista:
—¡Señor! ¡Mil veinte dólares! Es terrible. ¿Cómo voy a pagar yo eso? —dejó caer el presupuesto sobre el hule—. ¿Está usted seguro de que es correcto?
—Sí, señora. Pidió también consejo a un abogado. Es todo absolutamente legal.
—¿Pero de dónde voy a sacar yo mil dólares? Lo único que Ignatius y yo tenemos es lo de la seguridad social de mi pobre esposo y una pensioncita pequeñísima; y eso no da para nada.
—¿Cómo puedo creer en esta absoluta perversión que estoy contemplando? —siguió Ignatius desde el salón. La música tenía un ritmo frenético y tribal. Un coro de falsettos cantó insinuante una letra que hablaba de una velada de amor de toda una noche.
—Lo siento —dijo el patrullero Mancuso, con el corazón casi destrozado, ante el dilema financiero de la señora Reilly.
—Bueno, no tiene usted la culpa, querido —dijo ella lúgubremente—. Quizá pueda conseguir una hipoteca sobre esta casa. No hay otra salida, ¿verdad?
—No, señora, no —contestó el patrullero Mancuso, oyendo una especie de estampida cada vez más próxima.
—A los niños de ese programa… habría que gasearlos a todos—dijo Ignatius irrumpiendo en la cocina en camisón. Al darse cuenta de que había visita, dijo fríamente—: Oh.
—Ignatius, ya conoces al señor Mancuso. Salúdale.
—Creo que le he visto por ahí, sí —dijo Ignatius y miró por la puerta trasera.
El patrullero Mancuso estaba demasiado sobrecogido por el monstruoso camisón de franela como para corresponder al cumplido de Ignatius.
—Ignatius, cariño, aquel hombre quiere mil dólares por lo que le hice en su casa.
—¿Mil dólares? No recibirá ni un céntimo. Le demandaremos inmediatamente. Ponte al habla con nuestros abogados, madre.
—¿Nuestros abogados? Ha pedido un presupuesto a un contratista. El señor Mancuso dice que no hay nada que hacer.
—Bueno. Entonces tendremos que pagarle.
—Podría llevar el asunto a los tribunales si crees que es mejor.
—Conducir en estado de embriaguez —dijo plácidamente Ignatius—. No tienes nada que hacer.
La señora Reilly parecía deprimida.
—Pero Ignatius, son mil dólares ¿te das cuenta?
—Estoy seguro de que puedes conseguir algo de dinero —le dijo—. ¿Hay más café, o le has dado el que quedaba a esta máscara de carnaval?
—Podemos hipotecar la casa.
—¿Hipotecar la casa? Por supuesto que no, ni hablar.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer, Ignatius?
—Hay medios —dijo Ignatius, con aire ausente—. No quiero que me molestes con ese asunto. Ese programa exacerba siempre mi angustia —olisqueó la leche antes de echarla en la cacerola—. Creo que deberías telefonear de inmediato a esa lechería. Esta leche es viejísima.
—Puedo conseguir mil dólares —dijo quedamente la señora Reilly al silencioso patrullero—. La casa es una buena garantía. El año pasado un agente de la propiedad inmobiliaria me ofreció siete mil.
—Lo irónico de ese programa —decía Ignatius junto a la cocina, ojo avizor para poder retirar la cacerola en cuanto la leche empezara a hervir— es que teóricamente pretende ser un ejemplo para la juventud de nuestra nación. ¡Me gustaría muchísimo saber lo que dirían los Padres Fundadores si pudieran ver cómo corrompen a esos niños en pro de la causa de Clearasil! Sin embargo, siempre he sospechado que la democracia llevaría a esto.
Por fin, se sirvió cuidadosamente la leche en su tazón Shirley Temple, mientras añadía:
—Habría que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo.
—Tendré que pasarme mañana a por el crédito hipotecario, Ignatius.
—No trataremos con esos usureros, madre —Ignatius andaba rebuscando en un tarro de pastas—. Ya saldrá algo.
—Ignatius, cariño, pueden meterme en la cárcel.
—Oh, vamos. Si vas a montar una de tus escenas histéricas tendré que volver a la sala. En realidad, creo que es lo que voy a hacer.
Y se encaminó de nuevo en dirección a la música, las chancletas resonando sonoras en las plantas de sus pies inmensos.
—¿Qué voy a hacer con un chico como éste? —preguntó con tristeza la señora Reilly al patrullero Mancuso—. No se preocupa por su pobre madre querida. A veces, pienso que a Ignatius no le importaría que me metieran en la cárcel. Este chico tiene un corazón de hielo.
—Le ha mimado usted —dijo el patrullero Mancuso—. Una mujer ha de procurar no mimar demasiado a sus hijos.
—¿Cuántos hijos tiene usted, señor Mancuso?
—Tres. Rosalie, Antoinette y Angelo júnior.
—Vaya, qué maravilla. Estoy segura de que son encantadores, No como Ignatius —la señora Reilly movió la cabeza—. Ignatius era un niño tan lindo. No sé lo que le hizo cambiar. Me acuerdo cuando me decía: «Mami, te quiero mucho». Ya no lo dice nunca.
—Vamos, no llore —dijo el patrullero Mancuso, profundamente conmovido—. Le prepararé un poco más de café.
—A él le da igual que me encierren —gimoteó la señora Reilly; luego, abrió el horno y sacó una botella de moscatel—. ¿Quiere un poco de vino dulce, señor Mancuso?
—No, gracias. Estando en el cuerpo, tengo que dar buena impresión. Además, tengo que estar siempre vigilando a la gente.
—¿No le importa? —preguntó retóricamente la-señora Reilly y se bebió un buen trago de la botella.
El patrullero Mancuso puso la leche a hervir, manejando la cocina como un buen amito de su* casa.
—Es que a veces, me pongo tan triste —dijo la señora Reilly—. La vida no es fácil. Además he trabajado muy duro. Ya estoy harta.
—Tiene que ver usted el lado bueno de las cosas —dijo el patrullero Mancuso.
—Supongo que sí —dijo la señora Reilly—. Supongo que hay personas que aún lo pasan peor que yo. Como mi pobre prima, una mujer maravillosa. Fue a misa todos los días de su vida. Y la atropelló un tranvía en la Calle Magazine una mañana temprano que iba precisamente a misa. Estaba aún oscuro.
—Yo, personalmente, nunca me dejo dominar por la melancolía —mintió el patrullero Mancuso—. Hay que mirar hacia arriba, ¿comprende lo que quiero decir? Y eso que tengo un trabajo peligroso.
—Claro, podrían matarle.
—A veces, no detengo a nadie en todo el día. A veces, me equivoco de persona.
—Como con aquel viejo de delante de D. H. Holmes. Aquello fue culpa mía, señor Mancuso. Debería haber supuesto que Ignatius tenía la culpa. Es muy propio de él. Siempre le estoy diciendo «Ignatius, toma, ponte esta camisa, mira qué bonita. Ponte este jersey tan lindo que te compré». Pero no me hace caso. Este chico es así. Tiene la cabeza dura como una roca.
—Luego, a veces tengo problemas en casa. Con tres crios, y mi mujer además que es muy nerviosa…
—Los nervios son una cosa terrible. La pobre señorita Annie, la vecina de al lado, es muy nerviosa. Siempre anda gritando porque Ignatius hace ruido.
—Mi mujer es así. A veces, tengo que marcharme de casa. Si yo fuera de otra manera, creo que a veces me pondría a beber y me emborracharía. Dicho sea entre nosotros.
—Yo tengo que beber un poquito. Me alivia la presión. ¿Comprende?
—Yo lo que hago es irme a jugar a los bolos.
La señora Reilly intentó imaginarse al pequeño patrullero Mancuso con una gran bola en la mano y dijo:
—¿Le gusta eso?
—Oh, los bolos son maravillosos, señora Reilly. Te hacen olvidar todo lo demás.
—¡Oh, cielo santo! —gritó una voz desde la sala—. Esas chicas ya son prostitutas, no hay duda. ¿Cómo pueden ofrecer semejantes horrores al público?
—Ojalá tuviera yo una afición como ésa.
—Tendría usted que probar a ir a jugar a los bolos.
—Ay, Dios mío. Ya tengo arturitis en el codo. Soy demasiado vieja para andar con esas bolas. Me destrozaría la espalda.
—Una tía mía que tiene sesenta y cinco años, y que ya es abuela, va siempre a jugar. Es de un equipo y todo,
—Algunas mujeres son así. Yo, la verdad, nunca me he interesado mucho por los deportes.
—Jugar a los bolos es más que un deporte —dijo a la defensiva el patrullero Mancuso—. Además, en la bolera se conoce a mucha gente. Gente agradable. Podría hacer usted amistades.
—Sí, pero estoy segura de que tendría la mala suerte de que se me cayera una de esas bolas en un pie. Y tengo ya los pies bastante fastidiados.
—La próxima vez que vaya a la bolera, ya le avisaré. Llevaré a mi tía. Iremos usted, mi tía y yo a la bolera. ¿De acuerdo?
—¿De cuándo es este café, madre? —preguntó Ignatius entrando de nuevo en la cocina con sus escandalosas chancletas.
—De hace una hora o así. ¿Por qué?
—Porque tiene un sabor nauseabundo.
—A mí me pareció que estaba muy bueno —dijo el patrullero Mancuso—. Tan bueno como el que sirven en el French Market. Estoy haciendo más, ¿quiere una taza?
—Perdone —dijo Ignatius—. ¿Vas a pasarte toda la tarde entreteniendo a este caballero, madre? He de recordarte que voy a ir esta noche al cine y que tengo que estar listo para llegar a las siete, porque quiero ver los dibujos animados. Creo que deberías empezar a preparar algo de comer.
—Será mejor que me vaya —dijo el patrullero Mancuso.
—Debería darte vergüenza, Ignatius —dijo la señora Reilly con voz colérica—. El señor Mancuso y yo estamos tomando un café. Te has portado pésimamente toda la tarde. No te importa de dónde saque ese dinero. Te da igual que me metan en la cárcel. Todo te da igual.
—¿Voy a verme atacado en mi propio hogar ante un extraño de barba postiza?
—Qué disgustos me das.
—Oh, vamos —Ignatius se volvió al patrullero Mancuso—. ¿Tiene usted la bondad de largarse? Está poniendo nerviosa a mi madre.
—Lo único que el señor Mancuso hace, es ser amable.
—Será mejor que me vaya —dijo exculpatoriamente el patrullero Mancuso.
—Conseguiré ese dinero —chilló la señora Reilly—. Venderé esta casa. La venderé digas lo que digas. Y me iré a un asilo.
Cogió una esquina del hule y se enjugó los ojos.
—Si no se va usted —dijo Ignatius al patrullero Mancuso, que se estaba colocando la barba— llamaré a la policía.
—El es la policía, imbécil.
—Esto es totalmente absurdo —dijo Ignatius, y se fue chancleteando—Me voy a mi habitación.
Cerró la puerta de su cuarto de un portazo y cogió del suelo una libreta Gran Jefe. Luego, se echó de nuevo en la cama, entre las almohadas, y empezó a garrapatear en una página amarillenta. Tras casi treinta minutos de tirarse del pelo y morder el lápiz, empezó a componer un párrafo.
Si Rosvita estuviera hoy con nosotros, recurriríamos todos a ella buscando consejo y guía. Desde la austeridad y la tranquilidad de su mundo medieval, la mirada penetrante de esta sibila legendaria, esta monja santa, exorcizaría los horrores que se materializan ante nuestros ojos en eso que llamamos televisión. Si pudiéramos conectar un globo ocular de esta santa mujer con el aparato de televisión, qué fantasmagórica explosión de electrodos se produciría. Las imágenes de esos niños lascivamente giratorios se desintegrarían en infinidad de iones y moléculas, produciéndose con ello la catarsis que la tragedia de la corrupción de los inocentes inevitablemente exige.
La señora Reilly estaba de pie en el pasillo mirando el letrero NO MOLESTAR escrito en una hoja de papel Gran Jefe y fijado a la puerta con una tirita usada, color carne.
—Ignatius, chico, déjame entrar —chilló.
—¿Que te deje entrar? —dijo Ignatius a través de la puerta—. Ni hablar. Estoy ocupado en este momento en un pasaje especialmente sucinto.
—Déjame entrar.
—Ya sabes que nunca te permito entrar aquí.
La señora Reilly aporreó la puerta.
—No sé qué es lo que te pasa, madre, pero sospecho que sufres un trastorno temporal. Ahora que lo pienso, me da demasiado miedo, no puedo abrirte la puerta. Puedes tener un cuchillo en la mano o una botella rota.
—Abre la puerta, Ignatius.
—¡Ay, la válvula, que se me cierra! —croó sonoramente Ignatius—. ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has destrozado para el resto del día?
La señora Reilly se lanzó contra la madera sin pintar.
-—Bueno, no rompas la puerta —dijo él por fin y, unos instantes después, se abrió el pestillo.
—¿Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?
—Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas.
—Todas las persianas cerradas. ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.
—Mi yo no carece de elementos proustianos —dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente—. Oh, mi estomago.
—Aquí huele a demonios.
—Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.
—Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo que habría entrado.
—No sé por qué estás aquí ahora, en realidad, ni por qué sientes esta súbita necesidad de invadir mi santuario. Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un espíritu extraño.
—He venido a hablar contigo, hijo. Saca la cara de entre esas almohadas.
—Debe ser la influencia de ese ridículo representante de la ley. Parece que te ha vuelto contra tu propio hijo. Por cierto, se ha ido ya, ¿no?
—Sí, y me disculpé por tu actuación.
—Madre, estás pisando los papeles. ¿Tendrías la bondad de desplazarte un poco? ¿No te basta con haberme destrozado la digestión, también quieres destruir los frutos de mi cerebro?
—Bueno, ¿dónde quieres que me ponga, Ignatius? ¿Quieres que me meta en la cama contigo? —preguntó furiosa la señora Reilly.
—¡Mira dónde pisas, por favor! —atronó Ignatius—. Dios santo, nunca existió nadie tan total y literalmente acosado y asediado. ¿Qué es lo que te ha impulsado a entrar aquí en este estado de locura absoluta? ¿No será ese olor a moscatel barato que asalta mis órganos olfativos?
—He tomado una decisión. Tienes que salir y buscarte un trabajo.
Oh, ¿qué broma pesada estaba gastándole ahora Fortuna? ¿Detención, accidente, trabajo? ¿Dónde acabaría aquel ciclo aterrador?
—Comprendo —dijo pausadamente Ignatius—. Sabiendo como sé que eres congénitamente incapaz de llegar a una decisión de esta importancia, supongo que ese policía subnormal es quien te ha metido la idea en la cabeza.
—El señor Mancuso y yo hablamos como yo solía hablar con tu papá. Tu papá me decía lo que había que hacer. Ay, ojalá estuviera vivo.
—Mancuso y mi padre sólo se parecen en que los dos dan la impresión de ser seres humanos bastante inconsecuentes. Sin embargo, tu actual mentor parece de esos individuos que piensan que todo puede arreglarse si todos trabajamos sin parar.
—El señor Mancuso trabaja duro. Tiene un trabajo muy difícil en el barrio.
—Estoy seguro de que mantiene a varios vástagos indeseados, todos los cuales están deseando crecer para ser policías, las chicas incluidas.
—Pues has de saber que tiene tres niños preciosos.
—Me lo imagino —Ignatius comenzó a saltar lentamente en su cama—. ¡Uau!
—Pero qué haces, ¿otra vez estás tonteando con esa válvula? Eres la única persona que tiene una válvula. Yo no tengo ninguna válvula.
—¡Todo el mundo tiene válvula pilórica! —chilló Ignatius—. Lo que pasa es que la mía está más desarrollada. Intento despejar un pasaje que tú has logrado bloquear. Aunque tengo la impresión de que puede estar ya bloqueado para siempre.
—Dice el señor Mancuso que si tú trabajas, puedes ayudarme a pagar a ese hombre. Dice que cree que ese hombre aceptaría que le pagáramos a plazos.
—Tu amigo el patrullero dice muchas cosas. Tienes la virtud de hacer hablar a la gente, desde luego. Jamás sospeché que ese individuo fuese tan locuaz, ni que fuese capaz de un comentario tan inteligente. ¿Es que no te das cuenta de que intenta destruir nuestro hogar? Todo empezó en el momento en que él intentó aquella detención brutal de mi persona delante de D. H. Holmes. Aunque tú eres demasiado corta para comprenderlo todo, madre, este hombre es nuestra desgracia. Está haciendo girar nuestra rueda hacia abajo.
—¿Rueda? El señor Mancuso es un buen hombre. ¡Deberías estar contento de que no te haya detenido!
—En mi apocalipsis privado, el señor Mancuso será empalado con su propia porra. De cualquier modo, es impensable que yo deba buscar un trabajo. De momento, estoy muy ocupado con mi obra, y creo que estoy entrando en una etapa muy fecunda. No sé, quizás el accidente agitase y liberase mi pensamiento. La verdad es que hoy he logrado escribir muchísimo.
—Tenemos que pagarle a ese hombre, Ignatius. ¿Es que quieres verme en la cárcel? ¿No te daría vergüenza que tu pobre madre estuviera entre rejas?
—¿Quieres hacer el favor de dejar de hablar de cárcel? Pareces obsesionada con la idea. En realidad, parece que disfrutes pensando en eso. El martirio es un disparate a tu edad —eructó quedamente—. Yo propondría que hicieses algunas economías en los gastos de esta casa. Seguro que reunías enseguida la suma necesaria.
—Pero si lo gasto todo en ti, en tu comida y en tus chucherías.
—He hallado últimamente varias botellas de vino vacías, cuyo contenido no consumí yo, desde luego.
—¡Ignatius!
—El otro día, cometí el error de encender el horno sin inspeccionarlo antes adecuadamente. Cuando lo abrí, una vez caliente, para meter mi pizza congelada, a punto estuve de quedarme ciego por una botella de vino cocido que se disponía a explotar. Propongo que desvíes parte del dinero que estás entregando a la industria licorera.
—Qué vergüenza que digas eso, Ignatius. Unas botellas de moscatel Gallo y tú con todas esas baratijas que te compras.
—¿Tendrías la bondad de definirme el significado de baratijas’? —replicó Ignatius.
—Todos esos libros. Ese gramófono. La trompeta que te compré el mes pasado.
—Considero esa trompeta una buena inversión, pese a que nuestra vecina la señora Anne no sea de la misma opinión. Si vuelve a aporrear mis persianas, le tiraré un cubo de agua.
—Mañana miramos los anuncios del periódico. Te vestirás como es debido y saldrás a buscar un trabajo.
—Me da miedo preguntar qué entiendes tú por «vestirse como es debido». Seguro que quieres convertirme en un mamarracho ridículo.
—Voy a plancharte una camisa blanca preciosa y te pondrás una de esas corbatas tan lindas de tu pobre papá.
—¿Puedo creer lo que oigo? —preguntó Ignatius a su almohada.
—O eso, Ignatius, o voy a hipotecar la casa. ¿Quieres perder el techo que te cobija?
—¡No! ¡No hipotecarás esta casa! —gritó, dando un vigoroso puñetazo al colchón—. Toda la sensación de seguridad que he procurado crear se derrumbaría. No estoy dispuesto a que haya alguien ajeno controlando mi domicilio. No podría soportarlo. Sólo de pensarlo, las manos se me llenan de granos.
Y extendió una zarpa para que su madre pudiera examinar el sarpullido.
—De eso, ni hablar —continuó—. Dispararía de golpe todas mis angustias latentes. Y temo que el resultado sería verdaderamente muy desagradable. No querría que te pasases el resto de tu vida cuidando de un lunático encerrado en un desván. No hipotecaremos la casa. Debes tener dinero en algún sitio.
—Tengo ciento cincuenta dólares en el Hibernia Bank.
—Dios santo, ¿nada más? Nunca imaginé que subsistiéramos de modo tan precario. Sin embargo, es una suerte que no me lo hayas dicho nunca. Si hubiera sabido lo cerca que estábamos de la penuria total, mi sistema nervioso habría estallado hace ya mucho —Ignatius se rascó las manazas—. He de admitir, no obstante, que la alternativa es para mí bastante lúgubre. Dudo muy seriamente que haya alguien dispuesto a contratarme.
—¿Pero qué dices, hijo mío? Tú, un chico tan bueno, con una educación tan excelente, con todos tus estudios.
—Los patronos perciben que yo rechazo sus valores —dio una vuelta en la cama y continuó—: Me tienen miedo. Sospecho que se dan cuenta de que me veo obligado a actuar en un siglo que aborrezco. Eso sucedió hasta cuando trabajé para la Biblioteca Pública de Nueva Orleans.
—Pero, Ignatius, ésa fue la única vez que trabajaste desde que saliste de la universidad, y fueron sólo dos semanas.
—Eso es precisamente lo que quiero decir —contestó Ignatius, lanzando una bola de papel a la araña de cristal opalino.
—Lo único que hacías era pegar aquellas tiritas en los libros.
—Sí, pero yo tenía una visión estética propia sobre el modo de pegar aquellas etiquetas. Algunos días sólo podía pegar tres o cuatro y me sentía satisfecho, al mismo tiempo, con la calidad de mi trabajo. Las autoridades bibliotecarias no pudieron soportar mi integridad profesional. Ellos sólo querían un animal que embadurnara de cola sus libracos.
—¿Tú crees que podrías conseguir trabajo allí otra vez?
—Lo dudo muchísimo. La verdad es que le dije unas palabras más bien mordaces a la encargada del departamento. Hasta me retiraron el carnet de socio. Tienes que comprender el miedo y el odio que inspira a la gente mi weltanschauung —Ignatius eructó—. No mencionaré ese disparatado viaje a Baton Rouge. Creo que aquel incidente engendró en mí una resistencia psicológica al trabajo.
—En la universidad fueron buenos contigo, Ignatius. Vamos, di la verdad. Te dejaron quedarte allí mucho tiempo. Te dejaron incluso dar una clase.
—Bah, fundamentalmente era igual. Cierto pobre blanco de Mississippi le dijo al decano que yo era un propagandista del Papa, cosa evidentemente falsa. Yo no apoyo al Papa actual. No se ajusta en absoluto a mi idea de un Papa firme y autoritario. En realidad, me opongo firmísimamente al relativismo del catolicismo moderno. Sin embargo, el atrevimiento de aquel ignorante fundamentalista rústico y fanático impulsó a mis demás alumnos a crear un comité para exigir que yo corrigiese, puntuase y devolviese sus ensayos y exámenes acumulados. Hubo incluso una pequeña manifestación ante la ventana de mi despacho. Fue todo muy espectacular. Se las arreglaron bastante bien, siendo como eran unos mozalbetes simplones e ignorantes. En el punto culminante de la manifestación, tiré todos aquellos papeluchos, sin corregir, por supuesto, por la ventana, sobre sus propias cabezas. La universidad era demasiado mezquina para aceptar aquel acto de desafío al abismo de la academia contemporánea.
—¡ Ignatius!  Nunca me lo habías contado.
—No quería preocuparte. También les dije a los estudiantes que, en bien del futuro de la humanidad, esperaba que todos fueran estériles —Ignatius se colocó las almohadas alrededor de la cabeza—. No habría podido leer las barbaridades y disparates que salían de las mentes oscuras de aquellos estudiantes. Me pasará igual dondequiera que trabaje.
—Puedes conseguir un buen trabajo. Ya verás cuando vean un chico con un título universitario.
Ignatius suspiró pesadamente y dijo:
—En fin, no veo alternativa.
Frunció el rostro en una máscara de sufrimiento. No tenía sentido oponerse a la Fortuna hasta que terminase el ciclo.
—Supongo que te das cuenta de que todo esto es culpa tuya. La conclusión de mi obra se dilatará enormemente. Te sugiero que vayas a ver a tu confesor y hagas penitencia, madre. Prométele que evitarás en el futuro el camino del pecado y la bebida. Cuéntale cuál ha sido la consecuencia de tu transgresión moral. Hazle saber que has demorado la terminación de una diatriba monumental contra nuestra sociedad. Puede que el sacerdote comprenda la magnitud de tu pecado. Si es un sacerdote como yo creo que han de ser los sacerdotes, te impondrá una penitencia muy rigurosa. Sin embargo, he aprendido ya que puede esperarse muy poco del clero actual.
—Seré buena, Ignatius. Ya lo verás.
—Bueno, bueno, encontraré un empleo, aunque no tiene por qué ser lo que tú llamarías un buen empleo. Quizá se me ocurran algunas ideas valiosas que puedan beneficiar a mi patrón. Puede que la experiencia dé a mi pensamiento una nueva dimensión. Y, con ello, a mi obra. El introducirme activamente en el sistema que critico, será en sí mismo una interesante ironía —Ignatius eructó ruidosamente—. Ay, si Myrna Minkoff pudiera ver lo bajo que he caído.
—¿Qué anda haciendo ahora esa chica? —preguntó recelosa la señora Reilly—. Yo pagué buen dinero para que fueras a la universidad, y la fuiste a escoger precisamente a ella.
—Myrna aún sigue en Nueva York, su hábitat natural. Estará intentando, sin duda, provocar a la policía para que la detenga en alguna manifestación en este mismo instante.
—Qué nerviosa me ponía tocando la guitarra aquella por toda la casa. Si tenía dinero como decías, quizá debieras haberte casado con ella. Podríais sentar cabeza los dos y tener un lindo bebé.
—¿Quién puede creer que de los labios de mi propia madre salgan tales indecencias y tales porquerías? —bramó Ignatius—. Corre ahora mismo a prepararme la cena. No quiero llegar tarde al cine. Es una película musical circense, una atrocidad pregonada que hace mucho tiempo que esperaba ver. Mañana miraremos los anuncios de empleos del periódico.
—Ay, qué orgullosa estoy de que te pongas a trabajar por fin —dijo muy sentimental la señora Reilly, y besó a su hijo en un punto indeterminado de su bigote húmedo.
IV
«Fíjate en esa vieja —musitó Jones a su psique, mientras el autobús saltaba y le arrojaba contra la mujer sentada al lado—. Cree que poque soy negro voy a viólala. Está a punto de lanza su culo de abuela por la ventanilla. ¡Jo! Yo no voy a viola a nadie.»
Se apartó discretamente de la mujer, cruzando las piernas y lamentó una vez más no poder humear en el autobús. Se preguntó quién sería aquel tipo gordo de la gorra verde, al que se veía de repente por toda la ciudad. ¿Dónde aparecería aquel cabrón gordo la próxima vez? Había algo extraño en aquel chiflado de la gorra verde.
«Bueno, así que voy y le digo a ese poli que tengo un trabajo remunerao, que me deje en paz, voy a decirle que he encontrao a una humanitaria que me paga veinte dólares a la semana, y él va y dice: «Qué bien, muchacho, cuánto me alegro de que te hayas corregío”. Y yo le digo: “¡Sí, señó». Y dice él: «Ahora, puede que te convierta en miembro de la comunidá». Y le digo: «Sí, me he encontrao un trabajo de negro y un salario de negro. Ahora ya soy un auténtico miembro de la comunidá. Ahora soy un negro real no un vagabundo. Sólo un negro”. ¡Juá! ¿Qué diferencia hay?»
La vieja tocó el timbre y se levantó del asiento, evitando meticulosamente cualquier contacto con la anatomía de Jones, que la veía maniobrar desde el distanciamiento de los cristales verdes.
«Fíjate. Se cree que tengo la sífilis y la tuberculosis y que estoy empalmao y que voy a descuartizarla con una navaja barbera y róbale el bolso. ¡Juá!»
Las gafas de sol vieron a la mujer bajar del autobús y quedarse entre un grupo que esperaba en la parada. Detrás de aquella gente había un altercado. Un hombre con un periódico enrollado en la mano estaba pegándole a otro de larga barba pelirroja y bermudas, El hombre de la barba le pareció conocido. Jones se sintió inquieto. Primero aquel fantasma de la gorra verde y ahora aquel individuo a quien no podía identificar.
Apartó la vista de la ventanilla cuando el hombre de barba pelirroja se alejaba corriendo, y abrió la revista Life que le había dado Darlene. En el Noche de Alegría, al menos Darlene había sido amable con él. Darlene estaba suscrita a Life porque quería cultivarse y, al darle a Jones la revista, había sugerido que quizá pudiera serle también útil. Jones intentó adentrarse por un editorial sobre la política norteamericana en Extremo Oriente, pero lo dejó hacia la mitad, preguntándose cómo aquello podría ayudar a Darlene a convertirse en una exótica, que era el objetivo al que ella había aludido una y otra vez. Pasó a los anuncios, pues eran las cosas que le interesaban de la revista. La selección de aquella revista era excelente. Le gustó mucho el anuncio de Seguros de Vida Etna, con la fotografía de la maravillosa casa que acababa de comprarse una pareja. El hombre de Loción para el afeitado YARDLEY parecía un tipo rico y desenvuelto. En eso podía ayudarle la revista. El quería tener el mismo aspecto que aquellos individuos.

V

«Cuando Fortuna hace girar su rueda hacia abajo, vete al cine y disfruta más de la vida.» Ignatius estaba a punto de decirse esto, cuando recordó que iba al cine casi todas las noches, girase como girase la rueda de la Fortuna.
Estaba sentado allí muy atento, en la oscuridad del Prytania, a pocas filas de la pantalla, y su cuerpo llenaba el asiento y se derramaba por los dos contiguos. En el asiento de la derecha había colocado el abrigo, tres chocolatinas y dos bolsas suplementarias de palomitas de maíz, meticulosamente enrolladas para que las palomitas se conservaran calientes y crujientes. Ignatius comía de otra bolsa de palomitas y miraba absorto los avances de las próximas películas. Una de ellas parecía bastante mala, pensó, lo suficiente para hacerle volver al Prytania de allí a pocos días. Luego, la pantalla se iluminó en amplio tecnicolor, rugió el león y parpadeó en la pantalla el título de la atrocidad, ante la milagrosa mirada de sus ojos azules y amarillos. Se le inmovilizó la cara, la bolsa de palomitas empezó a temblar. Al entrar en el cine, se había abotonado cuidadosamente las dos orejeras en la parte de arriba de la gorra y ahora la estridente partitura de la película musical asaltaba sus oídos desnudos desde una multitud de altavoces. Escuchó la música, captó dos canciones populares que le desagradaban en especial y examinó detenidamente el reparto para ver si descubría nombres de actores que le repugnasen.
Terminado el reparto, comprobó que varios de los actores, el compositor, el director, el peluquero y el ayudante de producción eran todos ellos individuos cuya labor le había enfurecido repetidas veces en el pasado; apareció en el tecnicolor una escena de varios extras trabajando alrededor de una carpa de circo. Ignatius examinó ávidamente el grupo y localizó a la heroína de pie junto a una de las escenas marginales.
— ¡Oh, Dios mío! — gritó — . Allí está.
Los niños de las filas de delante de él se volvieron y miraron, Pero Ignatius no se fijó en ellos. Los ojos azules y amarillos seguían a la heroína, que llevaba animosa «un cubo de agua a lo que resultó ser su elefante.
— Va a ser peor de lo que pensaba — dijo al ver el elefante.
Se llevó la bolsa de palomitas vacía a los labios gordos, la hinchó y esperó, los ojos relumbrantes por los reflejos del tecnicolor. Batió un timbal y la banda sonora se llenó de violines. La heroína e Ignatius abrieron la boca simultáneamente, ella para cantar, él en un gruñido. Y en la oscuridad, se encontraron violentamente dos manos temblorosas. La bolsa de palomitas explotó con un bang. Los niños chillaron.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó la mujer del bar al encargado.
—Es que ha venido también esta noche —dijo el encargado señalando la voluminosa silueta que se perfilaba sobre la pantalla.
El encargado bajó por el pasillo hasta las primeras filas, donde redoblaban los chillidos. Los niños, una vez disipado su miedo competían chillando a cual más. Ignatius escuchaba aquellas estremecedoras vocecitas atipladas y las risas, y se regocijaba en su tenebrosa madriguera. Con unas cuantas amenazas suaves, el encargado tranquilizó a las primeras filas, y luego miró hacia el extremo en el que se alzaba la figura aislada de Ignatius, como un gran monstruo entre las cabecitas. Pero sólo fue obsequiado con un perfil rechoncho. Los ojos que brillaban bajo la visera verde seguían a la heroína y a su elefante por la amplia pantalla hacia el interior de la carpa del circo.
Ignatius estuvo callado un rato, reaccionando al argumento con sólo algún esporádico bufido apagado. Luego, subió a los trapecios lo qué parecía el reparto completo de la película. En primer término, en un trapecio, la heroína. Se columpió en el aire a ritmo de vals. Sonrió en un inmenso primer plano. Ignatius inspeccionó sus dientes, buscando cavidades y empastes. La heroína extendió una pierna. Ignatius inspeccionó rápidamente sus contornos buscando algún defecto estructural. La heroína empezó a cantar diciendo que había que luchar sin desánimo una y otra vez hasta lograr el triunfo. Ignatius se estremeció cuando se hizo patente la filosofía de la canción. Examinó detenidamente cómo estaba sujeta al trapecio, con la esperanza de que la cámara registrase su caída fatal al serrín que se veía al fondo, muy abajo.
En el segundo coro, se unieron todos a la canción, sonriendo todos y cantando libidinosamente por el triunfo final mientras se columpiaban, aleteaban, planeaban.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Ignatius, incapaz ya de contenerse; las palomitas de maíz le cayeron por la camisa y se le amontonaron en los pliegues de los pantalones—. ¿Qué degenerado fabricó este aborto?
—Silencio —dijo alguien detrás de él.
¡Esos subnormales sonrientes! ¡Ojalá se rompieran las cuerdas! —Ignatius agitó las pocas palomitas que le quedaban en la última bolsa—. Gracias a Dios que ha terminado la escena.
Cuando pareció iniciarse una escena de amor, se levantó de un salto del asiento y salió ruidosamente pasillo adelante hasta el bar, a por más palomitas, pero cuando regresó al asiento, las dos grandes imágenes rosadas apenas si estaban empezando a besarse.
—Seguro que tienen halitosis — proclamó Ignatius por encima de las cabezas de los niños — . ¡No quiero ni pensar en los obscenos lugares en que habrán estado antes esas bocas!
—Tendrá usted que hacer algo — le dijo lacónicamente la mujer del bar al encargado — . Esta noche está peor que nunca.
El encargado suspiró y miró al fondo del pasillo, donde Ignatius mascullaba:
— Oh, Dios mío, están los dos lamiendo dientes postizos y podridos, seguro.

TRES

Ignatius recorrió tambaleante el camino de ladrillos de su casa, subió los escalones laboriosamente, llamó al timbre. Una rama del banano muerto había expirado y se había desplomado rígida sobre la capota del Plymouth.
—Ignatius, hijito —gritó la señora Reilly cuando abrió la puerta—. ¿Qué te pasa? Parece que estuvieras muriéndote.
—Se me cerró la válvula en el tranvía.
—Ay, Señor, Señor, entra en seguida, que hace mucho frío.
Ignatius se arrastró penosamente hasta la cocina, se derrumbó en una silla.
—El director de personal de esa compañía de seguros me trató muy ofensivamente.
—¿No conseguiste el trabajo?
—Pues claro que no conseguí el trabajo.
—¿Qué pasó?
—Preferiría no comentarlo.
—¿Fuiste a los otros sitios?
—No, evidentemente. ¿Tú crees que estoy en condiciones de complacer a posibles patronos? Tuve el buen gusto de venirme a casa lo antes posible.
—No agaches las orejas, hijo mío.
—Yo nunca agacho las orejas, madre.
—No te enfades, hijo. Encontrarás un buen trabajo. Sólo llevas unos días buscando —dijo su madre y luego le miró—. Ignatius, cuando hablaste con ese hombre de la compañía de seguros, ¿llevabas puesta esa gorra?
—Pues claro. En aquella oficina no había una calefacción como es debido. No sé cómo los empleados de esa empresa logran mantenerse vivos si tienen que exponerse día tras día a un frío semejante. Y luego, aquellos  tubos fluorescentes asándoles los  sesos y cegándoles. No me gustó nada aquella oficina. Intenté explicarle al jefe de personal los inconvenientes del lugar, pero no pareció interesarle mucho. Y acabó adoptando una actitud francamente hostil —soltó un eructo monstruoso—. Sin embargo, ya te dije yo que pasaría esto. Soy un anacronismo. La gente se da cuenta y les fastidia.
—Vamos, muchacho, tienes que mirar hacia arriba.
—¿Mirar hacia arriba? —repitió Ignatius con ferocidad—. ¿Quién ha estado sembrando esa basura antinatural en tu mente?
—El señor Mancuso.
—¡Oh, Dios santo! Debería haberlo imaginado. ¿Es él el ejemplo del «mirar hacia arriba»?
—Deberías conocer la vida de ese pobre hombre. Deberías saber lo que el sargento de esa comisaría está intentando…
—¡Basta! —Ignatius se tapó una oreja y dio un puñetazo en la mesa—. No escucharé ni una palabra más sobre ese hombre. Han sido los Mancuso del mundo los que a través de los siglos han provocado las guerras y esparcido las enfermedades. De repente, el espíritu de ese malvado invade esta casa. ¿Se ha convertido en tu Sven-gali?
—Ignatius, contrólate.
—Me niego a «mirar hacia arriba». El optimismo me da náuseas. Es perverso. La posición propia del hombre en el universo, desde la Caída, ha sido la de la miseria y el dolor.
-—Yo no me siento mísera.
—Lo eres.
—No, no lo soy.
—Sí, lo eres.
—No lo soy, Ignatius. No me siento triste. Si me sintiese triste, te lo diría.
—Si yo hubiera demolido propiedad privada en estado de embriaguez y con ello hubiera arrojado a mi hijo a los lobos, estaría dándome golpes de pecho y gimiendo. Estaría arrodillada hasta que me sangraran las rodillas, como penitencia. Por cierto, ¿qué penitencia te puso el sacerdote por tu pecado?
—Tres avemarías y un padrenuestro.
—¿Nada más? —aulló Ignatius—. ¿Le explicaste lo que hiciste, que interrumpiste una obra crítica de gran importancia?
—Fui a confesarme, Ignatius. Se lo expliqué todo al padre. Y él me dice «No me parece culpa suya, querida. Creo que lo único que pasó fue que el coche patinó un poquito porque la calle estaba mojada». Así que le expliqué lo tuyo. Le dije «Mi hijo dice que soy la que le impide escribir en sus cuadernos. Lleva casi cinco años escribiendo esa historia». Y el padre va y dice, «¿Sí? Bueno, no me parece tan importante. Dígale que salga de casa y vaya a trabajar»
—Cómo voy a apoyar yo a la iglesia moderna, es imposible —exclamó Ignatius—. Deberían haberte azotado allí mismo, en el confesionario.
—Bueno, Ignatius, mañana volverás a buscar trabajo. Hay muchísimo trabajo en la ciudad. Estuve hablando con la señorita Marie-Louise, esa vieja que trabaja en el German’s, tiene un hermano tullido, con un sonofone. Es un poco sordo, ¿sabes? Pues se consiguió un trabajo estupendo en eso de las Industrias Buenavoluntad.
—Quizá debería probar ahí.
—¡Ignatius! Sólo contratan a ciegos y subnormales para hacer escobas y cosas así.
—Estoy seguro de que son unos compañeros de trabajo agradabilísimos.
—Miraremos en el periódico de la tarde. ¡Puede que encontremos un buen trabajo!
—Si he de salir mañana, no me iré de casa tan temprano. Me he sentido muy desorientado por el centro.
—Pero sí no saliste hasta después de comer.
—Pues aun así no coordinaba bien del todo. Anoche tuve varias pesadillas. Desperté magullado y murmurando.
—Mira, escucha. He estado viendo este anuncio en el periódico todos los días —dijo la señora Reilly, acercando mucho el periódico a los ojos—. «Hombre limpio y muy trabajador…»
—Qué será eso de muy trabajador…
—«Limpio y muy trabajador, de confianza, calado…»
—«Callado». Trae acá eso —dijo Ignatius, arrebatándole el periódico a su madre—. Es una pena que no pudieras completar tu educación. No sabes ni leer.
—Papá era muy pobre.
—¡Por favor! No podría soportar otra vez esa triste historia-«Hombre limpio, muy trabajador, de fiar, callado». ¡Santo Dios! ¿Pero qué clase de monstruo quieren? Creo que jamás podría trabajar en una institución con semejante visión del mundo.
—Lee los otros, hijito.
—«Trabajo de oficina. Veinticinco-treinta y cinco años. Presentarse en Levy Pants, Industrial, Canal & River, entre las ocho y las nueve » Bueno, esto queda descartado. Jamás podría llegar allí antes de las nueve.
—Cariño, si tienes que trabajar, tendrás que levantarte temprano.
—No, madre —Ignatius tiró el periódico encima del horno—. Me abrumaría tal cosa. Yo no podría sobrevivir a un trabajo de este tipo. Creo que sería mucho más agradable repartir periódicos, por ejemplo
—Ignatius, un hombre como tú no puede andar por ahí en bicicleta repartiendo periódicos.
—Claro, pero tú podrías llevarme en coche y yo iría tirando los periódicos por la ventanilla de atrás.
—Escucha, hijo —dijo furiosa la señora Reilly—. Mañana tienes que ir a ver a esos anuncios. Lo digo en serio. Lo primero que harás será ir a este sitio. Basta de juegos, Ignatius. Te conozco.
—Bien, bien —Ignatius bostezó, mostrando el rosa fofo de su lengua—. Levy Pants me parece tan malo como los títulos de otras organizaciones con las que he establecido contacto o peor incluso. Me doy cuenta de que estoy empezando ya, evidentemente, a tocar el fondo del mercado laboral.
—Tienes que tener paciencia, hijo. Verás qué bien te va.
—¡Oh, Dios mío!

II

El patrullero Mancuso tuvo una buena idea, que le había proporcionado nada menos que Ignatius Reilly. Había telefoneado a la casa de los Reilly para preguntar a la señora Reilly cuándo podía ir a la bolera con él y con su tía. Cogió el teléfono Ignatius, y se puso a aullar:
—Deje de molestarnos, subnormal. Si tuviera algún sentido, estaría investigando en antros como ese Noche de Alegría en el que fuimos maltratados y expoliados mi querida madre y yo. Yo fui víctima, por desgracia, de una mujerzuela viciosa y depravada, una de esas chicas que se dedican a hacer beber a los clientes. Además, la propietaria es nazi. Suerte tuvimos de poder salir de allí con vida. Vaya a investigar a ese antro y déjenos en paz a nosotros, destroza-hogares.
En ese momento, la señora Reilly le arrebató el teléfono a su hijo. Al sargento le gustaría saber de aquel local. Puede que llegase incluso a felicitar al patrullero Mancuso por la información. El patrullero Mancuso carraspeó plantado ante el sargento y dijo:
—He recibido una información sobre un lugar donde hay chicas de esas que se dedican a hacer beber a los clientes.
—¿Ha recibido usted una información? —preguntó el sargento—. ¿Quién le ha dado esa información?
El patrullero Mancuso decidió no meter a Ignatius en el asunto por varias razones. Prefirió a la señora Reilly.
—Una señora que conozco —contestó.
—¿Y cómo sabe esa señora lo que pasa en un sitio así? —preguntó el sargento—. ¿Quién la llevó allí?
El patrullero Mancuso no podía decir «su hijo». Eso abriría de nuevo ciertas heridas. ¿Por qué tenían que ser siempre tan conflictivas sus conversaciones con el sargento?
—Estuvo allí sola —dijo al fin el patrullero Mancuso, intentando lograr que la entrevista no se convirtiera en un desastre.
—¿Una señora sola en un sitio como ése? —aulló el sargento— ¿Qué clase de señora es ésa? Probablemente sea ella también una de esas chicas que se dedican a hacer beber a los clientes. Lárguese de aquí. Mancuso, y tráigame a un sospechoso. Todavía estoy esperando que me traiga uno. No me venga con informaciones de ese tipo. Vaya usted a mirar en su armario. Hoy le toca ser soldado. En marcha.
El patrullero Mancuso se dirigió muy triste a los armarios, preguntándose por qué nunca podía hacer nada a derechas para el sargento. En cuanto se fue, el sargento se volvió a un detective y le dijo:
—Envíe a un par de hombres a ese Noche de Alegría una noche de éstas. Puede haber alguien tan imbécil como para decirle la verdad a Mancuso. Pero a él no le diga nada. No quiero que ese mamarracho se lleve ningún mérito. Seguirá disfrazándose mientras no me traiga un sospechoso.
—Sabe, recibimos otra queja hoy a causa de Mancuso, de una señora que dice que un hombre bajito que llevaba sombrero -le dio un empujón en un autobús anoche —dijo el detective.
—Ya estoy harto —dijo el sargento, enfurecido—. Otra queja como ésa y detenemos a Mancuso.

III

El señor González encendió las luces de la pequeña oficina y también la estufa de gas que había junto a su escritorio. En los veinte años que llevaba trabajando para Levy Pants, siempre había sido el primero en llegar por la mañana.
—Cuando llegué aquí esta mañana, aún no había amanecido —solía decirle al señor Levy en las raras ocasiones en que el señor Levy se veía obligado a visitar Levy Pants.
—Debe salir usted de casa demasiado temprano —comentaba el señor Levy.
—Esta mañana estuve hablando con el lechero en las escaleras de la oficina.
—Bueno, bueno, señor González, ya está bien. ¿Me consiguió el billete de avión para Chicago para ir a ver el partido entre los Bears y los Packers?
—Cuando llegaron los otros a trabajar, yo ya tenía toda la oficina caliente.
—O sea que se dedica a gastar mi gas. Aguante el frío, hombre. Es mucho más sano.
—Esta mañana, en el tiempo que pasé aquí solo, antes de que llegaran los demás, hice dos páginas del libro de contabilidad. Mire, cacé una rata, además, junto al refrigerador. Debió pensar que aún no había nadie en la oficina y le aticé con un pisapapeles.
—Quíteme de delante esa maldita rata. Este lugar ya es bastante deprimente. Coja ese teléfono y resérveme ahora mismo hotel para el Derby.
No se era muy exigente en Levy Pants. La puntualidad era motivo suficiente para el ascenso. El señor González se convirtió en jefe administrativo y pasó a controlar a los pocos y alicaídos oficinistas que quedaban a sus órdenes. Nunca lograba, en realidad, recordar los nombres de sus administrativos y mecanógrafas. A veces, parecían renovarse casi a diario, con la excepción de la señorita Trixie, la octogenaria ayudante de contabilidad que llevaba casi medio siglo copiando deficientemente números en los libros de contabilidad de Levy. Llevaba incluso puesta la visera verde de celuloide en el camino de ida y vuelta al trabajo, gesto que el señor González interpretaba como símbolo de lealtad a Levy Pants. Los domingos llevaba a veces la visera a la iglesia, confundiéndola con un sombrero. La había llevado puesta incluso en el funeral de su hermano, donde se la arrancó de la cabeza su cuñada, más alerta y algo más joven. Pero la señora Levy había dado orden de que se retuviese a la señorita Trixie, pasara lo que pasara.
El señor González pasó un paño por su escritorio y pensó (tal como hacía todas las mañanas a aquella hora en que la oficina aún estaba fría y desierta y las ratas del muelle se divertían jugando frenéticamente allí dentro) en la felicidad que le había proporcionado su relación con Levy Pants. En el río se deslizaban entre la niebla los cargueros, pitándose unos a otros, y el rumor de sus penetrantes sirenas retumbaba entre los oxidados archivadores de la oficina. Junto a él, la pequeña estufa rechinaba y restallaba a medida que sus piezas iban calentándose y dilatándose. El señor González escuchaba inconscientemente todos los sonidos que habían presidido el inicio de su jornada durante veinte años y encendió el primero de los diez cigarrillos que fumaba todos los días. Una vez apurado el cigarrillo hasta el filtro, lo dejó y vació el cenicero en la papelera. Le gustaba impresionar al señor Levy con la limpieza de su escritorio.
Junto a su mesa estaba el escritorio de fuelle de la señorita Trixie. Todos los cajones medio abiertos estaban llenos de periódicos viejos. Entre las pequeñas formaciones esféricas de pelusa que había bajo la mesa, había instalado un trozo de cartón a modo de cuña en una de las esquinas, para nivelarla. Ocupaban la silla, en vez de la señorita Trixie, una bolsa de papel marrón llena de trozos de telas viejas y un rollo de bramante. En la mesa había colillas que habían caído del cenicero. Este era un misterio que el señor González nunca había sido capaz de aclarar, pues la señorita Trixie no fumaba. Le había pedido varias veces que se lo aclarara, pero jamás había recibido una respuesta coherente. El sector de la señorita Trixie tenía algo magnético, atraía todos los desechos que hubiera en la oficina, y cuando faltaban plumas, gafas, bolsos o encendedores, normalmente podían hallarse en algún rincón de su escritorio. La señorita Trixie almacenaba también todas las guías telefónicas, que se amontonaban en uno de los atestados cajones de su mesa.
El señor González estaba a punto de investigar el sector de la señorita Trixie buscando su tampón extraviado, cuando se abrió la puerta de la oficina y entró ella, arrastrando sus playeros por el suelo de madera. Traía otra bolsa de papel que parecía contener la misma variedad de retales y bramante, junto con el tampón, que sobresalía por arriba. La señorita Trixie llevaba dos o tres año aquellas bolsas, acumulando a veces tres o cuatro junto a su escritorio, sin revelar nunca a nadie su propósito o su destino.
—Buenos días, señorita Trixie —dijo el señor González, con su tono efervescente de tenor—. ¿Qué tal estamos esta mañana?
—¿Qué? Ah, hola, Gómez —dijo débilmente la señorita Trixie, y se encaminó hacia el lavabo de señoras, como si la arrastrase un vendaval. La señorita Trixie nunca adoptaba una verticalidad perfecta; ella y el suelo formaban siempre un ángulo inferior a noventa grados.
El señor González aprovechó la oportunidad de su desaparición para recuperar su tampón de la bolsa, y descubrió que estaba cubierto de lo que parecía y olía a grasa de tocino. Mientras lo limpiaba, se preguntó cuántos empleados se presentarían. El año anterior, un día sólo se habían presentado a trabajar él y la señorita Trixie; pero eso fue antes de que la empresa hubiera concedido un aumento de cinco dólares al mes. Aun así, el personal administrativo de Levy Pants solía faltar al trabajo sin telefonear siquiera al señor González. Esto era una preocupación constante, y tras la llegada de la señorita Trixie, él miraba siempre anhelante hacia la puerta, sobre todo ahora que la fábrica tenía que iniciar los envíos de sus modelos de primavera y verano. La verdad del caso era que el señor González necesitaba ayuda desesperadamente.
El señor González vio una visera verde al otro lado de la puerta. ,Habría salido la señorita Trixie por la fábrica y habría decidido volver a entrar por la puerta principal? Era propio de ella. En una ocasión, se fue al lavabo de señoras por la mañana y el señor González se la encontró a última hora de la tarde dormida sobre un montón de géneros en piezas, en el desván del taller. Luego, la puerta se abrió y entró en la oficina el hombre más grande que el señor González había visto en su vida. Se quitó la gorra verde y reveló una mata densa de pelo negro aplastada contra el cráneo con vaselina, estilo años veinte. Cuando se quitó el abrigo, el señor González vio unos anillos de grasa apretados en una ceñida camisa blanca, dividida en vertical por una ancha corbata de flores. Daba la impresión de que se había aplicado también vaselina en el bigote, pues éste le brillaba resplandeciente. Y luego, aquellos ojos increíbles, azules y amarillos, con un finísimo encaje de venillas rojas. El señor González rezó casi audiblemente para que aquel gigantón viniese a pedir trabajo. El señor González estaba impresionado y sobrecogido.
Ignatius se encontraba en lo que quizá fuese la oficina más espantosa que había visto en su vida. Las desnudas bombillas que colgaban irregularmente del techo tiznado arrojaban una luz débil y amarillenta sobre las pandeadas tablas del suelo. Unos archivadores viejos dividían la estancia en varios cubículos, en cada uno de los cuales había un escritorio pintado con un extraño barniz naranja. A través de las polvorientas ventanas de la oficina se contemplaba una grisácea vista del muelle de la Avenida Poland, la estación de carga del Ejército, el Mississippi y, a lo lejos, al otro lado del río, los diques secos y los tejados de Algiers. Una mujer muy vieja entró vacilante en la estancia y tropezó con una hilera de archivadores La atmósfera de aquel lugar le recordó a Ignatius su propia habitación, y su válvula se lo confirmó, abriéndose gozosa. Ignatius rezó casi audiblemente para que aceptaran su candidatura. Estaba impresionado y sobrecogido.
—¿Sí? —preguntó animoso el hombrecillo vivaz del pulcro escritorio.
—Oh. Creí que era la señora la que estaba al cargo —dijo Ignatius con su tono de voz más estentóreo, considerando a aquel individuo la única desgracia de la oficina—. Vengo por el anuncio.
—Ah, estupendo. ¿Cuál de ellos? —exclamó entusiasmado el hombre—. Hemos puesto dos en el periódico, uno en el que pedimos una mujer y otro en el que pedimos un hombre.
—¿Y por cuál cree usted que vengo yo? —aulló Ignatius.
—Oh —dijo muy turbado el señor González—. Lo siento muchísimo. Lo dije sin pensar. En fin, el sexo es lo de menos, podría usted coger cualquiera de los dos trabajos. Quiero decir, a mí el sexo no me importa.
—Olvídelo, por favor —dijo Ignatius. Advirtió con interés que la vieja empezaba a cabecear sobre la mesa. Las condiciones de trabajo parecían fastuosas.
—Venga, siéntese, por favor. La señorita Trixie le quitará el abrigo y el sombrero y los pondrá en el perchero de los empleados. Queremos que se sienta aquí como en su casa.
—Pero si aún no he hablado con usted.
—No se preocupe por eso. Estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo en todo. Señorita Trixie. ¡Señorita Trixie!
—¿Qué? —gritó la señorita Trixie, tirando al suelo su atiborrado cenicero.
—Traiga, yo me encargaré de sus cosas —el señor González recibió un manotazo en la mano cuando la dirigía a la gorra verde, aunque se le permitió coger el abrigo—. Menuda corbata lleva usted. Se ven ya muy pocas como ésa.
—Perteneció a mi difunto padre.
—Cuánto lamento oír eso —dijo el señor González y colocó el abrigo en un viejo armario metálico, en el que  Ignatius vio una bolsa como las otras dos que había junto al escritorio de la vieja -.Por cierto, ésta es  la  señorita Trixie, una de nuestras empleadas más antiguas. Verá cómo le resulta muy agradable.
La señorita Trixie se había quedado dormida, la blanca cabeza entre los periódicos del escritorio.
—Sí — suspiró al fin la señorita Trixie — . Oh, es usted, Gómez. ¿Es ya hora de salir?
— Señorita Trixie, éste es uno de nuestros nuevos empleados. . — Un chico grande y majo — dijo la señorita Trixie, alzando hacia Ignatius sus ojos reumáticos — . Bien alimentado.
— La señorita Trixie lleva en la empresa unos cincuenta años. Eso le dará idea de la satisfacción que produce a nuestros empleados la relación con Levy Pants. La señorita Trixie trabajó para el difunto padre del señor Levy, que era todo un caballero.
— Sí, todo un caballero — dijo la señorita Trixie, incapaz de recordar ya al viejo señor Levy — . Me trataba bien. Siempre tenía una palabra amable aquel hombre.
— Gracias, señorita Trixie — dijo rápidamente el señor González, como un maestro de ceremonias que pretende poner punto final a la actuación bochornosa de un número de varietés.
— La empresa dice que va a darme un jamón cocido para Pascua — dijo la señorita Trixie a Ignatius — . Espero que me lo den. Se olvidaron por completo de mi pavo el Día de Acción de Gracias.
— La señorita Trixie lleva muchos años con Levy Pants — explicó el jefe administrativo, mientras la anciana ayudante de contabilidad balbucía algo más sobre el pavo.
— Llevo años esperando la jubilación, pero siempre me dicen que me falta un  año. Te hacen trabajar hasta que te desplomas — la señorita  Trixie  jadeó;   luego,  perdiendo  interés  por la  jubilación, añadió — : Con lo bien que me habría venido aquel pavo.
Empezó a rebuscar en una de sus bolsas.
— ¿Puede usted empezar a trabajar hoy? — preguntó el señor González a Ignatius.
— Creo que no hemos hablado aún respecto al salario y demás. ¿No es ése el procedimiento normal en esta época? — preguntó condescendiente Ignatius.
— Bueno, el trabajo de archivo, que es el que usted hará, porque nos  hace  mucha falta  alguien  en los  archivos,  tiene  asignado un salario de sesenta dólares a la semana; los días que no venga usted por enfermedad, etc., se deducirán de su salario semanal.
— Desde luego, es muy inferior al salario que yo esperaba — el tono de Ignatius era descomunalmente engolado—. Tengo una válvula que pasa por vicisitudes que pueden obligarme a guardar cama algunos días. Además, solicitan mis servicios en este momento varias organizaciones más atractivas. Debo considerar primero esas otras posibilidades.
—Pero, escuche —dijo confidencialmente el jefe administrativo—, la señorita Trixie sólo gana cuarenta dólares a la semana, y no me negará usted que tiene cierta antigüedad en la empresa.
—Parece muy antigua, sí —dijo Ignatius, viendo a la señorita Trixie esparcir los contenidos de su bolsa sobre la mesa y rebuscar entre los trapos—. ¿No tiene ya la edad de jubilación?
—Schisss —dijo el señor González—. La señora Levy no nos deja jubilarla. Cree que para la señorita Trixie es mejor seguir activa. La señora Levy es una señora culta e inteligente. Ha hecho un curso de psicología por correspondencia —el señor González dejó que Ignatius asimilara bien esto—. Ahora, volviendo a lo anterior, tiene usted suerte de empezar con el salario que le he dicho. Todo esto forma parte del Plan Levy Pants de inyectar sangre fresca en la empresa. La señorita Trixie, por desgracia, fue contratada antes de que se iniciara este plan. En fin, el plan no tenía efectos retroactivos y, por tanto, no la afecta a ella.
—Lamento desilusionarle, caballero, pero me temo que no es el salario adecuado. Un magnate del petróleo está pasándome por la cara miles de dólares con el propósito de tentarme para que acepte ser su secretario personal. De momento, estoy intentando decidir si puedo o no aceptar la visión materialista del mundo de ese sujeto. Sospecho que al final acabaré diciéndole que sí.
—Incluiremos veinte centavos al día para transporte —suplicó el señor González.
—Bueno, eso cambia las cosas —concedió Ignatius—. Aceptaré el trabajo provisionalmente. He de admitir que el Plan Levy Pants ejerce sobre mí un cierto atractivo.
—Oh, eso es maravilloso —exclamó el señor González—. Le encantará trabajar aquí, ¿verdad que sí, señorita Trixie?
La señorita Trixie estaba demasiado ocupada con sus trapos para contestar.
—Me parece raro que no me haya preguntado usted siquiera el nombre —masculló Ignatius.
—Ay, Dios mío. Se me olvidó por completo. ¿Quién es usted?
Aquel día apareció otro administrativo, la mecanógrafa. Una mujer telefoneó para decir que había decidido dejar el trabajo y seguir en el paro. Los otros ni siquiera llamaron a Levy Pants.

IV

—Quítese esas gafas. ¿Cómo demonios puede ver toda la basura que hay en el suelo?
—¿Y quién quiere verla?
—Le digo que se quite las gafas, Jones.
—Las gafas se quedan donde están —Jones golpeó con la escoba uno de los taburetes de la barra—. Por veinte dólares a la semana, no pué pensá que está aquí dirigiendo una plantación.
Lana Lee empezó a colocar una tira de goma alrededor de una pila de billetes y a hacer pequeños montoncitos de monedas con lo que sacaba de la caja registradora.
—Deje de dar con la escoba en la barra —chilló—. Maldita sea, está poniéndome nerviosa.
—Si quiere usté barrio silencioso, contrate a una vieja. Yo hago barrio joven,
La escoba volvió a golpear la barra varias veces. Luego, la nube de humo y la escoba se alejaron.
—-Debería decí a sus clientes que usaran el cenicero, debía deciles que tiene aquí a un hombre trabajando por meno del salario mínimo. A lo mejó, si se lo dice, son un poco más consideraos.
—Debería alegrarse de que le diese una oportunidad, muchacho —dijo Lana Lee—. En estos tiempos, hay por ahí la tira de chicos de color buscando trabajo.
—Sí, y también hay muchos chicos de coló que se hacen vagabundos cuando ven los salarios que ofrece la gente. A veces, pienso que pá un negro es mejó sé vagabundo.
—Debería alegrarse de estar trabajando.
—Caigo de rodillas toas las noches.
La escoba golpeó una mesa.
—Cuando acabe de barrer, dígamelo —dijo Lana Lee—. Quiero que me haga un recadito.
—¿Recadito? ¡Vamos! Creí que éste era un trabajo de barré y limpia el polvo —Jones lanzó una formación de cúmulos—. ¿Y qué mierda de recao es ése?
—Óigame, Jones —Lana Lee colocó un canutillo de monedas en la caja registradora y anotó una cifra en una hoja de papel—. No tengo más que telefonear a la policía e informar de que ya no tiene usted trabajo, ¿qué le parece?
—Pues que yo voy y le digo a la policía que el Noche de Alegría es un burdel disfrazao. Caí en una trampa cuando vine a trabaja aquí. ¡Vamos, hombre! Ahora sólo estoy esperando a conseguí una prueba. Cuando la consiga, iré a contalo tó a la comisaría.
—Cuidadito con esa lengua.
—Los tiempos han cambiao —dijo Jones, ajustándose las gafas—. Ya no se puede asusta a los negros. No tengo más que habla con la gente, y en seguida se forma aquí una cadena humana a la puerta y le arruino el negocio, saldrá usté en el informativo de televisión. La gente de coló ya está harta de come mierda, y por veinte dólares a la semana no hay quien viva. Ya estoy harto de sé un vagabundo y de trabaja por meno del salario mínimo. Contrate a otra persona que le haga los recaos.
—Oh, cállese de una vez y acabe de barrer. Le diré a Darlene que vaya.
—Esa pobre chica —Jones exploró un reservado con la escoba—. Tiene que hace bebé agua a los clientes, hace los-recaos, ¡vamos!
—Denuncíela en la comisaría. Ella es una de esas chicas que hacen beber a los clientes.
—Prefiero esperar a denuncíala a usté. Darlene no quiere hacelo. Lo hace a la juerga. Ella dice que quiere sé artista de varíete.
—¿Sí? Vamos, con el cerebro que tiene esa chica, puede dar gracias a Dios de que no la hayan metido en el zoo.
—Estaría mejó que aquí.
—Estaría mejor si centrase esa cabezota suya en vender mis bebidas y olvidase esa mierda del baile. No puedo imaginar siquiera a alguien como ella saliendo a un escenario. Darlene es una de esas personas que a la que te descuidas te arruinan la inversión.
La puerta tapizada se abrió de golpe y entró repiqueteante en el bar un joven, arrastrando las puntas metálicas de sus botas flamencas.
—Vaya, ya era hora —le dijo Lana.
—Tienes mozo nuevo, ¿eh? —el muchacho miró a Jones a través de sus rizos de pelo engrasado—’-. ¿Qué le pasó al último? ¿Se murió o algo por el estilo?
—Vamos, déjale en paz —dijo suavemente Lana.
El muchacho abrió una relumbrante cartera repujada a mano y le dio a Lañe una serie de billetes.
—¿Todo bien, George? —le preguntó—. ¿Les gustó a los huérfanos?
—Les gustó la del escritorio con las gafas puestas. Creyeron que era una especie de profesora o algo así. Esta vez sólo quiero ésa.
—¿Crees que querrían otra como ésa? —preguntó Lana con interés.
—Sí. ¿Por qué no? Quizás una con un encerado y un libro, sabes. Haciendo algo con una tiza.
El chico y Lana cruzaron sonrisas.
—Ya me hago idea —dijo Lana, con un guiño.
—Oye, ¿tú eres yonqui? —le preguntó el chico a Jones—. A mí me pareces un yonqui.
—Tú sí que parecerías un buen yonqui con una escoba del Noche de Alegría espeta en el culo —dijo Jones muy despacio—. Las escobas del Noche de Alegría son muy buenas, están bien astillas.
—Bueno, bueno —gritó Lana—. No quiero un conflicto racial aquí. Tengo que proteger mi inversión.
—Pues será mejó que le diga a su amigo rostro pálido que se largue —Jones echó un poco de humo hacia los dos—. No estoy dispuesto a consentí que me insulten en un trabajo de esta clase.
—Vamos, George —dijo Lana, que abrió el armario que había bajo la barra y le dio a George un paquete envuelto en papel marrón—. Esta es la que quieres. Ahora, vete. Vamos, espabílate.
George le hizo un guiño y salió dando un portazo.
—¿Este qué es, un recadero de los huérfanos? —preguntó Jones—. Me gustaría vé a los huérfanos para los que trabaja. Apuesto a que los de la Seguridá Social no sabe na de esos huérfanos.
—¿Pero de qué demonios habla? —preguntó irritada Lana; estudió la cara de Jones, pero las gafas le impedían leer en ella—. No tiene nada de malo hacer una pequeña caridad de vez en cuando. Venga, siga usted barriendo.
Luna comenzó a emitir sonidos, que eran como las imprecaciones de una sacerdotisa, sobre los billetes que le había dado el chico. Los números y las palabras susurrados brotaban y ascendían de sus labios de coral y, cerrando los ojos, ella iba copiando cifras en una libreta. Su esbelto cuerpo, una inversión provechosa por sí sola a lo largo de los años, se inclinó reverente sobre el altar, rema-lado de fórmica. Del cigarrillo que tenía junto al codo se elevaba un humo que era como incienso, que subía en volutas como sus oraciones, por encima de la hostia que ella elevó a fin de estudiar la fecha de su acuñación, el único dólar de plata que había entre las ofrendas. Tintineó el brazalete, congregando a los fieles al altar, pero el único que había en el templo había sido excomulgado por su ascendencia y proseguía limpiándolo. Cayó al suelo una ofrenda, la hostia, y Lana se arrodilló reverente a recogerla.
—Eh, mire lo que hace —dijo Jones, violando la santidad del rito—. Está tirando por el suelo su beneficio de los huérfanos, tiene dedos de mantequilla.
—¿Dónde ha caído, Jones? —preguntó ella—. Mire a ver si puede encontrarla.
Jones dejó la escoba y exploró buscando la moneda, achicando los ojos tras las gafas y el humo.
—Dónde estará esa monea de mierda —murmuraba, mientras los dos buscaban por el suelo—. ¡Juá!
—La encontré —dijo Lana, muy emocionada—. Ya la tengo.
—¡Caramba! Me alegro de que la encontrase, desde luego. ¡Demonios! Será mejó que no ande usted dejando caer al suelo dólares de plata así, si no, el Noche de Alegría se arruinaría. Debe tener usté muchísimos problemas para podé paga una nómina tan elevada.
—¿Por qué no procura mantener la boca cerrada, muchacho?
—Oiga, a mí no me llame «muchacho» —Jones cogió el mango de la escoba y barrió enérgicamente hacia el altar—. Que no es usté Scarla O’Horror.
Ignatius se acomodó en el taxi y le dio la dirección de la Calle Constantinopla. Del bolso del abrigo sacó una hoja de papel con membrete de Levy Pants, y, tomando prestada la tablita sujetapapeles del taxista a modo de mesa, comenzó a escribir mientras el taxi se adentraba en el denso tráfico de la Avenida St. Claude.
Estoy verdaderamente muy fatigado al final de mi primer día de trabajo. No quiero decir, sin embargo, que me sienta descorazonado o deprimido o derrotado. Me he enfrentado al sistema cara a cara por primera vez en mi vida, plenamente decidido a actuar dentro de su marco como observador y crítico de incógnito, como si dijésemos. Si hubiera más empresas como Levy Pants, estoy seguro de que las fuerzas laborales de Norteamérica se ajustarían mejor a sus tareas. Allí no se importuna en absoluto al trabajador que es claramente digno de confianza. El señor González, mi «jefe», aunque sea bastante cretino, resulta, sin embargo, bastante agradable. Parece que siempre está atemorizado, demasiado, desde luego, para criticar la tarea de cualquier trabajador. En realidad, es capaz de aceptar casi cualquier cosa, y es, por tanto, atractivamente democrático, a su modo subnormal. Como ejemplo de esto, la señorita Trixie, nuestra Madre Tierra del mundo mercantil, incendió involuntariamente unos importantes pedidos cuando pretendía encender una estufa. El señor González fue muy tolerante con este error si tenemos en cuenta que la empresa recibe últimamente menos pedidos cada día, y que esos pedidos venían de Kansas City y significaban unos quinientos dólares (¡quinientos!) de nuestros productos. Hemos de recordar, sin embargo, que el señor González tiene órdenes de esa misteriosa millonaria, la supuestamente inteligente e ilustrada señora Levy, de tratar bien a la señorita Trixie y de procurar que se sienta activa y útil- Pero ha sido también muy cortés conmigo, permitiéndome hacer mi voluntad entre los archivos.
Me propongo sonsacar dentro de poco a la señorita Trixie; sospecho que esta Medusa del capitalismo tiene muchas ideas valiosas y puede proporcionarme más de una observación básica.
La única nota desagradable (y aquí me expresaré con vulgaridad para ajustarme más al carácter de la criatura de la que voy a ocuparme) fue Gloria, la mecanógrafa, una putilla descarada y sin seso. Con la cabeza llena de ideas erróneas y de juicios de valor abismales. Tras de que hiciese uno o dos comentarios descarados y no solicitados sobre mi persona y mi porte, llamé aparte al señor González y le dije que Gloria estaba pensando dejar el trabajo al final del día sin notificarlo. El señor González perdió el control y despidió de inmediato a Gloria, permitiéndose con ello un ejercicio de autoridad que, según pude apreciar, le complació extrañamente. En realidad, lo que me impulsó a hacer lo que hice, fue el espantoso rumor de los tacones como estacas de los zapatos de esa chica. Otro día más soportando ese repiqueteo habría sellado mi válvula definitivamente. Además, toda aquella máscara de maquillaje y aquellos labios pintados y otras vulgaridades que prefiero no enumerar.
Tengo muchos planes para mi departamento de archivos, y he ocupado un escritorio (entre los varios que hay vacíos) junto a una ventana. Me siento allí con mi estufita puesta al máximo y así me paso toda la tarde, viendo los barcos que llegan de muchos puertos exóticos y que cruzan las frías y oscuras aguas del puerto. Los leves ronquidos de la señorita Trixie y el furioso teclear del señor González proporcionaron esta tarde un agradable contrapunto a mis reflexiones.
El señor Levy no apareció hoy; creo que, por lo que parece, visita el negocio muy poco, que está en realidad, tal como dice el señor González, «intentando venderlo lo antes posible». Quizá nosotros tres (pues lograré que el señor González despida a los otros trabajadores si se presentan mañana; demasiada gente en la oficina me distraería sin duda) podamos revitalizar el negocio y devolverle la fe al señor Levy el Joven. Tengo ya algunas ideas excelentes, y sé que acabaré logrando que el señor Levy se decida a poner su corazón y su alma en la empresa.
Por otra parte, he llegado a un acuerdo muy positivo con el señor González. Le convencí de que, puesto que le había ayudado a ahorrar el gasto del salario de Gloria, podría corresponder pagándome el viaje de ida y vuelta en taxi. El regateo que siguió fue un borrón en un día, por lo demás, agradable. Pero al fin impuse mi punto de vista explicando al señor González los peligros de mi válvula y de mi salud en general. Vemos, pues, que incluso cuando la rueda de la Fortuna nos hace girar hacia abajo, se para a veces un momento y nos vemos en un pequeño ciclo positivo dentro de ese ciclo negativo más amplio. El universo se basa, por supuesto, en el principio del círculo dentro del círculo. De momento, estoy en un círculo más interno. Son posibles también, claro está, círculos más pequeños dentro de este círculo.
Ignatius dio al taxista la tablilla sujetapapeles, así como una serie de instrucciones sobre el itinerario que debía seguir y la velocidad de crucero conveniente. Cuando llegaron a la Calle Constantinopla, reinaba en el taxi un silencio hostil, sólo roto por la petición del abono de la carrera por parte del taxista.
Mientras Ignatius se incorporaba irritado y salía del taxi, vio a su madre caminando calle abajo. Llevaba el abrigo corto de entretiempo color rosa y el sombrerito rojo que se colocaba inclinado sobre un ojo, de modo que parecía una starlet superviviente de la época de los Golddiggers. Ignatius apreció desesperado que su madre había añadido un toque de color colocándose en una solapa del abrigo una flor de Pascua. Sus zapatos marrones de cuña rechinaban con un desafiante tono de rebajas, mientras caminaba roja y rosa por la acera de ladrillo rota. Aunque llevaba años viendo sus atuendos, el verla vestida de gala siempre le alteraba un poco la válvula.
—Oh, querido —dijo jadeante la señora Reilly cuando se encontraron junto al parachoques trasero del Plymouth, que bloqueaba todo el paso por la acera—. Ha sucedido algo terrible.
—Oh, Dios mío. ¿Qué pasa ahora?
Ignatius supuso que era algo de la familia de su madre, un grupo de seres que tendían a sufrir violencias y aflicciones. Estaba la vieja tía a la que unos golfos le robaron cincuenta centavos, la prima a la que atropello el tranvía en la Calle Magazine, el tío que comió un buñuelo de crema en malas condiciones, el padrino que tocó un cable de alta tensión suelto a causa de un huracán.
—La pobre señora Annie de la casa de al lado. Esta mañana le dio un desmayo en el callejón. Nervios, hijito. Dice que esta mañana la despertaste tocando el banjo.
—Es un laúd, no un banjo —atronó Ignatius—.  ¿Acaso cree que soy uno de esos perversos personajes de Mark Twain? , —Precisamente vengo de verla. Está en casa de su hijo, en la Calle St. Mary.
—Oh, ese muchacho insoportable —Ignatius subió las escaleras de su madre—. Bueno, gracias a Dios la señora Annie nos ha dejado por una temporada. Quizás ahora pueda tocar el laúd sin que me lleguen sus estentóreos insultos desde el otro lado del callejón.
—Paré en Lenny’s y le compré un par de cuentas muy bonitas llenas de agua de Lourdes.
—Santo cielo. Lenny’s. En mi vida he visto una tienda en la que haya tantos amuletos y hechizos religiosos. Sospecho que esa joyería será escenario de un milagro de aquí a poco. Quizás el propio Lenny ascienda a los cielos.
—A la señora Annie le encantaron las cuentas, hijito. Se puso a rezar el rosario inmediatamente.
—Era mejor que conversar contigo, sin duda.
—Siéntate un poco, hijito, que voy a prepararte algo de comer.
—En la confusión del desmayo de la señora Annie, al parecer has olvidado que me facturaste esta mañana para Levy’s Pants.
—Huy, es verdad, Ignatius, ¿qué tal? —preguntó la señora Reilly, aplicando una cerilla a un quemador que había abierto varios segundos antes. Hubo una explosión localizada sobre la cocina—. Señor, Señor, casi me quemo.
—Soy ya un empleado de Levy Pants.
—¡Ignatius! —exclamó su madre, rodeando su grasienta cabeza en un torpe abrazo de lana rosa, que le aplastó la nariz; a la señora Reilly se le llenaron los ojos de lágrimas—. Qué orgullosa estoy, hijo mío.
—Pues yo estoy completamente exhausto. En esa oficina hay un ambiente hipertenso.
—Sabía que lo conseguirías.
—Gracias por tu confianza.
—¿Cuánto te va a pagar Levy Pants, querido?
—Sesenta dólares norteamericanos a la semana.
—¿Cómo? ¿Sólo? Quizá debieses mirar algún otro trabajo.
—Hay maravillosas oportunidades de ascenso, planes maravillosos para un joven despierto. El salario puede cambiar en seguida.
—¿De veras? Bueno, de todos modos me siento muy orgullosa, hijito. Quítate el abrigo —la señora Reilly abrió una lata de estofado Libby’s y lo echó en la cacerola—. ¿Hay alguna chiquita guapa trabajando allí?
Ignatius pensó en la señorita Trixie y dijo:
—Sí, una.
—¿Soltera?
—Eso parece.
La señora Reilly hizo un guiño a Ignatius y arrojó su abrigo sobre el aparador.
—Mira, querido, he puesto este estofado a calentar. Abre tú mismo una lata de guisantes, y en la nevera hay pan. Traje también un pastel de German’s, pero no recuerdo dónde lo puse. Mira por la cocina. Yo tengo que irme.
—¿Dónde vas ahora?
—El señor Mancuso y su tía pasarán a recogerme dentro de unos minutos. Vamos a ir a Fazzio’s a jugar a los bolos.
—¿Qué? —gritó Ignatius—. ¿De verdad?
—Volveré tempranito. Le dije al señor Mancuso que no podía quedarme hasta muy tarde. Y su tía es abuela ya, así que, claro, creo que necesitará dormir.
—Qué magnífica recepción después de mi primer día de trabajo —dijo Ignatius furioso—. Pero si no puedes con la bola. Si tienes artritis. Esto es ridículo. ¿Y dónde comerás tú?
—Ya me tomaré algún chile allí mismo en la bolera —la señora Reilly se dirigía ya a su habitación a cambiarse de ropa—. Ah, cariño, llegó una carta para ti de Nueva York. La puse debajo del bote del café. Parece que es de esa Myrna, porque el sobre está todo sucio y pringoso. ¿Cómo se atreve esa Myrna a echar al correo algo semejante? ¿No me habías dicho que su papá tenía dinero?
—No puedes irte a jugar a los bolos —aulló Ignatius—. Es lo más absurdo que has hecho en toda tu vida.
La puerta del cuarto de la señora Reilly se cerró de golpe. Ignatius encontró la carta y destrozó el sobre al abrirlo.
Dentro había un programa de un festival cinematográfico de verano de hacía un año. En la parte posterior del arrugado programa había escrita una carta con un tipo de escritura angulosa e irregular que constituía la caligrafía minkoffiana. La costumbre de Myrna de escribir más a editores que a los amigos, siempre se reflejaba en el encabezamiento:
Señores:
¿Pero qué carta extraña y aterradora me has escrito, Ignatius?
¿Cómo voy a ponerme en contacto con la asociación de derechos civiles con las escasas pruebas que me has dado? No puedo entender por qué podría intentar detenerte un policía. ¡Pero si no sales de tu cuarto! Me habría creído lo de la detención si no me hubieras contado también eso del «accidente de automóvil». Si te rompiste las dos muñecas, ¿cómo me pudiste escribir una carta?
Seamos sinceros el uno con el otro, Ignatius. No creo una palabra de lo que me dices. Pero tengo miedo por ti. Esa fantasía de la detención tiene todos los rasgos paranoicos clásicos. Supongo que sabes perfectamente que Freud relacionaba la paranoia con las tendencias homosexuales.
—¡Marrana! —gritó Ignatius.
Sin embargo, no entremos en ese aspecto de la fantasía, porque sé lo riguroso que eres en tu oposición a la sexualidad de todo género. Aun así, tu problema emotivo es patente. Como fracasaste en aquella entrevista para el trabajo de profesor en Baton Rouge (echando la culpa de todo al autobús y a cosas parecidas, en una transferencia de culpa), es muy probable que sufras sentimientos de fracaso. Este «accidente» de automóvil es una nueva muleta para excusar tu existencia absurda e impotente. Tienes que identificarte con algo, Ignatius, te lo he dicho muchas veces, tienes que participar en los problemas cruciales de estos tiempos.
—Puaf —bostezó Ignatius.
Subconscientemente, crees que debes intentar explicar tu fracaso, como intelectual y como soldado de las ideas, en participar activamente en movimientos de crítica social. Por otra parte, una experiencia sexual satisfactoria purificaría tu mente y tu cuerpo. Necesitas desesperadamente una terapia sexual. Me temo (por lo que sé de casos clínicos como el tuyo), que puedes acabar convirtiéndote en un inválido psicosomático como Elizabeth B. Browning.
—Qué inexplicablemente ofensiva —masculló Ignatius.
No siento gran simpatía por ti. Has cerrado tu inteligencia al amor y a la sociedad. En la actualidad, dedico todas mis horas de vigilia a ayudar a unos esforzados amigos a recaudar dinero para una película impresionante y audaz que se proponen filmar sobre un matrimonio interracial. Aunque el presupuesto será muy reducido, el guión está lleno a rebosar de verdades desagradables y tiene unos matices y unas ironías de lo más fascinante. Lo ha escrito Shmuel, un muchacho que conozco desde los tiempos del bachiller. Shmuel interpretará también el papel de marido en la película. Hemos encontrado a una chica de la calle, de Harlem, para el papel de la mujer. Es una persona tan real, tan vital, que se ha convertido en mi amiga más íntima. Hablo de problemas raciales con ella continuamente, planteándolos incluso cuando ella no tiene ganas de discutirlos… y te aseguro que aprecia fervorosamente estos diálogos conmigo.
En el guión hay un villano ruin y repugnante, un reaccionario, un hacendado irlandés que se niega a alquilarle un piso a la pareja, que por entonces se han casado con una muy discreta ceremonia en el seno de un grupo de Cultura Ética. El casero vive en una pequeña habitación, que es como una especie de claustro, con las paredes llenas de fotos del Papa y cosas parecidas. En otras palabras, el público no tendrá ningún problema para darse cuenta de lo que es en cuanto vea la habitación. Aún no tenemos actor para este personaje del terrateniente, A ti el personaje te iría fantásticamente, desde luego. En fin, Ignatius, si decidieses cortar el cordón umbilical que te liga a esa ciudad estancada, a esa madre tuya y a esa cama, podrías estar aquí y aprovechar oportunidades como ésta. ¿Te interesa el papel? No podemos pagar mucho, pero podrías instalarte aquí conmigo.
Yo voy a interpretar un poco de música mood o música de protesta a la guitarra para la banda sonora. Espero que podamos tener filmado pronto este proyecto, porque Leola, esa chica increíble de Harlem, empieza a pincharnos con lo del salario. Yo ya le he sacado unos mil dólares a mi padre, que mira con recelo (como siempre) toda la empresa.
Ignatius, te he mimado ya bastante en nuestra correspondencia. No vuelvas a escribirme hasta que no te comprometas con los problemas del mundo, odio a los cobardes.
M. Minkoff.

PD: Escribe también diciéndome si te gustaría interpretar el papel del terrateniente.
—Ya le enseñaré yo a esta bruja impertinente —masculló Ignatius, echando el programa del festival cinematográfico al fuego, bajo la cazuela del estofado.

CUATRO

Componían Levy Pants dos edificios fundidos en una sola y macabra unidad. La parte delantera de la fábrica era un edificio comercial de ladrillo, del siglo xix, con un tejado de mansarda que sobresalía en varias ventanas rococó de gablete, la mayoría de cuyos vidrios estaban agrietados. Dentro de esta sección, la oficina ocupaba la planta tercera, una zona de almacenaje la segunda y la zona de desecho la primera. La fábrica, a la que el señor González le gustaba llamar «el centro cerebral», estaba unida a este edificio y era una especie de cruce de granja y de hangar aeronáutico. Las dos chimeneas que surgían del tejado metálico de la fábrica se desviaban en ángulo formando una especie de descomunal antena interior de televisión, antena que no recibía ninguna señal electrónica esperanzadora del mundo exterior, pero que de cuando en cuando descargaba un humo sumamente repugnante. Levy Pants se acurrucaba entre los pulcros y grises cobertizos del muelle que seguían el río y el canal, al otro lado de las vías férreas, como una humeante y silenciosa súplica de remodelación urbana.
Dentro del centro cerebral reinaba un ritmo de actividad superior al habitual. Ignatius estaba fijando con chinchetas a una columna próxima a sus archivos un gran letrero de cartón que decía en azules letras góticas:
DEPARTAMENTO DE INVESTIGACIÓN Y REFERENCIA I. J. REILLY, CUSTODIO
Había aplazado el trabajo de archivo aquella mañana para hacer el cartel, tumbándose en el suelo con el cartón y pintura azul y consagrando más de una hora a escribir meticulosamente. La señorita Trixie había pisado el cartel durante uno de sus esporádicos paseos sin rumbo por la oficina, pero el daño se limitó a una pequeña huella de playero en una esquina del cartón. De todos modos, a Ignatius la pequeña huella le pareció ofensiva y pintó sobre ella una versión dramática y estilizada de una flor de lis.
—Qué bonito —dijo el señor González, cuando Ignatius dejó de dar martillazos—. Le da cierto tono a la oficina.
—¿Qué significa? —preguntó la señorita Trixie, plantándose bajo el cartel y examinándolo frenéticamente.
—Es sólo un cartel —dijo orgulloso Ignatius.
—No entiendo todo esto —dijo la señorita Trixie—. ¿Qué es lo que pasa aquí? —se volvió a Ignatius—. Gómez, ¿quién es este individuo?
—Señorita Trixie, ya conoce usted al señor Reilly. Lleva ya una semana trabajando con nosotros.
—¿Reilly? Creí que era Gloria.
—Ande, vuelva con sus cuentas —le dijo el señor González—. Tenemos que enviar esa declaración al banco antes de mediodía.
—Sí, sí, claro, tenemos que enviar esa declaración —convino la señorita Trixie, y se alejó camino del lavabo de señoras.
—Señor Reilly, no quiero presionarle —dijo cautelosamente el señor González—. Pero he visto que tiene en la mesa mucho material por archivar.
—Ah, eso. Sí. Bueno, esta mañana, cuando abrí el primer cajón, apareció allí una rata de respetable tamaño que parecía estar devorando el expediente de Mercancías General Abelman. Me pareció que lo más razonable era esperar a que se saciase. No tengo deseo alguno de contraer la peste bubónica y que la responsabilidad recaiga sobre Levy Pants.
—Ha hecho usted muy bien —dijo nervioso el señor González, temblando ante la perspectiva de un accidente laboral.
—Además, mi válvula ha estado portándose mal y me ha impedido agacharme para examinar los cajones de más abajo.
—Tengo exactamente lo que usted necesita para eso —dijo el señor González, y entró en el pequeño almacén de la oficina en busca, supuso Ignatius, de algún tipo de fármaco. Pero regresó con uno de los taburetes de metal más pequeños que Ignatius había visto en toda su vida.
—Aquí tiene. La persona que trabajaba antes en los archivos lo utilizaba para poder desplazarse mejor cuando trabajaba en los cajones de abajo. Pruébelo.
—No creo que mi estructura corporal concreta pueda adaptarse fácilmente a un instrumento de ese género —comentó Ignatius, con un ojo de lince fijo en el oxidado taburete.
Ignatius había tenido siempre un sentido del equilibrio muy precario, y siempre, desde su obesa niñez, había sido propenso a tropezones y caídas. Hasta que cumplió los cinco años y logró al fin caminar de modo casi normal, había sido un amasijo de golpes y cardenales.
—Sin embargo lo haré por Levy Pants.
Y se fue acuclillando poco a poco, hasta que su enorme trasero tocó el taburete, con las rodillas llegándole casi hasta los hombros. Cuando se encontró asentado al fin, parecía una berenjena sobre una chincheta.
—Esto no resultará. Me encuentro muy incómodo aquí encima.
—Inténtelo —dijo animosamente el señor González.
Impulsándose con los pies, Ignatius se desplazó inquieto siguiendo los archivos, hasta que una de las minúsculas ruedas se empotró en una figura del suelo. El taburete se ladeó ligeramente y luego volcó, lanzando a Ignatius pesadamente al suelo.
—¡Oh, Dios mío! —aulló éste—. Creo que me he roto la espalda.
—Vamos —gritó el señor González con aterrada voz de tenor—. Le ayudaré a levantarse.
—¡No! Nunca se debe mover a una persona que tiene la espalda rota si no hay una camilla a mano. No quiero quedarme paralítico por su incompetencia.
—Intente levantarse, por favor, señor Reilly —el señor González contemplaba el montículo que yacía a sus pies; le acongojaba muchísimo aquello—. Yo le ayudaré. No creo que tenga nada grave.
—Déjeme en paz —siguió Ignatius—. Es usted un imbécil. Me niego a pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas.
El señor González sintió que los pies se le quedaban fríos e inertes.
El ruido de la caída de Ignatius sacó a la señorita Trixie del lavabo de señoras. Se acercó bordeando los archivos y tropezó con la montaña de carne en posición supina.
—Oh, qué barbaridad —dijo débilmente—. ¿Está muriéndose Gloria, Gómez?
—No —dijo ásperamente el señor González.
—Bueno, me alegro, me alegro —dijo la señorita Trixie, pisando una de las manos extendidas de Ignatius.
—¡Dios santo! —atronó Ignatius colocándose de inmediato en posición sentada—. Se me han roto los huesos de la mano. Jamás podré volver a utilizarla.
—La señorita Trixie no pesa nada —le dijo el jefe administrativo—. No creo que le haya hecho mucho daño.
—¿Es que le ha pisado alguna vez a usted, majadero? ¿Cómo puede saberlo?
Ignatius examinaba su mano sentado a los pies de sus colegas.
—Sospecho que no podré utilizarla en todo el día. Lo mejor sería que me fuera ahora mismo a casa para darle unos baños de agua tibia.
—Pero hay que archivar todo eso. Fíjese lo atrasados que estamos.
—¿Habla usted de archivar en un momento como éste? Estoy dispuesto a ponerme en contacto con mis abogados para que le demanden por hacerme subir a ese taburete indecente.
—Nosotros te ayudaremos a levantarte, Gloria —la señorita Trixie adoptó lo que parecía una posición de alzamiento. Separó bien los playeros, los pulgares apuntando hacia fuera, y se acuclilló como una bailarina balinesa.
—Levántese —masculló el señor González dirigiéndose a ella—. Se va a caer encima de él.
—No —contestó ella moviendo unos labios marchitos y apretados—. Voy a ayudar a Gloria. Póngase del otro lado, Gómez. Cogeremos a Gloria por los codos.
Ignatius observaba pasivamente mientras el señor González se acuclillaba al otro lado.
—Están ustedes distribuyendo su peso de modo incorrecto —les dijo en un tono didáctico—. Si quieren ustedes intentar levantarme, esa posición no les permite mantener el equilibrio. Sospecho que acabaremos malheridos los tres. Propongo que lo intenten en posición erecta. De ese modo, pueden inclinarse y levantarme con mucha más facilidad.
—Tú no te pongas nerviosa, Gloria —dijo la señorita Trixie balanceándose sobre las ancas. Por fin cayó sobre Ignatius, haciéndole desplomarse otra vez de espaldas. Con el borde de la visera de celuloide le golpeó en el cuello.
—Uuuufff —brotó de las profundidades de la garganta de Ignatius—. Buufff.
—¡Gloria! —gritó la señorita Trixie; contempló luego la cara rolliza que había directamente bajo la suya—. Llame a un médico, Gómez.—Señorita Trixie, quítese de encima del señor Reilly —masculló el jefe administrativo, acuclillado junto a sus dos subordinados.
—Braggg.
—¿Qué están haciendo ustedes en el suelo? —preguntó un individuo desde la puerta.
El rostro vivaz del señor González se crispó en una máscara de horror.
—Buenos días, señor Levy —croó—. ¡Qué alegría verle!
—Sólo vine a ver si había alguna carta personal. Me vuelvo a la costa inmediatamente. ¿Qué es ese descomunal letrero? Alguien tropezará con él y se sacará un ojo.
—¿Es ése el señor Levy? —preguntó Ignatius desde el suelo. No podía verle debido a la hilera de archivadores—. Bruuuff. Ya tenía ganas de conocerle.
Desplazando a la señorita Trixie, que se desplomó en el suelo, Ignatius logró incorporarse y vio a un hombre de mediana edad, de atuendo deportivo, con una mano en la manilla de la puerta de la oficina, para poder huir con la misma rapidez con que había entrado.
—Hola —dijo el señor Levy con indiferencia—, ¿Un nuevo empleado, González?
—Sí, sí, señor. Señor Levy, éste es el señor Reilly. Es muy eficiente. Un verdadero fenómeno. Le diré que gracias a él hemos podido librarnos de varios empleados.
—Oh, sí, el nombre del cartel.
El señor Levy dirigió a Ignatius una mirada extraña.
—Me he tomado un extraordinario interés por su empresa —dijo Ignatius al señor Levy—. El cartel que vio usted al entrar es sólo la primera de una serie de innovaciones que me propongo introducir aquí. Bragg. Cambiaré su concepto de esta empresa, señor. No olvide lo que le digo.
—¿De veras? —el señor Levy examinó a Ignatius con cierta curiosidad—. ¿Qué hay de esa correspondencia, González?
—No mucho. Llegaron sus nuevas tarjetas de crédito. Las líneas aéreas Transglobal le enviaron un certificado nombrándole piloto honorífico por volar cien horas con ellos —el señor González abrió su escritorio y entregó el correo al señor Levy—. También hay un folleto de un hotel de Miami.
—Sería mejor que empezara usted a hacer mis reservas para las prácticas de primavera. Le di mi itinerario de campos de prácticas, ¿verdad?
—Sí, señor. Por cierto, hay algunas cartas que tiene que firmar.
Tuve que escribir a Mercancías Generales Abelman. Siempre tenemos problemas con ellos.
—Lo sé. ¿Qué quieren ahora esos estafadores?
—Abelman alega que el último lote de pantalones que les enviamos tenían sólo sesenta centímetros de largo de pernera. Estoy intentando arreglar ese asunto.
—¿Sí? En fin, cosas aún más raras han pasado —dijo rápidamente el señor Levy. La oficina empezaba ya a deprimirle; tenía que marcharse—. Lo mejor será que lo compruebe con ese capataz de la fábrica, ¿cómo se llama? Mire, lo mejor es que firme usted mismo esas cartas, como siempre. Yo tengo que irme —el señor Levy abrió la puerta—. No haga trabajar demasiado a esos chicos, González. Hasta luego, señorita Trixie. Mi esposa me preguntó por usted.
La señorita Trixie estaba sentada en el suelo atándose un playero.
—Señorita Trixie —chilló el señor González—. El señor Levy le está hablando.
—¿Quién? —rezongó la señorita Trixie—. ¿No dijo usted que se había muerto?
—Espero que la próxima vez que caiga usted sobre nosotros vea grandes cambios aquí —dijo Ignatius—. Vamos a revitalizar, como si dijésemos, su empresa.
—De acuerdo. Tómeselo con calma —dijo el señor Levy, y se fue dando un portazo.
—Es un hombre maravilloso —le dijo el señor González fervorosamente a Ignatius. Desde una ventana, los dos vieron al señor Levy subir a su coche deportivo. Rugió el motor y el señor Levy desapareció en unos segundos, dejando una nube azul de gases.
—Tal vez fuera mejor que me pusiese a archivar —dijo Ignatius cuando cayó en la cuenta de que estaba mirando fijamente por la ventana a la calle vacía—. ¿Querrá usted firmar esa correspondencia, para que pueda yo archivar las copias a papel carbón? Ahora podríamos examinar ya sin peligro lo que haya dejado aquel roedor del expediente de Abelman.
Ignatius espió mientras el señor González falsificaba laboriosamente Gus Levy en las cartas.
—Señor Reilly —dijo el señor González, enroscando cuidadosamente la tapa de su pluma de dos dólares—. Voy a bajar a la fábrica a hablar con el capataz. Vigile usted esto, por favor.
Ignatius supuso que el esto del señor González se refería a la señorita Trixie, que roncaba sonoramente en el suelo, ante el archivador.
—Seguro  —dijo Ignatius, y sonrió—. Un poco de español en honor de su noble ascendencia.
En cuanto el jefe administrativo cruzó la puerta, Ignatius introdujo una hoja con membrete de Levy en la negra y voluminosa máquina de escribir del señor González. Para lograr que Levy Pants triunfase, el primer paso sería aplicar mano dura a sus detractores. Levy Pants tenía que ser más firme y autoritaria para sobrevivir en la selva del mercantilismo moderno. Había que tomar medidas. Ignatius empezó a mecanografiar la primera medida.

Mercancías Generales Abelman Kansas City, Missouri Estados Unidos
Señor I. Abelman, caballero mongoloide:
Hemos recibido por correo sus absurdos comentarios sobre nuestros pantalones. Comentarios que revelan claramente su total falta de contacto con la realidad. Si tuviera mayor conciencia del mundo, ya sabría o comprendería que esos problemáticos pantalones se enviaron con pleno conocimiento nuestro de que eran inadecuados en lo que al largo se refiere.
«¿Por qué? ¿Por qué?» Ustedes, con su chachara incomprensible, son incapaces de asimilar conceptos mercantiles progresistas a su visión del mundo, lamentable y trasnochada.
Los pantalones que les enviamos (1) eran un medio de comprobar su espíritu de iniciativa (una empresa mercantil más inteligente y más despierta sería capaz de conseguir que los pantalones de pernera tres cuartos se convirtieran en prototipo de la moda masculina. Es evidente que tienen ustedes unos programas de publicidad y comercialización muy deficientes) y (2) son un medio de poner a prueba su capacidad para cumplir con los requisitos básicos del distribuidor de un producto de tanta calidad como el nuestro. (Nuestros leales y diligentes distribuidores pueden vender cualquier pantalón que lleve la etiqueta Levy, por muy abominable que sea de hechura y diseño. Al parecer, ustedes son gente sin fe.)
No queremos que nos molesten en el futuro con quejas tan insulsas. Por favor, limiten ustedes su correspondencia exclusivamente a pedidos. Somos una organización activa y dinámica, sólo podrán obstaculizar nuestra misión y sus vejámenes e insolencias. Si vuelve usted a molestarnos, señor, sentirá el morder del látigo en sus hombros repugnantes.
Coléricamente suyo,
Gus Levy, Presidente

Pensando muy satisfecho en que el mundo sólo entendía la presión y la fuerza, Ignatius copió la firma de Levy en la carta, con la pluma del jefe administrativo, rompió la carta que tenia escrita el señor González para Abelman, y deslizó la suya en la sección de correspondencia de Salida. Luego rodeó, de puntillas, con mucho cuidado, el cuerpecillo inerte de la señorita Trixie y volvió al departamento de archivos, cogió todo el material amontonado para archivar y lo tiró a la papelera.

II

—Oiga, señorita Lee, ¿aquel tipo gordo de la gorra verde, no volvió por aquí?
—No, gracias a Dios. Esos son los personajes que a una le arruinan la inversión.
—¿Y cuándo viene por aquí su amiguito el huérfano? ¡Caramba! Me gustaría sabe qué es de esos huerfanitos. Apuesto a que serían los primeros huérfanos por los que se interesase la poli.
—Ya le dije que envío cosas a los huérfanos. Un poco de caridad no hace daño a nadie. Le hace sentirse a una bien.
—Parece como si el Noche de Alegría hiciera caridá, cuando esos huérfanos pagan un montón de dinero por lo que se les da.
—Deje de preocuparse por los huérfanos y empiece a preocuparse de barrer el suelo. Ya tengo bastantes problemas. Darlene quiere bailar. Usted quiere un aumento. Y además de todo eso tengo problemas aún peores.
Lana pensó en los policías vestidos de paisano que habían empezado a aparecer en el club a última hora de la noche.
—Esto va muy mal.
—Sí. Esto puedo asegúralo. Estoy muñéndome de hambre en este burdel.
—Oiga, Jones, ¿ha estado usted en la comisaría últimamente? —preguntó Lana con mucha cautela, preguntándose si habría alguna posibilidad de que Jones fuera la causa de la presencia de los policías. Aquel Jones estaba resultando un quebradero de cabeza, pese al bajo salario.
—No, no he ido a vé a tos mis amigos policías. Espero conseguí alguna buena prueba —lanzó una formación de nimbos—. Estoy esperando alguna novedá en el caso del huérfano. ¡Juá!
Lana frunció sus labios de coral e intentó imaginar quién habría dado el soplo a la policía.

III

La señora Reilly no podía creer que le hubiera pasado de verdad a ella. No había televisión. No había quejas. El baño estaba vacío. Hasta las cucarachas parecían haberse largado. Estaba sentada a la mesa dé la cocina bebiendo un poco de moscatel a sorbitos y barrió de un soplido a la única cucaracha, una cría minúscula, que empezaba a cruzar la mesa. El cuerpecillo desapareció y la señora Reilly dijo: «Hasta luego, querida.» Se sirvió otro dedalito de moscatel, dándose cuenta por vez primera de que la casa incluso olía distinto. El olor era tan sofocante como siempre, pero aquel aroma peculiar y personal de su hijo, que a ella siempre le recordaba el olor de las bolsitas de té usadas, parecía haberse esfumado. Alzó el vaso y se preguntó si en Levy Pants empezaría a oler también así.
De repente, la señora Reilly recordó la horrible noche que el señor Reilly y ella habían ido al Pryntania a ver a Clark Gable y Jean Harlow en Red Dust. En el calor y la confusión que siguieron a su regreso a casa, el buen señor Reilly había ensayado una de sus aproximaciones indirectas, e Ignatius había sido concebido. Pobre señor Reilly. Nunca volvió al cine.
La señora Reilly suspiró y miró al suelo para ver si la cucarachita andaba aún por allí y estaba bien. Se sentía de tan buen humor que no quería hacer daño a nadie. Mientras examinaba el linóleo, sonó el teléfono en el estrecho pasillo..La señora Reilly puso de nuevo el corcho a la botella y la metió en el horno frío.
—Diga —dijo, al teléfono.
—Hola Irene —respondió una voz áspera de mujer—. ¿Qué haces, chica? Soy Santa Battaglia.
—¿Qué tal, querida?
—Estoy molida. Ahora mismo he terminado de abrir cuatro docenas de ostras en el patio de atrás —dijo Santa, con su pétrea voz de barítono—. Es agotador, te lo aseguro. Dándole a ese cuchillo de ostras en los ladrillos.
—Yo ni siquiera lo intentaría —dijo honradamente la señora Reilly.
—A mí no me importa. Cuando era jovencita, siempre le abría las ostras a mi mamá. Ella tenía un puestecito de pescado junto al mercado de Lautenschlaeger. Pobre mamá. Directamente del barco. Apenas hablaba inglés. Y yo, que era una cosita así de pequeña, abriendo ostras. No fui a la escuela. De veras, chica. Tenía que estar allí aporreando ostras en la acera. De vez en cuando, mamá me aporreaba a mí. Siempre había mucho jaleo alrededor de nuestro puesto. Sí.
—Tu mamá era muy nerviosa, ¿verdad?
—Pobrecíta. Allí de pie, con lluvia y con frío, con su vieja papalina puesta, la mitad de las veces sin entender lo que decía la gente. La vida era dura en aquellos tiempos, Irene. Todo estaba más difícil, chica.
—Desde luego, desde luego —convino la señora Reilly—. Nosotros también las pasamos negras en la Calle Dauphine. Papá era muy pobre. Tenía un trabajo en un taller de carros, pero luego llegaron los automóviles y se enganchó una mano en una correa de ventilador. Prácticamente vivíamos a base de alubias y arroz.
—A mí las alubias me dan muchos gases.
—A mí también, hija, a mí también. Oye, Santa, ¿por qué me llamaste, cielo?
—Ah, sí, ya se me olvidaba. ¿Te acuerdas de la otra noche que fuimos a jugar a los bolos?
—¿El martes?
—No, fue el miércoles, creo. Bueno, es igual. La noche que detuvieron a Angelo y no pudo venir.
—Qué horrible, ¿verdad? La policía deteniendo a uno de los suyos.
—Sí. Pobre Angelo. Con lo bueno que es. Cuántos problemas tiene en esa comisaría —Santa tosió ásperamente al teléfono—. En fin. fue la noche que viniste conmigo en tu coche y fuimos solas a la bolera. Pues esta mañana, estaba yo en el mercado de pescado comprando esas ostras y se me acerca un señor ya mayor y me dice: «¿No estaba usted en la bolera la otra noche?» Y le digo: «Sí señor, voy mucho a la bolera. » Y él va y me dice: «Bueno, yo estaba allí con mi hija y su marido, y la vi a usted con una señora pelirroja.» Y yo le digo: «¿Se refiere usted a la señora con el pelo teñido de aleña? Es mi amiga la señora Reilly. Estoy enseñándola a jugar a los bolos.» Eso fue todo, Irene. Luego, me saludó con el sombrero y salió del mercado.
—¿Y quién puede ser? —dijo muy intrigada la señora Reilly—. Qué cosa más rara. ¿Y qué aspecto tenía?
—Un hombre agradable, ya mayor. Le he visto por el barrio llevando a misa a unos niños pequeños. Creo que son sus nietos.
—¿No te parece raro? ¿Quién podría preguntar por mí?
—No sé, chica, pero será mejor que te andes con cuidado. Alguien te ha echado el ojo.
—¡Santa, por Dios! Soy demasiado vieja, chica.
—Oye, no, Irene, escucha, tú aún estás de muy buen ver. Ya me he fijado que te miraban varios hombres en la bolera.
—Oh, vamos, vamos, qué cosas tienes.
—Es verdad chica. No te miento. Has estado tanto tiempo encerrada con ese hijo…
—Ignatius dice que le va muy bien en Levy Pants —dijo la señora Reilly a la defensiva—. No quiero enredarme con ningún viejo.
—No es tan viejo —dijo Santa, en tono un poco dolido—. Escucha, Irene, Angelo y yo pasaremos a recogerte esta noche a las siete.
—Ay, no sé, querida. Ignatius anda diciendo que tengo que estar más en casa.
—¿Por qué tienes que quedarte en casa, chica, dime? Angelo dice que tu hijo ya es un hombre.
—Es que dice que tiene miedo cuando le dejo solo en casa de noche. Dice que tiene miedo a los ladrones.
—Pues que venga él también; Angelo puede enseñarle a jugar a los bolos.
—¡Puuff! Ignatius no es aficionado a los deportes —dijo rápidamente la señora Reilly.
—Bueno, pero de todas maneras tú vienes, ¿eh?
—De acuerdo —dijo al fin la señora Reilly—. Creo que el ejercicio me va muy bien para el codo. Le diré a Ignatius que se encierre con llave en su cuarto.
—Pues claro —dijo Santa—. Nadie le va a hacer nada.
—Además, no tenemos nada que puedan robarnos. No sé de dónde saca Ignatius esas ideas que tiene.
—Pasaremos a buscarte sobre las siete.
—Oye, querida, a ver si te enteras, pregunta por el mercado de pescado, a ver si saben quién es ese señor.

IV

El hogar de los Levy se alzaba entre pinos en una pequeña elevación que dominaba las aguas grises de la Bahía de San Luis. El exterior era un ejemplo de elegancia rústica; el interior, una tentativa, coronada por el éxito, de eliminar por completo lo rústico; un claustro con temperatura constante, conectado a un aparato de aire acondicionado que funcionaba todo el año por una red de ventiladores y tuberías que llenaban silenciosamente las habitaciones con brisas del Golfo de México filtradas y reconstruidas, y exhalaba el dióxido de carbono, el humo de cigarrillos y el tedio de los Levy. La maquinaria central de la gran unidad vivificadora palpitaba en un punto indeterminado de las entrañas acústicamente embaldosadas de la casa, como un instructor de la Cruz Roja que marcase el ritmo en una clase de respiración artificial, «inspiración de aire sano, espiración de aire nocivo, inspiración de aire sano».
La casa era tan sensualmente confortable como lo es teóricamente el claustro materno. Todos los asientos se hundían varios centímetros al más leve contacto, la gomaespuma y la pelusa se sometían abyectamente a la menor presión. Los mechones de las alfombras de nylon acrílico cosquilleaban los tobillos de todo el que fuese tan amable como para caminar sobre ellos. Junto al bar, lo que parecía un regulador de radio permitía, con un leve giro, suavizar o intensificar las luces de toda la casa, según el humor de sus habitantes. Localizadas por toda la casa a una distancia cómoda a pie entre ellos, había sillones anatómicos, una mesa de masajes y un tablero de ejercicios cuyas numerosas secciones estimulaban el cuerpo con un movimiento suave e incitante a un tiempo. La Mansión Levy (eso decía el cartel de la carretera de la costa) era un xanadú de los sentidos. Tras sus paredes acolchadas todo era gratificante.
El señor y la señora Levy, que se consideraban mutuamente los únicos objetos no gratificantes de la casa, estaban sentados ante el televisor viendo cómo se fundían los colores en la pantalla.
—La cara de Perry Como está toda verde —dijo la señora Levy en tono muy hostil—. Parece un cadáver. Será mejor que devuelvas este televisor a la tienda.
—Pero si lo traje de Nueva Orleans esta semana —dijo el señor Levy, soplándose los pelos negros del pecho que podía ver a través de la V del albornoz. Acababa de darse un baño de vapor y quería secarse bien. Ni siquiera con aire acondicionado todo el año y con calefacción central podía estar uno seguro.
—Bueno, pues devuélvelo. No estoy dispuesta a quedarme ciega por culpa de un televisor estropeado.
—Cállate ya, por Dios. Se ve perfectamente.
—No se ve bien. Mira, tiene los labios verdes.
—Es del maquillaje que usa esa gente.
—¿Quieres convencerme de que le ponen maquillaje verde en los labios?
—Yo sé lo que hacen.
—Claro que no —dijo la señora Levy, dirigiendo a su marido, que estaba sumergido entre los cojines de un sofá amarillo, de nylon, sus ojos de párpados color agua marina. Veía un poco del albornoz y un zueco de goma al extremo de una pierna velluda.
—No me molestes —dijo él—. Vete a jugar con tu tablero de ejercicios.
—Esta noche no puedo. Me han arreglado el pelo —se acarició los altos rizos plastificados de su pelo platino—. La peluquera me dijo que debería tener también una peluca —añadió.
—¿Para qué quieres una peluca? Tienes mucho pelo.
—Quiero una peluca negra. Así puedo cambiar mi personalidad.
—Escucha, en realidad tú ya tienes el pelo negro, ¿no? ¿Por qué no te dejas el pelo tal como lo tienes y te compras una peluca rubia?
—No se me había ocurrido.
—Bueno, piénsalo un rato y estáte callada. Estoy cansado. Hoy cuando fui a la ciudad, paré en la fábrica. Eso siempre me deprime.
—¿Y qué pasa allí?
—Nada. Absolutamente nada.
—Eso me imaginaba —dijo con un suspiro la señora Levy—. Has tirado por la alcantarilla el negocio de tu padre. Esa es la tragedia de tu vida.
—Dios santo, ¿quién quiere esa fábrica vieja? Nadie compra ya los pantalones que fabricamos. Todo por culpa de mi padre. Cuando llegaron los pliegues en los años treinta, él pasó a hacer pantalones lisos. Era el Henry Ford de la industria de la confección. Luego, cuando volvieron los frentes lisos en los años cincuenta, él empezó a hacer pantalones con pliegues. Tendrías que ver lo que González llama «la nueva línea de verano». Son como esos pantalones que llevan los payasos en los circos. Y qué género. Yo no lo usaría ni para bayetas.
—Cuando nos casamos, te adoraba, Gus. Creía que tenías empuje. Podrías haber convertido Levy Pants en una gran empresa… Podrías haber tenido una oficina en Nueva York, incluso. Lo tenías todo en tus manos y lo desperdiciaste todo.
—Deja ya de decir tonterías, ¿quieres? No tienes motivos para quejarte.
—Tu padre tenía carácter. Yo le respetaba.
—Mi padre era un miserable y un mezquino, un pequeño tirano. De joven, sentí cierto interés por la empresa. Mucho interés, en realidad. Pues bien, él lo destruyó todo con su tiranía. Para mí, Levy Pants es su empresa. Que se hunda. El se dedicó a ahogar todas las buenas ideas que se me ocurrieron para esa empresa, sólo para demostrar que él era el padre y yo el hijo. Si yo decía «pliegues», él decía «¡Nada de pliegues! ¡Eso nunca!». Si yo decía «Vamos a probar los nuevos géneros sintéticos», él decía «Tendrías que pasar antes por encima de mi cadáver».
—Empezó vendiendo pantalones en un carro. Y fíjate lo que logró construir. Podrías haber convertido Levy Pants en una empresa de nivel nacional.
—El país ha tenido suerte, créeme. Gasté mi niñez en esos pantalones. Pero, en fin, ya estoy harto de tu charla. Se acabó.
—Bueno. Tranquilidad. Mira, los labios de Como están volviéndose de color rosa.
—Nunca has sido una imagen paterna para Susan y Sandra.
—La última vez que Sandra estuvo en casa, abrió el bolso para sacar cigarrillos y se le cayó al suelo delante de mí un paquete de condones.
—Eso es precisamente lo que pretendo decirte. Nunca has dado a tus hijas una imagen. No es raro que estén tan confusas. Yo lo intenté.
—Escucha, no hablemos de Susan y Sandra. Están en la universidad. Suerte tenemos de no saber lo que pasa allí. Cuando se cansen, se casarán con algún pobre chico y todo irá sobre ruedas.
—¿Y qué clase de abuelo serás tú entonces?
—Yo qué sé. Déjame en paz. Vete con tu tablero de ejercicios, date un baño de remolino. Déjame ver este programa.
—¿Cómo puedes verlo si todas las caras están descoloridas?
—No empecemos otra vez…
—¿Iremos a Miami el mes que viene?
—Quizá. Quizá debiésemos instalarnos allí.
—¿Y renunciar a todo lo que tenemos?
—¿Renunciar a qué? Tu tablero de ejercicios puede trasladarse en un camión de mudanzas.
—Pero la empresa…
—La empresa ya ha dado todo el dinero que tenía que dar. Ahora es el momento de vender.
—Menos mal que tu padre está muerto. Ojalá hubiera vivido para ver esto —la señora Levy lanzó una mirada trágica al zueco de goma—. Ahora, supongo que dedicarás todo tu tiempo a las Series Mundiales, o al Derby o a Daytona. Es una verdadera tragedia, Gus. Una verdadera tragedia.
—No intentes convertir Levy Pants en una gran obra de Arthur Miller.
—Gracias a Dios estoy yo aquí para vigilarte. Gracias a Dios yo me intereso por esa empresa. ¿Qué tal la señorita Trixie? Espero que siga relacionándose y funcionando perfectamente.
—Aún sigue viva, y eso es mucho decir.
—Menos mal que yo me intereso por ella. Tú la habrías arrojado a la nieve hace mucho.
—Esa mujer debería haberse jubilado hace mucho.
—Te dije que la jubilación la mataría. Hay que procurar que se sienta necesaria y útil. Esa mujer es un auténtico ejemplo de rejuvenecimiento psíquico. Quiero que la traigas un día. Me gustaría mucho trabajar con ella.
—¿Traer aquí a ese vejestorio? Estás loca. No quiero tener un recordatorio de Levy Pants roncando en mi casa. Se mearía en tu sofá, además. Puedes jugar con ella a larga distancia.
—Muy propio de ti —suspiró la señora Levy—. Nunca sabré cómo he podido soportar esta crueldad durante tantos años.
—Te he dejado que la tengas en la oficina, donde estoy seguro de que vuelve loco a ese González. Esta mañana cuando fui, los encontré todos en el suelo. No me preguntes lo. que estaban haciendo. Podría ser cualquier cosa —el señor Levy silbó entre dientes—. González está en la luna, como siempre. Pero tendrías que ver al otro personaje que está trabajando allí. No sé de dónde le habrán sacado. Es algo increíble, te lo aseguro. No me atrevo a imaginar lo que pueden hacer a lo largo del día en esa oficina esos tres mamarrachos. Es asombroso que no haya pasado ya algo.

V

Ignatius había decidido no ir al Prytania. La película que ponían era un drama sueco muy elogiado sobre un hombre que perdía su alma, e Ignatius no tenía particular interés en verlo. Tendría que hablar con el encargado del local para que le explicara por qué habían programado aquella bazofia.
Tanteó el manillar de la puerta y se preguntó cuándo volvería su madre a casa. Últimamente salía casi todas las noches. Pero Ignatius, de momento, tenía otras cosas en la cabeza. Al abrir su escritorio, examinó una colección de artículos que había escrito en cierta ocasión pensando en el mercado revisteril. Para los diarios de opinión, había «Boecios comentado» y «En defensa de Rosvita: A quienes dicen que no existió». Para las revistas del hogar, había escrito «La muerte de Rex» y «Los niños, la esperanza del mundo». Para copar el mercado de los suplementos dominicales, había hecho «El reto de la seguridad acuática», «El peligro de los automóviles de ocho cilindros», «Abstinencia, el método más seguro para controlar la natalidad» y «Nueva Orleans, una ciudad culta y romántica». Mientras examinaba los viejos manuscritos, se preguntó por qué no habría enviado ninguno, siendo como eran, todos y cada uno, excelentes en su propio estilo.
Sin embargo, tenía entre manos un proyecto nuevo sumamente comercial. Limpió rápidamente la mesa arrojando al suelo con elegante gesto artículos de revistas y cuadernos Gran Jefe con un barrido de sus manazas. Puso ante sí un cuaderno nuevo y escribió lentamente en su áspera cubierta DIARIO DE UN JOVEN TRABAJADOR, O ADIÓS A LA HOLGANZA. Cuando terminó, arrancó las bandas de las pilas de nuevo papel rayado y las colocó en el block. Agujereó con una pluma las hojas de papel con membrete de Levy en las que ya había tomado algunas notas, y las insertó en la sección primera del block. Y luego enarboló su bolígrafo Levy Pants y empezó a escribir en la primera hoja de flamante papel:

Querido lector:
Los libros son hijos inmortales que desafían a sus progenitores.
Platón
Descubro, estimado lector, que he ido habituándome al agitado ritmo de la vida oficinesca, adaptación de la que no me creía capaz. No hay duda, desde luego, de que en mi breve carrera en Levy Pants Limitada he logrado introducir varias innovaciones prácticas y eficientes. Los lectores que sean también trabajadores administrativos y estén leyendo este penetrante diario en el descanso del café, o en otra circunstancia similar, deberían tomar buena nota de una o dos de mis innovaciones. Dirijo también estos comentarios a los funcionarios y a los ricachos en general.
He dado en llegar a la oficina una hora más tarde de lo que allí se me espera. En consecuencia, me encuentro muchísimo más reposado y fresco cuando llego, y evito esa primera hora lúgubre de la jornada laboral en la que los sentidos y el cuerpo entorpecidos aún por el sueño convierten cualquier tarea en una penitencia. Considero que, al llegar más tarde, mejora notablemente la calidad del trabajo que realizo.
De momento, debo mantener en secreto la innovación que he introducido en relación con el sistema de archivado, pues es revolucionaria, y he de comprobar los resultados antes de revelarla. En teoría, la innovación es magnífica. Sin embargo, he de decir que esos papeles viejos y amarillentos que se guardan en los archivos constituyen un peligroso riesgo de incendio. Un aspecto más especial, que quizá no tenga aplicación en todos los casos, es que mis archivos son, al parecer, domicilio de insectos y animales diversos. La peste bubónica es algo que resultaba natural en el Medioevo. Pero creo que con traerla en este espantoso siglo resultaría ridículo tan sólo.
Hoy nuestra oficina se vio honrada al fin con la presencia de nuestro amo y señor, G. Levy. A decir verdad, me pareció un tanto indiferente y despreocupado. Llamé su atención sobre el cartel (sí, lector, al fin está terminado y colocado, una flor de lis de lo más imperial le añade mayor significado), pero tampoco esto despertó en él demasiado interés. Su estancia fue breve y muy poco profesional; mas, ¿quiénes somos nosotros para poner en entredicho los motivos de esos gigantes del comercio cuyos caprichos guían el curso de nuestra nación? Con el tiempo, sabrá de mi devoción por su empresa, de mi dedicación’. Y tal vez mi ejemplo le mueva a creer de nuevo en Levy Pants.
La Trixie aún guarda silencio, con lo que demuestra que es aún más sabia de lo que yo había imaginado. Tengo la sospecha de que esta mujer sabe muchísimo, de que su apatía es sólo una fachada para ocultar su claro resentimiento contra Levy Pants. Su coherencia aumenta cuando habla de la jubilación. He observado que necesita calcetines blancos de repuesto, pues los que lleva ahora se han vuelto más bien grises. Quizás en un futuro próximo le compre un par de calcetines blancos de esos absorbentes que utilizan los deportistas. Quizás este detalle afectuoso la conmueva y la induzca a la conversación. Parece haberle tomado mucho cariño a mi gorra, pues ha dado en ponérsela de vez en cuando en lugar de su visera de celuloide.
Como  ya   te   he  dicho,   lector,   en   anteriores  entregas,   he  estado emulando al poeta Milton pasando mi juventud retirado, entregado al estudio y a la meditación a fin de perfeccionar mi oficio de escritor, tal como hizo él; la intemperancia cataclismática de mi madre me ha arrojado al mundo con la mayor crueldad. Mi organismo entero está aun agitado. En consecuencia, estoy aún en el proceso de adaptarme a la tensión del mundo laboral. En cuanto mi organismo se acostumbre a la oficina, daré el paso gigantesco de visitar la fábrica, diligente corazón de Levy Pants. He oído más de un pequeño silbido y un pequeño estruendo a través de la puerta de la fábrica, pero mi condición actual, que es de un cierto desasosiego, me veta un descenso a ese infierno particular, por el momento. De vez en cuando, aparece por la oficina algún obrero para exponer incultamente algún problema (normalmente se trata de una borrachera del capataz, que es un bebedor inveterado). Cuando me encuentre de nuevo en posesión de todas mis facultades visitaré a esa gente de la fábrica; tengo firmes y profundas convicciones respecto a la acción social. Seguramente podré hacer algo para ayudar a esos trabajadores. No puedo soportar a los que actúan cobardemente ante la injusticia social. Creo en un compromiso audaz e implacable con los problemas de nuestra época.
Nota social: He buscado distracción en el Prytania más de una vez, arrastrado por el atractivo de ciertos horrores tecnicoloreados, abortos fílmicos que eran ultrajes a todo criterio de gusto y decencia, rollos y rollos de perversión y blasfemia que asombraban y sobrecogían mis incrédulos ojos, que estremecían mi mente virginal y cerraban mi válvula.
Mi madre se relaciona ahora con unos indeseables que intentan convertirla en una especie de atleta, especímenes depravados de la humanidad que se dedican a jugar a los bolos y se sumergen así en el olvido. Seguir mi floreciente carrera mercantil me resulta un tanto doloroso, a veces, padeciendo como padezco estas distracciones y angustias en el hogar.
Nota sanitaria: Mi válvula se cerró violentamente esta tarde, cuando el señor González me pidió que le sumara una columna de cifras. Cuando vio el estado en que su petición me precipitó, sumó él mismo, consideradamente, dichas cifras. Procuré no hacer una escena, pero mi válvula pudo más que yo. Por cierto que ese jefe administrativo podría resultar un fastidio.
Hasta luego,
Darryl, vuestro chico trabajador

Ignatius leyó con satisfacción lo que acababa de escribir. El Diario brindaba todo género de posibilidades. Podía ser un documento de actualidad, vital, real, un testimonio de los problemas de un joven. Cerró al fin el cuaderno y consideró la posibilidad de una respuesta a Myrna, un ataque malévolo y despiadado a su ser y a su visión del mundo. Sería mejor esperar a haber visitado la fábrica y comprobado las posibilidades de acción social que había allí. Una audacia de aquel calibre era algo que había que manejar con cuidado; quizás pudiera hacer algo con los obreros de la fábrica que dejara a Myrna como una reaccionaria en el campo de la acción social. Tenía que demostrar su superioridad a aquella mozuela ofensiva.
Cogió el laúd y decidió distenderse un poco con una canción. Su enorme lengua recorrió el bigote como preparación y, con un rasgueo, empezó a cantar: «No te dilates más / Apresura tu viaje hacia tu herencia y ten alegre el ánimo.»
—¡Silencio! —aulló la señorita Annie tras sus persianas cerradas.
—¡Cómo se atreve usted! —replicó Ignatius, abriendo violentamente las persianas y mirando a la calleja oscura y fría—. Salga de una vez. No se oculte tras esas persianas.
Corrió furioso a la cocina, llenó una cacerola de agua y volvió apresuradamente a su habitación. En el momento en que se disponía a arrojar el agua sobre las persianas aún cerradas de la señorita Annie, vio cerrarse la puerta de un coche en la calle. Bajaban algunas personas por el callejón. Ignatius cerró las persianas y apagó la luz; oyó a su madre hablar con alguien. El patrullero Mancuso dijo algo al pasar bajo la ventana y una voz áspera de mujer dijo:
—Parece que no ha pasado nada, Irene. No hay ninguna luz encendida. Ve a ver si se ha ido al cine.
Ignatius se puso el abrigo y corrió por el pasillo hasta la puerta principal en el momento en que ellos abrían la de la cocina. Bajó las escaleras y vio el Rambler blanco del patrullero Mancuso aparcado delante de la casa. Agachándose con gran esfuerzo, Ignatius metió el dedo en la válvula de uno de los neumáticos, hasta que cesó el silbido y la parte inferior del neumático se desparramó sobre el pavimento. Luego, bajó por la calleja, que tenía la anchura justa para permitirle pasar, hacia la parte trasera de la casa.
Estaban encendidas las luces de la cocina, y por la ventana cerrada pudo oír la radio barata de su madre. Subió sin hacer ruido los escalones de la entrada trasera y atisbo por los grasientos cristales de la puerta. Su madre y el patrullero Mancuso estaban sentados a la mesa delante de una botella casi llena de Early Times. El patrullero parecía más derrotado que nunca, pero la señora Reilly taconeaba en el suelo y reía tímidamente por lo que veía en el centro de la habitación. Una mujer rechoncha de pelo canoso rizado bailaba sola, meneando sus pechos pendulares, encerrados en una blusa blanca de bolera. Los zapatos de jugador de bolos taconeaban enérgicamente, balanceando los columpiantes pechos y las caderas giratorias entre la mesa y la cocina.
Así que aquélla era la tía del patrullero Mancuso. Sólo el patrullero Mancuso podía tener algo como aquello por tía, masculló Ignatius para sí.
—¡¡Viva!! —gritó alegremente la señora Reilly—. ¡Muy bien, Santa!
—Mirad esto, chicos —gritó la mujer del pelo canoso, con el tono del arbitro de una velada de boxeo; y empezó a menearse encogiéndose más y más hasta rozar casi el suelo.
—¡Santo cielo! —dijo Ignatius al viento.
—Vas a abrir un agujero en el suelo, chica —dijo la señora Reilly entre carcajadas—. Vas a taladrar mi pobre suelo.
—Será mejor que lo dejes ya, tía Santa —dijo malhumorado el patrullero Mancuso.
—Qué demonios, ni hablar, no voy a dejarlo tan pronto. Acabo de empezar —contestó la mujer, incorporándose rítmicamente—. ¿Quién dice que las abuelas no pueden bailar?
La mujer saltó en el suelo de linóleo extendiendo los brazos.
—¡Señor! —dijo la señora Reilly entre carcajadas, ladeando la botella de whisky hacia su vaso—. Si Ignatius llegara a casa y viera esto…
—¡Que se vaya a la mierda Ignatius!
—¡Santa! —balbució la señora Reilly, conmovida, pero también, según Ignatius pudo percibir, levemente complacida.
—Ya está bien —gritó la señorita Annie desde detrás de sus persianas.
—¿Quién es? —preguntó Santa a la señora Reilly.
—Como no se callen, llamo a la policía —chilló la voz apagada de la señorita Annie.
—Basta ya, por favor —suplicó nervioso el patrullero Mancuso.

CINCO

Darlene estaba detrás de la barra echando agua en las botellas de licor a medio llenar.
—Mira, Darlene,.escucha esto —ordenó Lana Lee, doblando el periódico y poniéndole encima el cenicero a modo de pisapapeles—. «Frieda Club, Betty Bumper y Liz Steele, todas de Calle St. Peter 796, fueron detenidas anoche en el Salón El Caballo, Calle Burgundi 570, acusadas de alterar el orden público. Según los funcionarios que las detuvieron, el incidente se inició cuando un individuo no identificado hizo una proposición a una de las mujeres. Sus dos compañeras se abalanzaron sobre dicho individuo, que huyó del local. Una de las detenidas, la apellidada Steele, arrojó un taburete al camarero, y las otras dos amenazaron a los clientes del establecimiento con otros taburetes y con botellas de cerveza rotas. Los clientes explicaron que el hombre que huyó llevaba zapatos de jugador de bolos.» ¿Qué te parece? Gente como ésta acaba con el barrio. Un tipo normal intenta ligar con uno de esos marimachos y las otras se lanzan a zurrarle. Antes era bonito y agradable andar por aquí. Ahora, sólo hay machorras y mariquitas. No es raro que vaya tan mal el negocio. No puedo soportar a las lesbianas, no puedo.
—Aquí sólo vienen ya policías vestidos de paisano —dijo Darlene—. ¿Cómo no ponen policías de paisano siguiendo a mujeres como ésas?
—Esto se está convirtiendo en una comisaría de mierda. Estoy montando aquí un espectáculo benéfico para la asociación de policías —dijo malhumorada Lana—. Un montón de espacio vacío y unos cuantos polis haciéndose señas. Y tengo que pasarme casi todo el tiempo vigilándote a ti para que no intentes venderles un trago.
—Bueno, Lana —dijo Darlene—. ¿Cómo voy a saber si un individuo es policía o no? Para mí, todo el mundo tiene el mismo aspecto. Y tengo que ganarme la vida.
__A los policías se les conoce por los ojos, Darlene. Están muy
seguros de sí mismos. Yo llevo ya demasiado tiempo en este negocio. Localizo a un policía inmediatamente. Los billetes marcados, el disfraz. Si no puedes distinguirlos por los ojos, entonces fíjate en el dinero. Está lleno de marcas de lápiz y cosas por el estilo.
—¿Y cómo voy a ver el dinero? Aquí está tan oscuro que apenas puedo verles los ojos siquiera.
—Bueno, tendremos que hacer algo contigo. No quiero que estés ahí sentada en mis taburetes perdiendo el tiempo. Cualquier noche de éstas intentarás venderle un martini doble al jefe de policía.
—Entonces, déjame salir al escenario y bailar. Tengo un número sensacional.
—Oh, cállate ya —gritó Lana. Si Jones supiese que la policía viene aquí por la noche, entonces adiós, habría que prescindir de él—. Mira, Darlene, no le digas a Jones que se nos mete aquí de noche toda la fuerza pública. Ya sabes cómo son los negros con eso de la policía. Se asustaría y desaparecería. Yo, sabes, quiero ayudar a ese muchacho, sacarle de la calle.
—Está bien —dijo Darlene—. Pero yo no voy a poder ganar nada si tengo que tener tanto cuidado a que el tipo del taburete de al lado sea un policía. ¿Sabes lo que necesitamos aquí para ganar dinero?
—¿Qué? —preguntó Lana irritada.
—Lo que necesitamos aquí es un animal.
—¿Un qué? Dios santo.
—Yo no estoy dispuesto a limpia las cagaás de ningún animal —dijo Jones, golpeando ruidosamente con la escoba las patas de los taburetes de la barra.
—Ven aquí y limpia debajo de esos taburetes —le dijo Lana.
—¡Qué! ¡Cómo! ¿Acaso he dejao una mancha? ¿Queda alguna mota de polvo por ahí, eh?
—Mira en el periódico, Lana —dijo Darlene—. Casi todos los clubs de la calle se han conseguido un animal.
Lana buscó las páginas de espectáculos y entre la niebla de Jones repasó los anuncios de los clubs nocturnos.
—Bueno, la pequeña Darlene se va a dedicar al baile. Supongo que le gustaría convertirse en portero de este club, ¿qué le parece?
—No, madame.
—Bueno, bueno, ya cambiará de opinión —dijo Lana y recorrió con un dedo los anuncios—. Mira esto. En Jerry’s tienen una culebra, en el 104, unas palomas, un cachorro de tigre, un chimpancé…
—Y a esos sitios es adonde va la gente —dijo Darlene—. Hay que poner el negocio al día.
—Muchísimas gracias. Dado que es idea tuya, ¿tienes alguna sugerencia?
—Sugiero que votemos unánimemente en contra de convertí esto en un zoo —dijo Jones.
—Siga barriendo —dijo  Lana.
—Podríamos utilizar mi cacatúa —dijo Darlene—. He estado practicando con ella un baile sensacional. Es un animal muy listo. Tendrías que oírla hablar.
—En los bares de negros, la gente anda siempre intentando impedir que entren pájaros.
—Dale una oportunidad al animal —suplicó Darlene.
:—¡Vaya! —dijo Jones—. Atención. Acaba de entra tu amigo el huérfano. Es la hora del humanitarismo.
George avanzaba hacia ellos ataviado con un grueso jersey rojo, pantalones blancos de dril y botas flamencas color beige de puntera afilada. Llevaba en las dos manos tatuajes de dagas dibujadas con bolígrafo.
—Lo siento, George, hoy no hay nada para los huérfanos —se apresuró a decir Lana.
—Hay qué vé. En fin, esos huérfanos harían mejó yendo a pedí a la United Fund —dijo Jones, echando humo sobre las dagas—. Aquí tenemos problemas con el salario. La caridá ha de empezá en casa.
—¿Eh? —preguntó George.
—Seguro que hay un montón de golfos en los orfanatos hoy en día —comentó Darlene—. Yo no le daría nada, Lana. Creo que ese tío hace una especie de chantaje: si él es huérfano, yo soy la reina de Inglaterra.
—Ven conmigo —le dijo Lana a George y le llevó fuera, a la calle.
—¿Qué pasa?—preguntó George.
—No puedo hablar delante de esos dos memos —dijo Lana—. Mira, este mozo nuevo no es como el viejo. Es un culo listo y ha estado haciéndome preguntas sobre el cuento de los huérfanos desde la primera vez que te vio. No me fío de él. Tengo ya problemas con la policía.
—Entonces búscate otro criado. Hay de sobra.
—No podría conseguir ni un esquimal ciego por lo que le pago a él. Le tengo en condiciones especiales, a precio de saldo. Y él cree que si intenta largarse puedo hacerle detener por vagancia. En conjunto, es un buen trato, George. En fin, en este negocio mío tienes que andar ojo avizor, ¿comprendes?
—Pero, ¿y yo?
—Ese Jones sale a comer de doce a doce y media. Así que tú pásate por aquí sobre las doce cuarenta y cinco.
—¿Y qué voy a hacer toda la tarde con los paquetes? No puedo hacer nada hasta después de las tres. No quiero andar por ahí con eso encima.
—Déjalo en la estación de autobuses. A mí me da igual. Tú cerciórate de que está seguro. Te veré mañana.
Lana volvió al bar.
—Espero que hayas despedido a ese muchacho —dijo Darlene—. Alguien tendría que denunciarle a la brigada de represión de comercios fraudulentos.
—¡Juá!
—Vamos, Lana. Danos una oportunidad al pájaro y a mí. Será un éxito seguro.
—Antes- venía la gente del club Kiwanis a ver a una chica guapa moverse un poco, les gustaba. Ahora, tiene que ser un animal. ¿Sabes cuál es el problema de la gente de hoy? Que están enfermos. Cada día le resulta más difícil a una ganarse la vida honradamente —Lana encendió un cigarrillo y respondió con nubes a las nubes de Jones—. De acuerdo, probaremos al pájaro. Será más seguro para ti estar en mi escenario con un pájaro que en la barra con un policía. Trae a ese maldito pájaro.

II

El señor González estaba sentado junto a su pequeña estufa oyendo los rumores del río, su alma plácida suspensa en un nirvana en algún lugar situado muy por encima de las dos antenas de Levy Pants. Sus sentidos saboreaban subconscientemente el rumor de las ratas y el aroma a papel y madera viejos y el sentimiento de seguridad que le proporcionaba su bolsudo pantalón Levy’s. Exhaló un pequeño arroyuelo de humo filtrado y lanzó las cenizas del cigarrillo como un campeón acertando justo en el centro del cenicero. Lo imposible había sucedido: gracias al señor Reilly, la vida en Levy Pants se había vuelto aún más agradable. ¿Qué hada madrina había depositado al señor Ignatius J. Reilly en las gastadas y carcomidas escaleras de Levy Pants?
Era como cuatro trabajadores en uno. En las manos competentes del señor Reilly, los papeles a archivar parecían desaparecer. Y además era muy amable con la señorita Trixie; no había ningún roce en aquella oficina. El señor González estaba conmovido por lo que había visto la tarde anterior: el señor Reilly de rodillas, cambiándole los calcetines a la señorita Trixie. El señor Reilly era todo corazón. Claro que también era, en parte, válvula. Pero podía aceptarse la conversación constante sobre la válvula. Era el único inconveniente. El señor González miró muy satisfecho a su alrededor y se fijó en los resultados de los trabajos manuales del señor Reilly en la oficina. En el escritorio de la señorita Trixie había un letrero grande, clavado con chínchelas, que decía: SEÑORITA TRIXIE con un trasnochado ramillete de flores dibujado en una esquina. En la mesa del señor González, también clavado con chínchelas, había otro cartel que decía: SEÑOR GONZÁLEZ y estaba decorado con la corona del rey Alfonso. Clavada en una columna de la oficina había también una cruz multiseccionada, el ZUMO DE TOMATE LIBBY’S y la MERMELADA CRAFT en dos secciones esperando lo que el señor Reilly había dicho que sería pintura marrón con vetas negras para simular las de la madera. Encima de los archivadores, en varias cajas vacías de helados retoñaban ya pequeñas enredaderas. Las cortinas de arpillera púrpura que colgaban de la ventana, junto al escritorio del señor Reilly, creaban en la oficina un área meditativa. Allí el sol derramaba una claridad color clarete sobre la estatua de yeso, de casi un metro, de San Antonio, que se alzaba cerca de la papelera. Nunca había habido allí un trabajador como el señor Reilly. Era tan diligente, se interesaba tanto por la empresa… Proyectaba incluso visitar la fábrica cuando tuviera la válvula mejor, para ver cómo podía mejorar las condiciones de trabajo allí. Los otros empleados habían sido siempre tan negligentes y despreocupados…
La puerta se abrió lentamente para dar paso a la señorita Trixie, precedida por una gran bolsa.
—¡Señorita Trixie! —dijo el señor González en lo que era, para él, un tono muy agudo.
—¿Qué? —gritó frenéticamente la señorita Trixie.
Luego, bajó la vista hacia su camisón andrajoso y su bata de franela.
—Oh, Dios mío —murmuró—. Por eso notaba tanto frío en la calle.
—Váyase a casa ahora mismo.
—Hace frío en la calle, Gómez.
—No puede estar así en Levy Pants. Lo siento.
—¿Estoy jubilada? —preguntó esperanzada la señorita Trixie.
—¡No! —croó el señor González—. Sólo quiero que vaya a su casa y se cambie. Vive usted aquí al lado. Dése prisa.
La señorita Trixie cruzó de nuevo la puerta, cerrándola de golpe. Luego, volvió a entrar a por la bolsa, que había dejado en el suelo, y salió con otro portazo.
Cuando una hora después Ignatius llegó, la señorita Trixie aún no había vuelto. El señor González escuchó el rumor lento y pesado de los pasos del señor Reilly por las escaleras. La puerta se abrió de golpe y apareció el maravilloso Ignatius J. Reilly, con una bufando lisa, larga como un chal, enrollada al cuello, con un extremo embutido en el abrigo.
—Buenos días, señor —dijo majestuosamente.
—Buenos días —dijo encantado el señor González—. ¿Ha tenido usted buen viaje hasta aquí?
—Sólo aceptable. Sospecho que el taxista era un corredor latente. Tuve que ir todo el camino advirtiéndole. En realidad, nos separamos con cierta hostilidad por ambas partes. ¿Dónde está nuestro pequeño miembro femenino esta mañana?
—Tuve que mandarla a casa. Se presentó a trabajar en camisón.
Ignatius frunció el ceño y dijo:
—No entiendo por qué tuvo que mandarla de nuevo a casa. En realidad, aquí no hay ninguna etiqueta. Somos una gran familia. Espero que no le haya producido con ello ningún daño moral —llenó un vaso en el refrigerador de agua, para regar sus judías—. No debe sorprenderse si una mañana me ve aparecer a mí en camisón. Tengo uno muy cómodo.
—No pretendo dictar lo que ha de vestir la gente, desde luego —dijo el señor González con cierta ansiedad.
—Eso espero. La señorita Trixie y yo no lo consentiríamos.
El señor González fingió buscar algo en su escritorio para eludir la terrible mirada que Ignatius había clavado en él.
—Terminaré la cruz —dijo al fin Ignatius, sacando dos tarros de pintura de los gigantescos bolsos de su abrigo.
—Magnífico, magnífico.
—La cruz es la máxima prioridad en este momento. El archivar, el ordenar… todo eso debe esperar hasta que haya terminado esta tarea. Luego, cuando termine la cruz, tendré que visitar la fábrica. Sospecho que esa gente está pidiendo a gritos un oído compasivo, un guía leal. Quizá yo pueda ayudarles.
—Por supuesto. No deje que le digan ellos lo que tiene usted que hacer.
—No lo haré —Ignatius miraba fijamente al jefe administrativo—. Al fin mi válvula parece permitir una visita a la fábrica. No debo desperdiciar esta oportunidad. Si esperase, podría cerrarse por varias semanas.
—Entonces debe ir usted a la fábrica hoy —convino con entusiasmo el jefe administrativo.
El señor González miró a Ignatius esperanzadamente, pero no recibió respuesta. Ignatius archivó el abrigo, la bufanda y la gorra en uno de los archivadores y se puso a trabajar en la cruz. A las once, estaba dándole la primera capa, aplicando meticulosamente la pintura con un pincel de acuarela. La señorita Trixie seguía AUSENTE SIN PERMISO.
A mediodía, el señor González miró por encima de la pila de papeles en los que trabajaba y dijo:
—Me pregunto dónde podrá estar la señorita Trixie.
—Probablemente la haya precipitado usted en la depresión —respondió fríamente Ignatius; estaba repasando con el pincel los bordes irregulares del cartón—. Pero puede que aparezca para comer. Ayer le dije que iba a traerle un emparedado de carne. He descubierto que para la señorita Trixie el comer carne es una especie de banquete exquisito. Le ofrecería a usted un emparedado, pero desgraciadamente sólo hay para la señorita Trixie y para mí.
—No se preocupe por eso —el señor González esbozó una lánguida sonrisa y vio a Ignatius abrir su grasienta bolsa de papel marrón—. De todos modos, no voy a poder parar a comer porque tengo que terminar estos informes y estas facturaciones.
—Sí, será mejor que lo termine. No podemos permitir que Levy Pants quede rezagada en la lucha por la supervivencia del más apto.
Ignatius mordió su primer emparedado, arrancando la mitad, y mascó un rato muy satisfecho.
—Espero que aparezca la señorita Trixie —dijo cuando terminó el emparedado, tras emitir una serie de eructos que sonaron como si todo su tracto digestivo se hubiera desintegrado—. Me temo que mi válvula no va a soportar carne para la comida.
Mientras liquidaba el relleno del segundo emparedado, arrancándolo del pan con los dientes, entró la señorita Trixie, con la visera verde de celuloide en la nuca.
—Aquí está —dijo Ignatius al jefe administrativo a través de la gran hoja de lechuga mustia que le colgaba de la boca.
—Oh, sí —dijo débilmente el señor González—. Señorita Trixie.
—Ya suponía yo que la carne activaría sus facultades. Venga aquí, MADRE DEL COMERCIO.
La señorita Trixie tropezó con la estatua de San Antonio.
—Toda la mañana he estado pensando que había algo especial que no recordaba, Gloria —dijo la señorita Trixie, cogiendo el emparedado y dirigiéndose a su escritorio. Ignatius observó fascinado el complicado proceso de encías, lengua y labios que ponía en movimiento cada trozo de emparedado.
—Tardó usted mucho en cambiarse —le dijo el jefe administrativo a la señorita Trixie, percibiendo con amargura que el nuevo conjunto era poco más presentable que el camisón y la bata.
—¿Quién? —preguntó la señorita Trixie, sacando una lengua cubierta de carne y pan masticados.
—Decía que tardó usted mucho en cambiarse.
—¿Yo? Pero si acabo de irme.
—¿Quiere dejar de molestarla, por favor? —exigió Ignatius muy irritado.
—El retraso no tiene explicación. Vive usted aquí mismo, junto a los muelles —dijo el jefe administrativo, y volvió a sus papeles.
—¿Le ha gustado? —preguntó Ignatius a la señorita Trixie cuando cesó la última mueca de sus labios.
La señorita Trixie asintió y comenzó diligentemente un segundo emparedado. Cuando iba por la mitad, se retrepó en su asiento.
—Oh, estoy llena. Gloria. Estaba delicioso.
—¿Quiere usted hacerse cargo del trozo de emparedado que la señorita Trixie no puede comer, señor González?
—No, gracias.
—Sería preferible que se hiciera usted cargo de él. De lo contrario, las ratas nos invadirán en masse.
—Sí, Gómez, cómaselo —dijo la señorita Trixie, dejando caer el pringoso emparedado a medio comer encima de los papeles del escritorio del jefe administrativo.
—¡Mire lo que ha hecho, vieja imbécil! —gritó el señor González—. La culpa la tiene la señora Levy. ¡Era la declaración para el banco!
—¿Cómo se atreve usted a ofender así a la distinguida señora Levy? —atronó Ignatius—. Informaré de esto, señor.
—Me ha llevado una hora preparar esta declaración. Fíjese lo que ha hecho.
—¡Yo quiero el jamón de Pascua! —masculló la señorita Trixie—. ¿Dónde está mi pavo del Día de Acción de Gracias? Dejé un trabajo magnífico como taquillera de cine para venir a trabajar a esta empresa. Ahora, creo que me moriré en esta oficina. La verdad es que aquí se trata pésimamente al personal. Voy a jubilarme ahora mismo.
—¿Por qué no va a lavarse las manos? —le dijo el señor González.
—Eso es una buena idea, Gómez —dijo la señorita Trixie y salió camino del lavabo de señoras.
Ignatius se sintió defraudado. El esperaba una escena. El jefe administrativo empezó a hacer una copia de la declaración, e Ignatius volvió a la cruz. Pero primero tuvo que levantar a la señorita Trixie, que había vuelto y estaba arrodillada rezando en el sitio en el que Ignatius se colocaba para pintar. La señorita Trixie no se apartaba de él, salvo pequeñas escapadas para poner sellos a unos sobres para el señor González, para visitar varias veces más el aseo de señoras y para echar una siestecita. El jefe administrativo hacía el único ruido que se oía en la oficina con la máquina de escribir y la de sumar, que perturbaban ligeramente a Ignatius. La cruz estaba ya terminada en sus dos tercios. Faltaba sólo la inscripción en pan de oro, DIOS Y COMERCIO, que Ignatius había decidido colocar en la parte inferior de la cruz. Tras colocar las letras, Ignatius se hizo atrás y le dijo a la señorita Trixie:
—Ya está terminada.
—Oh, -Gloria, es maravillosa —dijo sinceramente la señorita Trixie—. Mire esto, Gómez.
—Qué bonita —dijo el señor González, examinando la cruz con ojos cansados.
—Ahora,  a  archivar —dijo, diligente,  Ignatius—.  Luego,   a la fábrica. No puedo tolerar las injusticias sociales.
—Sí, debe usted ir a la fábrica ahora que la válvula le funciona —dijo el jefe administrativo.
Ignatius fue detrás de los archivadores, cogió todo el material acumulado sin archivar y lo echó a la papelera. Al advertir que el jefe administrativo estaba sentado en su escritorio con la mano sobre los ojos, Ignatius sacó el primer cajón del archivador y, dándole la vuelta, vertió su contenido en la papelera.
Luego, salió hacia la puerta de la fábrica, pasando con estruendo junto a la señorita Trixie, que de nuevo había caído de rodillas ante la cruz.

III

El patrullero Mancuso había intentado hacer un poco de trabajo nocturno en su afán por detener a alguien, cualquiera, para llevárselo al sargento. Tras dejar a su tía en la bolera, había parado en aquel bar por propia iniciativa para ver lo que descubría. Y descubrió a aquellas tres horribles mujeres que le habían pegado. Se acarició la venda de la cabeza mientras entraba en la comisaría a ver al sargento, que le había mandado llamar.
—¿Qué le pasó, Mancuso? —gritó el sargento cuando vio el vendaje.
—Me caí.
—Muy propio de usted. Si supiera lo que se trae entre manos, estaría en los bares vigilando a gente como esas tres chicas que detuvimos anoche.
—Sí, señor.
—No sé quién fue la puta que le dijo a usted eso del Noche de Alegría, pero nuestros muchachos han estado allí casi todas las noches.y no han descubierto, nada.
—Bueno, yo creí…
—Cállese usted, hombre. Nos dio una pista falsa. ¿Sabe lo que hacemos a los que nos dan una pista falsa?
—No.
—Les mandamos a la sala de espera de la estación de autobuses.
—Sí, señor.
—Tendrá que estar usted allí, en las cabinas de los lavabos, ocho horas al día hasta que nos traiga a alguien.
—Muy bien.
—No diga usted «muy bien», diga «Sí, señor». Ahora, salga usted y vaya a su armario… Hoy será usted un granjero.

IV

Ignatius abrió El diario de un chico trabajador por la primera página intacta del cuaderno, pulsando de modo muy profesional el botón del bolígrafo. Pero el bolígrafo Levy Pants falló al primer intento y la punta volvió a perderse en el interior del cilindro de plástico. Ignatius presionó con más vigor, pero la punta se deslizó de nuevo díscolamente y desapareció. Tras romper furioso el bolígrafo en el borde de la mesa, Ignatius cogió uno de los lápices de Numismática Venus que había en el suelo. Sondeó el cerumen de los oídos con el lápiz, y empezó a concentrarse, oyendo los rumores de los preparativos de su madre para una velada en la bolera. Le llegaban ruidos entrecortados de pisadas del baño que significaban, como él ya sabía, que su madre intentaba completar simultáneamente varias fases de su arreglo. Luego, llegaron ruidos a los que había ido acostumbrándose con los años, ruidos que se producían siempre que su madre se preparaba para salir de casa. El batacazo del cepillo del pelo al caer en el lavabo, el ruido de una caja de polvos al dar contra el suelo, las súbitas exclamaciones de confusión y caos.
—¡Ufff! —gritó su madre en determinado momento.
El estruendo solitario y apagado del baño le resultaba irritante y estaba deseando que su madre acabara. Por fin, oyó el clic de la luz. Su madre llamó a su puerta.
—Ignatius, cielo, me voy.
—Muy bien —replicó gélidamente Ignatius.
—Abre la puerta, cariño, ven a darme un beso de despedida.
—Madre, estoy muy ocupado en este momento.
—No seas así, Ignatius. Abre, anda.
—Lárgate con tus amigos, por favor.
—Oh, Ignatius, vamos.
—Tienes que distraerme a todos los niveles. Estoy trabajando en una cosa que tiene maravillosas posibilidades cinematográficas, algo sumamente comercial.
La señora Reilly dio una patada a la puerta con sus zapatos de jugar a los bolos.
—¿Es que quieres destrozar ese par de absurdos zapatos que te compraste con el salario que tantos sudores me cuesta?
—¿Cómo? ¿Pero qué dices, querido?
Ignatius extrajo el lápiz de la oreja y abrió la puerta. El pelo castaño de su madre estaba cardado muy alto sobre la frente; tenía las mejillas embadurnadas de colorete que se había dado precipitadamente y que le llegaba a los ojos. Se le había caído la borla de la polvera y le había blanqueado la cara, el delantero del vestido y algunos mechoneaos castaños.
—Oh Dios mío —dijo Ignatius—. Te has empolvado todo el vestido; pero, en fin, quizá sea ése uno de los consejos estéticos de la señora Battaglia.
—¿Por qué estás siempre metiéndote con Santa, Ignatius?
—Creo que lo de meterse es mucho más aplicable a ella que a mí. Es ella quien se mete en todas partes.
—¡Ignatius!
—Me trae a la memoria el vulgarismo «meticona».
—Santa es una persona muy amable, Ignatius. Deberías avergonzarte.
—Menos mal que los gritos de la señorita Annie restauraron la paz en esta casa la otra noche. En mi vida había visto una orgía tan desvergonzada. En la cocina de mi propia casa. Si ese individuo fuese de verdad un funcionario de la ley, habría detenido a esa «tía» allí mismo.
—No te metas tampoco con Angelo. Tiene un trabajo muy duro. Santa dice que se ha pasado todo el día en los lavabos de la estación de autobuses
—¡Oh, Dios mío! ¿Puedo creer lo que estoy oyendo? Por favor, lárgate con tus dos secuaces de la mafia y déjame en paz.
—No trates de ese modo a tu pobre mamá.
—¿Pobre? ¿He oído pobre? ¿Cuando en esta casa están literalmente afluyendo los dólares, gracias a mis desvelos? Y saliendo de ella con más rapidez aún.
—No empieces otra vez, Ignatius. Esta semana sólo me diste veinte dólares, y casi tuve que pedírtelos de rodillas. Mira- todos los chismes que te has comprado. Esa cámara de cine que trajiste hoy.
—Esa cámara de cine tendrá en breve un uso práctico. La armónica fue muy barata.
—A este paso, nunca llegaremos a pagarle a ese hombre.
—Eso no es problema mío. Yo no conduzco.
—No, claro, a ti te da igual. Tú nunca te preocupas de nada, hijo mío.
—Debería haberme dado cuenta de que cada vez que abro la puerta de mi dormitorio, estoy abriendo una auténtica Caja de Pandora. ¿No quiere la señora Battaglia que la esperes a ella y a su corrupto sobrino en la acera, a fin de no perder ni un solo instante inestimable de tiempo de bolos? —Ignatius eructó el gas de una docena de bizcochitos bloqueados por la válvula—. Otórgame un poco de paz. ¿No es suficiente que me acosen durante todo el día en el trabajo? Creía haberte descrito adecuadamente los horrores que he de afrontar a diario.
—Sabes que te quiero, hijito —gimoteó la señora Reilly—. Ven y dame un besito de despedida, sé un buen muchacho.
Ignatius se inclinó y la besó de pasada en la mejilla.
—Santo cielo —dijo, escupiendo polvos—. Ahora tendré toda la noche dentera.
—¿Crees que me he puesto demasiados polvos?
—No, está muy bien. ¿Tú no eras artrítica o algo así? ¿Cómo demonios puedes jugar a los bolos?
—Creo que el ejercicio me está ayudando mucho. Me siento mejor.
Sonó un bocinazo en la calle.
—Parece que tu amigo se ha escapado de esos lavabos —masculló Ignatius—. Es muy propio suyo andar rondando por una estación de autobuses. Seguro que le gusta ver las salidas y llegadas de esas monstruosidades «panorámicas». En su visión del mundo, los autobuses deben estar sin duda afectados de un signo positivo. Eso demuestra lo subnormal que es.
—Volveré pronto, cariño —dijo la señora Reilly, cerrando la minúscula puerta de entrada de la casa.
—¡Lo más probable es que me maltrate algún intruso! —gritó Ignatius.
Tras esto, echó el cerrojo a la puerta de su habitación, cogió un tintero vacío y abrió las persianas de la ventana. Asomó la cabeza y miró por el callejón hacia donde se veía, perfilado en la oscuridad, en la esquina, el pequeño Rambler blanco. Lanzó con todas sus fuerzas el tintero y lo oyó golpear el techo del coche con efectos sonoros superiores a los que había previsto.
—¡Oh! —oyó gritar a Santa Battaglia, mientras cerraba furtivamente las persianas. Rebosando malévola satisfacción, abrió de nuevo su cuaderno y cogió el lápiz de Numismática Venus.
Querido lector:
Un gran escritor es el amigo y benefactor de sus lectores.
Macaulay
Ha concluido ya, lector amable, otra jornada laboral. Como ya expliqué, he logrado extender una especie de pátina sobre las turbulencias y delirios de nuestra oficina. Poco a poco, se han eliminado todas las actividades no esenciales. De momento, estoy decorando diligentemente nuestra bulliciosa colmena de abejas burocráticas (tres). La analogía de las tres abejas me trae a la memoria tres A que describen muy adecuadamente mis actividades como trabajador administrativo: alejamiento, ahorro, armonía. Alejamiento de los empleados superfluos, con la armonía y el ahorro consiguientes. Hay también tres A que describen muy adecuadamente las actividades y características de ese bufón que tenemos de jefe administrativo: adoquín, animal, anormal, abominable, alcahuete, asqueroso, aguafiestas, agresor. (Me temo que, en este caso, la lista se me ha ido un poco de la mano.) He llegado a la conclusión de que nuestro jefe administrativo no cumple más función que la de obstaculizar y confundir. Si no fuera por él, el otro empleado (La Dama del Comercio  ) y yo estaríamos satisfechos y tranquilos, cumpliendo con nuestros deberes en una atmósfera de consideración mutua. Estoy seguro de que estos métodos dictatoriales son, en parte, la causa de ese deseo que la señorita T tiene de jubilarse.
Puedo, por fin, describirte ya, lector amable, nuestra fábrica. Esta tarde, ya plenamente satisfecho tras concluir la cruz (¡Sí! Está terminada y proporciona a nuestra oficina una dimensión espiritual imprescindible), salí a visitar la algarabía y el estruendo, los chirridos y silbidos de la fábrica.
La escena que contemplaron mis ojos fue apremiante y repelente al mismo tiempo. En Levy Pants se ha preservado para la posteridad la cárcel-fábrica de inicios de la era industrial. Si la Smithsonian Institution, ese sobre sorpresa de los desechos de nuestra nación, pudiera, de algún modo, empaquetar herméticamente esta fábrica y transportarla a la capital de los Estados Unidos de Norteamérica, con todos sus obreros inmovilizados en actitud de trabajo, los visitantes que acudieran a ese discutible museo defecarían sin duda en sus chillones atuendos turísticos. Es una escena que combina lo peor de La cabaña del tío Tom y de Metrópolis, de Fritz Lang. Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica el progreso que ha hecho pasar al negro de recoger algodón a cortarlo y coserlo. (Si estuviesen aún en la etapa recolectora de su evolución, al menos estarían en un entorno campestre saludable cantando y comiendo sandías, como se supone que hacen, según creo, cuando están en grupos al fresco.*) Sentí que se sublevaban mis profundas y enérgicas convicciones respecto a la injusticia social. Mi válvula tuvo una violenta reacción.
[Respecto a las sandías, he de decir para que no se ofenda alguna organización profesional de derechos civiles, que nunca he sido un observador de las costumbres populares norteamericanas. Quizá me equivoque. Supongo que hoy la gente coge el algodón con una mano mientras que con la otra sostiene  un  transistor pegado a la oreja  para que vomite boletines   sobre  coches  usados  y   suavizantes   para  el   pelo  y   peinados Corona Real y Vino Gallo en sus tímpanos, con un cigarrillo mentolado con filtro colgando de sus labios y amenazando con incendiar todo el algodonal. Aunque resido en las riberas del río Mississippi (Río famoso gracias a versos y canciones atroces, el motivo que  más predomina es el que intenta convertir el río en una imagen paterna sustituía. En realidad, el río Mississippi es una masa de agua siniestra y traicionera cuyos remolinos y corrientes se llevan anualmente muchas vidas. No he conocido a nadie que se hubiera aventurado a introducir siquiera la punta del pie en sus asquerosas aguas contaminadas, en las que bullen heces, residuos industriales y mortíferos insecticidas. Hasta los peces se están muriendo. En consecuencia, el Mississippi como Padre-Dios-Moisés-Papi-Falo-Pa es un símbolo totalmente falso, creado, imagino, por el funesto farsante llamado Mark Twain.  Esta  incapacidad de establecer contacto con la realidad, es, sin embargo, característica de casi todo el «arte» de Norteamérica. Cualquier relación entre el arte norteamericano y el marco geográfico norteamericano es pura coincidencia;  pero esto se debe sólo a que la nación como conjunto no tiene contacto alguno con la realidad. Esta es sólo una de las razones por las que siempre me he visto forzado a vivir en los  márgenes de nuestra sociedad, consignado en el  Limbo reservado a los que conocen la realidad cuando la ven), nunca he visto crecer el algodón y no tengo el menor deseo de verlo. La única excursión que hice en toda mi vida fuera de Nueva Orleans, me arrastró a través del vértigo hasta el remolino de la desesperación: Baton Rouge. En alguna futura entrega, una narración retrospectiva, quizá relate aquel peregrinaje a través de los pantanos, una jornada por el desierto de la que volví destrozado física, mental y espiritualmente. Nueva Orleans es, por otra parte,  una  metrópolis  cómoda,  en  la  que  reina cierta  apatía y cierto estancamiento que considero inofensivos. Por lo menos, el clima es suave; además, es aquí, en la Ciudad de la Media Luna, donde tengo asegurado un techo sobre mi cabeza y un Dr. Nut en el estómago, aunque ciertos parajes  de  África  del  Norte (Tánger,  etc.)  han  atraído  de  cuando en cuando mi interés. Pero el viaje en barco seguramente me enervaría y desde  luego no soy lo bastante  perverso para intentar un viaje aéreo, aun en el caso de que pudiera permitírmelo. Los autobuses son ya suficientemente aterradores para hacerme aceptar el statu quo. Ojalá eliminasen esos autocares Scenecruisers; soy de la opinión de que su altura infringe algún artículo de las normas de tráfico interestatal respecto • a espacio libre en túneles o algo así. Puede que algunos de ustedes, lectores queridos, con formación jurídica, recuerden el artículo en cuestión. No hay duda de que deberían eliminar esos chismes.  El simple hecho de saber que corren atronadores por alguna carretera en esta noche oscura, me estremece.]
La fábrica es un edificio grande, tipo granero, que alberga piezas de tela, mesas de cortar, máquinas de coser inmensas y hornos que proporcionan el vapor necesario para el planchado. El efecto global es más bien surrealista, especialmente cuando uno ve a Les Africains moviéndose por allí, consagrados a sus tareas en este medio mecanizado. He de admitir que la ironía que todo esto encerraba cautivó mi imaginación. Surgió en mi mente una cosa de Joseph Conrad, aunque no logro recordar exactamente cuál en este momento. Quizás me equiparase a Kurtz, de El corazón de las tinieblas, cuando, lejos de las oficinas mercantiles de Europa, se enfrentó con el horror final. Recuerdo que me imaginé con un salakof y unos pantalones de montar blancos de lino, mi rostro enigmático tras el velo de mosquitera.
Los hornos mantienen el lugar más bien cálido y sofocante en estos días frescos, pero sospecho que, en verano, los obreros gozan una vez más del clima de sus antepasados, un calor tropical algo ampliado por esos grandes artilugios que queman carbón y producen vapor. Tengo entendido que la fábrica no funciona actualmente a pleno rendimiento, y observé que sólo funcionaba uno de aquellos artilugios, quemando carbón, y lo que parecía una de las mesas de cortar. Además, sólo vi terminar unos pantalones mientras estuve allí, aunque los trabajadores se movían sin cesar con piezas de tela de todo tipo. Una mujer estaba planchando, según comprobé, ropa de niño; y otra parecía hacer notables progresos con los fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las grandes máquinas de coser. Tuve la impresión de que confeccionaba un vestido de noche de mucho colorido, y bastante lascivo, además. He de decir que me admiró la eficacia con que manejaba el material, moviéndolo de un lado a otro bajo aquella inmensa aguja eléctrica. Esta mujer era sin duda una trabajadora muy diestra, y pensé que era doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de unos pantalones… para Levy Pants. Evidentemente había un problema moral en la fábrica.
Busqué al señor Palermo, el encargado, que suele estar siempre, por otra parte, a sólo unos pasos de la botella, como pueden testificar las muchas confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas de cortar y las máquinas de coser. Le busqué sin ningún éxito. Debía estar trasegando un almuerzo líquido en una de las muchas tabernas de los alrededores de nuestra empresa. En los alrededores de Levy Pants hay un bar en cada esquina, indicio de que en la zona los salarios son abismalmente bajos. En calles en las que los habitantes están particularmente desesperados, hay hasta tres y cuatro bares en cada cruce.
Yo, en mi inocencia, sospeché que la raíz de la apatía que había observado entre los obreros era aquel jazz indecoroso que emitían los altavoces estridentes de las paredes. La psique bombardeada por esos ritmos no puede aguantar mucho tiempo, y se descompone y atrofia. En consecuencia, busqué y apagué el interruptor que controlaba la música. Esta acción mía produjo un griterío general de protesta, bastante estridente y desafiantemente grosero, del conjunto de los trabajadores, que empezaron a mirarme hoscamente. Así que puse de nuevo la música, con una amplia sonrisa y un gesto amistoso, en una tentativa de reconocer mi error de juicio y ganarme la confianza de los trabajadores. (Sus inmensos ojos blancos estaban ya etiquetándome como un «Míster Charlie». Tendría que luchar para mostrarles mi dedicación casi psicótica a ayudarles.)
Era evidente que la presión constante de aquella música les había creado una reacción casi pavloviana al ruido, reacción que creían ya un placer. Como he pasado incontables horas de mi vida viendo a esos niños corrompidos de la televisión bailando al ritmo de tal género de música, conocía el espasmo físico que podía producir en teoría, e intenté allí mi propia versión conservadora del mismo, para pacificar aún más a los obreros. He de admitir que mi cuerpo se movió con sorprendente agilidad; no carezco de un cierto sentido innato del ritmo, sin duda mis ancestros debieron destacar bailando en las praderas y páramos de la Hiberna legendaria. Ignorando las miradas de los trabajadores, comencé a dar vueltas bajo uno de los altavoces gritando, contorsionándome y mascullando locamente: «¡Adelante! ¡Adelante ¡Hazlo, muchacho, hazlo ¡Escuchad lo que voy a deciros! ¡Buf! ». Me di cuenta de que había recuperado terreno cuando varios obreros empezaron a señalarme y a reírse. Me reí a mi vez para demostrar que compartía su alegría. De Casibüs Virorttm Illustrium! ¡De la Caída de Los Grandes Hombres! Se produjo mi caída. Literalmente. Mi peculiar organismo, debilitado por las vueltas (sobre todo en la región de las rodillas), se sublevó al fin y caí a plomo al suelo en mi insensata tentativa de ejecutar uno de los pasos más egregiamente perversos, uno que había visto muchas veces en la televisión. Los obreros parecieron inquietarse un tanto y me ayudaron a levantarme muy cortésmente, sonriendo del modo más cordial. Advertí entonces que ya no tenía que temer por el faux pas de apagarles la música.
Pese a lo que han estado sometidos, los negros son una gente bastante agradable en general. Yo había tenido poca relación con ellos, en realidad, pues sólo me relaciono con mis iguales, y como no tengo iguales, no me relaciono con nadie. Al hablar con algunos obreros, todos los cuales parecían deseosos de hablar conmigo, descubrí que cobraban aún menos que la señorita Trixie.
Siempre he sentido, en cierto modo, una especie de afinidad con la gente de color, porque su situación es igual a la mía: nos hallamos fuera del círculo de la sociedad norteamericana. Mi exilio es voluntario, por supuesto. Es evidente, sin embargo, que muchos negros desean convertirse en miembros activos de la clase media norteamericana. La verdad es que no puedo entender por qué. He de admitir que este deseo suyo me lleva a poner en entredicho sus juicios de valor. Pero si quieren integrarse en la burguesía, no es asunto mío, en realidad. Pueden ratificar si quieren su propia condenación. Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si sospechase que alguien intentaba auparme a la clase media. Lucharía contra el individuo descarriado que intentase auparme, desde luego. La lucha tomaría la forma de manifestaciones de protesta con los carteles y pancartas tradicionales, que, en este caso, dirían: «Muera la clase media», «Abajo la clase media». No me importaría tampoco lanzar uno o dos cócteles molotov. Además, evitaría meticulosamente sentarme junto a miembros de la clase media en restaurantes y en transportes públicos, manteniendo incólumes la honradez y la grandeza intrínsecas de mi ser. Si un blanco de clase media fuera lo bastante suicida como para sentarse a mi lado, imagino que le golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una manaza, arrojando, con suma destreza, uno de mis cócteles molotov a un autobús en marcha atiborrado de blancos de clase media con la otra. Aunque el asedio durase un mes o un año, estoy seguro de que al final me dejarían todos en paz, una vez evaluado el total de carnicería y de destrucción de propiedad.
Admiro el terror que son capaces de inspirar los negros en los corazones de algunos miembros del proletariado blanco y sólo desearía (ésta es una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar. El que es negro aterra simplemente por serlo; yo, sin embargo, tengo que esforzarme un poco para lograr el mismo fin. Quizá debería haber sido negro. Sospecho que habría sido un negro muy grande y muy aterrador, un negro que apretase continuamente su muslo monumental contra los muslos marchitos de las viejecitas blancas en los transportes públicos y provocase más de un grito de pánico. Además, si fuera negro, mi madre no me presionaría para que encontrara un trabajo bueno, pues no habría ningún trabajo bueno a mi disposición. Y además mi madre, una vieja negra agotada, estaría demasiado abatida por años de duro trabajo como doméstica para salir a jugar a los bolos de noche. Ella y yo viviríamos muy agradablemente en alguna choza mohosa de los suburbios, en un estado de paz sin ambiciones, comprendiendo satisfechos que no se nos quería, y que luchar y esforzarse no tenía sentido.
Sin embargo, no quiero presenciar el asqueroso espectáculo de la ascensión de los negros al seno de la clase media. Considero este movimiento una gran ofensa a su integridad como pueblo. Pero volvamos a lo nuestro, es decir, a Levy Pants, la mercantil musa de esta empresa concreta. Un proyecto para el futuro podría ser una historia social de Estados Unidos desde mi ventajosa posición como observador; si El diario de un chico trabajador alcanza algún éxito en las librerías, quizá esboce una semblanza de nuestra nación con mi pluma. Nuestra nación necesita el escrutinio de un observador completamente objetivo como vuestro Chico Trabajador; tengo ya en mis archivos una colección bastante formidable de notas y apuntes en la que se analiza el mundo contemporáneo con una cierta perspectiva.
Hemos de apresurarnos a volver en las alas de la prosa a la fábrica y a sus gentes, que fueron quienes provocaron mi digresión, quizá demasiado extensa. Como decía, acababan de levantarme del suelo, y mi actuación y la subsiguiente caída de nalgas habían provocado un gran sentimiento de camaradería. Les di las gracias cordialmente, ellos por su parte, con su acento inglés del siglo diecisiete, inquirieron sobre mi condición con la mayor solicitud. Yo estaba ileso, y, dado que el orgullo es un Pecado Mortal que creo que en general eludo, nada había resultado dañado.
Pasé entonces a preguntarles por la fábrica, pues tal era el propósito de mi visita. Se mostraron muy dispuestos a hablar conmigo y parecieron interesarse aún más en mí como persona. Al parecer, las tediosas horas entre las mesas de cortar hacían que fuese doblemente agradable la presencia de un visitante. Charlamos con toda libertad, aunque los trabajadores se mostraban en general evasivos respecto a su trabajo. En realidad, parecían más interesados en mí que en ninguna otra cosa; no me molestaron sus atenciones y eludí tranquilamente todas sus preguntas hasta que se hicieron, por último, más bien personales. Algunos de ellos, que habían aparecido de vez en cuando por la oficina, formularon preguntas muy agudas sobre la cruz y los otros adornos; una dama apasionada pidió permiso (que le fue concedido, claro está) para reunir de vez en cuando a algunos de sus cofrades al pie de la cruz a cantar espirituales. (Yo aborrezco los espirituales y todos esos perversos himnos calvinistas del siglo diecinueve, pero estaba dispuesto a soportar que atacasen mis tímpanos si unas canciones de coro hacían felices a aquellos trabajadores.) Cuando les pregunté por sus salarios, descubrí que la paga semanal media es de menos de treinta (30) dólares. Mi considerada opinión es que un individuo se merece más que eso como salario por el simple hecho de estar en una fábrica cinco días por semana, sobre todo si la fábrica es como la de Levy Pants, donde el techo agujereado amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Y, ¿quién sabe?, aquella gente quizá tuviese cosas mucho mejores que hacer que haraganear por Levy Pants; por ejemplo, componer jazz o crear bailes nuevos o hacer todas esas cosas que ellos hacen con tanta facilidad. No era extraño que reinara tanta apatía en la fábrica. Aun así era increíble que tanta disparidad como la que había entre el estancamiento de la producción en la fábrica y el tráfago febril de la oficina pudiesen albergarse dentro del mismo seno (Levy Pants). Si yo hubiera sido uno de los obreros (y habría sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, como dije antes), habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un salario decente.
Debo introducir aquí una nota. Cuando yo asistía esporádicamente, a las clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita Myrna Minkoff, joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella del Bronx. Esta especialista del universo del Gran Hormiguero se sintió atraída a la mesa en la cual tenía yo mi corte, por la singularidad y el magnetismo de mi ser. Cuando la magnificencia y la originalidad de mision del mundo se hizo patente a través de la conversación, la Minkoff empezó a atacarme a todos los niveles, llegando incluso, en determinado momento, a darme patadas, bastante vigorosas, por debajo de la mesa. Yo la fascinaba y la confundía al mismo tiempo; era, en suma, demasiado para ella. El provincianismo de los ghettos de Gotham no la había preparado para el carácter único y singular de Vuestro Chico Trabajador. Myrna, en fin, creía que todos los seres humanos que vivían al sur y al oeste del río Hudson eran vaqueros iletrados o (peor aún) protestantes blancos, una clase de seres humanos que como grupo se especializó en la ignorancia, la crueldad y la tortura. (No deseo yo defender concretamente a los blancos protestantes; tampoco les tengo en demasiada estima.)
Los modales brutales de Myrna pronto alejaron a mis cortesanos de la mesa, y nos quedamos solos, todo café frío y palabras ardientes. Cuando manifesté mi desacuerdo con sus rebuznos y parloteos, me dijo que yo era evidentemente un antisemita. Sus razonamientos eran una mixtura de medias verdades y de tópicos, su visión del mundo un compuesto de concepciones erróneas que se derivaban de una historia de nuestra nación, escrita desde la perspectiva de un túnel de metro. Escudriñó en su gran valija negra y me asaltó (casi literalmente) con pringosos ejemplares de Hombres y masas y ¡Ahora! y A las barricadas y Agitación y Cambio y diversos manifiestos y panfletos pertenecientes a organizaciones de las que ella era el miembro más activo: Estudiantes por la libertad, Juventud por el sexo, Los musulmanes negros, Amigos de Lituania, Los hijos del mestizaje, Consejos de ciudadanos blancos. Myrna estaba, en fin, terriblemente comprometida con su sociedad; yo, por mi parte, más viejo y más sabio, estaba terriblemente descomprometido.
Había conseguido sacarle algo de dinero a su padre para venir a la universidad a ver cómo estaban las cosas «por el sur». Desgraciadamente, me encontró a mí. El trauma de nuestro primer encuentro alimentó el masoquismo mutuo y desembocó en una especie de affair (platónico, claro está). (Myrna era decididamente masoquista. Sólo era feliz cuando un perro policía hundía sus colmillos en sus leotardos negros o cuando la arrastraban por los pies escaleras abajo para sacarla de una audiencia del Senado.) He de admitir que siempre sospeché que Myrna estaba interesada en mí sensualmente; mi actitud rigurosa hacia el sexo le intrigaba. En cierto modo, me convertí para ella en otra especie de causa. Logré, no obstante, desbaratar todos sus intentos de asaltar la fortaleza de mi cuerpo y mi inteligencia. Myrna y yo, por separado, confundíamos a la mayoría de los estudiantes, pero en pareja confundíamos doblemente a aquellos sonrientes cabezas de chorlito sureños, que constituían la mayor parte del cuerpo estudiantil. Según tengo entendido, los rumores que corrían por el campus nos ligaban a las intrigas más inconcebiblemente depravadas.
La panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta depresión nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta doctrina con desastrosas consecuencias para dos bellezas sureñas a las que tomó bajo su protección, con el propósito de renovar sus mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna, y con la solícita colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas muchachas sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse las venas con una botella rota de cocacola. La explicación de Myrna fue que las chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y predicó con renovado vigor la libertad sexual en todas las aulas y pizzerias, logrando que casi la violase un bedel de la Facultad de Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el camino de la verdad.
Tras unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad, diciendo, a su modo ofensivo: «Este lugar no puede enseñarme nada que ya no sepa.» Los leotardos negros, la tupida mata de pelo y la valija monstruosa desaparecieron; el campus, con sus hileras de palmeras, volvió al letargo y el besuqueo tradicionales. He vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de cuando en cuando, se embarca en una «gira de inspección» por el Sur, parando en Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con sus lúgubres cantos de cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea en su guitarra. Myrna es muy sincera. Por desgracia, también es muy ofensiva.
Cuando la vi tras su último «viaje de inspección», estaba bastante sucia y desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural, para enseñar a los negros canciones populares que había aprendido en la Biblioteca del Congreso. Parece ser que los negros preferían la música contemporánea y que encendían sus transistores ruidosa y desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus lúgubres endechas. Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos habían mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos la habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos, la habían azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le habían aplicado aguijadas eléctricas, la habían mordido perros policías, la habían rozado ligeramente con perdigones. Ella había disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa (y, podría añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos apreciaron que en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no leotardos. Pero no se encendió por ello mi sangre.
Mantenemos una correspondencia regular, y el tema habitual de sus cartas es el de urgirme a participar en manifestaciones, desfiles y ocupaciones, sentadas y cosas de ese género. Pero yo no como en restaurantes baratos ni nado, así que he ignorado hasta el presente sus consejos. El tema subsidiario de su correspondencia es instarme a ir a Manhattan, para que ella y yo podamos alzar nuestra bandera de confusión gemela en aquel centro de horrores mecanizados. Si alguna vez me siento bien de veras, quizás haga el viaje. Por el momento, esa almizcleña joven-cita probablemente esté en el fondo de un túnel del metro, atravesando el Bronx, corriendo de una asamblea de protesta social a alguna orgía de canciones populares, si no es algo peor. Algún día, las autoridades de nuestra sociedad la detendrán simplemente por ser quien es. La cárcel dará al fin sentido a su vida y acabará con sus frustraciones.
Un reciente comunicado suyo fue más audaz y más ofensivo de lo habitual. Hay que tratar con ella a su propio nivel, y así pensé en ella cuando examinaba las condiciones ínfimas de la fábrica. He estado confinado durante demasiado tiempo en el aislamiento miltoniano y en la meditación. No hay duda de que ha llegado la hora de introducirme valerosamente en nuestra sociedad, no al modo tedioso y pasivo de la escuela de acción social de Myrna Minkoff, sino con gran estilo y celo.
El lector será testigo de una decisión valerosa, audaz y agresiva del autor, una decisión que revela una militancia, una profundidad y un vigor totalmente inesperados en persona de tanta suavidad y sosiego. Mañana describiré con detalle mi respuesta a las Myrna Minkoff del mundo. El resultado puede, por otra parte, derribar (demasiado literalmente) al señor González como centro de poder dentro de Levy Pants. Hemos de enfrentarnos a ese enemigo. Una de esas organizaciones de derechos civiles, una de las más poderosas, me cubrirá, con toda seguridad, de laureles.
Noto un dolor casi insoportable en los dedos como consecuencia del ejercicio excesivo que he realizado al escribir esto. He de dejar el lápiz, mi motor de la verdad, y bañar mis manos agarrotadas en un poco de agua caliente. Mi profunda devoción a la causa de la justicia me ha llevado a esta extensa diatriba, y creo que mi círculo dentro de un círculo, mi experiencia en Levy Pants, asciende hacia nuevos éxitos y nuevas alturas.
Nota sanitaria: Manos agarrotadas, válvula temporalmente abierta (a medias).
Nota social: Nada hoy; mamá ha vuelto a salir; parecía una cortesana; uno de sus secuaces, quizás le interese al lector, ha demostrado su incurabilidad revelando una atracción fetichista por los autobuses Greyhound.
Voy a rezar a San Martín de Porres, santo patrón de los mulatos, para que triunfe nuestra causa en la fábrica. Dado que se le invoca también contra las ratas, quizá nos ayude también en la oficina.
Hasta luego,
Gary, vuestro Chico Trabajador Activista

V

El doctor Tale encendió un Benson and Hedges, mirando por la ventana de su despacho de la Facultad de Sociología. Al otro lado del campus a oscuras vio algunas luces de las clases nocturnas de otros edificios. Había estado toda la noche rebuscando en su escritorio sus notas sobre el monarca inglés de la leyenda, notas copiadas precipitadamente de un resumen de la historia inglesa de cien páginas, que una vez había leído en edición de bolsillo. La conferencia sería al día siguiente, y ya eran las ocho y media casi. El doctor Tale tenía fama como conferenciante por su ingenio ágil y sarcástico y por sus generalizaciones fácilmente digeribles, que le hacían popular entre las estudiantes y le ayudaban a ocultar su falta de conocimiento de casi todo en general y de la historia inglesa en particular.
Pero hasta Tale se daba cuenta de que su fama de refinamiento y facundia no le salvarían de su incapacidad absoluta para recordar cualquier cosa relacionada con Lear y Arturo, aparte del hecho de que el primero tenía algunos hijos. Tale dejó el cigarrillo en el cenicero y empezó de nuevo por el último cajón. Al fondo de éste, había un montón de papeles viejos que no había examinado con excesivo detenimiento durante la primera inspección del escritorio. Colocando los papeles en el regazo, fue ojeándolos uno a uno y descubrió que, tal como había imaginado, casi todos eran ejercicios no devueltos que había acumulado a lo largo de un período de más de cinco años. Cuando se detuvo a examinar uno de ellos, sus ojos cayeron sobre una hoja arrugada y amarillenta de papel Gran Jefe en la que había escrito, en rojo, lo siguiente:
Su total ignorancia de lo que profesa enseñar merece pena de muerte. Dudo que sepa usted que a San Casiano de Imola le mataron sus propios alumnos atravesándole con sus estilos. Su muerte, un martirio perfectamente honorable, le convirtió en santo patrón de los profesores.
Encomiéndese a él, tonto extraviado, pseudopedante que se dedica a decir «¿Alguien para el tenis?» y a jugar al golf y a trasegar bebidas alcohólicas, pues necesita usted realmente un santo patrón. Aunque sus días están contados, no morirá usted como un mártir (pues no defiende usted ninguna causa santa), sino como el perfecto imbécil que en realidad es.
EL ZORRO

Sobre la última línea de la página, había dibujada una espada. —¿Qué habrá sido de él? —se dijo Tale en voz alta.

SEIS

Mattie’s Ramble Inn estaba en una esquina del sector Carrollton de la ciudad donde, tras haber corrido en paralelo seis o siete millas, la Avenida St. Charles y el río Mississippi se encuentran y termina la avenida. Allí se forma un ángulo, la avenida y sus vías de tranvía a un lado, el río y el muelle y las vías del ferrocarril al otro. Dentro de este ángulo hay un pequeño barrio separado. Impregna el ambiente el aroma intenso y empalagoso de la destilería de alcohol del río, un olor que se hace sofocante las tardes de verano cuando sopla la brisa del río. El barrio creció al azar hace más o menos un siglo, y hoy apenas si parece urbano. Cuando las calles de la ciudad cruzan la Avenida St. Charles y entran en este barrio, cambian gradualmente del asfalto a la grava. Es un antiguo pueblo rural que tiene incluso algunos pajares, un pueblo alienado y microcósmico dentro de una gran ciudad.
Mattie’s Ramble Inn era como las demás casas de su manzana: baja, sin pintar, de una verticalidad imperfecta. Mattie’s divagaba levemente hacia la derecha, inclinándose hacia las vías del ferrocarril y el río. Su fachada era casi invulnerable, cubierta como estaba de carteles publicitarios de latón de toda una colección de cervezas y cigarrillos y refrescos. Hasta la pantalla de la puerta anunciaba una marca de pan. Mattie’s era una mezcla de bar y tienda de ultramarinos; el aspecto tienda prácticamente limitado a una parca selección de artículos, refrescos, pan y alimentos enlatados. Junto a la barra había un cajón de hielo que enfriaba unos cuantos kilos de carne en salmuera y de salchichas. Y no había ningún Mattie. El señor Watson, el propietario, un hombre tranquilo, tostado, café au lait, tenía autoridad exclusiva sobre la restringida selección de mercancías.
—El problema es el no tené ninguna especíalidá vocacional —le decía Jones al señor Watson.
Jones estaba encaramado en un taburete de madera, las piernas dobladas abajo como ganchos de hielo, listas para enganchar el taburete y llevárselo audazmente ante los ancianos ojos del señor Watson.
—Si yo tuviera una especialidá, no estaría barriéndole el suelo a una puta.
—Sé bueno —respondió vagamente el señor Watson—. Pórtate bien con la dama.
—¡Juá! Sí, claro. Tú no entiendes na de na, hombre. Conseguí un trabajo con un pájaro. ¿Cómo va a gústale a nadie trabaja con un pájaro? —Jones lanzó un poco de humo hacia la barra—. Pero me alegro de que esa chica tenga su oportunidá. Lleva mucho tiempo trabajando para la desgracia de la Lee. Necesita un descanso. Pero apuesto a que ese pájaro va a gana más dinero que yo. ¡Seguro!
—Sé bueno, John.
—¡Juá! Sí, cómo no, a ti te han lavao el cerebro —dijo Jones—. Tú no tienes a nadie que venga aquí y te limpie el suelo, ¿verdá que no? Di, di.
—No te metas en líos.
—¡Puaf! Hablas iguá que la desgracia de la Lee. Qué lástima que no os conozcáis. Ella te quiere mucho, sí. Dice: «Oiga, muchacho, usté es precisamente la clase de negro tonto a la antigua que llevo toda la vida buscando.» Dice: «Oiga, qué bueno es usté, limpíeme el suelo y pínteme la paré. Es usté tan simpático, ¿por qué no me friega el retrete y me limpia los zapatos?» y tú le dices: «Sí, madame, sí, madame. Me portaré bien.» Y te rompes el culo cayéndote cuando estás limpiando una lámpara y llega otra puta amiga suya a compara tarifas y la Lee va y le tira unas monedas a los pies y dice: «Óigame usté, muchacho, ya está bien de comedia. Devuelva esas monedas antes de que llamemos a un policía.» Sí, señó.
—¿No te dijo esa señora que llamaría a la policía si no te portabas bien?
—Me enganchó con eso. ¡Sí, señó! Creo que la Lee tiene algún contacto con la poli. No hace más que hablarme de un amigo que tiene en el cuerpo. Dice que su local tiene tanta clase que allí la policía no se atreve a entra —Jones formó un nubarrón sobre la pequeña barra—. Pero algo se trae entre manos con esa mierda de los huérfanos. Cuando alguien como la Lee dice «Caridá», sabes que se cuece algo ilegal. Y sé que andan con algo raro de ese tipo, porque de repente el huérfano dejó de aparece porque yo hacía muchas preguntas. ¡Mierda! Me gustaría sabe qué es lo que se traen entre manos. Estoy harto de que me tengan cogió en una trampa pagándome veinte dólares a la semana, trabajando con un pájaro tan grande como un águila. Tengo que conseguirme algo, hombre. ¡Puaf! Quiero un acondicionado de aire, un televisó en coló, y bebé de vez en cuando algo mejó que cerveza.
—¿Quieres otra cerveza?
Jones miró al viejo a través de sus gafas de sol y dijo:
—¿Quieres Réndeme otra cerveza, a mí, un pobre chico de coló que anda rompiéndose el culo por veinte dólares a la semana? Creo que ya va siendo hora de que me des una cerveza gratis, con todo ese dinero que ganas vendiendo carne y refrescos a los pobres de coló. Mandas a tu hio a la universidad con el dinero que ganas aquí.
—Es maestro ya —dijo muy orgulloso el señor Watson, abriendo una cerveza.
—Muy bien, hombre, sí. Yo no fui a la escuela más que dos años en toa mi vida. Mi mamá andaba por ahí lavando la ropa de otra gente, nadie hablaba de escuela. Yo me pasaba el día en la calle, gastando suela. Yo gastando suela, mamá lavando, nadie aprendía nada. ¡Una mierda, sí, señó! ¿Quién busca gastasuelas para dales trabajo? Acabo consiguiéndome un trabajo remunerao con un pájaro, con una jefa que probablemente esté vendiendo marranas a los huérfanos. ¡Sí, señó, juá!
—Bueno, si las condiciones son tan malas…
—¿Tan malas? ¡Vamos, hombre! Esto es la esclavitú moderna. Si lo dejo, me denuncian por vagabundo. Sí me quedo, tengo un empleo remunerao con un sueldo que ni siquiera se aproxima al salario mínimo.
—Te diré lo que puedes hacer —dijo el señor Watson confidencialmente, apoyándose en la barra y entregándole a Jones la cerveza.
El otro hombre que había en la barra se inclinó hacia ellos para escuchar; llevaba varios minutos siguiendo su conversación en silencio.
—Puedes probar a hacer un sabotaje, un sabotaje pequeño. Es la única forma de luchar contra esa clase de trampas.
—¿Pero qué quieres decí tú con eso de «sabotaje»?
—Tú sabes, hombre —cuchicheó el señor Watson—. Es como la criada mal pagada que echa demasiada pimienta en la sopa sin darse cuenta; como el empleado del aparcamiento que un día se harta ya de tanta mierda y echa un poco de aceite en el suelo y el coche patina y se va contra la valla.
—¡Juáaa! —dijo Jones—. Como el chico del supermercao que de repente se le ponen resbalosos los dedos y se le cae al suelo una docena de huevos, porque no quieren pagarle las horas extras, ¿eh?
—Ves, ya lo entendiste.
—Nosotros estamos planeando un gran sabotaje —dijo el otro hombre de la barra, rompiendo su silencio—. Tenemos una gran manifestación donde yo trabajo.
—¿Sí?  —preguntó Jones—. Y dime,  ¿dónde?
—En Levy Pants. Tenemos allá un blanquito grande que vino a la fábrica a decirnos que le gustaría mucho tira una bomba atómica y vola la empresa.
—Me parece que vosotros tenéis algo más que sabotaje —dijo Jones—. A mí me parece que vosotros tenéis una guerra.
—Hay que ser bueno, hay que respetar —dijo el señor Watson al desconocido.
El hombre rompió a reír hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Ese hombre —dijo— dice que él reza por las mulatas y las ratas de tó el mundo.
—¿Ratas? ¡Ahí va! Ustés tienen a un chiflao cien por cien.
—Es muy listo —dijo el hombre, a la defensiva—. Y además muy religioso. Se hizo allí mismo en la oficina una cruz grandota.
—¡Juáaa!
—Y dice: «Tos vosotros seríais más felices en la Edad Media. Deberíais conseguiros un cañón y flechas, tira una bomba nucular encima de este sitio.»
El hombre rompió a reír otra vez.
—No tenemos nada mejor qué hace en ésa fábrica. Siempre dice cosas interesantes cuando mueve ese gran bigote que tiene. Va a llevarnos a tos a una gran manifestación que dice que va a convertí todas las demás manifestaciones del mundo en reuniones sociales de señoras.
—Sí, pues a mí me parece que va a llevaros a tos derechitos a la cárcel —dijo Jones, cubriendo la barra con un poco más de humo—. A mí me parece un blanco desgraciao que está como una cabra.
—Es un poco raro, sí —admitió el hombre—. Pero trabaja en aquella oficina, y el jefe de allí, el señor Gonzala, le considera un tipo muy listo. Le deja hace tó lo que quiere. Le deja incluso bajá a la fábrica cuando le da la gana. Hay mucha gente que está dispuesta a hacé la manifestación con él. Nos dijo que había conseguido permiso del propio señor Levy para hace una manifestación, nos dijo que el señor Levy quiere que nos manifestemos y nos libremos de Gonzala. Quién sabe. Quizá nos suban el sueldo. Ese señó Gonzala ya le tiene miedo.
—Y dime, hombre, ¿qué pinta tiene ese salvado blanco que os ha salió? —preguntó con interés Jones,
—Pues es grande y gordo, y lleva una gorra de cazador que no se quita nunca.
A Jones se le desorbitaron los ojos detrás de las gafas.
—¿Tiene una gorra verde, dices? ¿Una gorra de cazado?
—Pues sí que la tiene. ¿Y tú cómo lo sabes?
—¡Juáaa! —dijo Jones—. Estáis metíos en un buen lío. Hay un policía que anda ya detrás de ese tipo. Vino una noche al Noche de Alegría y empezó a contarle a Darlene, a esa chica, no sé qué de un autobús.
—Vaya, sabe usté —dijo el hombre—. Es que a nosotros también nos contó cosas de un autobús, nos contó que una vez fue en un autobús por la oscuridá de la noche…
—Es el mismito. Ya podéis anda con ojo. Anda buscándole un poli. Vosotros los pobres de coló vais a ir tos a la cárcel. ¡Juá!
—Bueno, pues tengo que preguntárselo a él —dijo el hombre—. Yo no quiero í a una manifestación dirigía por un presidiario, no, señó.

II

El señor González llegó a Levy Pants temprano, como siempre. Encendió simbólicamente su pequeña estufa y un cigarrillo con filtro con la misma cerilla: dos antorchas que señalaban el principio de otra jornada de trabajo. Luego, aplicó su ingenio a las meditaciones de primera hora de la mañana. El día anterior, el señor Reilly había añadido un nuevo detalle a la oficina: banderolas de papel riendo, malvas y grises y tostadas, se enlazaban de bombilla a bombilla cruzando el techo. La cruz y los letreros y las banderolas de la oficina recordaban al jefe administrativo los adornos de Navidad y le hacían sentirse algo sentimental. Mirando feliz al sector del señor Reilly, advirtió que las judías crecían tan lozanamente que habían empezado a enredarse ya en las manillas de los cajones del archivador. El señor González se preguntó cómo podría el archivero realizar su tarea sin molestar a aquellos tiernos brotes. Mientras cavilaba sobre este enigma oficinesco, le sorprendió ver al propio señor Reilly irrumpir como un torpedo por la puerta.
—Buenos días, caballero —dijo bruscamente Ignatius, el chal-bufanda volando horizontal en su estela como la bandera de algún clan escocés en pie de guerra. De su hombro colgaba una cámara de cine barata y llevaba bajo el brazo un bulto que parecía una sábana enrollada.
—Qué temprano llega usted hoy, señor Reilly.
—¿Qué queréis decir? Yo siempre llego a esta hora.
—Claro, claro, por supuesto —dijo mansamente el señor González.
—¿Acaso cree usted que he venido temprano con algún propósito?
—No, no, qué va. Yo…
—Hablad claro, caballero. ¿A qué viene esa suspicacia tan extraña? —Le brillan los ojos de paranoia.
—¿Cómo dice, señor Reilly?
—Ya oyó bien lo que dije —contestó Ignatius, y se encaminó pesadamente hacia la puerta de la fábrica.
El señor González intentó reponerse, pero su tentativa se vio alterada por lo que parecía un vitoreo, un rumor que llegaba de la fábrica. Quizá, pensó, uno de los obreros ha tenido un hijo o ha ganado algo en una rifa. Con tal de que los obreros le dejaran en paz, él estaba dispuesto a concederles la misma cortesía. Para él, eran simplemente parte de la estructura física de Levy Pants, no relacionada con «el centro cerebral». No eran suyos, y no tenía por qué preocuparse por ellos; estaban bajo el control beodo del señor Palermo. Cuando reuniera ese valor suficiente, el jefe administrativo pensaba abordar al señor Reilly y preguntarle de modo más diplomático qué hacía durante el tiempo que pasaba en la fábrica. El señor Reilly estaba últimamente un tanto distante e inaccesible, y al señor González le asustaba la idea de un enfrentamiento con él. Se le dormían los pies cuando pensaba en una de aquellas zarpas de oso aterrizando directa sobre su cráneo, hundiéndole quizá como a una estaca en el impredecible suelo de la oficina.
Cuatro de los obreros varones abrazaban a Ignatius por los descomunales jamones que tenía por muslos, y, con considerable esfuerzo, estaban subiéndole a una de las mesas de cortar. Sobre los hombros de sus porteadores, Ignatius aullaba instrucciones como si supervisase el cargamento de la mercancía más rara y valiosa.
—¡Arriba y a la derecha, ahí! —gritaba a los de abajo—. Arriba, arriba, cuidado. Despacio. ¿Me tiene bien cogido? —Sí —contestó uno de los porteadores.
—Da la sensación de que no. ¡Por favor! Estoy hundiéndome en un estado de angustia profunda.
Los obreros observaban con interés cómo los cargadores se tambaleaban bajo su carga.
—Ahora hacia atrás —decía nervioso Ignatius—. Hacia atrás hasta que la mesa quede justo debajo de mí.
—No se preocupe, señor R —jadeó un cargador—. Le llevamos derechito a esa mesa.
—Pues no lo parece —contestó Ignatius, mientras su cuerpo chocaba con una columna—. ¡Oh, Dios mío! Me he dislocado el hombro.
Surgió un grito de los otros obreros.
—Eh, más cuidado con el señor R —chilló alguien—. Vais a romperle la cabeza.
—¡Por favor! —gritó Ignatius—. ¡Que alguien ayude! Si no, voy a convertirme de un momento a otro en un saco de huesos rotos.
—Mire, señor R —dijo sin aliento un cargador—, ahora la mesa está justo detrás de usted.
—Probablemente me arrojen a uno de los hornos antes de que esta desdichada aventura termine. Sospecho que habría sido mucho más prudente dirigirse al grupo al nivel del suelo.
—Apoye los pies, señor R. Tiene la mesa justo debajo.
—Despacito —dijo Ignatius, echando hacia abajo su enorme pie con mucha precaución—. Bien, así. Muy bien. Cuando esté bien asentado, podéis soltarme.
Ignatius estaba al fin vertical sobre la larga mesa, sujetando la sábana enrollada sobre la pelvis, para ocultar a su público el hecho de que, durante el proceso de carga y descarga, se había sentido un tanto estimulado.
—¡Amigos! —dijo grandilocuente, y alzó el brazo que no sujetaba la sábana—. Nuestro día ha llegado al fin. Espero que os hayáis acordado todos de traer vuestros ingenios de guerra.
Del grupo que rodeaba la mesa de cortar no surgió ni una confirmación ni un desmentido.
—Me refiero a los palos y cadenas y garrotes y demás.
Riéndose a coro, los obreros esgrimieron postes de vallas, palos de escoba, cadenas de bicicleta y ladrillos.
—¡Dios santo! No hay duda de que habéis reunido un temible y muy diverso armamento. La violencia de nuestro ataque quizá sobrepase mis previsiones. Sin embargo, cuanto más definitivo sea el golpe, más definitivos serán los resultados. Mi protocolaria inspección de vuestras armas confirma, en consecuencia, mi fe en el triunfo final de vuestra cruzada de hoy. Dejaremos tras nosotros una fábrica saqueada y destruida, hemos de responder al fuego con el fuego.
—¿Qué dice? —preguntó un obrero a otro.
—Arrasaremos la oficina en seguida, sorprendiendo así al enemigo cuando sus sentidos están aún envueltos en las nieblas psíquicas de primera hora de la mañana.
—Oiga, señor R, perdóneme usté —dijo un hombre—. Una persona me dijo que usté tenía problemas con un policía. ¿Es verdá eso?
Se alzó entre los trabajadores una oleada de ansiedad e inquietud.
—¿Qué? —chilló Ignatius—. ¿Dónde oyó usted esa calumnia? Es totalmente falso. Es un rumor vil que debió inventar algún racista blanco, algún patán fanático, quizás el propio González. Cómo se atreve usted, caballero. Deben comprender todos ustedes que nuestra causa tienen muchos enemigos.
Mientras los obreros le aplaudían ruidosamente, Ignatius se preguntó cómo aquel obrero se había enterado de la tentativa de detención de que le había hecho objeto el subnormal de Mancuso. Quizás estuviera allí entre la gente cuando el suceso. Aquel patrullero era la mosca de todas las pomadas. Sin embargo, el momento parecía superado.
—¡Esto es lo que llevaremos con nosotros en vanguardia! —gritó Ignatius ahogando el último aplauso desparramado. Y sacó teatral-mente de encima de su pelvis la sábana, abriéndola de golpe. Entre las manchas amarillas estaba escrito en letras grandes de molde, con tiza roja, ADELANTE. Bajo esto, escrito con una complicada caligrafía azul: Cruzada por la Dignidad Mora.
—Dios sabe quién habrá estado durmiendo en esa sábana vieja —dijo la mujer apasionada y aficionada a los espirituales que iba a ser la directora del coro—. ¡Señor!
Hubo más presuntos sublevados que expresaron la misma curiosidad en una terminología más explícitamente física.
—Silencio —dijo Ignatius, pateando estruendosamente en la mesa—. ¡Por favor! Dos de las mujeres más esbeltas llevarán esta enseña entre las dos cuando avancemos en manifestación hacia la oficina.
—Yo no pongo la mano en eso, no señora, ni hablar —contestó una mujer.
—¡Silencio! ¡Cállense todos! —dijo furioso Ignatius—. Empiezo a sospechar que ustedes no se merecen verdaderamente esta causa. Al parecer, no están dispuestos a hacer ninguno de los sacrificios imprescindibles.
—¿Para qué vamos a llevar esa sábana vieja? —preguntó alguien—. Yo creí que esto iba a ser una manifestación por los salarios.
—¿Sábana? ¡Qué sábana! —replicó Ignatius—. Estoy extendiendo ante vosotros la más orgullosa de todas las banderas, una identificación de nuestro objetivo, una visualización de todo lo que buscamos —los obreros estudiaron con más atención las manchas—. Si sólo deseáis irrumpir en la oficina como ganado, no habréis participado más que en un motín. Esta bandera por sí sola da forma y crédito a la sublevación. Hay cierta geometría ligada a estas cosas, cierto ritual que hay que observar. Bien, ustedes dos, señoras, ésas de allí, cojan esto entre las dos, una de cada lado, y llévenlo así con honor y orgullo, con las manos bien alzadas, etcétera.
Las dos mujeres a las que Ignatius señaló avanzaron muy despacio hacia la mesa de cortar y tomaron cautelosamente la bandera con el pulgar y el índice, sosteniéndola entre ellas como si fuera la mortaja de un leproso.
—Tiene un aspecto aún más impresionante de lo que yo suponía —dijo Ignatius.
—No me menees esa cosa delante, chica —dijo alguien a las mujeres, creando otra marejada de risas.
Ignatius puso su cámara en acción y la enfocó hacia la pancarta y los trabajadores.
—¿Querrán todos ustedes por favor alzar las piedras y los palos otra vez?
Los obreros obedecieron jovialmente. A Myrna se le atragantaría el exprés cuando viera aquello.
—Ahora con un poco más de violencia. Blandid las armas con fiereza. Haced gestos y muecas. Chillad. Quizás alguno podría dar saltos, si no es molestia.
Todos siguieron sus instrucciones con júbilo. Es decir, todos salvo las dos mujeres que sostenían hoscamente la bandera.
En la oficina, el señor González estaba observando cómo la señorita Trixie chocaba con el marco de la puerta al entrar en la oficina. Al mismo tiempo, se preguntaba qué significaría aquel nuevo y violento griterío que llegaba de la fábrica. Ignatius filmó durante un minuto o más la escena que tenía ante él. Luego, siguió por una columna, hasta el techo, para lo que consideró una especie de metáfora cinematográfica interesante y algo rebuscada que indicaba anhelos y aspiraciones. La envidia roería las almizcleñas entrañas de Myrna. En la cúspide de la columna, la cámara fijó para la posteridad varios metros cuadrados del oxidado interior del techo de la fábrica. Luego, Ignatius entregó la cámara a un obrero y pidió que le fotografiase. Mientras el obrero dirigía las lentes hacia él, Ignatius frunció el ceño y agitó un puño, divirtiendo muchísimo a los trabajadores.
—Bien, se acabó —dijo benevolente, tras recuperar la cámara de un zarpazo y cerrarla—. Controlemos de momento nuestros impulsos rebeldes y planeemos nuestras estratagemas. Primero, estas dos damas nos precederán con la bandera. Directamente detrás de la bandera irá el coro, cantando una melodía popular o religiosa adecuada. La dama encargada del coro es quien puede elegir la melodía. Como no sé nada de vuestra música popular, os dejaré a vosotros la selección, aunque ojalá hubiera habido tiempo bastante para enseñaros a todos las maravillas de un madrigal. Sugeriré tan sólo que elijáis una melodía más bien vigorosa. Los demás formarán el batallón de guerreros. Yo seguiré a todo el grupo con mi cámara, a fin de registrar este hecho memorable. En alguna fecha futura, podremos conseguir todos algunos ingresos adicionales alquilando esta película a organizaciones estudiantiles o a otras pasmosas asociaciones similares.
»Por favor, recordad esto: nuestro primer paso será pacífico y racional. Cuando entremos en la oficina, las dos damas llevarán la bandera hasta el jefe administrativo. El coro se colocará junto a la cruz. El batallón permanecerá en segundo plano hasta que sea necesario. Como vamos a tratar con el propio González, supongo que habrá que llamar en seguida al batallón. Si González no reacciona ante este espectáculo emocionante, yo gritaré: ‘»¡Al ataque». Esa será la señal para empuñar las armas y atacar. ¿Alguna pregunta?
Alguien dijo: «Todo esto es pura mierda», pero Ignatius ignoró la voz. Hubo un silencio feliz en la fábrica, la mayoría de los trabajadores estaban ávidos de alguna ruptura con la rutina. El señor Palermo, el capataz, apareció beodamente entre dos de los hornos un momento y desapareció luego.
—Parece ser que el plan de combate está claro —dijo Ignatius al ver que no surgían preguntas—. ¿Querrán las dos damas de la bandera, por favor, tomar posiciones allí junto a la puerta? Ahora, por favor, que se coloque el coro detrás y luego el batallón.
Los obreros formaron rápidamente, sonriendo y espoleándose unos a otros con sus ingenios de guerra.
—¡Magnífico! El coro puede empezar ya a cantar.
La dama afecta a los espirituales sopló una flauta y los integrantes del coro comenzaron a cantar vigorosamente: «Oh, Jesús, camina a mi lado/Así siempre, siempre estaré satisfecho».
—Es una canción muy conmovedora, realmente —comentó Ignatius. Luego gritó—: ¡Adelante!
La formación obedeció tan de prisa, que, antes de que Ignatius pudiera añadir nada más, ya había salido la enseña de la fábrica y subía las escaleras hacia la oficina.
—¡Alto! —gritó Ignatius—. Alguien tiene que ayudarme a bajar de la mesa.

Oh, Jesús, sé mi amigo
Hasta el fin, hasta el fin, sí.
Coge mi mano
Y seré dichoso
Sabiendo que Tú caminas
Oyendo mi voz.
No me quejo
Aunque llueva
Cuando estoy con Jesús.

—¡Alto! —gritó Ignatius frenéticamente, viendo cómo la última fila del batallón cruzaba la puerta—. ¡Volved inmediatamente aquí!
Pero la puerta se cerró. Ignatius se agachó y se colocó a cuatro patas y fue gateando hasta el borde de la mesa. Luego, giróse y, tras maniobrar largo rato con sus extremidades, logró sentarse al borde. Comprobado que sus pies se columpiaban a sólo unos centímetros del suelo, decidió arriesgarse al salto. Al apartarse de la mesa y aterrizar en el suelo, deslizósele la cámara del hombro, y golpeó el cemento con un estruendo quebrado y sordo. Destripada, derramáronse por el suelo sus fílmicas entrañas. Recogióla Ignatius y accionó el pulsador destinado a ponerla en marcha, pero nada pasó.
Tú, Jesús, me pagas la fianza Cuando me meten en la cárcel. Oh, sí, Tú me das siempre Una razón para vivir.
—¿Pero qué cantan esos dementes? —preguntó Ignatius a la vacía fábrica, mientras iba embutiendo metros y metros de película en el bolso.

Tú nunca me haces daño,
Tú nunca, nunca, nunca me abandonas.
Yo nunca peco
Y gano siempre
Ahora que tengo a Jesús.

Ignatius, con una estela de película desenrollada, se lanzó hacia la puerta y entró en la oficina. Las dos mujeres desplegaban estólidas la parte posterior de la manchada sábana ante el señor González, que estaba confundidísimo. Los miembros del coro, con los ojos cerrados, cantaban compulsivos, perdidos en su mundo melódico. Ignatius atravesó el batallón que remoloneaba benigno en los márgenes de la escena, hacia el escritorio del jefe administrativo.
La señorita Trixie le vio y preguntó:
—¿Qué pasa, Gloria?  ¿Qué hace aquí la gente de la fábrica?
—Corra ahora que puede, señorita Trixie —dijo Ignatius muy serio.

Oh, Jesús, Tú me das paz,
Tú alejas a la policía.

—No puedo oírte, Gloria —-gritó la señorita Trixie, agarrándole del brazo—. ¿Esto es una comedia de negros?
—¡Vaya a colgar sus carnes flácidas en el retrete! —gritó brutal Ignatius.
La señorita Trixie desapareció.
—¿Bien? —preguntó Ignatius al señor González, resituando a las dos damas, para que el jefe administrativo pudiera ver la inscripción de la sábana.
—¿Qué significa esto? —preguntó el señor González, leyendo la pancarta.
—¿Se niega usted a ayudar a estas personas?
—¿Ayudarles? —preguntó acongojado el jefe administrativo—. ¿De qué habla usted, señor Reilly?
—Hablo de ese pecado contra la sociedad del que es usted culpable.
—¿Qué? —al señor González le temblaban los labios.
—¡Al ataque! —gritó Ignatius al batallón—. Este hombre no sabe lo que es la caridad.
—No le ha dado usted oportunidad de hablar —comentó una de las mujeres descontentas que sujetaban la sábana—. Deje usted hablar al señor González.
—¡Al ataque! ¡Al ataque! —gritó de nuevo Ignatius, con mayor furia aún, los ojos amarillos y azules relampagueando desorbitados.
Alguien dio un cadenazo más bien protocolario en los archivadores, tirando las plantas al suelo.
—¿Pero qué has hecho, desgraciado? —dijo Ignatius—. ¿Quién te mandó tirar esas plantas?
—Usted dijo «al ataque» —contestó el portador de la cadena.
—Deje eso inmediatamente —gritó Ignatius a un hombre que acuchillaba apático el letrero DEPARTAMENTO DE INVESTIGACIÓN Y REFERENCIA. — I. REILLY, CUSTODIO con un cortaplumas—. ¿Pero qué se han creído ustedes?
—Bueno, usté dijo «al ataque» —contestaron varias voces.

En este yermo
Me das la gracia
De tu luz
Que ilumina la larga noche.
Oh, Jesús, oye mis cuitas
Y nunca, nunca, nunca te dejaré.

—Basta ya de esa canción horrible —gritó Ignatius al coro—. Nunca he oído mayor blasfemia.
El coro dejó de cantar y los cantores parecieron ofenderse muchísimo.
—No entiendo lo que hace, señor Reilly —dijo el jefe administrativo a Ignatius.
—Cierre esa boquita, subnormal.
—Nosotros volvemos a la fábrica —dijo furiosa a Ignatius la portavoz del coro, la dama apasionada—. Es usté un hombre malo. Yo sí creo que hay un policía buscándole.
—Sí —confirmaron otras voces.
—Un momento, un momento —suplicó Ignatius—. Alguien tiene que atacar a González —pasó revista el batallón de guerreros—. El del ladrillo, venga aquí ahora mismo y pegúele un poco en la cabeza.
—Yo no voy a pegarle a nadie con esto —dijo el hombre del ladrillo—. Usted debe tener unos antecedentes de un kilómetro en la policía.
Las dos mujeres dejaron caer al suelo con manifiesta repugnancia la sábana y siguieron al coro, que ya empezaba a salir por la puerta.
—¿Pero dónde se van? —gritó Ignatius, la voz ahogada de saliva y furia.
Los guerreros no contestaron y empezaron a seguir al coro y a las dos portaestandartes por la puerta de la oficina. Ignatius se lanzó raudo tras los últimos guerreros y agarró por el brazo a uno, pero el guerrero se lo quitó de encima como si fuera un mosquito y dijo:
—Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que nos metan en la cárcel.
—¡Vuelvan aquí! No han terminado. Pueden coger a la señorita Trixie si quieren —gritó Ignatius frenético al batallón en retirada, pero la procesión siguió silenciosa y resuelta escaleras abajo hacia la fábrica. Y cerróse por último la puerta tras el último cruzado de la dignidad mora.

III

El patrullero Mancuso miró el reloj. Llevaba ya ocho horas en la estación de autobuses. Era tiempo ya de entregar el disfraz en la comisaría y regresar a casa. No había detenido a nadie en todo el día y, además, parecía haber cogido un catarro. Allí hacía mucho frío y había mucha humedad. Estornudó e intentó abrir la puerta; pero no se abría. Sacudió la manilla, forcejeó en la cerradura, que parecía trabada. Tras más o menos un minuto de esfuerzos y empujones, gritó: «¡Socorro!».

IV

—¡Ignatius!  ¡Por fin lograste que te echaran! —Por favor, madre, que estoy al borde del derrumbe. Ignatius se embutió la botella de Dr. Nut bajo el bigote y bebió ruidosamente, con gorgoteos sonoros.
 —Si piensas portarte ahora como una arpía, piensa que me empujarás al abismo.
—Un trabajito de nada en una oficina y no es capaz de conservarlo. Con todos tus estudios.
—Me odiaban, me envidiaban —dijo Ignatius, mirando con cara compungida a las paredes oscuras de la cocina.
Luego, apartó la lengua de la boca de la botella con un zump y eructó un poco de Dr. Nut.
—En realidad, todo ha sido culpa de Myrna Minkoff. Tú ya sabes los líos que arma.
—¿Myrna Minkoff? No digas tonterías, Ignatius. Esa chica está en Nueva York. Te conozco, hijo mío. Debes haber soltado en Levy Pants alguna patochada de las tuyas.
—Mi magnificencia les turbaba.
—Dame ese periódico, Ignatius. Vamos a echar un vistazo a las ofertas de trabajo.
—¿Es cierto lo que oigo? —atronó Ignatius—. ¿Voy a verme arrojado de nuevo al abismo? ¿Es que no tienes caridad? Necesito una semana al menos en la cama, con servicio, para recuperarme.
—Hablando de la cama, ¿qué ha sido de tu sábana, hijo mío?
—Pues no tengo ni idea. Puede que la robaran. ¡No te previne yo contra los intrusos!
—¿Quieres decir que entró alguien en casa sólo para llevarse una de tus sábanas asquerosas?
—Si fueras un poco más concienzuda en la colada, no habría que aplicarle tal calificativo.
—Bueno, bueno, dejémoslo, pásame el periódico, hijo mío.
—¿Vas a intentar de veras leer en voz alta? Dudo que mi organismo pueda soportar tal trauma en este momento. Además, estoy leyendo un artículo muy interesante de la sección de ciencias, un artículo sobre los moluscos.
La señora Reilly arrebató el periódico a su hijo, dejando dos trocitos de papel en sus manos.
—¡Madre! ¿Esta muestra agresiva de mala educación es resultado acaso de tu relación con esos sicilianos que juegan a los bolos?
—Cállate, Ignatius —dijo su madre, pasando las hojas compulsivamente, en busca de la sección de anuncios.
—Mañana por la mañana cogerás el trole de St. Charles bien temprano.
—¿Eh? —preguntó Ignatius con aire ausente. Estaba preguntándose qué podría escribirle ahora á Myrna. La película parecía destruida también. Sería imposible describir en una carta el desastre de la Cruzada—. ¿Qué decías, madre?
—Digo que tienes que coger ese trole mañana temprano —chilló la señora Reilly.
—Muy razonable.
—Y no volverás a casa, hasta que encuentres trabajo.
—Fortuna ha decidido, al parecer, iniciar otro giro hacia abajo.
—¿Qué?
—Nada, nada.

V

La señora Levy yacía boca abajo sobre la tabla de ejercicios motorizada, cuyas diversas secciones tanteaban suavemente su amplio cuerpo, toqueteando y amasando su carne blanca y blanda cual amoroso panadero. La señora Levy mantenía firmemente asido el tablero, abrazándolo por debajo.
—Oh —gemía satisfecha y feliz, tanteando la sección que tenía debajo de la cara.
—Apaga ese chisme —dijo la voz de su marido, detrás suyo.
—¿Qué? —la señora Levy alzó la cabeza y miró soñolienta alrededor—. ¿Qué haces aquí? Creí que estabas en la ciudad, en las carreras.
—Cambié de idea, supongo que no te importa.
—Claro, qué me va a importar. Haz lo que quieras. No tengo por qué decirte yo lo que tienes que hacer. Diviértete. A mí qué más me da.
—Perdona. Siento haberte arrancado de tu tabla.
—No metamos la tabla en el asunto, si no te importa.
—Oh, que me disculpe si la he ofendido.
—No tienes por qué meterte con mi tabla. Sólo he dicho eso. Intento ser amable. No soy yo quien empieza las discusiones en esta casa.
—Enciende ese cacharro otra vez y cállate. Voy a darme una ducha.
—¿Lo ves? Te excitas por nada. No tienes por qué volcar en mí tus sentimientos de culpa.
—¿Pero de qué sentimientos de culpa hablas?-¿Qué he hecho yo, a ver?
—Sabes bien a qué me refiero, Gus. Sabes muy bien que has desperdiciado tu vida. Una gran empresa a la basura. La posibilidad de operar a escala nacional. La sangre y el sudor de tu padre, que te la entregó en bandeja de plata.
—Uf.
—Una empresa floreciente que se hunde.
—Mira, tengo dolor de cabeza hoy precisamente por haber intentado salvar esa empresa. Por eso no fui a las carreras.
Después de haber luchado con su padre casi treinta y cinco años, el señor Levy había decidido que dedicaría el resto de su vida a procurar que no le fastidiaran. Pero todos los días que estaba en la mansión Levy, le fastidiaba su esposa por el simple hecho de que no soportaba que él no quisiera que le fastidiaran con Levy Pants. Y, al mantenerse al margen de Levy Pants, la empresa le fastidiaba aún más, porque siempre había en ella algún problema. Habría sido todo mucho más fácil y menos fastidioso si se hubiera dedicado realmente a dirigir Levy Pants y hubiera hecho una jornada de ocho horas como director. Pero el solo nombre de Levy Pants le daba ardor de estómago. Lo asociaba a su padre.
—¿Y qué hiciste, Gus?  ¿Firmar unas cartas?
—Despedí a una persona.
—¿De veras? Qué hazaña. ¿A quién? ¿A un fogonero?
—¿Recuerdas que te hablé de un chiflado grandote, uno que contrató el memo de González?
—Ah. Aquél, sí —la señora Levy dio vuelta sobre la tabla de ejercicios.
—No te imaginas lo que hizo. Hay tiras de papel de colores, banderolas colgando del techo. Puso una gran cruz en la oficina. Y hoy, cuando entré, se me acercó y empezó a quejarse de que uno de la fábrica le había tirado al suelo sus plantas de judías.
—¿Plantas de judías? ¿Es que se ha creído que Levy Pants es un huerto de legumbres?
—Dios sabe lo que pasa por esa cabeza. Quería que yo echase al que le había tirado las plantas y a otro tipo que decía que le había roto su cartel. Dijo que los obreros eran todos unos camorristas que no le tenían ningún respeto. Que querían fastidiarle. Así que bajé a la fábrica y busqué a Palermo. No estaba, por supuesto, pero ¿a que no sabes con qué me encontré? Con que todos los obreros tenían ladrillos y cadenas. Y estaban nerviosísimos y me dijeron que aquel tipo, ese Reilly, es decir el mamarracho grandote, les había dicho que llevaran todo aquello para asaltar la oficina y pegarle a González.
—¿Qué?
—Se había dedicado a decirles que estaban mal pagados y que trabajaban demasiado.
—Creo que tiene razón —dijo la señora Levy—. Ayer, Susan y Sandra escribieron precisamente y lo comentaban en su carta. Sus amiguitos de la universidad les dijeron que, por lo que contaban de su padre, era como los plantadores que vivían del trabajo de los esclavos. Las chicas estaban muy afectadas. Pensaba decírtelo, pero tuve tantos problemas con el nuevo diseñista capilar que se me pasó. Quieren que subas el sueldo a esa pobre gente y dicen que si no, no volverán a casa nunca.
—¿Pero quiénes se creen esas dos que son?
—Tus hijas, por si lo has olvidado. Lo único que quieren es respetarte. Dicen que si no mejoras las condiciones de trabajo en Levy Pants no volverás a verlas.
—¿Y a qué viene ese repentino interés por los negros? ¿Es que se han acabado los jóvenes?
—Vaya, ya estás atacando otra vez a las niñas. Sabes lo que te digo, que es por eso por lo que yo tampoco puedo respertarte. Si una de tus hijas fuera un caballo y la otra un jugador de béisbol, no las llevarías en palmitas.
—Si una fuera un caballo y la otra un jugador de béisbol, nos iría mucho mejor, créeme. Por lo menos, darían un beneficio.
—Disculpa —dijo la señora Levy, conectando de nuevo la tabla de ejercicios—. No estoy dispuesta a seguir oyendo disparates. Qué disgusto. No sé si seré capaz de escribir a las niñas y explicarles esto.
El señor Levy había visto las cartas de su mujer a las chicas, una especie de editoriales emotivos, un lavado de cerebro irracional que habría hecho parecer a Patrick Henry  * como un coriáceo reaccionario que hacía que las chicas volvieran a casa en vacaciones llenas de hostilidad hacia su padre por los miles de injusticias de que había hecho objeto a su madre. La señora Levy elaboraba va mentalmente una especie de folletín apasionado en el que su marido tenía el papel de un miembro del Ku Klux Klan que despidía del trabajo a un joven cruzado. El material de que disponía era excelente.
—Ese muchacho es un verdadero psicópata —dijo el señor Levy.
—Para ti, la personalidad es psicosis. La integridad, un complejo. Ya conozco ese cuento.
—Mira, puede que no le hubiera despedido si uno de los obreros no me hubiera contado que había oído decir que a ese chiflado le busca la policía. Eso fue lo que me hizo tomar una decisión rápida. Ya he tenido bastantes problemas con esa empresa para tener allí a un chiflado reclamado por la policía.
—No me vengas con ésas. Es demasiado típico. Para una persona como tú, los cruzados y los idealistas son siempre beatniks y delincuentes. Es tu defensa contra ellos. Pero gracias por decírmelo. Dará mayor realismo a la carta.
—No he despedido a nadie en toda mi vida —dijo el señor Levy—. Pero no puedo tener trabajando allí a una persona a la que busca la policía. Podríamos meternos en un lío.
—Por favor —la señora Levy hizo un gesto de advertencia desde la tabla—. Ese joven idealista debe estar ahora pasándolas negras en algún sitio. Esto destrozará a las chicas, igual que me destroza a mí. Yo soy una mujer de mucha personalidad, una mujer muy íntegra y muy sensible. Tú eso nunca has sabido apreciarlo. Mi relación contigo me ha envilecido. Has hecho que todo resulte tan vulgar, yo incluida. Estoy acartonada por tu culpa.
—Así que también te he destrozado a ti, ¿en?
—Yo era en otros tiempos una chica tierna y amorosa con grandes ideales. Las niñas lo saben muy bien. Creí que serías capaz de convertir Levy Pants en una empresa de ámbito nacional —la señora Levy cabeceaba suavemente sobre la tabla—. Y fíjate. Es sólo una empresucha en quiebra, sin futuro. Tus hijas están decepcionadas. Yo estoy decepcionada. Ese joven al que despediste, está decepcionado.
—¿Pero es que quieres que me suicide?
—Ésa decisión sólo puedes tomarla tú. Has decidido siempre tú. Yo he existido sólo para tu placer. No soy más que otro coche deportivo usado. Me utilizas cuando te apetece. No me importa.
—Oh, cállate. Nadie desea utilizarte para nada.
—¿Lo ves? Siempre estás atacando. Eso es inseguridad, complejos de culpa, hostilidad. Si estuvieras orgulloso de ti mismo y de cómo tratas a los demás, serías agradable. Piensa en otro ejemplo, en la señorita Trixie. Piensa en lo que le has hecho.
—Nunca le he hecho nada a esa mujer.
—Precisamente. Está sola, asustada.
—Pero si ya está casi muerta.
—Como no están aquí Susan y Sandra, yo también siento complejo de culpa. ¿Qué hago yo en el mundo? ¿Qué objetivo tengo yo en la vida? Soy una mujer con ambiciones, con ideales —la señora Levy suspiró—. Y me siento tan inútil. Me has enjaulado con centenares de objetos materiales que no satisfacen a mi auténtico yo —sus ojos saltones miraban fríos a su marido—. Si me traes a la señorita Trixie no escribiré esa carta.
—¿Qué? No quiero aquí a ese vejestorio. ¿Qué pasó con tu club de bridge? La última vez que no escribiste una carta conseguiste un vestido nuevo. Te compraré un traje de fiesta. Confórmate con eso.
—No basta con que hayas mantenido activa a esa mujer. Necesita ayuda personal.
—Ya la has utilizado como conejillo de Indias para aquel curso por correspondencia que hiciste. ¿Por qué no la dejas en paz? Deja que González la jubile.
—Hazlo y la matarás. Entonces sentirá realmente que nadie la quiere. Tendrás una muerte sobre tu conciencia.
—Ay. Dios santo.
—Cuando pienso en mi madre. Todos los inviernos en la playa de San Juan. Bronceado, bikini: bailando, nadando, disfrutando. Admiradores.
—Cada vez que la derriba una ola, le da un ataque cardíaco. Lo que no pierde en los casinos, lo gasta con el médico del Caribe Hilton.
‘—No te gusta mi madre porque nunca te tragó. Razón tenía. Debería haberme casado con un médico, alguien con ideales —la señora Levy añadió con tristeza—: En realidad, no importa ya. El sufrimiento ha servido para fortalecerme.
—¿Sufrirías mucho si alguien arrancase los cables a esa maldita tabla de ejercicios?
—Ya te lo he dicho —dijo furiosa la señora Levy—. No metas a la tabla en esto. La rabia te desborda. Sigue mi consejo, Gus. Vete a ver a ese psicoanalista del Medical Arts, el que ayudó a Lenny a sacar de la ruina su joyería. Le curó de aquel complejo que tenía sobre la venta de rosarios. Lenny cuenta de él maravillas. Ahora, ha conseguido una especie de contrato en exclusiva con unas monjas que le venden los rosarios en los cuarenta colegios católicos de la ciudad. Se está hinchando a ganar dinero. Y es feliz. Las monjas son felices, los niños son felices.
—Qué maravilla.
—Ha introducido en el mercado una hermosa colección de imágenes y de artículos religiosos.
—Apuesto a que es feliz.
—Lo es. Y tú deberías serlo también. Vete a ver a ese médico antes de que sea demasiado tarde, Gus. Deberías buscar ayuda, aunque sólo sea por las niñas. Por mí da igual.
—De eso estoy seguro.
—Tienes una personalidad muy confusa. Sandra, por ejemplo, es mucho más feliz desde que se psicoanalizó. Con un médico de la universidad, que la ayudó muchísimo.
—Estoy seguro de que sí, de que la ayudó mucho.
—Es muy posible que tenga una recaída cuando se entere de lo que le hiciste a aquel joven idealista. Sé que las niñas acabarán volviéndose contra ti. Son tiernas y compasivas, lo mismo que yo antes de que tú me embrutecieses.
—¿Embrutecerte, dices?
—Por favor, basta de sarcasmos —un movimiento de las uñas aguamarinas advirtió desde la saltante y ondulante tabla— ¿Me traes a la señorita Trixie o escribo la carta?
—Tendrás a la señorita Trixie —dijo el señor Levy al fin—. Probablemente intentarás colocarla en esa tabla y le romperás una cadera.
—¡No metas la tabla en esto!

SIETE

Vendedores Paraíso, Incorporated, se albergaba en lo que antes había sido un taller de reparación de automóviles, en la oscura planta baja de un edificio comercial de la calle Poydras, desocupado, por lo demás. Las puertas del garaje solían estar abiertas, obsequiando al transeúnte con un aroma acre a salchichas hirviendo y a mostaza, y a cemento impregnado durante muchos años por los lubricantes y aceites de motor que habían goteado y manado de Harmons y Hupmobiles. El intenso hedor de Vendedores Paraíso, Incorporated, llevaba a veces al sobrecogido y perplejo transeúnte a mirar por la puerta abierta hacia la oscuridad del garaje. Allí, sus ojos se topaban con una flota de grandes salchichas de lata instaladas sobre ruedas de bicicleta. No es que fuese una colección de vehículos demasiado impresionante. Varios de los salchichomóviles estaban llenos de abolladuras. Había una salchicha estrujada, de costado, su única rueda colocada horizontal encima, víctima del tráfico.
Entre los transeúntes vespertinos que pasaban apresurados delante de Vendedores Paraíso, Incorporated, pasó arrastrándose lentamente una figura impresionante: Ignatius. Se detuvo ante el estrecho garaje, aspiró los humos de Paraíso con gran placer sensorial. Sus protuberantes pelos nasales analizaron, catalogaron, categorizaron y clasificaron los distintos aromas, la salchicha, la mostaza, el lubricante. Aspiró profundamente, preguntándose si detectaba también o no, un olor más sutil, el aroma leve de los panecillos. Luego miró las manos de blancos guantes de su reloj de pulsera Ratón Mickey y comprobó que sólo hacía una hora que había comido. Aun así, aquellos aromas intrigantes estaban haciéndole salivar activamente.
Entró en el garaje y miró por allí. En un rincón había un viejo que hervía salchichas en una enorme olla, cuyo tamaño empequeñecía el hornillo de gas sobre el que se asentaba.
—Disculpe, caballero —dijo Ignatius—. ¿Venden ustedes al detall?
Los ojos acuosos del viejo se volvieron hacia el enorme visitante.
—¿Qué quiere usted?
—Me gustaría comprar una de sus salchichas. Tienen un aroma delicioso. Quería saber si me vendía usted una.
—Desde luego.
—¿Puedo elegirla? —preguntó Ignatius, asomándose al borde de la olla.
Las salchichas silbaban y bailaban en el agua hirviendo como paramecios artificialmente coloreados, vistos desde un gigantesco microscopio. Ignatius se llenó los pulmones de aquel aroma amargo y picante.
—Me imaginaré que estoy en un restaurante elegante y que esto es la charca de las langostas.
—Tome, sáquela con este tenedor —dijo el hombre, entregándole a Ignatius una especie de lanza doblada y corroída—. Y procure no tocar el agua con las manos. Es como ácido. Fíjese cómo ha dejado el tenedor.
—Caramba —dijo Ignatius al viejo, después de haber dado el primer mordisco—. Son fuertes, eh. ¿Qué ingredientes tienen?
—Caucho, cereal, tripa. ¿Quién sabe? Yo no me atrevo a comerlas, la verdad.
—Resultan curiosamente atractivas —dijo Ignatius, carraspeando—. Me pareció que las vibrisas de mi nariz detectaban algo único cuando pasaba por ahí fuera.
Ignatius masticaba con una ferocidad beatífica, estudiando una cicatriz que tenía el viejo en la nariz y oyéndole silbar.
—¿Eso que silba es de Scarlatti? —preguntó al fin.
—Bueno, yo creo que es Turkey in the Straw.
—Tenía la esperanza de que conociese usted la obra de Scarlatti. Fue el último músico —añadió Ignatius, reanudando su furioso ataque a la gran salchicha—. Con sus evidentes dotes musicales, podría dedicarse usted a algo de más mérito.
Ignatius siguió masticando mientras el viejo reanudaba su monótono silbar. Luego, dijo:
—Sospecho que piensa usted que Turkey in the Straw es algo auténticamente norteamericano. Pues bien, no lo es. Es una abominación discordante.
—No me parece que eso tenga mucha importancia.
—¡Tiene muchísima, caballero! —chilló Ignatius—. Venerar cosas como Turkey in tbe Straw es la raíz misma de nuestros problemas actuales.
—¿Pero de dónde demonios sale usted? ¿Qué quiere?
—¿Cuál es su opinión sobre una sociedad que considera Turkey in the Straw como uno de los pilares de su cultura?
—¿Quién piensa eso? —preguntó el viejo irritado. —Todo el  mundo.  Sobre  todo   los cantantes  populares y los profesores  de  tercer  grado.   Hay  hoscos  pregraduados  y  párvulos que están cantándolo siempre, como hechiceros. —Ignatius eructó—. Creo que tomaré otra de esas deliciosas salchichas.
Tras la cuarta salchicha, Ignatius repasó labios y bigote con su majestuosa lengua color rosa y le dijo al viejo:
—No recuerdo haberme sentido tan satisfecho en mucho tiempo. He tenido suelte al encontrar este lugar. Me espera un día preñado de infinitos horrores. Estoy sin trabajo en este momento e intentando encontrarlo. Y es como si me hubiese lanzado a buscar el Santo Grial. Llevo ya una semana deambulando por el barrio comercial. Carezco, al parecer, de alguna perversión especial que buscan los patronos de hoy.
—No tiene suerte, ¿eh?
—Bueno, he contestado sólo a dos anuncios esta semana. Hay días que estoy absolutamente desquiciado ya cuando llego a la Calle Canal. Esos días puedo darme por satisfecho si tengo ánimos bastante para entrar en un cine. En realidad, he visto ya todas las películas que ponen en el centro y, dado que todas son lo suficientemente ofensivas como para que se mantengan en cartelera indefinidamente, la semana que viene se presenta particularmente lúgubre.
El viejo miró a Ignatius y luego miró aquella enorme olla, el hornillo de gas, los carros abollados. Al fin, dijo:
—Yo puedo darle trabajo aquí.
—Muchísimas gracias —-dijo Ignatius en tono condescendiente—. Pero aquí no podría trabajar. Este garaje es muy húmedo y yo soy propenso a las afecciones respiratorias, entre varias otras.
—Pero no trabajaría usted aquí, hijo. Yo digo como vendedor.
—¿Qué? —aulló Ignatius—. ¿Todo el día en la calle, expuesto a la lluvia y a la nieve?
—Aquí no nieva, hijo.
—Sí que nieva, pocas veces, pero nieva. Lo más probable es que se pusiera a nevar en cuanto saliera yo a la calle arrastrando uno de esos carros. Seguro que me encontrarían tirado en el arroyo, con todos mis orificios llenos de carámbanos, y los gatos callejeros echados sobre mí para aprovechar el calor de mi último aliento. No, gracias, caballero. He de irme. Ahora recuerdo que tengo una cita.
Ignatius miró con aire ausente su relojito y vio que había vuelto a pararse.
—Sólo un poquito, hijo —suplicó el viejo—. Pruebe un día. ¿Qué le parece? Necesito vendedores.
—¿Un día? —repitió incrédulo Ignatius—. ¿Un día, dice? Yo no puedo desperdiciar uno de mis valiosos días. Tengo que ir a sitios y ver gente.
—De acuerdo —dijo con firmeza el viejo—. Entonces, págueme el dólar que me debe por las salchichas.
—Me temo que tendrán que correr a cuenta de la casa, o del garaje, o lo que sea. Mi madre descubrió anoche en mis bolsillos varias entradas de cine y hoy sólo me ha dado para el transporte.
—Llamaré a la policía.
—¡Oh, Dios mío!
—¡Pagúeme! ¡Pagúeme o llamo a la policía!
El viejo agarró el largo tenedor y colocó diestramente sus dos dientes herrumbrosos en el cuello de Ignatius.
—Está usted agujereando mi bufanda importada —chilló Ignatius.
—Déme el dinero del transporte.
—No puedo ir andando hasta la Calle Constantinopla.
—Coja un taxi. Alguien pagará al taxista en su casa cuando llegue.
—¿Cree usted en serio que mi madre me creería si le dijese que un viejo me había amenazado con un tenedor y me había quitado el dinero del transporte?
—No estoy dispuesto a dejar que me roben más —dijo el viejo, rociando a Ignatius de saliva—. Es lo que pasa en este negocio. Los vendedores ambulantes y la gente de las gasolineras son los que peor lo tienen. Robos, asaltos. Nadie respeta a un vendedor de salchichas.
—Eso es patentemente falso, caballero. Nadie respeta más que yo a los vendedores de salchichas. Realizan uno de los pocos servicios dignos de nuestra sociedad. El robar a un vendedor ambulante de bocadillos de salchichas es un acto simbólico. No es un robo provocado por la avaricia, sino más bien por un deseo de humillar al vendedor.
—Cierre de una vez esa bocaza y pagúeme.
—Es usted muy obstinado para ser tan viejo. Sin embargo, no estoy dispuesto a caminar cincuenta manzanas para llegar a mi casa. Preferiría morir atravesado por un tenedor herrumbroso.
—De acuerdo, amigo, escuche. Haremos un trato. Sale usted una hora con uno de esos carritos y consideraremos zanjado el asunto.
—¿No necesito algún permiso del departamento de higiene o algo por el estilo? Quiero decir, podría tener algo entre las uñas que fuera muy perjudicial para el organismo humano. Por otra parte, dígame, ¿consigue usted todos sus vendedores de este modo? Sus prácticas de contratación no están muy a tono con la época contemporánea. Tengo la impresión de haber sido víctima de un reclutamiento forzoso. Me da un poco de miedo preguntarle cómo despide usted a sus empleados.
—Mire, no vuelva a intentar nunca robarle a un salchichero.
—Acaba usted de concretar su punto. En realidad, ha concretado dos, y literalmente: en mi cuello y en mi bufanda. Espero que esté dispuesto a compensarme por la bufanda. Es única en su género. Se hizo en una fábrica de Inglaterra destruida por la aviación alemana. Y se rumoreó que la aviación alemana tenía orden de destruir precisamente aquella fábrica para hundir la moral de los ingleses, pues los alemanes habían visto a Churchill con una bufanda de este tipo en un noticiario cinematográfico confiscado. Y, en realidad, ésta podría ser precisamente la misma que llevaba Churchill en aquel noticiario. Hoy su valor es de miles de dólares. Puede utilizarse también como chal. Mire.
—Bien —dijo por fin el viejo, tras ver a Ignatius usar la bufanda como faja, cinturón, capa y falda escocesa, como cabestrillo para un brazo roto y como pañuelo—, en una hora no perjudicará usted mucho a Vendedores Paraíso.
—Si las alternativas son cárcel o nuez perforada, empujaré gustosamente uno de sus carros. Aunque no puedo predecir lo lejos que voy a llegar.
—No me interprete mal, hijo. No soy mala persona, pero no me queda más remedio que hacer lo que hago. Llevo diez años intentando convertir Vendedores Paraíso en una empresa respetable, pero no es nada fácil. La gente menosprecia a los vendedores ambulantes. Creen que éste es un negocio de vagabundos y borrachos. Es difícil encontrar vendedores decentes. Luego, cuando encuentro a algún tipo decente, van y lo asaltan los delincuentes. ¿Por qué tiene Dios que poner las cosas tan difíciles?
—No debemos poner en entredicho sus acciones —dijo Ignatius.
—Puede que no, pero no consigo entenderlo, la verdad.
—Puede que las obras de Boecio le diesen alguna idea.
—Leo lo del Padre Keller y lo de Billy Graham en el periódico todos los días.
—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius—. No me extraña que se sienta usted tan perdido.
—Tome —dijo el viejo, abriendo un armario metálico que había junto al hornillo—: Póngase esto.
Sacó del armario lo que parecía una especie de ropón blanco y se la entregó a Ignatius.
—¿Qué es esto? —preguntó, muy feliz, Ignatius—. Parece una toga académica.
Ignatius se lo metió por la cabeza. Encima de la chaqueta, aquel ropón le hacía parecer un huevo de dinosaurio a punto de romper.
—Sujéteselo a la cintura con el cinturón.
—Ni hablar. Estas cosas deben caer libremente sobre la figura humana, aunque parece que permite poco margen. ¿Está seguro de no tener por ahí una más grande?
«Tras una inspección detenida, advierto que esta toga está más bien amarillenta por los puños. Espero que estas manchas del pecho sean de salsa de tomate, y no de sangre. Los delincuentes podrían haber acuchillado al último usuario.»
—Tome, póngase esta gorra —el viejo le dio un rectangulito blanco de papel.
—Ni hablar, no estoy dispuesto a llevar una gorra de papel. La que tengo es perfecta y mucho más higiénica.
—No puede llevar una gorra de cazador. Este es el uniforme de Vendedores Paraíso.
—¡No estoy dispuesto a llevar una gorra de papel! No quiero morir de neumonía por un capricho suyo. Hunda usted el tenedor en mis órganos vitales, si así lo desea. No llevaré esa gorra. Prefiero la muerte al deshonor y la enfermedad.
—Está bien, de acuerdo —el viejo suspiró—. Venga y coja este carro.
—¿Cree usted que voy a dejarme ver por las calles con esa monstruosidad abominable? —preguntó Ignatius furioso, alisándose la bata de vendedor—. Déme usted aquel tan reluciente de los neumáticos blancos.
—Está bien, está bien —dijo irritado el viejo.
Luego abrió la tapa del pocilio del carro y, con un tenedor, empezó a pasar lentamente salchichas de la olla al pocilio.
—Bueno, le doy una docena de salchichas —abrió otra tapa que había encima del panecillo metálico—. Aquí le meto un paquete de panecillos. ¿Entendido?
Luego, cerró aquella tapa y abrió una puertecita lateral situada en la resplandeciente salchicha roja.
—Aquí hay una latita de calor líquido que mantiene calientes las salchichas.
—Dios santo —dijo Ignatius con cierto respeto—. Estos carros son como rompecabezas chinos. Sospecho que me pasaré la vida abriendo la trampilla que no es.
El viejo abrió aún otra trampilla, situada al fondo de la salchicha.
—¿Y ahí qué hay? ¿Una ametralladora?
—Aquí van la mostaza y la salsa de tomate.
—Bueno. Haremos una valerosa tentativa, aunque puede que le venda a alguien la lata de calor líquido al doblar la esquina.
El viejo arrastró el carro hasta la puerta del garaje y dijo:
—Bueno, muchacho, adelante, ánimo.
—Muchísimas gracias —contestó Ignatius saliendo con la gran salchicha de lata a la acera—. Volveré raudo de aquí a una hora.
—No vaya por la acera con ese chisme..
—Supongo que no pensará que voy a meterme entre el tráfico.
—Pueden detenerle por andar con un chisme de éstos por la acera.
—Bueno —dijo Ignatius—. Si me sigue la policía, nadie se atreverá a robarme.
Ignatius se alejó lentamente de las oficinas centrales de Vendedores Paraíso entre los numerosos peatones que se apartaban a ambos lados de la gran salchicha como olas ante la proa de un barco. Era mejor modo de pasar el tiempo que ver a jefes de personal, varios de los cuales, pensó Ignatius, le habían tratado bastante malévolamente en los últimos días. Dado que los locales cinematográficos quedaban ya fuera de su alcance por falta de fondos, habría tenido que vagar, aburrido y sin destino, por el barrio comercial hasta que le pareciese que podía volver a casa. La gente de la calle miraba a Ignatius, pero nadie compraba. Después de recorrer media manzana, comenzó a gritar:
—¡Salchichas!  ¡Salchichas del Paraíso!
—Salga usted de la acera, amigo —gritó un viejo, detrás suyo.
Ignatius dobló la esquina y aparcó el carro contra un edificio. Abrió las diversas tapas y se preparó un bocadillo, que devoró ávidamente. Su madre llevaba toda la semana de un humor violento, negándose a comprarle Dr. Nut, aporreando la puerta de su cuarto cuando intentaba escribir, amenazando con vender la casa e irse a vivir a un asilo de ancianos. Le hablaba a Ignatius del mérito del patrullero Mancuso que, pese a tenerlo todo en contra, luchaba para conservar su trabajo, quería trabajar, no se desanimaba por la tortura y el exilio en los servicios de la estación de autobuses. La situación del patrullero Mancuso le recordaba a Ignatius la de Boecio, cuando estaba preso por orden del emperador antes de ser ejecutado. Para pacificar a su madre y mejorar las condiciones de vida en casa, le había dado La consolación por la filosofía, una traducción inglesa de la obra de Boecio, escrita mientras sufría una prisión injusta y le había dicho que se la diese al patrullero Mancuso, para que la leyera mientras estaba escondido en su cabina.
—El libro nos enseña a aceptar lo que no podemos cambiar. Describe el calvario de un hombre justo en una sociedad injusta. Es la verdadera base del pensamiento medieval. Ayudaría, sin duda, a tu patrullero en sus momentos de crisis —dijo benévolamente Ignatius.
—¿Sí? —había preguntado la señora Reilly—. Oh, qué amabilidad, Ignatius. Ya verás lo contento que se pondrá Angelo.
Durante un día, al menos, aquel regalo al patrullero Mancuso aportó una paz temporal a la vida en la Calle Constantinopla.
En cuanto concluyó el primer bocadillo de salchicha, Ignatius se preparó y consumió otro, pensando en otras amabilidades que le permitiesen posponer el trabajar de nuevo. Quince minutos después, percibiendo que la reserva de salchichas en el pocilio disminuía visiblemente, se decidió en favor de la abstinencia, al menos de momento, y se puso a empujar lentamente el carrito calle abajo, gritando de nuevo:
—¡Salchichas!
George, que vagaba por Carondelet con unos cuantos paquetes envueltos en papel marrón bajo el brazo, oyó el grito y se acercó al gargantuesco vendedor.
—Eh, tú, espera. Dame uno.
Ignatius miró con dureza al jovencito que se había colocado delante del carro. Su válvula protestaba contra los granos, la cara hosca que parecía colgar del pelo largo y convenientemente aceitoso, el cigarrillo colocado en la oreja, la chaqueta color aguamarina, las botas elegantes, los pantalones estrechos que abultaban ofensivamente en la entrepierna, violando todas las normas de la geometría y la teología.
—Lo siento —masculló—.  Sólo me quedan unas cuantas salchichas y tengo que reservarlas. Quítese de mi camino, por favor.
—¿Reservarlas?  ¿Para quién?
—Eso no es asunto suyo, jovencito. ¿Por qué no está usted en la escuela? Haga el favor de dejar de molestarme. Además, no tengo cambio.
—Yo tengo suelto —silbaron aquellos labios blancos y delgados.
—No puedo venderle a usted un bocadillo, caballero, ¿está claro?
—¿Pero qué te pasa a ti, hombre?
—¿Qué me pasa a mí? ¡Qué le pasa a usted\ ¿Cómo es usted tan antinatural que desea un bocadillo a esta hora tan temprana de la tarde? Mi conciencia no me permite vendérselo. Piense en su cutis repugnante. Está usted en pleno desarrollo y su organismo necesita un buen suministro de verduras y zumo de naranja y pan integral y espinacas y cosas así. Yo, por mi parte, no estoy dispuesto a contribuir a la corrupción de un menor.
—¿Pero de qué habla usted? Déme ese bocadillo, venga. Tengo hambre. No he comido.
—¡No! —gritó Ignatius, tan furioso que los transeúntes miraron—. Largúese de aquí antes de que le atrepelle con mi carro.
George abrió la trampilla del compartimento de los panecillos y dijo:
—Oiga, tiene aquí material de sobra. Prepáreme uno.
—¡Socorro! —gritó Ignatius, recordando de pronto las advertencias del viejo sobre los ladrones—. ¡Quieren robarme los panecillos! ¡Policía!
Ignatius echó hacia atrás el carrito y lo lanzó luego contra la entrepierna de George.
—¡Ay! Cuidado con lo que haces, loco.
—¡Socorro!   ¡Ladrones!
—Cállate, por amor de Dios —dijo George, cerrando la tapa de golpe—. Deberían encerrarte, maricón de mierda.
—¿Qué? —gritó Ignatius—. ¿Qué impertinencia es ésa?
—Eres un maricón y estás chiflado —bufó George más fuerte, y se alejó, las tapas de los tacones rayando la acera—. ¿Quién va a querer comer algo que han tocado esas manos mariconas?
—¿Cómo te atreves a gritar semejantes indecencias? ¡Que alguien agarre a ese muchacho! —dijo Ignatius furioso, mientras George desaparecía calle abajo entre la multitud—. Que alguien que tenga decencia de coger a ese delincuente juvenil. Ese menor desvergonzado. Ya no hay respeto. ¡A ese rufián debían azotarle hasta dejarle sin sentido!
Una mujer del grupo que rodeaba la salchicha móvil, dijo: —Hay que ver. ¿De dónde sacarán a estos vendedores?
—Borrachos y vagabundos. Son todos igual —le contestó alguien.
—Un borracho, eso es lo que es. A todos los ha vuelto locos el vino. No deberían dejar a gente como ésta suelta por la calle.
—¿Es mi paranoia que se ha desmandado por completo? —preguntó Ignatius al grupo—. ¿O están ustedes, mongoloides, hablando realmente de mí?
—Es mejor dejarle en paz —dijo alguien—. Fíjense qué ojos.
—¿Qué les pasa a mis ojos? —preguntó Ignatius malévolamente.
—Vamonos de aquí.
—Sí, por favor —replicó Ignatius, con labios temblorosos, y se preparó otro bocadillo para tranquilizar su alterado sistema nervioso. Con manos temblonas, se llevó los treinta centímetros de plástico rojo y pasta a la boca, engulléndolo de cinco en cinco centímetros por vez. Aquella masticación activa masajeó su cabeza palpitante. Después de tragar el último milímetro de miga, se sintió ya mucho más tranquilo.
Cogiendo de nuevo el carro, enfiló Calle Carondelet arriba, arrastrándose lentamente detrás de su vehículo. Fiel a su promesa de dar una vuelta a la manzana, giró de nuevo en la esquina siguiente y se detuvo junto a las gastadas paredes de granito del Gallier Hall a consumir dos salchichas más, antes de cubrir el último trecho de su recorrido. Cuando dobló la última esquina y vio de nuevo el letrero de Vendedores Paraíso, Inc. colgando en ángulo sobre la acera de la calle Poydras, inició un trote relativamente rápido, que le llevó a cruzar jadeando las puertas del garaje.
—¡Socorro! —dijo, y resopló penosamente, haciendo saltar la salchicha de lata por el escaloncillo bajo de cemento de la entrada.
—¿Qué pasa, amigo? ¿No habíamos quedado que estaría una hora entera?
—Somos los dos afortunados por el hecho de que haya podido regresar siquiera. Sepa que han atacado de nuevo.
—¿Quién?
—El sindicato del crimen. Dios sabe quiénes son. Mire mis manos —Ignatius plantó sus dos manazas delante de la cara del viejo—. Todo mi sistema nervioso está a punto de rebelarse contra mí por someterlo a este trauma. Si caigo de pronto en una crisis nerviosa no se extrañe.
—¿Qué demonios pasó?
—Un miembro del inmenso hampa juvenil me acorraló en la Calle Carondelet.
—¿Le robó a usted? —preguntó nervioso el viejo. —Brutalmente. Me colocó en las sienes una pistola grande y oxidada.  En realidad, me la aplicó directamente sobre un punto vital, impidiendo que la sangre me circulara por el lado izquierdo de la cabeza durante un buen rato.
—¿En la Calle Carondelet a esta hora del día? ¿Y no intervino nadie?
—Por supuesto que no. La gente alienta a los delincuentes en estos casos. Quizás experimente una especie de placer ante el espectáculo de un pobre y afanoso vendedor al que se humilla públicamente. Quizá quisiesen respetar el espíritu de iniciativa del muchacho.
—¿Y qué aspecto tenía?
—El de miles de jóvenes. Granos, tupé, adenoides, el equipaje adolescente standard. Quizá tuviera alguna marca de nacimiento o una rodilla débil. La verdad es que no puedo acordarme. Cuando me incrustó la pistola en la cabeza, me desmayé por falta de riego en el cerebro y por el miedo. Mientras estaba allí tumbado en la acera, parece ser que saqueó el carro.
—¿Cuánto dinero se llevó?
—¿Dinero? No robó dinero. En realidad, no había dinero que robar, pues no había conseguido vender ni uno de esos manjares siquiera. Robó las salchichas.
»En fin, al parecer, no se las llevó todas. Cuando recobré el conocimiento, examiné el carro. Aún quedan una o dos, creo.
—Nunca oí nada parecido.
—Quizá tuviera mucha hambre. Quizás alguna deficiencia vitamínica de su organismo en desarrollo necesitase urgentemente una compensación. El deseo humano de alimento y de sexo es relativamente similar. Si hay violaciones a mano armada, ¿por qué no habría de haber robos de salchichas a mano armada? No veo nada insólito en el asunto.
—Todo eso es un cuento.
—¿Un cuento? El incidente es sociológicamente válido. La culpa la tiene nuestra sociedad. Los jóvenes, enloquecidos por sugestivos programas de televisión y publicaciones lascivas se han dedicado, al parecer, a asociarse con ciertas adolescentes más bien convencionales que se niegan a participar en sus imaginativos programas sexuales. Sus deseos físicos insatisfechos han de buscar, en consecuencia, una sublimación en la comida. Yo, por desgracia, fui la víctima de todo esto. Podemos dar gracias a Dios de que el muchacho haya recurrido a la comida como vía de desahogo. Si no, podría haberme violado allí mismo en plena calle.
—Sólo ha dejado cuatro —-dijo el viejo, atisbando en el pocilio de las salchichas—. El muy hijo de puta… y cómo habrá podido llevárselas todas…
—No sé, la verdad —dijo Ignatius, y añadió indignado—: Cuando desperté vi que la trampilla del carro estaba abierta. Por supuesto, nadie quiso ayudarme a levantarme. Mi bata blanca me delataba como un vendedor… un intocable.
—¿Qué le parece si hace otro intento?
—¿Qué? ¿En mi estado actual? ¿Espera usted en serio que salga de nuevo a vender por las calles? Mis diez centavos los depositaré en manos del conductor del tranvía de St. Charles. Pienso pasar el resto del día en una bañera de agua caliente intentando recuperar una sombra al menos de normalidad.
—¿Y qué le parece si vuelve usted mañana, amigo, y vuelve a intentarlo? —preguntó animosamente el viejo—. Necesito realmente vendedores.
Ignatius consideró la propuesta un rato, examinando la cicatriz de la nariz del viejo y eructando gaseosamente. Al menos, estaría trabajando. Lo cual satisfaría a su madre. Era un trabajo en el que había poca supervisión y en el que nadie le acosaba. Poniendo fin a sus meditaciones con un carraspeo, volvió a eructar.
—Si estoy en condiciones de funcionar por la mañana, quizá vuelva por aquí. No puedo predecir la hora a que llegaré, pero, sí, bueno, creo que puede esperar verme aparecer por aquí.
—Eso está muy bien, hijo —dijo el viejo—. Llámeme señor Clyde.
—Así lo haré —dijo Ignatius y lamió una miga que había descubierto en la comisura de los labios—. Por cierto, señor Clyde, me llevaré esta bata a casa para demostrarle a mi madre que tengo trabajo. Verá usted, mi madre bebe mucho y necesita estar segura de que el dinero de mi trabajo llegará para que no quede cortado su suministro de bebidas alcohólicas. La verdad es que llevo una vida bastante triste. Quizás algún día se la cuente con detalle pero, de momento, he de explicarle algo de mi válvula.
—¿Válvula?
—Sí.

II

Jones pasaba despreocupadamente una esponja por la barra. Lana Lee había salido de compras, por primera vez en mucho tiempo, cerrando la caja registradora ruidosa y previsoramente antes de irse. Después de humedecer un poco la barra, Jones volvió a echar la esponja en el cubo, se sentó en un reservado y se puso a hojear el último Life que le había dejado Darlene. Encendió un cigarrillo, pero la nube de humo hacía aún más invisible la revista. La única luz del Noche de Alegría que casi permitía la lectura era la pequeña de la caja registradora, así que Jones se acercó a la barra y la encendió. Cuando empezaba a estudiar en profundidad una escena de cóctel de un anuncio de V. O. Seagram, entró en el bar Lana Lee.
—Ya decía yo que no podía dejarle aquí solo —dijo, abriendo el bolso y sacando una caja de tizas que guardó en el armarito de debajo la barra—. ¿Qué demonios hace ahí junto a la caja? Siga limpiando.
—Ya he acabao con su suelo. Estoy convirtiéndome en especialista en suelos. Creo que la gente de coló lleva en la sangre lo de barré y limpia el polvo. Para la gente de coló es ya como come y respira. Estoy seguro de que si le das a un niñito de coló de un año una escoba empezará a barré hasta romperse el culo. ¡Sí, señó, seguro!
Jones volvió al anuncio mientras Lana cerraba de nuevo el armarito. Examinó luego los largos rastros de polvo del suelo que hacían que pareciese que Jones lo hubiera arado en vez de limpiarlo. Había tiras lineales de suelo limpio que se correspondían con surcos y tiras de polvo, como si Jones hubiese arado más que barrido. Aunque Lana no lo sabía, Jones intentaba con esto un sutil sabotaje. Tenía ciertos planes muy ambiciosos para el futuro.
—Oiga, venga. Échele un vistazo a este maldito suelo.
Jones miró a regañadientes a través de las gafas de sol y no vio nada.
—¿Qué pasa? El suelo está impecable. Sí, señó. En el Noche de Alegría tó es de primera calida.
—Pero, es que no ve toda esa mierda?
—Por veinte dólares a la semana, es natural que haya un poquito mierda. La mierda empieza a desaparece cuando el salario llega a los cincuenta o los sesenta dólares.
—Yo, cuando pago, quiero que se me sirva —dijo furiosa Lana.
—Escuche, ¿por qué no intenta alguna vez viví con mi salario? ¿Es que se cree que a la gente de coló le dan la comida y la ropa a un precio especial? ¿En qué piensa usté la mitad del tiempo que está ahí sentá jugando con sus monedas? ¡Juá! Donde yo vivo, ¿sabe usté cómo compra la gente los pitillos? Pues la gente no puede compra paquetes y se compra los pitillos sueltos, a dos centavos pieza. ¿Cree usté que un tipo de coló lo tiene fácil, eh? Mierda. Yo no miento. Estoy ya muy cansao de sé un vagabundo y de intenta seguí arrastrando el culo con este salario de mierda.
—¿Quién le sacó de la calle y le dio un trabajo cuando los polis estaban a punto de enchironarle por vagancia? Podría pensar en eso alguna vez cuando anda holgazaneando detrás de esas malditas gafas.
—¿Holgazaneando? Una mierda, holgazaneando. Limpiando este jodio prostíbulo. A ver si no quién barre y limpia aquí toda la mierda* que tiran al suelo sus pobres y estúpidos clientes. Lo siento por ellos, pobre gente que entra aquí pensando que se va a divertí, y resulta que les echan polvos en la bebida, agarran purgaciones con el hielo. ¡Juá! Y, hablando de soltá pasta, creo que debería usté soltá un poquito más ahora que su amigo el huérfano ha dejao de aparece por aquí. Si ya no hace caridá, podría darme un poco de la pasta que se ahorra.
Lana no dijo nada. Metió el recibo de la caja de tiza en el libro de contabilidad para poder incluirlo en la lista de deducciones que acompañaba* siempre a sus declaraciones a Hacienda. Había comprado ya un globo terráqueo usado. También lo tenía guardado en el armarito. Ahora sólo le faltaba un libro. Cuando volviera a ver a George le diría que le trajera uno. Tenía que tener algún libro de antes de desertar del instituto.
Lana se había tomado su tiempo para reunir aquella coleccióncita de artículos escénicos. Mientras estuvieron apareciendo por allí de noche policías de paisano, había estado demasiado inquieta y preocupada para atender a aquel proyecto de George. Sobre todo por el grave problema de Darlene, el punto vulnerable del muro de protección de Lana contra los policías de paisano. Pero los polis habían desaparecido ya con la misma brusquedad con que habían aparecido. Lana les identificaba en cuanto entraban, y con Darlene fuera de los taburetes de la barra, practicando con su pájaro, los polis no tenían nada en qué hincar el diente. Lana había procurado que todos les ignorasen. Hacía falta experiencia para poder localizar a un poli. Pero si eras capaz de identificar a un poli, te ahorrabas muchos problemas.
Sólo quedaban dos cosas pendientes. Una, conseguir el libro. Si George quería que tuviera un libro, que se lo consiguiera él. Lana no estaba dispuesta a comprarlo, ni siquiera de segunda mano. El otro asunto era conseguir que Darlene volviese a la barra ahora que habían desaparecido los polis. A una persona como Darlene era mejor tenerla a comisión que a sueldo. Y lo que Lana había visto hacer a Darlene en el escenario con el pájaro le indicaba que, de momento, el Noche de Alegría iría mejor si decidía no incorporarse al negocio de los animales.
—¿Dónde está Darlene? —preguntó Lana a Jones—. Tengo un recadito para ella y para el pájaro.
—Telefoneó y dijo que vendría por la tarde a hace un ensayo —dijo Jones al anuncio que estaba examinando—. Dice que tenía que lleva el pájaro al veterinario, que le parece que está perdiendo las plumas.
-¿Sí?
Lana comenzó a planear el montaje con el globo, la tiza y el libro. Para que la cosa tuviera posibilidades comerciales, había que hacerlo con cierta finura, había que hacer algo de calidad. Imaginó varios montajes que combinarían gracia y obscenidad. La cosa no tenía por qué ser demasiado cruda. Iba dirigido a crios, en realidad.
—Aquí estamos —dijo muy feliz, desde la puerta, Darlene. Y entró en el bar; vestía pantalones y chaquetón de marinero, y llevaba una jaula tapada en la mano.
—Pues no creas que vais a estar demasiado —contestó Lana—. Tengo ciertas noticias para ti y para tu amigo.
Darlene posó la jaula en la barra y destapó una inmensa cacatúa de un rojo escrofuloso que parecía que, como un coche usado, hubiese pasado por las manos de varios propietarios. El bicho bajó la cresta y soltó un grito horrible:
—Auuk.
—Se acabó, Darlene. Vuelves a la barra y empiezas esta noche.
—Oh, Lana —gimió Darlene—. ¿Qué pasa? Los ensayos han ido muy bien. Espera a que pilamos un poco las cosas. Será un gran éxito.
—Te diré la verdad, Darlene: ese pájaro y tú me dais miedo.
—Mira, Lana —Darlene se quitó el chaquetón de marinero y mostró a su jefa los anillitos que llevaba a los lados de los pantalones y de la blusa, sujetos con imperdibles—. ¿Ves estos chismes? Ahí va a estar toda la gracia del número. He estado practicando en mi apartamento. Es un enfoque nuevo. El coge los anillos con el pico y me suelta la ropa. Bueno, estos anillos sólo son para el ensayo.
Cuando tenga hecho el traje, los anillos irán cosidos a un gancho con presilla, de modo que cuando los coja y tire de ellos se abra el vestido. De verdad, Lana, será un éxito sensacional.
—Mira, Darlene, era más seguro cuando ese bicho condenado te volaba alrededor de la cabeza o como fuese.
—Pero ahora formará realmente parte del número, será un éxito…
—Sí, pero podría arrancarte una teta de un picotazo. Lo único que nos faltaba en este local es un accidente desgraciado y una ambulancia que aleje a los clientes y me arruine la inversión. O, a lo mejor, a ese pajarraco se le mete en la cabeza lanzarse sobre el público y sacarle los ojos a alguien. No, sinceramente, no confío ni en ti ni en el pájaro, Darlene. Lo primero es la seguridad.
—Oohh, Lana —Darlene estaba desolada—. Danos una oportunidad. Lo hacemos muy bien
—No. Se acabó. Llévate a ese bicho de mi bar antes de que se cague por ahí —Lana tapó la jaula—. Se acabaron los que tú sabes qué y ya puedes pues volver a la barra.
—Creo que quizá le diga a tú sabes quién tú sabes qué y haga que tú sabes quién se asuste y se largue.
Jones alzó la vista del anuncio y dijo:
—Si siguen hablando ustedes así con tanto doble sentido, no me van a dejar lee. Juá. ¿Quién es el «tú sabes quién» y quién el «tú sabes qué»?
—Levántese usted de ahí, presidiario, y siga barriendo.
—Ese pájaro ha estado viniendo al Noche de Alegría a practica y a ensaya —dijo Jones desde su nube, sonriendo—. Mierda. Debería darle una oportunidad, no puede tratarle como a la gente de coló.
—Eso es —remachó Darlene muy seria.
—Pues si hemos eliminado la caridá del huérfano y no se practica la caridá con el criao, que es un servido, quizá debiéramos darle un poquito a una pobre chica que ha de anda tó el día intentando ganarse la comisión. ¡Sí, señó!
Jones había visto al pájaro revolotear por el escenario mientras Darlene pretendía bailar. Jamás había visto peor interpretación. Darlene y el pájaro era un sabotaje absolutamente válido.
—Puede que necesite pulí las cosas un poco aquí y allá, menearse y retorcerse un poco más, pero creo que la actuación es muy buena, sí señó.
—¿Lo ves, lo ves? —dijo Darlene a Lana—. Jones tiene que saberlo. La gente de color tiene mucho sentido del ritmo.
—¡Juá!
—No quiero asustar a alguien con una historia sobre cierta gente.
—Oh, vamos, cállate ya de una vez, Darlene —gritó Lana.
Jones cubrió a ambas con un poco de humo y luego dijo:
—Yo creo que Darlene y ese pájaro son cosa nunca vista. ¡Juá! Creo que traerían muchos clientes nuevos a este local. ¿Qué otro club hay que saque a escena un águila bailarina?
—¿Pero creéis de veras que hay un mercado del pájaro al que podríamos atraer? —preguntó Lana.
—¡Claro! Seguro. Los blancos siempre tienen periquitos, canarios. En cuanto sepan el pájaro que ofrece el Noche de Alegría… Habrá portero fuera. Vendrá la buena sociedá. ¡Juá! —Jones creó un nimbo de peligroso aspecto, que parecía a punto de explotar—. Darlene y ese pájaro no tienen más que pulí un poco algunas cosas. Mierda. La chica está empezando. Necesita una oportunidá.
—Tiene razón :—dijo Darlene—. Estoy empezando como actriz. Necesito una oportunidad.
—Cállate, imbécil. ¿Acaso crees que vas a lograr que te desnude el pájaro?
—Sí, señora —dijo con entusiasmo Darlene—. Se me ocurrió de pronto. Estaba sentada en mi apartamento viéndole jugar con los aros y de pronto me dije: «Darlene, ¿por qué no te pones aros en el vestido?
—Bah, cállate subnormal —dijo Lana—. Bueno, en fin, está bien, veamos lo que es capaz de hacer.
—¡Juá! Eso es habla. Vendrá tó el mundo a vé este espectáculo.

II

—Santa, tenía que llamarte, cariño.
—¿Qué pasa, Irene, chica? —preguntó con mucha emoción, con su grave voz de rana la señora Battaglia.
—Es Ignatius.
—¿Qué ha hecho ahora, querida? Cuéntaselo a Santa.
—Espera un minuto. Deja que me asegure de que sigue en la bañera.
La señora Reilly escuchó inquieta los espectaculares chapoteos cuyo rumor llegaba del cuarto de baño. Se oyó luego en el pasillo, atravesando la puerta despintada del baño, un bufido ballenáceo.
—No hay problema. Sigue en la bañera. No puedo mentirte, Santa. Tengo un disgusto horrible.
—Oh.
—Ignatius vino hace una hora vestido como un carnicero.
—Bueno. Eso es que ha encontrado por fin otro trabajo, ese gordo desgraciado.
—Pero no en una carnicería, querida —dijo la señora Reilly, con voz muy afligida—. Está de vendedor ambulante de bocadillos de salchicha.
—Oh, no —croó Santa—. ¿De vendedor de bocadillos de salchichas? ¿Quieres decir por la calle?
—Sí, querida, por la calle  como un vagabundo.
—Un vagabundo, sí, qué horror, chica. Peor aún. Lee alguna vez las notas de la policía en el periódico. Son todos un hatajo de maleantes.
—¡Verdad que es horrible!
—¡Habría que  romperle las  narices  a  ese chico!
—Cuando llegó a casa, Santa, me dijo «A que no adivinas qué trabajo he conseguido». Yo primero dije, «Carnicero», comprendes…
—Claro, claro.
—Y entonces, él dijo, con todo descaro: «Otra cosa. Frío, frío.» Seguí pensando unos cinco minutos hasta que, en fin, no pude dar con más trabajos en los que pudiera llevarse una bata blanca como ésa. Así que por fin me dijo: «No has acertado. He conseguido trabajo de vendedor de bocadillos de salchichas.» Casi me desmayo, Santa. Allí mismo, en la cocina. Habría sido algo horrible, romperme la cabeza allí contra el suelo.
—-A él le hubiera dado igual. A ése no le importa.
—A él no le importa, no
—No le importa ya nada.
—A él le da igual lo que le pase a su pobre madre —dijo la señora Reilly—. Con todos sus estudios… Vendiendo bocadillos por la calle, a plena luz del día.
—¿Y qué le dijiste, chica?
—No le dije nada. No pude. Antes de que pudiera abrir la boca, se metió en el baño. Y allí sigue, llenando el suelo de agua.
—Espera un momento, Irene. Es que están aquí mis nietecitas pasando el día —dijo Santa y gritó—: ¡Sal de una vez de la cocina, niña, y vete a jugar a la acera o te rompo los morros!
Una voz de niña respondió algo.
—Señor, señor —continuó Santa, tranquilamente, dirigiéndose ya a la señora Reilly—. Son unas niñas muy buenas, pero a veces, ya sabes… ¡Niña! Como no te vayas ahora mismo a jugar a la calle con tu bici te rompo la cara de un bofetón. No cuelgues, Irene, un momento.
La señora Reilly oyó a Santa dejar el teléfono. Luego, una niña gritó, se oyó un portazo y Santa volvió a coger el teléfono.
—Ay, Dios. Sabes, Irene, ¡esa niña no obedece a nadie! Estoy preparando unos spaghetti con salsa y no hace más que jugar con la cazuela. Ojalá las hermanas le zurrasen un poco en el colegio. Mira a Angelo. Tendrías que ver cómo le pegaban las hermanas en el colegio cuando era pequeño. Una hermana le tiró una vez contra el encerado. Por eso Angelo es hoy un hombre tan dulce y tan considerado.
—A Ignatius las hermanas le querían con locura. Era un niño tan rico. Ganaba todas las estampitas porque era el que mejor se sabía el catecismo.
—Pues deberían haberle roto la cabeza a coscorrones.
—Ay, cuando volvía a casa con todas aquellas estampitas —sollozó la señora Reilly—. Nunca pensé que acabaría vendiendo salchichas por la calle a plena luz del día.
La señora Reilly lanzó una tos nerviosa y fuerte por el teléfono y añadió:
—Pero, dime, querida, ¿cómo le va a Angelo?
—Rita, su mujer, me telefoneó hace un rato para decirme que cree que tiene neumonía, de tanto estar allí metido en los lavabos. Te lo aseguro, Irene, Angelo se está quedando pálido como un fantasma. No le tratan nada bien en esa comisaría, pobrecillo.- Con lo que él ama al cuerpo. Si vieras lo orgulloso que estaba cuando se graduó en la academia de policía.
—Sí, el pobre Angelo no tiene buen aspecto —convino la señora Reilly—. Va a coger un catarro malo, ese muchacho. En fin, quizá se anime un poco si lee eso que me dio Ignatius para que le diese. Ignatius dice que es una lectura estimulante.
—¿Sí? Pues yo no confiaría en ninguna «lectura estimulante» que viniese de Ignatius. Lo más probable es que sea una colección de cosas indecentes.
—Imagínate que le vea un conocido con uno de esos carros.
—No te avergüences, chica. No es culpa tuya que ese chico te haya salido así —dijo Santa—. Lo que tú necesitas en esa casa es un hombre, querida, un hombre que meta en cintura a ese muchacho. Voy a ver, si localizo a aquel señor tan agradable que me preguntó por ti.
—Yo no quiero ningún señor agradable. Lo único que quiero es un hijo agradable.
—No te preocupes. Déjalo todo en manos de Santa. Yo lo resolveré. El hombre del mercado de pescado dice que no sabe cómo se llama ese señor, pero ya lo averiguaré. La verdad es que creo que le vi el otro día bajando por la Calle St. Ferdinand.
—¿Preguntó por mí?
—Verás, Irene, la verdad es que no tuve oportunidad de hablar con él. Ni siquiera sé si se trataba del mismo señor.
—¿Te das cuenta? A ese señor yo no le importo nada.
—No digas eso, mujer. Preguntaré en la cervecería. Ya miraré en misa el domingo. Descubriré cómo se llama.
—Ese viejo no se interesa por mí.
—Vamos, Irene, nada perderás con conocerle.
—Ya tengo bastantes problemas con Ignatius. Qué desgracia, Santa. Imagínate que la señorita Annie, la señora que vive al lado, le vea con un carro de ésos. Ya anda diciendo que va a denunciarnos por escándalo. Se pasa la vida espiando por esa calleja, detrás de las persianas.
—No puedes andar preocupándote por la gente, Irene —aconsejó Santa—. La gente de mi calle anda siempre criticando. Si eres capaz de vivir en la parroquia de St. Ode de Cluny, puedes vivir en cualquier sitio. Son muy mala gente, créeme. En esta misma manzana hay una mujer que si no deja de levantar cuentos de mí le voy a pegar un ladrillazo en la cabeza. El otro día me dijeron que andaba diciendo que soy una «viuda alegre». Pero ya verá ésa. Le voy a dar su merecido. Creo que se entiende con uno que trabaja en los astilleros, además. Voy a escribirle una cartita anónima a su marido, que va a saber ella lo que es bueno.
—Sé bien lo que son esas cosas, querida. Recuerda que viví en Dauphine de jovencita. Los anónimos que recibía mi papá… sobre mí. Algo horrible. Siempre pensé que las escribía mi prima, aquella pobre solterona.
—¿Qué prima era ésa? —preguntó Santa con interés. Los parientes de Irene Reilly siempre tenían sangrientas biografías dignas de conocerse.
—La que de niña se echó por un brazo una olla de agua hirviendo. Tenía una pinta así como escaldada, no sé si me entiendes… Yo siempre la veía allí, escribiendo en la mesa de la cocina, en casa de su madre. Seguro que escribía cosas de mí. Cuando el señor Reilly empezó a cortejarme, le dio una envidia…
—Así son las cosas —dijo Santa; un pariente escaldado era una imagen de suicida en la galería dramática de Irene; luego, dijo áspera y alegremente—: Daré una fiestecita para ti y Angelo y su mujer, si es que viene.
—Oh, qué amable, Santa, pero la verdad es que no me siento con muchas ganas de fiesta estos días.
—Te hará bien moverte un poco, mujer. Si puedo localizar a aquel viejo, le invitaré también. Podéis bailar él y tú.
—Bueno, si ves a ese señor, dile que la señorita Reilly le manda saludos.
Tras la puerta del cuarto de baño Ignatius estaba pasivamente sumergido en el agua tibia, empujando la jabonera de plástico por la superficie hacia adelante y hacia atrás con un dedo, y escuchando de vez en cuando a su madre hablar por teléfono. A veces, sostenía bajo el agua la jabonera hasta que se llenaba y se hundía. Luego, tanteaba buscándola por el fondo de la bañera, la vaciaba y la hacía navegar de nuevo. Sus ojos azules y amarillos descansaban sobre un sobre de papel manila sin abrir que había encima del lavabo. Había estado un rato pensando si abrir o no aquel sobre. El trauma de haber encontrado empleo había afectado negativamente a su valor, y esperaba que el agua caliente en la que chapoteaba como un hipopótamo de color rosa tuviera efectos calmantes sobre su organismo. Entonces atacaría el sobre. Vendedores Paraíso acabaría siendo un patrón agradable. Podría pasar el tiempo estacionado en algún sitio junto al río acumulando notas para el Diario. El señor Clay tenía un cierto aire paternal que a Ignatius le agradaba. El viejo, el marcado y enjuto magnate de la salchicha, sería un nuevo personaje muy atractivo para el Diario.
Ignatius se sintió por fin lo suficientemente relajado y, alzando su goteante corpachón fuera del agua, cogió el sobre.
—¿Por qué tendrá que utilizar estos sobres? —se preguntó furioso, examinando el circulito de un matasellos de Planetarium Station, Nueva York, sobre el grueso papel marrón. El contenido probablemente esté escrito con lápiz de marcar o con algo peor.
Abrió el sobre mojando el papel, y sacó un cartel plegado que decía en letras grandes:
¡CONFERENCIA!   ¡CONFERENCIA!
M. Minkoff habla audazmente sobre
«El sexo en la política: la libertad erótica como arma contra los reaccionarios»
Jueves 28 — 8 tarde
Y.M.H.A. — Grand Concourse

Entrada: 1 dólar — O — Firmar la petición de M. Minkoff exigiendo imperiosamente más y mejor actividad sexual para todos y un programa de urgencia para las minorías. (La petición se enviará por correo a Washington.) Firme ahora y salve a Norteamérica de la ignorancia sexual, la castidad y el miedo. ¿Está usted lo suficientemente comprometido como para colaborar con este movimiento audaz y decisivo?
—¡Oh, Dios santo! —farfulló Ignatius a través de su goteante bigote—. ¿Van a dejarla hablar en público? ¿Qué demonios significa el título de esta ridícula conferencia?
Leyó el cartel de nuevo, malévolamente.
—En cierto modo, sé que sí, que hablará con audacia, y desearía perversamente poder oírla parlotear ante un público. Esta vez se ha superado a sí misma en lo de ofender al buen gusto y a la decencia.
Siguiendo una flecha manuscrita que había al final del cartel, y la palabra Sigue, Ignatius dio la vuelta a la hoja y la examinó por el otro lado, donde Myrna había escrito:
Señores:
¿Qué pasa, Ignatius? No sé nada de ti. En fin, no es que te reproche que no me escribas. Supongo que me excedí un poco en mi última carta, pero fue sólo porque tu fantasía paranoica me inquietó mucho, estando como estaba ligada, muy posiblemente, a tu actitud patológica hacia el sexo. Sabes que desde que te conozco, te he formulado preguntas muy concretas con objeto de aclarar tus tendencias sexuales. Mi único deseo era ayudarte a descubrir tu auténtica expresión y satisfacción a través de un orgasmo natural y gratificante. Respeto tus ideas y he aceptado siempre tus tendencias excéntricas y todo ello porque deseo verte alcanzar un estado de equilibrio mental-sexual perfecto. (Un buen orgasmo explosivo limpiaría tu ser profundo y te haría salir de la zona oscura.) No te enfades conmigo por esta carta.
Te explicaré este cartel algo más adelante, en esta carta, porque supongo que te interesará saber cómo resultó esta conferencia audaz y apasionada. Pero primero he de decirte que la película ha quedado descartada, así que si pensabas hacer el papel del terrateniente, olvídalo. Tuvimos más que nada, problemas de fondos. No pude sacarle ni un dracma más a mi padre, así que Leola, el hallazgo de Harlem, se puso muy pesada con lo del salario (o la falta del mismo) y, por último, hizo uno o dos comentarios que me parecieron un poco antisemitas. ¿De qué sirve una chica que no es lo suficientemente apasionada como para colaborar gratis en una empresa que beneficiaría a su raza? Samuel ha decidido hacerse guardia forestal en Montana, porque está planeando una alegoría dramática que ha de representarse en un bosque umbrío (La Ignorancia y la Costumbre) y quiere captar el sentimiento del bosque. Por lo que conozco a Samuel, resultará un fracaso como guardabosques, pero sé que la alegoría será interesante y polémica, llena de verdades incómodas. Ojalá le vaya bien. Es un tipo fantástico.
Pero volvamos a la conferencia. Al fin, parece que voy a disponer de una plataforma para exponer mi filosofía, etc. Todo sucedió de un modo extraño. Hace una semana, estuve en una fiesta que daban unos amigos para ese chico tan real que acababa de llegar de Israel. Fue increíble. En serio.
Ignatius emitió un poco de gas perfumado con producto Paraíso.
Estuvo horas y horas cantando esas canciones populares que había recogido allí; canciones realmente significativas, que confirmaban mi teoría de que la música debe ser, básicamente, instrumento de protesta y de expresión social. Allí nos tuvo a todos en aquel apartamento, durante muchas horas seguidas, escuchando y pidiendo más. Empezamos a hablar todos (a varios niveles) y le expliqué lo que pensaba yo en general.
—Jo, jum —Ignatius bostezó violentamente.
El dijo: «¿Por qué te guardas todo esto para ti, Myrna? ¿Por qué no permites que el mundo participe de ello?» Le dije que había hablado muchas veces en grupos de debate y en mi grupo de terapia de grupo. Le hablé también de aquellas cartas mías al director que aparecieron publicadas en La nueva democracia, Hombre y masas y ¡Ahora!
—Sal de esa bañera, chico —oyó gritar Ignatius a su madre a la puerta del baño.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Vas a utilizarla tú?
—No.
—Entonces, déjame tranquilo, por favor.
—Llevas demasiado tiempo ahí dentro.
—¡Por favor! Estoy intentando leer una carta.
—¿Una carta? ¿Quién te escribió una carta?
—Mi amiga querida, la señorita Minkoff.
—Lo último que me dijiste fue que por su culpa te echaron de Levy Pants.
Bien, sí. Así es. Sin embargo, quizá me haya hecho un favor, en el fondo. Mi nuevo trabajo puede resultar muy agradable.
—Oh, qué horror —dijo muy afligida la señora Reilly—. Te han echado de un trabajo en la oficina de una fábrica y ahora andas vendiendo salchichas por la calle. En fin, te diré una cosa, Ignatius, será mejor que ese tipo de las salchichas no te eche. ¿Sabes lo que dijo Santa?
—Estoy seguro de que fue algo muy inteligente y agudo. Pero he de añadir que a veces resultan algo difíciles de entender sus ofensas a la lengua materna.
—Dijo que lo que tú necesitas es que alguien te rompa las narices.
—Procediendo de ella, me parece un comentario más bien literario.
—¿Y qué anda haciendo ahora esa Myrna? —preguntó con suspicacia la señora Reilly—. ¿Cómo es que escribe tanto? Ella sí que necesitaba un buen baño, qué chica aquella, Dios.
—La psique de Myrna sólo puede tratar con el agua en un contexto oral.
—¿Qué?
—¿Querrías tener la bondad de dejar de gritar como una pescadera y largarte? ¿No tienes una botella de moscatel haciéndose en el horno? Venga, vete y déjame en paz. Estoy muy nervioso.
—¿Nervioso? Si llevas en esa agua caliente una hora.
—Apenas si está caliente ya.
—Entonces sal de la bañera.
—¿Por qué es tan importante para ti que salga de la bañera? Madre, no te entiendo en absoluto, de veras. ¿No hay algo que te sientas obligada a hacer, como ama de casa, en este momento? Esta mañana me fijé que la pelusa del pasillo forma esferas que son ya casi tan grandes como pelotas de béisbol. Limpia la casa. Telefonea para que te digan la hora exacta. Haz algo. Échate y duerme un rato. Estás muy nerviosa últimamente.
—Pues claro que lo estoy, hijo mío. Estás destrozándole el corazón a tu pobre mamá. ¿Que harías tú si me muriese de repente?
—En fin, no estoy dispuesto a participar en esta estúpida conversación. Lánzate a un monólogo, si quieres. Pero en voz baja. He de concentrarme en las nuevas ofensas que ha concebido en esta carta Miss Minkoff.
—No puedo soportarlo más, Ignatius. Un día de estos me encontrarás tirada en la cocina con un ataque. Ándate con ojo, hijo mío. Te quedarás solo en el mundo. Entonces caerás de rodillas y rezarás a Dios para que te perdone por el trato que le diste a tu pobre madre querida.
Del baño llegaba sólo silencio. La señora Reilly esperó un chapoteo o un rumor de papel, por lo menos, pero la puerta del baño era como la puerta de una tumba. Al cabo de uno o dos minutos de esperar en vano, se fue pasillo allá camino del horno. Cuando Ignatius oyó abrirse la puerta del horno, volvió a la carta:
Y él dijo: «Con esa voz y esa personalidad, deberías hablar a la gente de la cárcel.» El tipo era realmente asombroso; además de una sólida inteligencia, era mensch real. Era tan caballeroso y considerado que apenas podía creerlo. (Sobre todo después de tratar con Samuel, que es valiente y activo pero demasiado ruidoso y un poco zoquete.) Nunca conocí a nadie tan decidido a luchar contra las ideas reaccionarias y los prejuicios como este cantante popular. Su mejor amigo era un pintor abstracto negro, según dijo, que hacía unas manchas magníficas de protesta y desafío cruzando el lienzo, y que a veces destrozaba el lienzo a cuchilladas. Me pasó también un interesante folleto que mostraba detalladamente cómo el Papa está intentando hacerse con un arsenal nuclear; resultaba iluminador, así que se lo remití al director de La nueva democracia para ayudarle en su lucha contra la Iglesia. Pero este tipo tenía además su cosa contra los WASP .* En fin, les odiaba. Quiero decir, es un tipo muy listo.
Al día siguiente, recibí una llamada telefónica suya. ¿Estaba yo dispuesta a pronunciar una conferencia ante un grupo de acción social que estaba creando él en Brooklyn Heights? Me sentí abrumada. En este mundo de lobos, es raro encontrar un amigo… un amigo realmente sincero… o eso pensaba yo. En fin, para abreviar lo más posible, hube de aprender a mi costa que el circuito de las conferencias es algo muy parecido al negocio del espectáculo: el sofá del reparto y demás. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—¿He de creer esta egregia ofensa contra el buen gusto que estoy leyendo? —preguntó Ignatius a la flotante jabonera—. ¡Esta chica es una absoluta desvergonzada!
Me encuentro de nuevo con el hecho de que mi cuerpo atrae a algunas personas más que mi inteligencia.
—¡Jo juum! —suspiró Ignatius.
Personalmente, me dan ganas de desenmascarar a este falso «cantante popular» que supongo está en este momento aprovechándose de alguna otra joven liberal militante. Alguien que conozco dijo que había oído que ese tipo en realidad «no era un cantante folk sino un bautista de Alabama». Qué farsante, amigo. Así que luego revisé el folleto que me había dado y descubrí que lo había impreso el Ku KIux Klan. Esto te dará idea de las sutilezas ideológicas con que tenemos que enfrentarnos hoy en día. A mí me había parecido un buen folleto liberal. En fin, he tenido que humillarme escribiendo al director de La nueva democracia para decirle que el folleto, aunque interesante, estaba escrito por gente inaceptable. En fin, los WASP golpearon de nuevo, y esta vez me alcanzaron. El incidente me recordó aquella vez de Parque Poe en que la ardilla a la que estaba dando de comer resultó ser en realidad una rata que, a primera vista, podría haber confundido con una ardilla cualquiera. En fin, vivir para ver. Este farsante me dio una idea. Siempre se puede aprender algo de los desgraciados. Decidí preguntar aquí en el «Y» si podría disponer del auditorio una noche. Al poco tiempo, me dijeron que sí, que no había inconveniente. Por supuesto, el público aquí arriba, en el «Y» del Bronx, probablemente sea un poco parroquial, pero si me va bien en la conferencia, podría acabar un día hablando en el «Y» de la avenida Lexington, donde siempre exponen sus puntos de vista grandes pensadores como Norman Mailer y Seymour Krim. Nada se pierde con intentarlo.
Espero que estés trabajando en la resolución de tus problemas personales, Ignatius. ¿Se ha agudizado la paranoia? La base de la paranoia es, según mi opinión, el hecho de que siempre estés encerrado en esa habitación y has empezado a recelar del mundo externo. No sé por qué insistes en vivir ahí abajo con los caimanes. A pesar de la revisión completa que está pidiendo a gritos tu psique, tienes un cerebro que podría crecer y florecer realmente aquí en Nueva York. Pero, en estas circunstancias, estás destruyéndote y destruyendo tu inteligencia. La última vez que te vi, cuando pasé por ahí procedente de Mississippi, estabas muy mal. Probablemente hayas empeorado viviendo en esa vieja casa miserable con tu madre como única compañía. ¿Es que tus impulsos naturales no te piden a voces desahogo? Una aventura amorosa bella e importante te transformaría, Ignatius, estoy segura. Las grandes ataduras edípicas que te inmovilizan están asediando tu cerebro y destruyéndote.
No creo que sean más progresistas tampoco tus ideas sociológicas o políticas. ¿Has abandonado aquel proyecto de formar un partido político o nombrar un candidato para presidente por derecho divino? Recuerdo que cuando por fin te conocí y ataqué tu apatía política, me saliste con esa idea. Yo sabía que era un proyecto reaccionario, pero indicaba al menos que comenzabas a forjarte una cierta conciencia política. Escríbeme hablándome de ese asunto, por favor. Estoy muy preocupada. En este país necesitamos un sistema tripartidista y creo que los fascistas están fortaleciéndose cada día más. Ese Partido del Derecho Divino sería un grupo marginal que desviaría una gran parte del voto fascista.
En fin, he de dejarte. Espero que la conferencia sea un éxito. Tú, sobre todo, te beneficiarías mucho de su mensaje. Por cierto, si alguna vez te decides a activar el movimiento del Derecho Divino, puedo ayudarte algo a organizar un capítulo aquí arriba. Sal de esa casa, Ignatius, por favor, y entra en el mundo que te rodea. Me preocupa tu futuro. Has sido siempre uno de mis intereses más importantes, y tengo mucho interés en saber de tu estado mental actual, así que, por favor, sal de esa cama y escribe.
M. Minkoff

Más tarde, la arrugada piel rosa envuelta en la vieja bata de franela, sujeta con un imperdible en las caderas, Ignatius se sentó a la mesa de su cuarto y cargó la pluma estilográfica. Su madre hablaba por teléfono con alguien en el pasillo, y decía:
—Y me gasté hasta el último céntimo del dinero del seguro de su pobre abuela Reilly para que pudiera seguir en la universidad. ¿Verdad que es horrible? Todo ese dinero tirado a la basura.
Ignatius eructó y abrió un cajón para buscar el papel de cartas que creía tener aún; allí encontró el yo-yo que le había comprado al filipino que los había estado vendiendo por el barrio hacía unos meses. En un lado del yo-yo había una palmera que había grabado el filipino a petición de Ignatius. Ignatius soltó el yo-yo hacia abajo, pero el cordel se rompió y el yo-yo repiqueteó por el suelo y fue a ocultarse debajo de la cama, donde aterrizó sobre un montón de cuadernos Gran Jefe y revistas viejas. Quitándose del dedo el trozo de cordel que le colgaba, hurgó de nuevo en el cajón y encontró al fin una hoja de papel con el membrete de Levy Pants.

Querida Myrna:
He recibido tu ofensivo comunicado. ¿Crees en serio que tengo interés por tus grotescos encuentros con subhumanos como cantantes populares? En todas tus cartas parece haber alguna referencia a las ruindades de tu vida personal. Limítate, por favor, a tratar problemas y temas de interés. Así me ahorrarás, al menos, las cosas indecentes y ofensivas. He de decirte, sin embargo, que el simbolismo de la rata y la ardilla, o la rata-ardilla, o la ardilla-rata fue evocador y excelente sin duda.
En la noche oscura de esa dudosa conferencia, el único miembro de tu público será seguramente algún viejo bibliotecario desesperadamente solo que vea luz en la ventana de la sala y entre ilusionado con la esperanza de escapar al frío y a los horrores de su infierno personal. Allí en el auditorio, sentado, el cuerpo encogido, solo ante el podio, tu voz nasal resonando entre las sillas vacías y el repiqueteante hastío, la confusión y la referencia sexual han penetrado cada vez más profundamente en el pelado cráneo del pobre desdichado, confundido hasta el punto de la histeria, que se exhibirá, sin duda, blandiendo su hosco órgano a modo de bastón, desesperado contra el sonido tétrico que resuena insistente sobre su cabeza. Yo en tu lugar, cancelaría inmediatamente esa conferencia; estoy seguro de que el director del «Y» aceptará tu renuncia muy gustoso, sobre todo si ha tenido ya ocasión de ver ese desagradable cartel que sin duda está ya pegado a todos los postes telefónicos del Bronx.
Los comentarios sobre mi vida personal no los solicité y revelan una asombrosa falta de buen gusto y de decencia.
En realidad, mi vida personal ha experimentado una metamorfosis. En la actualidad, estoy relacionado de un modo muy vital con la industria de la comercializacin de alimentos, y dudo, en consecuencia, muy seriamente, que tenga mucho tiempo en el futuro para mantener una correspondencia contigo.
Solícitamente,
Ignatius

OCHO

—Déjala sola —dijo el señor Levy—. Mira, intenta dormir.
—¿Dejarla sola? —la señora Levy incorporó a la señorita Trixie en el sofá de nylon amarillo—. ¿Es que no te das cuenta, Gus, de que ésa es la tragedia de la vida de esta pobre mujer. Que siempre la han dejado sola. Que no le han hecho caso nunca. Ella necesita a alguien, necesita amor.
—Uf.
La señora Levy era una mujer de intereses e ideales elevados. A lo largo de los años, se había entregado apasionadamente al bridge, a las violetas africanas, a Susan y Sandra, al golf, a Miami, a Fanny Hurst y a Hemingway, a los cursos por correspondencia, a las peluqueras, al sol, a las comidas de gourmet, al baile de salón y, en los últimos años, a la señorita Trixie. Siempre había tenido que conformarse con actuar con la señorita Trixie a distancia, una situación insatisfactoria para poner en práctica el plan bosquejado en el curso de psicología por correspondencia, cuyo examen final había suspendido estrepitosamente. La escuela por correspondencia se había negado a darle ni siquiera un cero. Pero ahora que la señora Levy había jugado bien sus cartas en lo relativo al despido del joven idealista, tenía a la señorita Trixie en propia y arrugada carne, visera, playeros y todo. El señor González había concedido muy gustoso vacaciones indefinidas a su ayudante de contabilidad.
—Señorita Trixie —dijo dulcemente la señora Levy—. Despierte.
La señorita Trixie abrió los ojos, jadeó:
—¿Estoy jubilada?
—No, querida.
—¿Cómo? —masculló la señorita Trixie—. ¡Yo creí que ya estaba jubilada!
—Señorita Trixie, usted cree que está vieja y cansada. Eso es muy malo.
—¿Quién?
—Usted.
—Oh. Lo estoy. Estoy muy cansada.
—¿No ve? —dijo la señora Levy—. Está todo en su cabeza. Lo que tiene usted es psicosis de edad. Aún es una mujer muy atractiva. Debe decirse usted: «Aún soy atractiva. Soy una mujer muy atractiva.»
La señorita Trixie exhaló un sonoro ronquido sobre el pelo lacado de la señora Levy.
—¿Quieres dejarla en paz, por favor, doctor Freud? —dijo furioso el señor Levy, alzando la vista de un Sports Illustrated—. Casi tengo ganas ya de que vuelvan a casa Susan y Sandra para que puedas entretenerte con ellas. ¿Qué fue de tu partida de canasta?
—No me hables, fracasado. ¿Cómo puedo jugar a la canasta cuando hay aquí una psicópata con problemas?
—¿Psicópata? Esta mujer está senil. Tuvimos que parar en unas treinta gasolineras por el camino. Al final me cansé de salir del coche y enseñarle cuál era el aseo de caballeros y cuál el de señoras, así que la dejé elegir a ella. Establecí un sistema. La ley de los promedios. Aposté por ella y el resultado fue, más o menos, de cincuenta a cincuenta.
—No me expliques más —advirtió la señora Levy—. Ni una palabra más. Es demasiado típico. Permitir a esta compulsiva anal hacer el ridículo de ese modo.
—¿No ponen ahora la emisión de Laurence Welk? —preguntó de pronto la señorita Trixie.
—No, querida, tranquilícese.
—Es sábado.
—Todavía no es la hora. No se preocupe. Dígame, ¿qué sueña?
—No me acuerdo en este momento.
—Inténtelo —dijo la señora Levy, tomando como notas en su agenda con un lápiz automático que tenía un diamante falso—. Debe usted intentarlo, señorita Trixie. Tiene alterado el juicio, querida mía. Es usted como una tullida.
—Puede que sea vieja, pero no estoy tullida —dijo furiosa la señorita Trixie.
—Oye, estás poniéndola nerviosa, Florence Nightingale —dijo el señor Levy—. Con tanto que sabes de psicoanálisis, estás destrozando lo poco que queda ya en esa cabeza. Ella lo único que quiere es jubilarse y dormir.
—Tú has destrozado va tu vida. No hagas lo mismo con la suya. No es un caso de jubilación. Hay que conseguir que se sienta deseada, que se sienta necesaria y querida…
—¡Enciende esa maldita tabla de ejercicios y déjala echar una siesta!
—Creí que estábamos de acuerdo en no meter la tabla en esto.
—Déjala en paz, déjame en paz. Vete a montar en tu bici fija.
—¡Silencio, por favor! —croó la señorita Trixie, frotándose los ojos
—Tenemos que hablar en un tono agradable delante de ella —cuchicheó la señora Levy—. Las voces estentóreas, las discusiones, sólo harán que se sienta más insegura.
—De acuerdo. Tranquilidad Silencio. Y saca a ese vejestorio de mi sala.
—Bien, hombre, bien. Piensa en ti sólo, como siempre. Si tu padre te pudiera ver hoy —los párpados aguamarina de la señora Levy se alzaron en un gesto de horror—. Un playboy apolillado a la caza de emociones.
—¿Emociones?
—Cállense de una vez —avisó la señorita Trixie—. En mala hora me trajeron aquí. Se estaba mucho mejor allí con Gómez. Aquello era mucho más bonito y mucho más tranquilo. Si se trata de una inocentada, no me parece divertida —miró al señor Levy con sus ojos reumáticos—. Usted es el tipo que despidió a mi amiga Gloria. Pobre Gloria. La persona más amable que trabajó en esa oficina.
—¡Oh no! —la señora Levy suspiró; luego, se volvió a su marido—. ¿Así que sólo habías despedido a una persona, eh? ¿Y esa Gloria? Una persona que trata a la señora Trixie como a un ser humano. Una persona que es amiga suya. ¿Tú sabes esto? ¿Te interesa? Oh, no. Para ti, Levy Pants igual podría estar en Marte. Llegas un día allí de la pista de carreras y echas a Gloria de una patada. —¿Gloria? —preguntó el señor Levy— ¡Yo no despedí a ninguna Gloria!
—¡Sí, sí que lo hizo! —gorjeó la señorita Trixie—. Lo vi con mis propios ojos. La pobre Gloria era la bondad misma, recuerdo que me regaló unos calcetines y un bocadillo de mortadela.
—¿Calcetines y un bocadillo de mortadela? —el señor Levy silbó entre dientes—. Dios santo.
—Muy bien —gritó la señora Levy—. Búrlate de esta criatura menospreciada. No me cuentes todo lo que hiciste en Levy Pants. No podría soportarlo. No les explicaré a las chicas lo de Gloria. No comprenderían que pudiese existir un corazón como el tuyo. Son demasiado inocentes.
—Sí, mejor será que no intentes hablarles de Gloria —dijo furioso el señor Levy—. Si sigues con esta estupidez, acabarás en la playa de San Juan con tu madre riéndose y nadando y bailando allí.
—¿Me amenazas acaso?
—¡Cállense ya! —gruñó más alto la señorita Trixie—, Quiero volver a Levy Pants ahora mismo.
—¿Lo ves? —dijo la señora Levy a su marido—. Ya oyes que desea trabajar. Y tú quieres destrozarla jubilándola. Gus, por favor. Busca ayuda. Acabará muy mal si no.
La señorita Trixie buscaba la bolsa de trapos que había llevado allí como equipaje.
—Venga, venga, señorita Trixie —dijo el señor Levy como si estuviera llamando a un gatito—. Vamos a por el coche.
—Gracias a Dios —suspiró la señorita Trixie.
—¡Quítale las manos de encima! —chilló la señora Levy.
—Ni siquiera me he levantado de mi asiento —contestó su marido.
La señora Levy empujó de nuevo al sofá a la señorita Trixie v dijo:
—Vamos, quédese ahí. Necesita usted ayuda.
—No de ustedes —masculló la señorita Trixie—. Déjeme levantarme.
—Déjala levantarse.
—Por favor —la señora Levy alzó en gesto de advertencia una mano rolliza y ensortijada—. No te preocupes por esta criatura menospreciada a quien he tomado bajo mi protección. Tampoco te preocupes por mí. Olvida a tus hijitas. Súbete a tu coche deportivo y vete. Hay una regata esta tarde. Mira, puedes ver las velas desde la ventana panorámica que he hecho instalar con el dinero que tanto trabajo le costó ganar a tu padre.
—Me vengaré de ustedes —masculló la señorita Trixie desde el sofá—. Ya verán, ya.
Intentó levantarse, pero la señora Levy la tenía bien sujeta al nylon amarillo.

II

Cada día estaba peor del catarro, y cada vez que tosía sentía un vago dolor en los pulmones que persistía instantes después de que la tos le hubiera resecado el pecho y la garganta. El patrullero Mancuso se limpió la boca de saliva e intentó expulsar la flema que tenía en la garganta. Una tarde había tenido una sensación tan profunda de claustrofobia, que había estado a punto de desmayarse en la cabina. Ahora, creía que iba a desmayarse del mareo que le producía el catarro. Apoyó la cabeza en una de las paredes de la cabina un instante y cerró los ojos. En los párpados veía flotar nubes rojas y azules. Tenía que capturar a algún delincuente y salir de aquella sala de espera antes de que la tiritera se hiciera tan grave que tuviera que llevarle y traerle todos los días a la cabina el propio sargento. Siempre había tenido la esperanza de obtener una mención honorífica en el cuerpo, pero ¿qué honor había en morir de neumonía en la sala de espera de una estación de autobuses? Hasta sus parientes se reinan. ¿Qué les dirían sus hijos a sus amigos en la escuela?
El patrullero Mancuso contempló las baldosas del suelo. Las veía desenfocadas. Sintió pánico. Las miró más fijamente y vio que aquel desenfoque era debido a la humedad, que formaba una película gris sobre casi toda la superficie de la sala de espera. Miró de nuevo La consolación por la filosofía, abierta en su regazo, y pasó una página lacia y húmeda. El libro estaba deprimiéndole aún más. El tipo que lo había escrito acababa torturado por orden del rey, según decía el prefacio. El tipo que escribía aquello acabaría con algo clavado en la cabeza. Al patrullero Mancuso le daba pena el tipo aquel y se sentía obligado a leer lo que había escrito. Hasta el momento, sólo había logrado avanzar unas veinte páginas, y empezaba a preguntarse si aquel Boecio no sería jugador. Siempre hablaba del destino y de la suerte y de la rueda de la fortuna. En fin, no era precisamente de esos libros que te hacen ver el lado bueno de la vida.
Tras unas cuantas frases, el pensamiento del patrullero Mancuso comenzó a divagar. Miró por la rendija de la puerta de la cabina, que dejaba siempre abierta unos centímetros para poder ver quién utilizaba los urinarios, los lavabos y la caja de las toallitas de papel. Allí, en los lavabos, estaba el mismo tipo que el patrullero Mancuso había estado viendo aparecer todos los días. Observó las elegantes botas que iban y venían del lavabo a la caja de toallitas de papel. El chico se apoyó en el lavabo y empezó a dibujarse en el dorso de las manos con un bolígrafo. Eso podría significar algo, pensó el patrullero Mancuso.
Abrió la cabina y se acercó al muchacho. Tosiendo, logró decir afablemente:
—¿Qué andas escribiéndote en la mano, chico?
George miró el monóculo y la barba que aparecían junto a su codo y dijo:
—Lárgate si no quieres que te pegue una patada en los huevos.
—Llama a la policía —dijo burlón el patrullero Mancuso.
—No —contestó George—. Lárgate. No quiero líos.
—¿Tienes miedo a la policía?
George se preguntó quién sería aquel chiflado. Ya bastaba con el vendedor de salchichas.
—Lárgate de una vez, imbécil. No quiero problemas con la policía.
—¿No quieres problemas con la policía? —preguntó muy satisfecho el patrullero Mancuso.
—No, ni tampoco con un chiflado como tú —dijo George, mirando el ojo acuoso que había tras el monóculo, y la humedad de la boca en la barba.
—Quedas detenido —tosió el patrullero Mancuso.
—¿Qué? Tú estás loco.
—Patrullero Mancuso. Policía secreta —frente a los granos de George relampagueó una placa—. Acompáñame.
—¿Pero por qué demonios me detiene usted? Estoy aquí sin hacer nada —protestó nervioso George—. No he hecho nada. ¿Qué es esto?
—Eres sospechoso.
—¿Sospechoso de qué? —preguntó aterrado George.
—¡Aja! —masculló el patrullero Mancuso—. Tienes mucho miedo, ¿eh?
Y se dispuso a coger a George por el brazo y a esposarle, pero George le arrancó de debajo del brazo La consolación por la filosofía y le pegó con ella en la cabeza. Ignatius había comprado una edición de tirada limitada, grande y elegante, de la traducción inglesa, y todos los quince dólares que valía golpearon al patrullero Mancuso en la cabeza con la fuerza de un diccionario. El patrullero Mancuso se agachó para recoger el monóculo, que se le había caído del ojo. Cuando se incorporó, vio que el muchacho escapaba corriendo por la puerta de la sala de espera con el libro en la mano. Quiso correr detrás, pero le dolía demasiado la cabeza. Volvió a descansar a la cabina sintiéndose aún más deprimido. ¿Qué iba a decirle a la señora Reilly de lo del libro?
George abrió el armario de la sala de espera de la estación de autobuses lo más rápido que pudo y sacó los paquetes envueltos en papel marrón que tenía allí guardados. Sin cerrar la puerta del armarito, salió corriendo por la Calle Canal y enfiló luego hacia el distrito comercial del centro, mirando por encima del hombro para ver si aparecían la barba y el monóculo. Pero no apareció tras él barba alguna.
Había sido mala suerte. Aquel policía se pasaría toda la tarde vigilando la estación de autobuses, buscándole. ¿Y qué haría al día siguiente? La estación de autobuses ya no era un sitio seguro; quedaba ya terminantemente prohibido para él.
—Esa condenada señorita Lee —dijo en voz alta, caminando aún lo más deprisa posible. Si no fuese como es, no habría pasado esto. Podría haber despedido a ese negro, y podría haber seguido recogiendo los paquetes a la hora de siempre, a las dos. Habían estado casi a punto de detenerle. Y todo porque tenía que dejar el paquete en la estación de autobuses, todo porque tenía que andar ahora con él durante dos horas todas las tardes. ¿Dónde podía guardar algo como aquello? Era agotador andar toda la tarde con aquel paquete debajo el brazo. Su madre siempre estaba en casa, así que allí no podía llevarlo.
—Esa zorra desgraciada —murmuró George. Volvió a colocarse los paquetes debajo el brazo y entonces se dio cuenta de que llevaba también el libro que le había quitado al policía. Robarle a un policía. Esa era buena, también. La señorita Lee le había encargado un libro que necesitaba. George miró el título, La consolación por la filosofía. Bueno, la Lee ya tenía su libro.

III

Santa Battaglia probó una cucharada de la ensalada de patatas, limpió la cuchara con la lengua y la colocó pulcramente sobre una servilleta de papel junto a la ensaladera. Chupando los fragmentos de perejil y de cebolla que le habían quedado entre los dientes, le dijo a la foto de su madre que había en la repisa de la chimenea:
—Les va a encantar. Nadie hace la ensalada de patatas como Santa.
La sala estaba casi dispuesta ya para la fiesta. Sobre la vieja radio había dos botellines de Early Times y una caja de seis botellas de Seven-Up. El fonógrafo que le había pedido prestado a su sobrina, descansaba sobre el gastado linóleo en el centro de la habitación. El cordón se elevaba hasta la araña, donde estaba enchufado. En ambos extremos del sofá rojo de felpa había dos bolsas de patatas fritas de tamaño gigante. Del tarro de aceitunas abierto salía un tenedor. El tarro lo había colocado en una bandejita encima de una cama plegable de ruedas, plegada y cubierta.
Santa cogió la fotografía de la repisa de la chimenea, en la que se veía a una anciana ceñuda, de vestido y medias negros, de pie, en una oscura calleja pavimentada con conchas de ostras.
—Pobre mamá —dijo sentimentalmente Santa, dándole a la foto un beso húmedo y sonoro; la grasa del cristal que cubría la foto indicaba la frecuencia de estos arrebatos afectuosos—. Tú sí que las pasaste negras, madre.
Los ojos sicilianos parecían relumbrar como puras brasas, mirando a Santa desde la foto, que parecía cobrar vida.
—La única foto tuya que tengo, mamá, y estás de pie en una calleja. Hay que ver qué vergüenza.
Santa suspiró lamentando tanta injusticia y dejó la fotografía en la repisa, entre el cuenco de fruta de cera y el ramo de zinias de papel y la imagen de la Virgen María y la figurita del Niño Jesús de Praga. Luego volvió a la cocina a por más cubitos de hielo y a buscar una silla de cocina. Tras volver con la silla y una neverita de campo con cubitos de hielo, colocó sus mejores vasos de mermelada en la repisa, junto a la foto de su madre. La proximidad de la foto la impulsó a cogerla y besarla de nuevo, con lo que el cubo de hielo que tenía en la boca rechinó contra el cristal.
—Todos los días rezo una oración por ti, querida —le dijo a la foto, sin que viniera mucho a cuento, sosteniendo el cubito de hielo con la lengua—. Y puedes estar según de que habrá siempre una vela encendida por ti en St. Ode.
Alguien llamó en las persianas de la entrada. Al posar precipitadamente la fotografía, Santa la hizo caer de frente.
—¡Irene! —chilló cuando abrió la puerta y vio a la vacilante señora Reilly en las escaleras, y a su sobrino, el patrullero Mancuso, abajo, en la acera—. Entra, mujer. ¡Qué elegante estás!
—Gracias, cielo —dijo la señora Reilly—   ¡Uf! Ya se me había olvidado lo que se tarda en llegar aquí. Angelo y yo nos hemos tirado casi una hora en ese coche.
—Es el tráfico. Eso es, sí —propuso el patrullero Mancuso.
—Ay qué horror, qué catarro —dijo Santa—. Ay, Angelo. Deberías decir en la comisaría que te saquen de esos retretes. ¿Dónde está Rita?
—No tenía ganas de venir. Tenía jaqueca.
—En fin, no me extraña, encerrada en esa casa todo el día con esos crios —dijo Santa—. Tendría que salir más, Angelo. ¿Qué es lo qué le pasa a esa chica?
—Nervios —contestó Angelo, con tristeza—. Tiene un problema nervioso.
—Los nervios son algo terrible —dijo la señora Reilly—. ¿Sabes lo qué pasó, Santa? Angelo perdió el libro que le dejó Ignatius. Qué lástima, mujer. No me importa lo del libro, pero no hay que decírselo a Ignatius. Menudo lío tendríamos.
La señora Reilly se llevó el dedo a los labios para indicar que lo del libro debía mantenerse para siempre en secreto.
—Bueno, dame el abrigo, anda —dijo Santa diligentemente, casi arrancándole a la señora Reilly el viejo abrigo de lana de entretiempo, color púrpura. Estaba decidida a que el fantasma de Ignatius J. Reilly no asediara su fiesta como tantas veladas de bolos.
—Tienes una casa preciosa. Santa —dijo la señora Reilly, respetuosamente —. Y qué limpia.
—Sí. pero quiero comprar linóleo nuevo para la sala. ¿Has usado alguna vez cortinas de papel, querida? No quedan nada mal. Vi unas preciosas en Maison Blanche.
—Yo compré una vez unas cortinas de papel preciosas para la habitación de Ignatius, pero él las arrancó y las tiró. Dice que son un aborto. ¿Verdad que es horrible?
—Cada cual tiene sus gustos —se apresuró a decir Santa.
—Ignatius no sabe que vine esta noche aquí. Le dije que iba a una novena.
—Angelo, prepárale a Irene algo de beber. Y tómate tú un poco de whisky, te irá bien para ese catarro. Tengo unas cocacolas en la cocina.
—A Ignatius no le gustan las novenas, tampoco. No le gusta nada a ese muchacho. La verdad es que ya me estoy hartando de Ignatius, aunque sea mi hijo.
—Preparé una ensalada de patatas exquisita, ya veréis. Ese señor me dijo que le gustaban las ensaladas de patata.
—Tendrías que ver esos uniformes grandes que me trae para lavar. Y las instrucciones que me da sobre cómo tengo que lavarlos. Parece que vendiera ese jabón en polvo de la tele. La verdad es que parece como si le gustase realmente andar por la calle tirando de ese carro.
—Mira a Angelo, mujer, mira qué cosa tan bárbara nos está preparando.
—¿Tienes aspirinas, Santa?
—Oh, vamos, Irene. «‘Qué clase de fiesta va a ser ésta? Bebe un poco. Espera hasta que venga ese señor. Tenemos que divertirnos. Mira, tú y ese señor podéis bailar aquí mismo delante del fonógrafo.
—¿Bailar? No me apetece bailar con ningún viejo. Además, se me hincharon los pies esta tarde mientras planchaba las batas de Ignatius.
—Irene, no puedes desilusionarle, chica. Tendrías que haber visto la cara que puso cuando le invité a la puerta de la iglesia. Pobre viejo. Apuesto a que nadie le invita.
—El quería venir, ¿no?
—¿Que si quería venir? Me preguntó si tenía que venir de traje.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Bueno, pues yo le dije «Póngase lo que quiera, señor mío».
—Oh, qué detalle —la señora Reilly bajó la vista hacia su traje de fiesta, de tafetán verde—. Ignatius me preguntó por qué llevaba un traje de fiesta para ir a la novena. Estaba sentado en su cuarto escribiendo disparates y le digo «¿Qué estás escribiendo ahora, chico?». Y él dice: «Escribo sobre lo que es ser vendedor de salchichas.» ¿Verdad que es horroroso? ¿Quién va a querer leer una historia como ésa? ¿Sabes cuánto trajo hoy a casa de ese sitio de las salchichas? Cuatro dólares. ¿Cómo voy a pagarle yo a ese hombre, dime?
—Mira. Angelo nos ha preparado un combinado estupendo.
La señora Reilly tomó un vaso de mermelada de la mano de Angelo y bebió la mitad de dos tragos.
—¿De dónde has sacado ese gramófono tan bonito, querida?
—¿Cómo dices? —preguntó Santa.
—Ese chisme que tienes ahí en el suelo.
—Es de mi sobrínita. Una chica preciosa. Se ha licenciado ahora en el instituto de St. Odo y ha conseguido ya un trabajo de vendedora, un trabajo estupendo.
—¿Te das cuenta? —dijo muy excitada la señora Reilly—. Apuesto a que se las arregla mejor que Ignatius.
—Dios santo, Angelo —dijo Santa—. Deja ya de toser. Échate ahí y descansa hasta que llegue ese señor.
—Pobre Angelo -—dijo la señora Reilly, después de que el patrullero saliera de la habitación—. Es buenísimo, desde luego. Hay que ver qué buenos sois los dos conmigo. Y pensar que nos conocimos cuando él intentaba detener a Ignatius.
—No sé cómo no ha llegado ya ese señor.
—A lo mejor es que no viene, Santa —la señora Reilly terminó su bebida—. Voy a prepararme otro si no te importa, querida. Tengo problemas.
—Hazlo, chica, hazlo. Yo voy a llevar tu abrigo a la cocina y a ver qué tal está Angelo. Vaya gente más alegre que tengo hasta ahora en mi fiesta. Espero que ese señor no se caiga y se rompa una pierna por el camino.
En cuanto salió Santa, la señora Reilly se llenó el vaso con whisky y añadió un chorrito de Seven-Up. Luego cogió la cuchara, probó con ella la ensalada de patatas y, Enripiándola bien con los labios, volvió a colocarla sobre la servilletita de papel. La familia de la otra mitad de la casi doble de Santa comenzó en aquel momentó a desencadenar lo que parecía un motín. Tras dar un sorbo al vaso, la señora Reilly pegó la oreja a la pared e intentó filtrar algún significado de todo el guirigay.
—Angelo está tomando un poco de medicina para el catarro —dijo Santa al volver a la sala.
—Tenéis unas paredes estupendas en esta casa, chica —dijo la señora Reilly, incapaz de entender el por qué de la discusión que se desarrollaba al otro lado de la pared—. Ojalá viviéramos aquí Ignatius y yo. La señorita Annie no tendría motivos para quejarse.
—¿Dónde estará ese señor? —preguntó Santa a las persianas de la entrada.
—A lo mejor no viene.
—A lo mejor se le ha olvidado.
—Eso es lo que pasa con los viejos, querida.
—No es tan viejo, Irene.
—¿Qué edad tendrá?
—Debe andar ya rondando los setenta, me imagino.
—Bueno, entonces no es tan viejo. Mi pobre tía Marguerite, la que te conté que le pegaron los chicos para quitarle el bolso, anda por los ochenta —la señora Reilly terminó su bebida—. Quizá se haya ido a ver una película o algo así. Santa, ¿te importaría que me sirviera otro?
—¡Irene! Mujer, vas a caerte redonda. No quiero presentarle a ese señor tan amable a una persona borracha.
—Me serviré sólo un poquito. Hoy estoy tan nerviosa.
La señora Reilly se echó una buena dosis de whisky en el vaso y se sentó otra vez, aplastando una de las bolsas gigantes de patatas fritas.
—Oh, Señor, ¿qué he hecho ahora?
—Acabas de espachurrarme las patatas —dijo Santa, algo irritada.
—Oh, ahora se habrán quedado todas hechas migas —dijo la señora Reilly, sacándose la bolsa de debajo —examinó el aplastado celofán—. Oye, Santa, ¿qué hora tienes? Ignatius dice que está seguro de que los ladrones entrarán en casa esta noche y tengo que irme pronto.
—Vamos, Irene, calma. Acabas de llegar.
—Si quieres que te diga la verdad, Santa, no creo que quiera conocer a ese señor.
—Bueno, pues ahora ya es demasiado tarde.
—Sí, pero ¿qué vamos a hacer ese señor y yo? —preguntó recelosa la señora Reilly.
—Vamos, Irene, tranquilízate de una vez, mujer. Estás poniéndome nerviosa a mí. Lamento haberte pedido que vinieras —Santa apartó un momento el vaso de los labios de la señora Reilly—. Escucha: tú tenías artritis y estabas muy mala. La bolera te ayudó a curarte, ¿no? Te pasabas las noches metida en casa con ese chico loco hasta que apareció Santa, ¿no? Ahora, hazle caso a Santa, preciosa. Supongo que no quieres acabar completamente sola con ese Ignatius. Ese viejo tiene algo de dinero, al parecer. Viste bien. Te conoce de algo. Le gustas —Santa miró a la señora Reilly a los ojos—. ¡Ese viejo puede pagar tu deuda!
—¿Sí? —la señora Reilly no había pensado en ello; el viejo pasó de pronto a ser algo más atractivo—. ¿Y es limpio?
—Claro que es limpio —dijo Santa irritada—. ¿Crees que voy a presentarle a mi amiga a un vagabundo?
Alguien llamó quedamente a las persianas de la puerta de entrada.
—Oh, seguro que es él —dijo ávidamente Santa.
—Dile que tuve que irme, querida.
—¿Irte? ¿Adonde vas a irte, Irene? Si ese hombre está en la puerta.
—Es él, ¿verdad?
—Déjame que mire.
Santa abrió la puerta y echó hacia afuera las persianas.
—Hola, señor Robichaux —dijo en la noche a alguien a quien la señora Reilly no podía ver—. Estábamos esperándole. Aquí mi amiga la señorita Reilly estaba preguntando dónde estaría usted. Pase, pase, que ahí fuera hace frío.
—Sí, señorita Battaglia, siento haber llegado un poco tarde, pero tuve que dar un paseo por el barrio con mis nietecitos. Rifaban unos rosarios de las hermanas.
—Estoy enterada, sí —dijo Santa—. Compré el otro día un número. Me lo vendió un chiquillo. Son unos rosarios preciosos. Una señora que conozco ganó el motor fuera-borda que rifaron las hermanas el año pasado.
La señora Reilly estaba sentada en el sofá, inmóvil, mirando fijamente su vaso, como si acabara de descubrir una cucaracha flotando en él.
—¡Irene! —gritó Santa—. ¿Qué haces, chica? Di «Hola» al señor Robichaux.
La señora Reilly alzó la vista y reconoció al viejo al que había detenido el patrullero Mancuso delante de D. H. Holmes.
—Me alegro de conocerle —dijo la señora Reilly al vaso.
—Quizá la señorita Reilly no se acuerde —le dijo el señor Robichaux a Santa, que resplandecía de felicidad—. Pero ya nos conocemos.
—¡Vaya, pensar que ustedes dos son viejos amigos! —dijo Santa muy feliz—. Qué pequeño es el mundo.
—Ay, yi, yi, yi —dijo la señora Reilly, la voz ahogada por la angustia—. Oh la lá.
—¿Se acuerda usted? —dijo el señor Robichaux—. Fue en el centro, junto a Holmes. Aquel policía intentaba llevarse a su chico, pero me llevó a mí en su lugar.
Santa enarcó las cejas sorprendida.
—¡Oh, sí! —dijo la señora Reilly—. Creo que ya me acuerdo. Un poco.
—Pero no fue culpa suya, señorita Reilly. Fueron ellos, los policías. Son todos una pandilla de comunistas.
—No tan alto —advirtió la señora Reilly—. Las paredes son muy finas en esta casa.
Y, tras decir esto, movió el codo y derribó del brazo del sofá su vaso vacío.
—¡Oh, señor! Santa, quizá debieras decirle a Angelo que se fuese. Yo ya cogeré un taxi. Dile que se vaya por la parte de atrás. Es más fácil para él, ¿comprendes?
—Ya entiendo lo que quieres decir, querida —Santa se volvió al señor Robichaux—. Escuche, cuando nos vio a mi amiga y a mí allí en la bolera, no iba con nosotras ningún hombre, ¿verdad?
—Ustedes, señoras, estaban solas.
—¿No fue ésa la noche en que A. se hizo detener? —cuchicheó la señora Reilly a Santa.
—Oh, sí, Irene. Tú pasaste a recogerme en tu coche. Acuérdate que se soltó el parachoques del todo, justo enfrente de la bolera.
—Sí, sí. Lo puse en el asiento de atrás. Ignatius fue el que me hizo destrozar ese coche, me ponía tan nerviosa desde el asiento de atrás.
—Oh, no —dijo el señor Robichaux—. Lo único que no puedo soportar es un mal perdedor o un mal deportista.
—Si alguien me hace una cochinada —continuó Santa— yo procuro poner la otra mejilla, ¿sabe lo que quiero decir? Esa es la forma cristiana de actuar. ¿Verdad que sí, Irene?
—Claro que sí, querida —ratificó calurosamente la señora Reilly—. Santa, cielo, ¿tienes aspirinas?
—¡Irene! —dijo Santa furiosa—. Oiga, señor Robichaux, imagínese ahora que ve a aquel policía que le detuvo.
—Espero no volver a verle nunca —dijo con apasionamiento el señor Robichaux—. Es un asqueroso comunista. Esa gente quiere imponer aquí el estado policial.
—Sí, pero supongámoslo. ¿No le perdonaría y le olvidaría?
—Santa —interrumpió la señora Reilly—. Yo creo que voy a dar una vuelta hasta la cocina a ver si encuentro aspirinas.
—Fue una cosa horrorosa —dijo el señor Robichaux a Santa—. Toda mi familia se enteró. La policía llamó a mi hija.
—Bueno, eso no tiene importancia —dijo Santa—. A todo el mundo le detienen alguna vez en su vida. ¿Ve usted, la ve? —Santa cogió la foto que yacía boca abajo en la repisa de la chimenea y se la enseñó a sus dos invitados—: Mi pobre mamá querida. La policía se la llevó del Lautenschlaeger Market cuatro veces por alterar el orden.
Santa hizo una pausa para dar un húmedo beso a la foto y luego concluyó:
—¿Creen que se preocupó por eso? En absoluto.
—¿Es ésa tu mamá? —preguntó muy interesada la señora Reilly—. Debió llevar una vida dura, ¿eh? Ay, las madres sufren mucho en esta vida, créeme.
—En fin, como iba diciendo —continuó Santa— yo no me preocuparía tanto porque me hubieran detenido. Los policías también tienen problemas. A veces, se equivocan. Después de todo, son seres humanos.
—Yo he sido siempre una ciudadana decente —dijo la señora Reilly—. Voy a lavar mi vaso a la fregadera.
—Siéntate, Irene. Déjame hablar con el señor Robichaux.
La señora Reilly se acercó al viejo aparato de radio y se sirvió un vaso de Early Times.
—Nunca olvidaré a aquel patrullero Mancuso —decía el señor Robichaux.
—¿Mancuso? —preguntó Santa, muy sorprendida—. Yo tengo muchos parientes con ese mismo apellido. En realidad, uno de ellos pertenece a la policía, y además está aquí ahora, precisamente.
—Creo que oigo a Ignatius que me llama. Será mejor que me vaya.
—¿Llamarte? —preguntó Santa—. ¿Qué quieres decir, Irene? Ignatius está a nueve kilómetros de aquí. Mira, ni siquiera le hemos ofrecido de beber al señor Robichaux. Prepárale algo, mujer, mientras voy a por Angelo.
La señora Reilly estudiaba ansiosamente su vaso, con la esperanza de encontrar en él una cucaracha o una mosca al menos.
—Déme ese abrigo, señor Robichaux. ¿Cómo le llaman sus amigos?
—Claude.
—Claude, yo soy Santa. Y ésta es Irene. Saluda, Irene.
—Hola —dijo maquinalmente la señora Reilly.
—Vayan ustedes conociéndose mientras voy a llamar a Angelo —dijo Santa, y desapareció en la otra habitación.
—¿Qué tal ese muchachote suyo? —preguntó el señor Robichaux, para poner fin al silencio que había caído sobre ellos.
—¿Quién?
—Su hijo.
—Ah, él. Bien, muy bien.
El pensamiento de la señora Reilly volvía a la Calle Constantinopla, donde había dejado a Ignatius escribiendo en su habitación y mascullando cosas acerca de Myrna Minkoff. A través de la puerta, la señora Reilly le había oído decir: «Habría que azotarla hasta dejarla sin sentido.»
Hubo un largo silencio interrumpido sólo por los violentos sorbetones que daba la señora Reilly en el borde del vaso.
—¿Quiere usted unas patatas fritas? —preguntó por fin la señora Reilly, tras descubrir que aquel silencio la hacía sentirse aún peor.
—Sí, creo que comeré unas pocas.
—Están en esa bolsa que hay junto a usted —la señora Reilly observó al señor Robichaux abrir el paquete de celofán; la cara y el traje de gabardina gris del señor Robichaux parecían los dos limpios y recién planchados—. Puede que Santa necesite ayuda. Pudo caerse al entrar.
—Pero si no hace ni un minuto que salió de aquí. Ya volverá.
—Estos suelos son peligrosos —comentó la señora Reilly, estudiando atentamente el resplandeciente linóleo—. Puedes resbalar, caer y romperte la crisma.
—Hay que andar con cuidado en esta vida.
—¿Verdad que sí? Yo siempre soy muy cuidadosa.
—Yo también. Merece la pena andar con tiento en este mundo.
—Claro que sí. Eso le decía yo a Ignatius precisamente el otro día —mintió la señora Reilly—. Va y me dice: «Mamá, a que merece la pena andar con cuidado en este mundo». Y le digo: «Así es, hijo, hay que tener cuidado».
—Ese es un buen consejo.
—Yo ando siempre dándole consejos a Ignatius. Siempre estoy procurando ayudarle, sabe.
—Estoy seguro de que es usted una buena mamá. Les he visto a usted y al muchacho muchísimas veces por el centro, y siempre me pareció que era un muchachote muy majo de aspecto. Destaca mucho, sabe.
—Procuro ayudarle y velar por él, sí, señor. Le digo: «Ten cuidado, hijo. Mira lo que haces no vayas a resbalar y a abrirte la cabeza o a fracturarte un brazo» —la señora Reilly chupó un poco los cubitos de hielo—. Ignatius aprendió seguridad en mis rodillas. Es algo que siempre me ha agradecido.
—Un buen adiestramiento, créame.
—Yo le digo siempre a Ignatius, siempre le digo: «Ten mucho cuidado al cruzar la calle, hijito.»
—Hay que andar con cuidado con el tráfico, Irene. Supongo que no le importa que la llame por el nombre, ¿verdad?
—Claro que no, por Dios.
—Irene es un nombre muy bonito.
—¿Usted cree? Ignatius dice que no le gusta —la señora Reilly se santiguó y terminó el vaso. —Llevo una vida muy dura, señor Robichaux. No me importa decírselo.
—Llámeme Claude.
—Dios es testigo. Tengo que arrastrar una horrible cruz. ¿Quiere usted beber algo?
 —Sí, gracias. Pero que no sea muy fuerte. Yo no soy bebedor.
—Oh, Señor —gimoteó la señora Reilly, llenando dos vasos hasta el borde de whisky—. Cuando pienso lo que tengo que sobrellevar. Hay veces que me pondría a llorar y no acabaría nunca.
Y. tras esto, la señora Reilly rompió a llorar estrepitosamente.
—Por Dios, no llore usted —suplicó el señor Robichaux, muy turbado por el giro trágico que parecía tomar la velada.
—Tengo que hacer algo. Tengo que llamar a las autoridades para que se lleven a ese chico —la señora Reilly sollozó; luego hizo una pausa para tomar un trago de Early Times—. Quizá le metan en un reformatorio o algo así.
—¿Pero no tiene treinta años?
—Áy, Señor, qué disgusto.
—¿No está escribiendo algo?
—Tonterías que nadie querrá leer nunca. Ahora él y esa Myrna se escriben insultos. Ignatius me dice que va a destrozar a esa chica. ¿Verdad que es espantoso? Pobre Myrna
El señor Robichaux, como no se le ocurría nada que decir, preguntó:
—¿Por qué no busca un sacerdote que vaya a hablar con su hijo?
—¿Un sacerdote? —gimió la señora Reilly—. Ignatius no hará caso a un sacerdote. El dice que el sacerdote de la parroquia es un hereje. Cuando se le murió el perro tuvieron una discusión terrible.
El señor Robichaux no pudo dar con ningún comentario para aquella enigmática declaración.
—Fue espantoso. Creí que me iban a echar de la iglesia. No sé de dónde saca ese chico tales ideas. Menos mal que su papá no vive. Qué disgusto si le viese con ese carro por la calle.
—¿Qué carro?
—Anda por la calle vendiendo salchichas.
—Oh. ¿Ha encontrado trabajo ya?
—¿Trabajo? —gimió la señora Reilly—. En el barrio ya se ha enterado todo el mundo. La señora de al lado me hace montones de preguntas. Toda la Calle Constantinopla habla de él. Cuando pienso en el dineral que me gasté para darle estudios. En fin, yo creía que los hijos estaban para ayudarla a una en su vejez. ¿Qué ayuda puede prestarme a mí Ignatius?
—Puede que su hijo haya estudiado demasiado —comentó el señor Robichaux—. En las universidades hay muchísimos comunistas.
—¿Sí? —preguntó muy interesada la señora Reilly, enjugándose las lágrimas con la falda del traje de fiesta de tafetán verde, sin advertir que estaba mostrándole al señor Robichaux las amplias carreras que tenían sus medias en las rodillas—. Puede que ese sea el problema de Ignatius. Es muy propio de un comunista tratar mal a su mamá.
—Pregúntele alguna vez a su hijo qué piensa de la democracia.
—Sí lo haré, sí —dijo muy feliz la señora Reilly; Ignatius era justo el tipo que podía ser comunista. Hasta lo parecía un poco—. A lo mejor puedo asustarle.
—Ese chico no debería darle tantos disgustos. Usted tiene muy buen carácter. Es algo que yo admiro en una señora. Cuando la reconocí allí junto a la bolera, cuando iba usted con la señorita Battaglia, me dije: «Ojalá algún día pueda conocerla».
—¿Dijo usted eso?
—Admiré su integridad, defendiendo a su chico frente a aquel policía asqueroso, especialmente teniendo como tiene problemas con él en casa. Hace falta valor.
—Ojalá hubiera dejado que Angelo se lo llevara. Nada habría pasado. Ignatius estaría encerrado en la carecí, seguro.
—¿Quién es Angelo?
—¡Vaya! Qué bocazas soy. ¿Qué dije, Claude?
—No sé qué de Angelo.
—Señor, Señor, voy a ver si Santa está bien. Pobrecilla. A lo mejor se ha quemado en la cocina. Santa anda siempre quemándose. No tiene ningún cuidado con el fuego, sabe.
—Si se hubiera quemado, gritaría.
—No, Santa no. Es muy valiente. Nunca se queja. Es esa sangre italiana vigorosa.
—¡Dios santo! —gritó el señor Robichaux, poniéndose en pie de un salto—. ¡Pero si es él!
—¿Qué? —preguntó aterrada la señora Reilly y, girándose, vio a Santa y a Angelo, allí a la entrada de la sala—. Ves, Santa. Sabía que pasaría esto. Señor, ya tengo los nervios disparados. Debería haberme quedado en casa.
—Si no fuera usted un asqueroso policía, le partiría las narices —le gritó el señor Robichaux a Angelo.
—Bueno, cálmese, Claude —dijo Santa muy pausada—. Angelo no quería hacerle ningún daño.
—Me hundió, ese comunista.
El patrullero Mancuso tosió violentamente. Parecía deprimido. Se preguntaba qué cosa horrible iría a sucederle a continuación.
—Oh, Dios mío, será mejor que me vaya —dijo desesperada la señora Reilly—. Lo que más necesito yo en este momento es una pelea. Saldríamos todos en el periódico. Entonces sí que se pondría contento Ignatius.
—¿Cómo me trajo usted aquí? —preguntó el señor Robichaux furioso a Santa—. ¿Qué es esto?
—Santa, cariño, ¿querrías llamarme un taxi?
—Cállate de una vez, Irene —contestó Santa—. Escuche, Claude, Angelo dice que siente mucho haberle detenido.
—Eso no significa nada. Es demasiado tarde para eso. Quedé deshonrado frente a mis nietos.
—No se enfade usted con Angelo —suplicó la señora Reilly—. Fue todo culpa de Ignatius. Es de mi propia sangre, pero tiene una pinta tan rara cuando sale… Angelo debería haberle encerrado.
—Eso mismo —añadió Santa—. Mire lo que le dice Irene, Claude. Y tenga cuidado, no vaya a pisar mi bonito fonógrafo.
—Si Ignatius hubiera sido amable con Angelo, no habría pasado nada de lo que pasó —explicó la señora Reilly a su público—. Fíjese el catarro que ha cogido el pobre Angelo. Lleva una vida muy dura, Claude.
—Cuéntaselo, chica, cuéntaselo —dijo Santa—. Angelo cogió ese catarro por haberle detenido a usted, Claude.
Santa blandió un dedo gordinflón hacia el señor Robichaux, un poco acusadoramente.
—Ahora tiene que estar metido en un retrete —añadió—. Y a la próxima, le echarán a patadas del cuerpo.
El patrullero Mancuso tosió muy triste.
—Quizá me haya excitado un poco —concedió el señor Robichaux.
—No debí detenerle —jadeó Angelo—. Me puse nervioso.
—Todo fue culpa mía —dijo la señora Reilly—. Por intentar proteger a ese Ignatius. Debería haber permitido que se lo llevara, Angelo.
La señora Reilly volvió su rostro blanco y empolvado hacia el señor Robichaux y añadió:
—Señor Robichaux, usted no conoce a Ignatius. Ignatius arma líos dondequiera que va.
—Alguien debería romperle la cara a ese Ignatius —dijo Santa solícita.
—Alguien debería partirle la boca —añadió la señora Reilly.
—Alguien debería darle una buena zurra a ese Ignatius —dijo Santa—. Venga, ahora todos amigos.
—De acuerdo —dijo el señor Robichaux, que tomó la mano de Angelo, de un blanco azulado, y la estrechó fláccidamente.
—Oh, qué bien —dijo la señora Reilly—. Ven a sentarte en el sofá, Claude, y Santa puede poner ese bonito fonógrafo de su sobrinita.
Mientras Santa ponía un disco de Fats Domino en el fonógrafo, Angelo, moqueando y un poco confuso, se sentó en la silla de cocina, enfrente de la señora Reilly y el señor Robichaux.
—Oh, qué lindo —gritó, jovial, la señora Reilly, por encima del estruendo ensordecedor del piano y la batería—. Santa, cielo, ¿querrías bajarlo un poco?
El ritmo atronador disminuyó levemente de volumen.
—Muy bien —gritó Santa a sus invitados—. Ahora, todos amigos. Voy a por unos platos para servir mi ensalada de patatas. Venga, vamos, Irene, Claude. Muevan un poco el esqueleto, chicos.
Los dos ojillos negros como carbones la miraban ceñudos desde la repisa de la chimenea, mientras salía alegremente de la sala. Los tres invitados, sumergidos en el ritmo atronador del fonógrafo, examinaban en silencio las paredes color rosa y los dibujos de flores del linóleo. Luego, de repente, la señora Reilly gritó dirigiéndose a los dos caballeros:
—¿Saben qué? Ignatius tenía abierta el agua en la bañera cuando me fui y apuesto a que se olvidó de cerrarla.
Al ver que nadie contestaba, añadió:
—Qué vida tan dura la de las madres.

NUEVE

—Tenemos una queja contra usted de la Inspección de Higiene, Reilly.
—Oh, ¿sólo es eso? Por la expresión de su cara, pensé que le había dado una especie de ataque epiléptico —dijo Ignatius al señor Clyde sin dejar de masticar panecillo y salchicha, mientras empujaba el carro hacia el interior del garaje—. Temo imaginar cuál podría ser la queja o cómo podría haberse originado. Le aseguro que he sido el espíritu mismo de la limpieza. Mis hábitos íntimos están por encima de cualquier reproche. No arrastro ninguna enfermedad social, no entiendo, por tanto, qué podría transmitirles yo a sus salchichas que ellas no tuvieran ya. Fíjese qué uñas.
—Basta ya de chachara, gordinflón —el señor Clyde ignoró las zarpas que Ignatius había extendido para la inspección—. Sólo lleva unos cuantos días en el trabajo. He tenido gente aquí trabajando durante años sin ningún problema con Sanidad.
—Debían ser, sin duda, más astutos que yo.
—Pusieron a un hombre vigilándole.
—Oh —dijo Ignatius tranquilamente, haciendo una pausa para engullir la punta de la salchicha que sobresalía de su boca como la colilla de un puro. Así que era eso aquel evidente apéndice del funcionariado. Parecía un brazo de la burocracia. A los funcionarios del gobierno siempre se les puede identificar por el vacío total que ocupa el espacio donde la mayoría de las otras personas tienen la cara.
—Cállese de una vez, gordinflón. ¿Pagó ese bocadillo que está comiendo?
—Bueno, indirectamente. Puede usted restarlo de mi miserable salario —Ignatius observó al señor Clyde apuntar unos números en una libreta—. Dígame, ¿qué arcaico tabú sanitario violé? Sospecho que se trata de alguna falsedad del inspector.
—Los de Sanidad dicen que vieron al vendedor Número Siete… es decir, usted…
—Así es. ¡El benditísimo Siete! En eso soy culpable. Ya me han colocado algo encima. Imaginé que el siete sería irónicamente un carro desafortunado. Quiero otro carro lo antes posible. Al parecer, ando empujando por las calles una especie de fetiche de la mala suerte. Estoy seguro de que me iría mejor con cualquier otro carro. Carro nuevo, vida nueva.
—¿Quiere hacer el favor de escucharme?
—Bueno, si es absolutamente preciso. Quizá debiera advertirle que estoy a punto de desmayarme de angustia y de depresión general, sin embargo. La película que vi anoche era especialmente agobiante, un musical playero juvenil. Casi me desmayé durante la secuencia de la canción en la tabla de surf. Además, tuve dos pesadillas anoche, en una de las cuales intervenía uno de esos espantosos autobuses Scenecruiser. En la otra, aparecía una chica que yo conozco. Fue algo de lo más brutal y obsceno. Si se la describiese, se quedaría usted aterrorizado, no me cabe duda.
—Le vieron a usted cogiendo un gato en la calle, en la Calle St. Joseph.
—¿Pero es que esa gente no tiene otra cosa que hacer? ¡Qué mentira tan absurda! —dijo Ignatius y con un rápido movimiento de la lengua engulló la última porción visible de salchicha.
—¿Y qué andaba usted haciendo por la Calle St. Joseph? Pero si allí sólo hay almacenes y muelles. Allí no hay gente. Ni siquiera figura en nuestras rutas.
—Bueno, yo no lo sabía. La verdad es que entré por aquella zona sólo para descansar un poquito. De vez en cuando pasaba algún transeúnte. Desgraciadamente para nosotros, no parecían estar de humor para salchichas.
—¿Así que estaba usted allí? No me extraña que no vendiese nada. Y supongo que anduvo usted jugando con aquel maldito gato.
—Ahora que lo dice usted, creo recordar que había uno o dos animales domésticos por allí, sí.
—Así que estaba usted jugando con el gato.
—No, yo no estaba «jugando» con el gato. Yo sólo lo cogí para acariciarle un poco. La verdad es que era un gatito con pintas muy atractivo. Le ofrecí una salchicha. Pero el gato la rechazó. Era un animal con cierto gusto y cierta decencia.
—¿Se da usted cuenta de que eso es una infracción grave, gorila asqueroso?
—No, me temo que no —dijo furioso Ignatius—. Se dio por supuesto, al parecer, que el gato estaba sucio. ¿Cómo lo sabemos? Los gatos son animales que destacan por su higiene, los gatos están lamiéndose continuamente en cuanto sospechan la menor suciedad en ellos. Aquel inspector sin duda debía tener algún prejuicio contra los gatos. A ese gato no se le ha dado una oportunidad.
—¡No hablamos del gato! —dijo el señor Clyde con tal vehemencia que Ignatius pudo ver hincharse las venas púrpura alrededor de la cicatriz blanquecina que tenía en la nariz—. Estamos hablando de usted.
—Bueno, yo voy limpio, por supuesto. Eso ya lo hemos discutido. Yo, lo único que pretendía era que ese gato tuviera un juicio justo. ¿Es que nunca van a dejar de acosarme, Señoría? Mis nervios están al borde del colapso total. Supongo que examinó usted mis uñas hace un momento, se fijaría en el temblor de mis manos. No me gustaría nada tener que demandar a Vendedores Paraíso, Incorporated, para que me abonase las facturas del psiquiatra. Quizás ignore usted que no estoy amparado por ningún seguro médico. Es evidente que Vendedores Paraíso es demasiado paleolítico para considerar la posibilidad de ofrecer tales beneficios a sus asalariados. En realidad, Señoría, estoy cada vez más insatisfecho con las condiciones laborales que imperan en esta dudosa empresa.
—¿Por qué, qué es lo que está mal? —pregunto el señor Clyde.
—Todo, me temo. Y además, tengo la sensación de que no se me aprecia.
—Bueno, al menos viene usted todos los días. Eso hay que admitirlo.
—Eso se debe sólo a que me golpearían implacablemente con una botella de vino asado si me atreviese a quedarme en casa. Abrir la puerta de mi casa, es como entrar en el cubil de una leona. Mi madre es más cruel y violenta cada día.
—Mire, Reilly, yo no quiero echarle —dijo el señor Clyde en tono paternal.
El señor Clyde conocía ya la triste historia del vendedor Reilly: la madre borracha, aquellos daños que tenia que pagar, la amenaza de miseria para madre e hijo, los amigos lascivos de la madre.
—Mire, voy a asignarle a usted una ruta nueva y a darle otra oportunidad. Tengo ciertos trucos comerciales que a lo mejor le ayuden.
—Puede usted mandar un mapa de la nueva ruta al pabellón de enfermos mentales del Hospital de Caridad. Las amables hermanitas y los serviciales psiquiatras de allí quizá puedan ayudarme a descifrarlo entre electro y electro.
—Cállese de una vez, por favor.
—¿Lo ve usted? Ya ha destruido mi espíritu de iniciativa —Ignatius eructó—. Bueno, espero que haya elegido usted una ruta panorámica, por una zona de parques donde haya asientos amplios en que puedan sentarse los que padezcan de pies cansados y molidos. Esta mañana cuando me levanté me fallaban los tobillos. Tuve suerte de poder agarrarme a la cabecera de la cama a tiempo. De lo contrario, habría acabado en el suelo hecho un montón de huesos rotos. Parece ser que mis tarsos están a punto de tirar la toalla definitivamente.
Ignatius cojeó alrededor del señor Clyde para demostrarlo, arrastrando las botas por el aceitoso cemento.
—Pare ya de una vez, gordinflón. No está usted tullido ni inválido.
—Aún no del todo. Pero hay varios huesecillos y ligamentos que empiezan a alzar la bandera blanca de la rendición. Mis aparatos físicos parecen disponerse a declarar una especie de tregua. El aparato digestivo ha dejado de funcionar casi completamente. Es muy posible que haya empezado a formarse un tejido sobre mi válvula pilórica, cerrándola para siempre.
—Le voy a poner a usted en el Barrio Francés.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Cree que voy a deambular yo por esa sentina del vicio? No, lo siento, pero el Barrio Francés queda descartado. En ese ambiente se desmoronaría mi psique. Además, allí las calles son muy estrechas y muy peligrosas. Podría aplastarme fácilmente el tráfico o empotrarme contra un edificio.
—Lo toma o lo deja, gordo cabrón. Es la última oportunidad que le doy —la cicatriz del señor Clyde empezaba a ponerse blanca otra vez.
—¿De veras? Bueno, está bien, por favor, que no le dé otro ataque. Podría usted caerse en la olla de las salchichas y escaldarse. Si insiste, supongo que tendré que pasear mis salchichas por Sodoma y Gomorra.
—De acuerdo. Entonces, quedamos en eso. Viene usted mañana por la mañana y le daremos esos chismes.
—No puedo prometerle que vayan a venderse muchas salchichas en el Barrio Francés. Lo más probable es que tenga que dedicar todo el tiempo a proteger mi honor frente a los desvergonzados que viven allí.
—Lo que más hay en el Barrio Francés es mercado turístico.
—Eso es aún peor. Sólo los degenerados hacen turismo. Yo, personalmente, sólo salí de la ciudad una vez. Por cierto, ¿nunca le he contado aquel peregrinaje mío hasta Baton Rouge? Fuera de la ciudad abundan los horrores.
—No. No quiero que me lo cuente.
—Bueno, peor para usted. Podría haber aprendido cosas muy valiosas de la traumática historia de aquel viaje. Sin embargo, me alegro de que no quiera usted oírlo. Las sutilezas psicológicas y simbólicas de aquel peregrinaje probablemente queden fuera del alcance de la mentalidad de Vendedores Paraíso. Por suerte, estoy escribiéndolo todo y, en un futuro más o menos lejano, el público lector más atento y despierto se beneficiará de mi relato de ese descenso abismal por los pantanos camino de la estación interna del último horror…
—Escuche, Reilly…
—En el relato, he logrado un símil especialmente preciso al comparar el autobús Scenecruiser con rizar el rizo en un parque de atracciones surrealista.
—¡Cállese ya! —gritó el señor Clyde. esgrimiendo amenazadoramente el tenedor—. Venga, veamos los recibos de hoy. ¿Cuánto ha vendido usted?
—Oh, Dios mío —suspiró Ignatius—. Sabía que tarde o temprano llegaríamos a esto.
Los dos discutieron unos minutos sobre los beneficios. Ignatius en realidad se había pasado la mañana sentado en la plaza Eads viendo el tráfico del puerto y tomando notas sobre la historia de la navegación y sobre Marco Polo en un bloc Gran Jefe. Entre nota y nota, había considerado posibles medios de destruir a Myrna Minkoff, pero no había llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Su plan más prometedor era obtener un libro sobre municiones en la Biblioteca Pública, construir una bomba y enviársela por correo a Myrna en franqueo normal. Luego, recordó que le habían retirado la tarjeta de la biblioteca. Había perdido la tarde con el gato; Ignatius había intentado atraerlo hasta el compartimento de los panecillos, para llevárselo a casa; pero se le había escapado.
—Creo que debería tener usted la delicadeza de hacer un descuento a sus empleados —dijo Ignatius engoladamente, tras que un examen de los recibos del día mostrase que, restado el coste de los bocadillos que él se había comido, su salario era exactamente de un dólar veinticinco centavos—. Después de todo, me estoy convirtiendo en su mejor cliente.
El señor Clyde hundió el tenedor en la bufanda del vendedor Reilly y le ordenó salir inmediatamente del garaje, amenazándole con el despido si no aparecía temprano para empezar a trabajar en el Barrio Francés.
Ignatius caminó hasta el tranvía de muy mal humor y subió en él, camino de la parte alta de la ciudad, eructando gas Paraíso tan violentamente que, aunque el tranvía estaba lleno, nadie quiso sentarse a su lado.
Cuando entró en la cocina, su madre le recibió poniéndose de rodillas y diciendo:
—¡Señor! ¿Por qué me hiciste cargar con esta cruz terrible? ¿Qué hice yo, Señor? Dime. Mándame una señal. Yo he sido buena.
—Deja de blasfemar inmediatamente —gritó Ignatius.
La señora Reilly interrogaba al techo con los ojos, buscando respuesta entre el pringue y las grietas.
—Vaya recibimiento tras una jornada deprimente luchando por la supervivencia en las calles de esta ciudad salvaje.
—¿Qué te has hecho en la mano?
Ignatius miró los arañazos que le había hecho el gato cuando intentaba meterlo en el compartimento de los panecillos.
—Tuve una batalla casi apocalíptica con una prostituta hambrienta —eructó—. De no ser por mi fuerza muscular superior habría saqueado mi carro. Al final, hubo de alejarse del lugar de la lucha cojeando, con sus chillonas galas hechas jirones.
—¡Ignatius! —gritó trágicamente la señora Reilly—. Cada día estás peor. ¿Qué te pasa?
—Saca la botella del horno. Ya debe estar hecha.
La señora Reilly miró a su hijo tímidamente y le preguntó:
—Ignatius, ¿estás seguro de que no eres comunista?
—¡Oh, Dios mío! —bramó Ignatius—. Todos los días he de someterme a una caza de brujas maccarthysta en esta casa que se hunde. ¡No! Ya te lo he dicho. No soy un compañero de viaje. ¿Pero quién diablos te ha metido eso en la cabeza?
—Es que leí en el periódico que donde hay muchos comunistas es en la universidad.
—Bueno, pues, por suerte, no me encentré con ellos. Si se hubieran cruzado en mi camino, les habría dado una zurra que se habrían quedado medio muertos. ¿Acaso crees que quiero vivir en una sociedad comunal con gente como esa Battaglia amiga tuya, barriendo calles y picando piedra o lo que ande haciendo siempre la gente en esos desdichados países? Lo que yo quiero es una buena monarquía, firme, con un rey decente, de buen gusto, un rey con ciertos conocimientos de teología y de geometría, y que cultive una Rica Vida Interior.
—¿Un rey? ¿Tú quieres un rey?
—Oh déjate ya de tonterías.
—Nunca oí a nadie que quisiera un rey.
—¡Por favor! —Ignatius dio un puñetazo en el hule de la mesa de la cocina—. Barre el porche, visita a la señorita Annie, llama a esa alcahueta de la Battaglia, practica los bolos en la calleja. ¡Déjame en paz! Estoy en un ciclo muy malo.
—¿Qué quieres decir con eso de «ciclo»?
—Si no dejas de molestarme, bautizaré la proa de tu ruinoso Plymouth con esa botella de vino que hay en el horno —masculló Ignatius.
—Peleándose con una pobre chica de la calle —dijo con tristeza la señora Reilly—. Qué cosa tan horrible. Tirando de un carro de salchichas. Ignatius, yo creo que tú necesitas ayuda.
—Bueno, voy a ver la televisión —dijo furioso Ignatius—, ahora empieza el programa del Oso Yogui.
—Espera un momento, hijo —la señora Reilly se levantó del suelo y sacó de un bolsillo del jersey un sobrecito de papel Manila—. Esto llegó hoy para ti.
—Vaya —dijo Ignatius con interés, cogiendo el sobrecito—. Supongo que habrás memorizado ya su contenido.
—Será mejor que metas las manos en la fregadera para limpiar esos arañazos.
—Pueden esperar —dijo Ignatius; rasgó e1 sobre—. M. Minkoff ha respondido, al parecer, a mi misiva, con una urgencia casi frenética. La traté bastante mal.
La señora Reilly se sentó y cruzó las piernas, balanceando triste sus calcetines blancos y sus viejas zapatillas negras de charol, mientras los ojos azules y amarillos de su hijo examinaban la bolsa desplegada de Macy en la que estaba escrita la carta.

Señores:
Bueno, al fin tengo noticias tuyas, Ignatius. Una carta terrible, realmente, no quiero hablar del membrete «Levy Pants» del papel. Probablemente sea tu idea de una broma antisemita. Menos mal que estoy por encima de cualquier ataque a ese nivel. Pero nunca creí que tú cayeses tan bajo. Vivir para ver.
Tus comentarios sobre la conferencia indicaban unos celos bastante mezquinos que no esperaba de alguien que afirma tener unos criterios tan amplios y objetivos. La conferencia empieza ya a interesar a varías personas inteligentes que conozco. Una persona que ha prometido venir y traer, además, a varios amigos inteligentes. Es un nuevo contacto muy interesante que hice durante la hora punta en la cola de la Avenida Jerome. Se llama Ongah, y es un estudiante de Kenia que vino aquí por un intercambio y que está escribiendo un ensayo en la Universidad de Nueva York sobre los simbolistas franceses del siglo diecinueve. Por supuesto, tú no entenderías a un chico tan inteligente y tan animoso como Ongah, o no te agradaría.
Yo podría estarme horas oyéndole hablar. Es serio y no te suelta toda esa pseudofilosofía, como hacías tú siempre. Lo que dice Ongah es significativo. Ongah es real y vital. Es viril y agresivo. Penetra en la realidad y rasga los velos ocultadores.

—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius—. La ha violado un Mau-mau.
—¿Qué? —preguntó recelosa la señora Reilly.
—Vete y pon la televisión para que vaya calentándose —dijo Ignatius con aire ausente, volviendo a su furiosa lectura de la carta.

No se parece en nada a ti, como puedes suponer. Es también músico y escultor y consagra cada minuto de su vida a una actividad real y significativa, creando y sintiendo. Sus esculturas casi saltan y te cogen, de lo llenas que están de vida y de personalidad.
Por fin, tu carta me permitió enterarme de que aún sigues vivo, si es que se puede llamar a eso «vivir». ¿Qué mentiras son ésas de la «industria de la comercialización de alimentos»? ¿Es algún ataque al negocio de suministro a restaurantes de mi padre? En tal caso, a mí no me afecta, porque mi padre y yo hace años que discrepamos ideológicamente. Admitámoslo, Ignatius, desde que te vi por última vez, lo único que has hecho es estar tumbado en tu habitación pudriéndote. La hostilidad que demuestras respecto a mi conferencia es una manifestación de tus sentimientos de fracaso y de tu impotencia mental (?).

—A esa mujerzuela liberal habría que empalarla con el miembro de un garañón especialmente bien dotado —masculló furioso Ignatius.
—¿Qué?  ¿Qué dices, hijo?

Ignatius, te acecha una crisis muy grave. Tienes que hacer algo. Hasta el trabajo voluntario en un hospital podría sacarte de la apatía, y quizá no perjudicase a tu válvula y a otras cosas. Sal de esa casa-claustro una hora al día por lo menos. Da un paseo, Ignatius. Contempla los árboles y los pájaros. Comprueba que la vida palpita a tu alrededor.
La válvula se cierra sólo porque cree que está viviendo en un organismo muerto. Abre tu corazón, Ignatius, y se abrirá tu válvula.
Si tienes fantasías sexuales, descríbelas con detalle en tu próxima carta. Quizás yo pueda interpretarte su sentido y ayudarte en esta crisis psicosexual que estás sufriendo. Cuando estaba en la universidad, te dije muchas veces que pasarías por una fase psicótica de este tipo.
Creí que podría interesarte saber que acabo de leer en Revulsión social que Lousiana tiene la tasa más alta de analfabetismo de Estados Unidos. Sal de ese basurero antes de que sea demasiado tarde. La verdad es que no me importa lo que escribiste sobre la conferencia. Comprendo tu estado de ánimo, Ignatius. Los miembros de mi grupo de terapia están siguiendo todos tu caso con mucho interés (se lo he contado todo capítulo por capítulo, empezando por la fantasía paranoica y añadiendo algunos comentarios para ponerles en antecedentes sobre tu persona), y están todos pendientes de ti. Si yo no estuviera tan ocupada con esta conferencia, saldría en viaje de inspección, cosa que debería haber hecho hace mucho, e iría a verte personalmente. Aguanta hasta que nos veamos de nuevo.
M. Minkoff

Ignatius dobló furioso la carta; luego hizo una bola con la bolsa doblada de Macy y la tiró al cubo de la basura. La señora Reilly contempló el rostro enrojecido de su hijo y preguntó:
—¿Qué quiere esa chica? ¿Qué es lo que hace ahora?
—Myrna se dispone a violar a un desdichado negro. En público.
—Ay. qué espanto. Vaya amistades que elegiste, Ignatius. Los pobres negros ya sufren bastante. También ellos tienen una buena cruz. La vida es muy dura, Ignatius. Ya verás, ya.
—Muchísimas gracias —dijo Ignatius en tono profesional.
—¿Te acuerdas de esa pobre señora de color que vende bombones delante del cementerio, Ignatius? Me da mucha pena, la verdad. El otro día la vi con un abriguito de tela todo lleno de agujeros, y hacía frío. Así que fui y le dije, le digo «Ay, querida, te vas a morir de frío con este abrigo de tela lleno de agujeros.» Y ella va y me dice…
.   —¡Por favor! —gritó furioso Ignatius—. No estoy de humor para historias dialectales.
—Ignatius, escúchame. Daba pena aquella señora, sí. Y va ella y me dice: «Oh, a mí el frío no me importa, querida. Estoy acostumbrada.» ¿Qué valiente, verdad? —la señora Reilly miró emocionadamente a Ignatius buscando su asentimiento pero sólo fue obsequiada con un bigote burlón—. En fin, sabes lo que hice, Ignatius, pues mira, le di una moneda de veinticinco centavos y le dije: «Toma, querida, cómprales una chuchería a tus nietecitos.»
—¿Qué? —explotó Ignatius—. Así que en eso se van nuestras ganancias. Mientras yo me veo casi reducido a mendigar por las calles, tú andas tirando el dinero, regalándoselo a farsantes. Porque todo ese cuento de la ropa de esa mujer no es más que un truco. Tiene un puesto magnífico y muy lucrativo en ese cementerio. Estoy seguro de que gana diez veces más que yo.
—¡Ignatius! Pero si anda vestida con andrajos —dijo con tristeza la señora Reilly—. Ojalá tú fueras tan valiente como ella.
—Ya entiendo. Ahora se me compara con una vieja farsante degenerada. Peor, encima pierdo en la comparación. Mi propia madre calumniándome de ese modo —Ignatius lanzó una manaza sobre el hule—. Bien, me voy a la sala a ver ese programa del Oso Yogui. Entre trago y trago, si tienes tiempo, llévame algo de cena. Mi válvula no hace más que chillar y necesito apaciguarla.
—Cállense de una vez —chilló la señorita Annie a través de las persianas, mientras Ignatius se recogía la bata entraba en el pasillo considerando su problema más importante: organizar un nuevo ataque contra la desvergonzada de Myrna. La operación en defensa de los derechos civiles había fracasado a causa de las deserciones. Tenía que iniciar otras operaciones en los campos de la política y el sexo. Preferiblemente de la política. La estrategia merecía toda su atención.

II

Lana Lee estaba en un taburete de la barra, las piernas cruzadas embutidas en pantalones de ante, las nalgas musculosas clavando al suelo el taburete y ordenándole soportarla de un modo perfectamente vertical. Cuando se movía levemente, los grandes músculos de sus carrillos inferiores cobraban vida para impedir que el taburete se inclinase o se balancease un centímetro tan siquiera. Los músculos ondulaban alrededor del cojín del taburete, y lo asían, manteniéndolo erecto. Largos años de práctica y hábito habían convertido su trasero en algo insólitamente versátil y diestro.
Su cuerpo siempre la asombraba. Lo había recibido libre de cargos y, sin embargo, nunca había comprado nada que la hubiera ayudado tanto como él. En los raros momentos en que Lana Lee se ponía sentimental, o religiosa incluso, daba gracias a Dios por su bondad al formar un cuerpo que era también un amigo. Ella, por su parte, correspondió al regalo prestándole delicadísimos cuidados, un servicio experto y un mantenimiento administrado con la fría precisión de un mecánico.
Había llegado por fin el primer ensayo general de Darlene. Esta había aparecido unos minutos antes, con una gran caja, y había desaparecido detrás del escenario. Lana examinaba el artilugio que Darlene había colocado en escena. Un carpintero había hecho un soporte que parecía como una percha, cuyos ganchos hubieran sido reemplazados por unos aros grandes enganchados en la parte superior del soporte y tres aros en cadenas que colgaban de arriba a diferentes alturas. Lo que Lana había visto de la actuación, hasta el momento, no era nada prometedor, pero Darlene había dicho que con el traje el número se transformaba en una cosa muy bonita. Lana no podía quejarse; bien pensado, se alegraba de haberse dejado convencer por Jones y Darlene y haber permitido la representación. Aquello le salía muy barato y tenía que admitir que el pájaro era muy bueno, un intérprete muy profesional y capacitado que compensaba casi las deficiencias humanas de la actuación. Los otros clubs de la calle podían quedarse con el mercado del tigre, el chimpancé y la culebra. El Noche de Alegría tenía en el bolsillo el mercado de los pájaros, y el peculiar conocimiento que Lana tenía de un aspecto de la humanidad le decía que e1 mercado de los pájaros podría ser, realmente, muy amplio.
—Bueno, Lana, ya estamos preparados —dijo Darlene detrás de las cortinas.
Lana miró a Jones, que barría los reservados entre una nube de humo de cigarrillo y polvo y dijo:
—Ponga el disco.
—Lo siento. Para pone el disco tendrían que sé treinta a la semana, pá empezá. ¡Juá!
—Deje esa escoba y ponga en marcha el fonógrafo antes de que llame a la policía —le gritó Lana.
—Bájese usté de ese taburete y ponga ese fonógrafo antes de que llame a la comisaría y les diga a esos polis desgraciaos que hagan una investigación sobre su amigo el huérfano que desapareció. ¿Eh? ¿Eh?
Lana estudió la cara de Jones, cuyos ojos eran invisibles tras el humo y las gafas oscuras.
—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó al fin.
—Lo único que ha regalao usté a los huérfanos en toa su vida es sífilis. ¡Juá! No me venga con historias de ningún disco hijoputa. En cuanto aclare el caso del huérfano, seré yo quien llame a la policía. Sí, señó. Ya estoy harto de trabaja en este burdel por menos del salario mínimo y con amenazas continuas, además.
—Eh, venga esa música —dijo anhelante la voz de Darlene.
—¿Qué puede demostrarles usted a los policías? —le preguntó Lana a Jones.
—¡Pues sí que estamos buenos! No tengo más que deciles que hay algo raro en lo de los huérfanos. ¡Juá’ Me di cuenta enseguía. En fin, si piensa usté telefonea alguna vez a la policía para hablales de mí, piense que yo pienso llama para hablales de usté. Cómo van a soná los teléfonos en la comisaría. Sí, señó. Ahora, déjeme barré y limpia en paz, que es lo mío. Lo de pone discos es una cosa muy avanza pá la gente de coló. Podría rómpele a usté la máquina.
—Me gustaría ver a un vagabundo como usted, carne de presidio, intentando convencer a los polis de que le creyeran, sobre todo cuando yo les dijese que andaba metiendo mano en la caja registradora.
—¿Qué pasa? —preguntó Darlene desde detrás de la cortinilla.
—En el único sitio que he metió la mane aquí es en este cubo de agua sucia.
—Será mi palabra contra la suya. La policía ya le tiene vigilado. Lo único que necesitan es que alguien les diga algo de usted, alguien que sea amigo suyo, como yo. ¿A quién se cree que van a creer? —Lana miró a Jones y vio que su silencio contestaba a la pregunta—. Venga vamos, ponga ese tocadiscos.
Jones tiró la escoba en un reservado y puso el disco de Stranger in Paradise.
—Bien, atención todos, allá vamos —dijo Darlene, saliendo al escenario con la cacatúa en el brazo.
Llevaba un vestido de noche de satén color naranja, largo, y en la cúspide de su pelo cardado una gran orquídea artificial. Hizo varios movimientos torpemente lascivos por el escenario, dirigiéndose al soporte mientras, la cacatúa se balanceaba insegura en su brazo. Apoyándose en el soporte con una mano, junto al palo del soporte, hizo un pase grotesco con la pelvis y suspiró «Oh».
La cacatúa quedó colocada en el aro más bajo y, con el pico y una garra comenzó a escalar hasta el aro siguiente. Darlene saltó y cayó alrededor del palo del soporte, en una especie de frenesí orgiástico, hasta que el pájaro estuvo al nivel de su cintura. Entonces, ofreció al pájaro el anillo que estaba cosido al lateral de su bolsillo. Este lo agarró con el pico y el vestido se abrió.
—Oh —suspiró Darlene, saltando hasta el borde del pequeño escenario, para mostrar al público la ropa interior que se veía por la abertura—. Oh, Oh.
-¡Juá!
—Alto,, alto —gritó Lana, saltando del taburete y apagando el tocadiscos.
—Eh, ¿qué pasa? —preguntó Darlene con tono ofendido.
—Que es horrible, eso pasa. Por una parte, vas vestida como una buscona. En mi club quiero un número que sea bonito y delicado. Esto es un negocio decente, imbécil.
-Juá!
—Pareces una puta con ese vestido naranja. ¿Y qué significan todos esos grititos de pelandusca? Pareces una ninfomaníaca borracha paseándose por una calleja.
—Pero, Lana…
—El pájaro lo hace muy bien. Tú muy mal —Lana se metió un cigarrillo entre sus labios de coral y lo encendió—. Tenemos que pensarnos otra vez todo el número. Da la sensación de que se te hubiera roto el motor o algo parecido. Yo conozco bien este negocio. Desnudarse es como un ultraje para una mujer. Los tipejos que vienen aquí no quieren ver a una puta hacerse la ultrajada.
—¡En! —Jones lanzó su nube en dirección a Lana—. ¿No decía usté que aquí venían por la noche gentes finas y delicás?
—Cállese usted —dijo Lana—. Escúchame, Darlene. A una puta, puede ofenderla cualquiera. Lo que esos imbéciles quieren ver es una virgen dulce y limpia insultada y desnudada. Tienes que usar la cabeza, por amor de Dios, Darlene. Tienes que ser pura. Quiero que seas como una chica tímida y delicada que se sorprende cuando un pájaro empieza a tirarle de la ropa.
—¿Quién dice que no soy delicada? —preguntó furiosa Darlene.
—Vale, eres muy delicada. Pero tienes que serlo en mi escenario. Eso es lo que le da al asunto un toque dramático, demonios.
—Sí, señó. Con este  número el Noche de Alegría va a gana un premio de la Academia. Y el pájaro también ganará otro.
—Usté a barrer.
—Ahora mismo, Scarla O’Horror.
—Fíjate bien —gritó Lana, en la mejor tradición del director de una película musical; siempre le habían gustado los aspectos teatrales de su profesión. Representación, pose, escenificación, dirección—. Así. —¿Cómo? —preguntó Darlene.
—Es una idea, subnormal —contestó Lana, sujetando el cigarrillo delante de los labios y hablando a través de él como si fuera el megáfono de un director—. Fíjate en lo que te digo. La cosa será así: Tú eres una beldad sureña, una dulce virgencita del Viejo Sur que tiene una cacatúa en su dormitorio en la vieja plantación.
—Sigue, eso me gusta —dijo Darlene entusiasmada.
—Pues claro, cómo no va a gustarte. Ahora escúchame —los engranajes de la mente de Lana comenzaron a girar. Aquel número podría ser una obra maestra del teatro. Aquel pájaro tenía cualidades de estrella—. Te conseguiremos un traje de gran plantación, crinolina, encajes. Un sombrero grande. Una sombrilla. Todo muy delicado. El pelo hasta los hombros, en bucles. Acabas de llegar de un gran baile donde los caballeros sureños intentaron toquetearte entre el pollo frito y la cabeza de cerdo. Pero tú los rechazaste a todos. ¿Por qué? Porque eres una dama, maldita sea. Venga, a escena. El baile ha terminado, pero conservas el honor. Tienes contigo a tu pajarito para darle las buenas noches, y le dices «Había muchos caballeros en el baile, querido; pero yo aún sigo conservando mi honor». Luego, el maldito pájaro empieza a agarrarte el vestido. Tú te quedas sorprendida, sobrecogida, eres inocente. Pero, al mismo tiempo, eres demasiado delicada para pararle-, ¿comprendes?
—Éso es magnífico —dijo Darlene.
—Eso es arte dramático —corrigió Lana—. Venga, vamos a ensayarlo. Música, maestro.
—¡Juá! Ahora sí que volvemos de verdá a la plantación —Jones deslizó la aguja por los primeros surcos del disco—. Soy un imbécil por abrí la boca en este burdel miserable.
Darlene subió melindrosamente al escenario y, con pasitos cortos y púdicos, y frunciendo la boca como un capullo de rosa, dijo:
—Había muchos bailes en aquel galán, querido, pero…
—¡Alto! —aulló Lana.
—Dame una oportunidad —suplicó Darlene—. Es la primera vez que lo hago. He estado practicando para ser una exótica, no una actriz.
—¿Pero es que no puedes recordar ni una simple frase?
—Es que se pone nerviosa —Jones nubló la zona delantera del escenario—. Son los nervios del Noche de Alegría, debidos al poco salario y las muchas amenazas. El pájaro los cogerá también muy pronto, y se pondrá a gruñí y a araná y se caerá del palo. ¡Sí, señó!
—Darlene es amiga suya, ¿no? Yo veo que siempre anda pasándole revistas —dijo furiosa Lana. Ya se estaba hartando de aquel Jones—. Este número es básicamente idea de usted, Jones. ¿Es que no quiere que Darlene tenga una oportunidad en la escena?
—Claro. Pues cómo no. Alguien tiene que levanta cabeza en este lugar. Además éste es un número con mucha clase. Va a trae a mucha gente aquí. Yo conseguiré un aumento, sí, señó —Jones sonrió, una amarillenta luna en cuarto creciente abrió la parte inferior de su rostro—. Tengo puestas toas mis esperanzas en ese pájaro, sí, señó.
Lana tuvo una idea que ayudaría al negocio y fastidiaría a Jones. Le había dejado ir demasiado lejos.
—Bueno —le dijo Lana—. Ahora, escúcheme, Jones. Usted quiere ayudar aquí a Darlene. Usted cree que el número es bueno, ¿no? Recuerdo que dijo que Darlene y el pájaro traerían a tanta gente que necesitaríamos portero. Bueno, pues necesito un portero: usted.
—¡Es! Yo no voy a anda por aquí de noche por menos del salario mínimo.
—Vendrá usted la noche del estreno —dijo tranquilamente Lana. —Estará ahí fuera en la acera. Tendremos que alquilarle un traje. Un portero Viejo Sur de verdad. Atraerá usted a los clientes, ¿entendido? Quiero ver un local lleno de gente dispuesta a ver a su amiga y a su pájaro.
—Mierda. Me largo de este bar hijoputa. Puede que tenga usté a Scarla O’Horror y a su águila bailadora en el escenario, pero no va a tené un portero afuera también.
—En la comisaría van a recibir cierto informe.
—Puede que reciban otro informe del huérfano también.
—No lo creo.
Jones sabía que esto era verdad. Por fin dijo:
—De acuerdo. Estaré aquí la noche del estreno. Haré entra a la gente. Haré entra gente que cierre este local pá siempre. Haré entra gente como aquel gordo desgraciao de la gorra verde.
—Me pregunto qué habrá sido de él —dijo Darlene.
—Cállate y di otra vez tu parlamento —le gritó Lana—. Aquí tu amigo quiere verte progresar. Va a ayudarte, Darlene. Demuéstrale lo buena que eres.
Darlene carraspeó y enunció cuidadosamente.
—Había muchos galanes en el tomate, querido, pero yo conservé mi honor.
Lana agarró a Darlene y al pájaro, los sacó del escenario y los echó a la calle. Jones oyó los ruidos estridentes de discusión y súplica que venían de la calleja y luego el plof de una bofetada que aterrizó en la cara de alguien.
Se metió tras la barra a coger un vaso de agua y consideró posibilidades de sabotaje que acabaran con Lana Lee para siempre. Fuera chillaba la cacatúa y Darlene gritaba:
—Es que yo no soy una actriz, Lana. Ya te lo dije.
Mirando un momento hacia abajo, Jones vio que Lana Lee había dejado abierta sin darse cuenta la puerta del armarito de debajo de la barra. Se había pasado toda la tarde preocupada con el ensayo general de Darlene. Jones se arrodilló y, por primera vez en el Noche de Alegría, se quitó las gafas de sol. Sus ojos hubieron de ajustarse al principio a la luz más brillante, pero aún apagada, que reveló mugre en el suelo detrás de la barra. Jones miró en el armarito y vio unos diez paquetes envueltos en papel liso limpiamente apilados. En un rincón, había una bola del mundo, una caja de tizas y un libro grande que parecía caro.
Jones no quería sabotear su descubrimiento llevándose algo del armarito. Lana Lee, con sus ojos de halcón y su olfato de sabueso, se daría cuenta de ello inmediatamente. Caviló un momento y luego cogió el lápiz de la caja registradora y, recorriendo con la mano de arriba abajo los paquetes apilados por un costado, escribió con el máximo cuidado posible en cada uno de ellos la dirección del Noche de Alegría. Esta dirección, como una nota en una botella, podría traer alguna respuesta, quizá de un saboteador legítimo y profesional. Una dirección en un paquete envuelto en papel marrón liso era tan dañina como una huella dactilar en un arma, pensó Jones. Era algo que no debería estar allí. Volvió a alinear los paquetes cuidadosamente, devolviendo a la pila su simetría original. Luego, colocó el lápiz de nuevo en la caja registradora y terminó su agua. Estudió la puerta del armarito y decidió que estaba abierta más o menos en el mismo ángulo que la había encontrado.
Salió de detrás de la barra y reanudó su inconexo barrido justo cuando irrumpían de la calleja Lana, Darlene y el pájaro, como una pandilla de revoltosos. A Darlene le colgaba la orquídea, y el pájaro tenía sus escasas plumas erizadas. Pero Lana Lee aún seguía bien arreglada y parecía como si algún ciclón la hubiese respetado sólo a ella.
—Bueno, Darlene, vamos a ver ahora —dijo, cogiéndola por los hombros—. ¿Qué es lo que tienes que decir?
—¡Juá! Menúo directo. Si tuviera usté que hace grandes películas, la mita de la gente acabaría muerta.
—Cállese ya y siga barriendo —dijo Lana a Jones, y zarandeó un poco a Darlene—. Ahora, venga, dilo bien, imbécil.
Darlene suspiró desesperada y dijo:
—Había muchos gorrones en aquel baile, querido, pero aún así, conservé mi amor.

III

El patrullero Mancuso se apoyó en la mesa del sargento y jadeó:
—Tiene usted que sacarme de aquel retrete. No puedo soportarlo más.
—¿Qué? —el sargento contempló la marchita imagen que tenía ante sí, los ojos rosados y acuosos detrás de las gafas, los labios secos tras la blanca perilla—. ¿Qué le pasa a usted, Mancuso? ¿Por qué no puede aguantar allí como un hombre? Coger un catarro. Los hombres del cuerpo no cogen catarros. Los hombres del cuerpo son fuertes.
El patrullero Mancuso tosió mojándose la perilla.
—No ha cogido usted a nadie en esa estación de autobuses. ¿Recuerda lo que le dije? Seguirá allí hasta que me traiga a alguien.
—Estoy cogiendo una neumonía.
—Tómese unas pastillas. Largúese de aquí y tráigame a alguien.
—Mi tía dice que si sigo en esos lavabo; me moriré.
—¿Su tía? Hombre, por Dios, un hombre mayor como usted no debe andar haciendo caso de lo que dice su tía. Vamos. ¿Con qué clase de gente se relaciona usted, Mancuso? Señoras viejas que van solas a los locales de striptease, tías… debe pertenecer usted a alguna asociación de damas o algo por el estilo. Póngase firmes.
El sargento examinó la imagen miserable que tiritaba con las secuelas de una tos peligrosa. No quería ser responsable de una muerte. Mejor sería darle a Mancuso otro período de prueba antes de echarle del cuerpo.
—De acuerdo. No vuelva usted a esa estación de autobuses. Dedíquese a recorrer otra vez las calles y antes de que oscurezca tráigame a alguien. Pero escuche, le doy dos semanas. Si en ese tiempo, no me trae a nadie, quedará expulsado del cuerpo. ¿Me ha entendido, Mancuso?
El patrullero Mancuso asintió, resollando.
—Lo intentaré. Procuraré traer a alguien
—Deje de echarse sobre mí —chilló el sargento—. No quiero que me pegue el catarro. Póngase firmes. Largúese de aquí. Tómese pastillas y zumo de naranja. Santo Dios.
—Le traeré a alguien —rezongó de nuevo el patrullero Mancuso, esta vez en tono menos convincente que antes. Luego, salió con su nuevo disfraz, la última broma pesada del sargento. Gorra de béisbol y disfraz de Papá Noel.

IV

Ignatius ignoró los golpes que daba su madre en la puerta y los gritos que llegaban del pasillo por los cincuenta centavos de jornal que había llevado a casa tras un día de trabajo. Barriendo de la mesa los cuadernos Gran Jefe, el yo-yo y el guante de goma, abrió el Diario y empezó a escribir:

Querido lector:
Un buen libro es la sangre vital preciosa de un maestro espiritual, embalsamada y atesorada a propósito para una vida futura.
Milton

La mente pervertida (y sospecho que excesivamente peligrosa) de Clyde ha ideado un medio más de empequeñecer este yo mío prácticamente invencible. Pensé al principio que podría haber hallado un padre subrogado en el zar de la salchicha, el magnate de la carne. Pero el resentimiento y la envidia que le inspiro aumentan día a día; no hay duda de que al final le asfixiarán y destruirán su mente. La grandeza de mi psique, la complejidad de mi visión del mundo, la decencia y el buen gusto que revela mi porte, la gracia con que me muevo y actúo en el cenagal del mundo de hoy… todo esto confunde y asombra al mismo tiempo a Clyde. Ahora, me ha relegado a trabajar en el Barrio Francés, zona que alberga todos los vicios que el hombre haya concebido en sus aberraciones más demenciales, incluyendo, supongo yo, algunas variantes modernas que habrán hecho posibles las maravillas de la ciencia. El Barrio Francés no debe diferenciarse gran cosa, supongo, de Soho y de ciertos lugares de África del Norte. Sin embargo, los habitantes del Barrio Francés, bendecidos por la tenacidad y el sentido práctico norteamericanos, probablemente se entreguen en este momento afanosamente a igualar y sobrepasar en variedad e imaginación las diversiones de que gozan los residentes de esos otros emporios mundiales de la degradación humana.
Es evidente que una zona como el Barrio Francés no es el medio adecuado para un joven de buenas costumbres, casto, prudente e impresionable como vuestro chico trabajador. ¿Habrían sido capaces de superar tales obstáculos Edison, Ford y Rockefeller?
La mente diabólica de Clyde no se ha detenido en una humillación tan simple, sin embargo. Como supuestamente he de manejar lo que Clyde llama «El mercado turístico», se me ha ataviado con una especie de disfraz.
A juzgar por los clientes que he tenido este primer día en la nueva ruta, los «turistas» parecen ser los mismos viejos vagabundos a quienes vendía en el barrio comercial. En un estupor provocado por el vino infecto, han ido bajando sin duda al Barrio Francés y así, para la mente senil de Clyde, quedan clasificados como «turistas». Me pregunto si Clyde habrá tenido siquiera una oportunidad de ver a los fracasados, a los vagabundos andrajosos que compran los productos Paraíso y, al parecer, subsisten a base de ellos. Entre los otros vendedores (itinerantes achacosos y enfermos, que se llaman más o menos Camarada, Viejo, Tío, Campeón y As) -y mis clientes, estoy, al parecer, atrapado en un limbo de almas perdidas. Sin embargo, el simple hecho de que hayan alcanzado estrepitosos fracasos en nuestro siglo, les da una cierta calidad espiritual. En realidad, pueden ser (esas andrajosas ruinas) los santos de nuestra época: Viejos negros maravillosamente machacados de tostados ojos; vagabundos tronados venidos de los páramos de Texas y de Oklahoma; campesinos arruinados que buscan refugio en pensiones urbanas infestadas de roedores.
»Sin embargo, espero que en mi senectud no tenga que depender de las salchichas para mi manutención. La venta de mis obras literarias quizás aporte algún beneficio. En caso necesario, siempre podría recurrir al circuito de las conferencias, siguiendo los pasos de esa espectral M. Minkoff, cuyas ofensas a la decencia y el buen gusto ya han sido descritas a los lectores con detalle, a fin de extirpar los disparates e indecencias que habrá esparcido ella por las diversas salas de conferencias del país. Pero quizás haya alguna persona de calidad entre el público de su primera conferencia que la agarre y la baje del estrado y la azote un poquito en sus zonas erógenas. Pese a las cualidades espirituales que esta chica pueda poseer, los barrios bajos son, sin duda alguna, algo que está por debajo del nivel aceptable en cuestión de comodidad material, y dudo seriamente que mi físico sólido y bien formado se adaptase fácilmente a dormir en las callejuelas. Tendería más bien, sin duda, a utilizar los bancos de los parques. En consecuencia, mi propio tamaño es una salvaguarda contra esta tendencia mía a hundirme cada vez más profundamente dentro de la estructura de nuestra sociedad. (No creo, en realidad, que uno tenga necesariamente que rascar el fondo, como si dijésemos, para poder enfocar subjetivamente a su sociedad. En vez de moverse verticalmente hacia abajo, uno debe moverse horizontalmente hacia afuera, hacia un punto lo suficientemente distanciado donde no quede inevitablemente desterrado un mínimo de comodidad material. En esa posición estaba yo —al margen mismo de nuestra era— cuando la intemperancia cataclismática de mi madre, como el lector bien sabe, me catapultó al remolino febril de la vida contemporánea. Para ser absolutamente sincero, he de decir que, desde entonces, las cosas han ido de mal en peor. La situación se ha deteriorado. Minkoff, mi llama desapasionada, se ha vuelto contra mí. Hasta mi madre, el agente de mi destrucción, ha empezado a morder la mano que la alimenta. El ciclo es cada vez más bajo. ¡Oh, Fortuna, sombra caprichosa! ) Personalmente, he descubierto que la falta de comida y de comodidades, en vez de ennoblecer el espíritu, crea sólo ansiedad dentro de la psique humana y canaliza los mejores impulsos del individuo únicamente hacia el fin de lograr algo que comer. Aunque tengo una Rica Vida Interior, preciso tener también algo de comida y alguna que otra comodidad.
Pero volvamos a la cuestión que nos ocupaba: la venganza de Clyde. El vendedor que tenía antes la ruta del Barrio Francés, llevaba un absurdo atuendo de pirata, un guiño de Vendedores Paraíso al folklore y la historia de Nueva Orleans, una tentativa clydiana de relacionar la salchicha con la leyenda criolla. Clyde me obligó a probármelo en el garaje. El traje, claro está, había sido confeccionado según las medidas de la constitución tuberculosa y subdesarrollada del antiguo vendedor, y, pese a los muchos tirones, inhalaciones y esfuerzos, fue imposible encerrar en él mi cuerpo musculoso. Hubo que llegar, en consecuencia, a una especie de compromiso. Até en mi gorra el pañuelo pirata de satén rojo. Me atornillé en el lóbulo izquierdo el pendiente dorado, una versión grandes almacenes. Fijé el sable negro de plástico al costado de mi ropón blanco de vendedor con un imperdible. Un pirata muy poco impresionante, dirán los lectores. Sin embargo, cuando me contemplé en el espejo, hube de admitir que tenía un aspecto sobrecogedor y dramático. Blandiendo el sable de plástico hacia Clyde, grité: «¡Salid a la pasarela, almirante, es un motín!» Esto, debería haberme dado cuenta, fue demasiado para su mentalidad literal y salchichesca. Se asustó muchísimo y procedió a atacarme con su tenedor, como un chuzo. Evolucionamos por el garaje como dos espadachines en una película histórica particularmente inepta, durante unos instantes, tenedor y sable repiqueteando uno contra otro demencialmente. Dándome cuenta de que mi arma de plástico no podía igualar a un largo tenedor esgrimido por un matusalén alucinado, comprendiendo que estaba despertando los peores instintos de Clyde, intenté poner fin a aquel pequeño duelo. Pronuncié palabras pacificadoras, rogué, me rendí por último. Aún así, Clyde seguía asediándome, mi disfraz de pirata le parecía tan perfecto que al parecer le había convencido de que habíamos vuelto a los tiempos dorados de la vieja Nueva Orleans romántica, cuando los caballeros decidían las cuestiones de honor salchichesco a veinte pasos. Fue entonces cuando se encendió una luz en mi mente compleja. Sé que Clyde intentaba, en realidad, matarme. Habría sido una excusa perfecta: defensa propia. Me había puesto en sus manos. Por suerte para mí, caí al suelo. Me había apoyado en uno de los carros, perdí mi equilibrio, siempre precario, y me desplomé. Aunque me di un golpe en la cabeza, bastante doloroso por cierto, contra el carro, grité afablemente desde el suelo: «Ganasteis vos, caballero». Luego, en silencio, rendí homenaje a la Fortuna Clemente que me había librado de morir trinchado con un tenedor herrumbroso.
Salí rápidamente del garaje con mi carro, camino del Barrio Francés. En ruta, fueron muchos los peatones que apreciaron favorablemente mi semidisfraz. Con el sable golpeteando en el costado, el pendiente balanceándose en el lóbulo, el pañuelo rojo brillando al sol con la suficiente luminosidad como para atraer a un toro, crucé la ciudad con paso resuelto, dando gracias por seguir aún vivo, acorazándome contra los horrores que me esperaban en el Barrio Francés. De mis castos y rosados labios brotó más de una oración sonora; oraciones de gracias unas y de súplica otras. Recé a San Mathurin, al que se invoca por la epilepsia y la locura, para que ayudase al señor Clyde (Mathurin es, por otra parte, el santo patrón de los payasos). Para mí, elevé una humilde oración a San Mederico Ermitaño, al que se invoca por los trastornos intestinales. Meditando sobre la llamada de la tumba que había prácticamente recibido, empecé a pensar en mi madre, pues siempre me he preguntado cuál sería su reacción si yo me muriese debido a las miserias por las que he de pasar para pagar sus malas acciones. Me la imagino en el funeral, un funeral sórdido y barato, en el sótano de alguna funeraria dudosa. Loca de dolor, las lágrimas brotando de sus ojos enrojecidos, probablemente arrancaría el cadáver del ataúd, chillando beodamente: «¡No os lo llevéis! ¿Por qué las flores más delicadas han de marchitarse y caer de su tallo?» El funeral probablemente degeneraría en un circo, mi madre metiendo constantemente los dedos en los dos agujeros hechos en mi cuello por el tenedor ferruñoso del señor Clyde, lanzando un iletrado clamor griego de maldiciones y venganzas. Supongo que habría una cierta dosis de espectáculo en el asunto. Sin embargo, actuando mi madre de directora, la indudable tragedia se convertiría pronto en melodrama. Arrebatando el lirio blanco de mis manos inertes, lo partiría por la mitad y gritaría a la multitud de deudos, celebrantes y mirones: «Tal como era este lirio, así era Ignatius. Ahora, ambos están rotos y tronchados.» Y cuando lanzase de nuevo el lirio al ataúd, su mala puntería haría que cayese directamente en mi pálido rostro.
Por mi madre recé una oración a Santa Zita de Lucca, que se pasó la vida trabajando de criada y practicando muchas austeridades, y pedí a la santa que ayudase a mi madre a combatir el alcoholismo y las juergas nocturnas.
Fortalecido por mi devoto intermedio, escuché el golpeteo del sable contra mi costado. Parecía, como una especie de arma de la moral, que me espoleaba hacia el Barrio Francés; cada palmetazo de plástico parecía decir «Animo, Ignatius. Tienes una espada rápida y terrible». Empezaba a sentirme una especie de cruzado.
Crucé al fin la Calle Canal fingiendo ignorar la atención que me prestaban todos los que se cruzaban conmigo. Entré en las estrechas callejuelas del Barrio Francés. Un vagabundo solicitó una salchicha. Le alejé con un gesto y continué. Mis pies no podían, por desgracia, mantenerse a ritmo con mi espíritu. Bajo los tobillos, los tejidos gritaban pidiendo descanso, así que arrimé el carro al bordillo y me senté. Los balcones de las viejas casas colgaban sobre mi cabeza como ramas oscuras en un alegórico bosque de maldad. Simbólicamente, pasó ante mí tonante un autobús Desire, cuyo tubo de escape diesel casi me asfixia. Cerrando un instante los ojos para meditar y reunir fuerzas, debí quedarme dormido, pues recuerdo que me despertó con rudeza un policía que estaba de pie ante mí, tocándome en el costado con la punta del zapato. Mi organismo debe segregar algún olor que les resulta especialmente atractivo a las autoridades gubernativas. ¿Quién si no se vería acosado por un policía mientras esperaba inocente a su madre delante de unos almacenes? ¿Quién si no iba a ser espiado y denunciado por coger en la calle un gatito perdido? Como una perra en celo, atraigo, al parecer, a toda una camarilla de policías y funcionarios de sanidad. El mundo entero se me echará encima algún día con algún pretexto ridículo; sé que en cualquier momento pueden arrastrarme a una mazmorra de aire acondicionado y dejarme allí, bajo luces fluorescentes y un techo con aislamiento acústico, para que pague el precio por burlarme de todo lo que ellos atesoran en sus corazoncitos de látex.
Irguiéndome en toda mi estatura (un espectáculo en sí mismo) miré a aquel policía grosero y le aplasté con un comentario que no fue capaz de entender, por suerte. Luego, continué con el carro hacia el interior del Barrio Francés. Como era al principio de la tarde, había poca gente en la calle. Supuse que los residentes aún estarían en la cama recuperándose de los actos indecentes que hubieran realizado la noche anterior. Muchos precisarían sin duda de atención médica: un punto o dos aquí o allá, en un orificio roto o un genital destrozado. Sólo podía imaginar, pues, las. ávidas miradas que me dirigían sin duda muchos ojos consumidos y depravados ocultos tras las persianas. Procuré no pensar en ello. Empezaba a sentirme ya como una especie de filete sumamente sabroso en un mercado de carne. Sin embargo, nadie llamaba tentadoramente desde detrás de las persianas; aquellas mentes descarriadas que palpitaban en sus oscuros apartamentos eran al parecer seductores más sutiles. Pensé que podría caer de los balcones una nota, al menos. Una lata de zumo de naranja congelado salió volando de una de las ventanas y me erró por muy poco. Me agaché y la recogí a fin de inspeccionar el cilindro de lata vacío buscando algún tipo de comunicado; pero sólo se me derramó en la mano un residuo viscoso de zumo concentrado. ¿Sería aquello un mensaje obsceno? Mientras cavilaba sobre esta cuestión, y miraba hacia la ventana de la que había salido la lata, se aproximó al carro un viejo vagabundo y pidió un bocadillo. Se lo vendí a regañadientes, concluyendo desconsolado que, como siempre, me estorbaba el trabajo en el momento más crucial.
Por entonces, claro, la ventana de la que había salido la lata, estaba ya cerrada. Continué calle abajo, mirando las persianas cerradas en busca de algún tipo de signo. De más de un edificio brotaron a mi paso risas descompuestas. Al parecer, los descarriados ocupantes se entregaban a alguna obscena diversión que les complacía. Procuré bloquear mis oídos virginales contra su repulsivo cacareo.
Había un grupo de turistas vagando por las calles, cámaras fotográficas dispuestas, gafas brillando como diamantes. Al verme, se detuvieron y, con ásperos acentos del Medio Oeste que ofendían mis delicados tímpanos como los sonidos de una trilladora (por muy increíblemente horrible que pueda ser su ruido), me pidieron que posase para una fotografía. Complacido por sus amables atenciones, accedí. Estuvieron sacándome fotos durante unos minutos, yo colaboré adoptando diversas poses artificiosas. Plantándome ante el carro como si fuese un navío pirata, blandí mi sable amenazadoramente en una pose especialmente memorable, sujetando con la otra mano la proa de la salchicha de lata. Como coronación, intenté ponerme encima del carro, pero la solidez de mi estructura física resultó excesivamente agobiante para el vehículo, más bien frágil. Comenzó a rodar huyendo de debajo mío, pero los caballeros del grupo fueron lo bastante amables para sujetarlo y ayudarme a bajar. Este afable grupo tuvo al menos la delicadeza de despedirse. Cuando se alejaban calle abajo, fotografiando enloquecidos cuanto veían, oí que una bondadosa señora comentaba: «¿Qué triste, verdad? Pobre chico, deberíamos haberle dado algo.» Por desgracia, ninguno de los otros (todos ellos conservadores ultraderechistas, sin duda) reaccionó a su petición de caridad muy favorablemente, pensando, sin duda, que unos cuantos centavos invertidos en mí serían un voto de confianza para el Estado benefactor. «Lo que haría sería meterse en un bar y gastárselo en más bebida», advirtió a sus amistades con nasal prudencia y notable abundancia de ásperas erres otra de las mujeres, una arrugada arpía cuyo rostro proclamaba su afiliación a alguna liga antialcohólica. Al parecer, los demás apoyaban a la arpía antialcohólica, pues el grupo continuó calle abajo.
He de admitir que yo no habría rechazado una oferta de este género. Un chico trabajador debe estar dispuesto a utilizar cada centavo que puedan conseguir sus anhelantes y ambiciosas manos. Además, aquellas fotos podrían proporcionar a aquellos patanes una fortuna en algún concurso turístico. Consideré unos instantes la posibilidad de correr tras ellos, pero, de repente, me llamó la atención una absurda sátira del turista, un individuo pequeño y pálido, con bermudas, que jadeaba bajo el peso de un monstruoso aparato con lentes que debía ser, sin duda, una cámara de cinemascope. El individuo me saludó. Tras una inspección más detenida, pude apreciar que era, ni más ni menos, que el patrullero Mancuso. Yo, claro está, ignoré la vaga mueca mongoloide de ese Maquiavelo, fingiendo ajustarme el pendiente. Al parecer, le han liberado de su prisión en la sala de espera. «¿Cómo le va?», insistió analfabetamente. «¿Dónde está mi libro?», pregunté, en tono aterrador. «Aún lo estoy leyendo. Es muy bueno», contestó, aterrado. «Aproveche sus lecciones», le advertí. «Cuando lo haya terminado, habrá de presentarme una crítica escrita y un análisis de su mensaje a la humanidad». Con esta orden repiqueteando aún majestuosa en el aire, me alejé calle abajo. Luego, advirtiendo que se me había olvidado el carro, volví grandiosamente a recuperarlo. (Ese carro es un inconveniente terrible. Tengo la impresión de estar pegado a un niño subnormal que exige una atención constante. Me siento como una gallina que estuviese sentada sobre un huevo de lata sumamente grande.)
En fin, ya casi eran las dos y había vendido exactamente un bocadillo. Vuestro chico trabajador tendría que esforzarse si su objetivo era el éxito. Los ocupantes del Barrio Francés no emplazaban, evidentemente, los bocadillos de salchicas en los primeros puestos de su lista de manjares favoritos. Y los turistas, al parecer, no habían ido a la alegre y pintoresca zona vieja de Nueva Orleans a hartarse de productos Paraíso. Es evidente que tendré, lo que en nuestra terminología comercial se denomina, un problema de comercialización. El malvado Clyde me ha dado, en venganza, una ruta que es un «Elefante Blanco», término que me aplicó una vez durante el curso de una de nuestras conferencias mercantiles. El resentimiento y la envidia me asedian de nuevo.
Además, debo idear algún medio de hacer frente a las últimas afrentas de M. Minkoff. Quizás el Barrio Francés me proporcione algún material: quizás una cruzada por el buen gusto y la decencia, por la teología y la geometría.
Nota social: En fecha próxima, proyectarán en uno de los salones cinematográficos del centro de la ciudad una nueva película en la que actúa mi estrella favorita, cuya reciente abominación musical-circense tanto me abrumó y sobrecogió. Tengo que conseguir ir a verla. Sólo mi carro se interpone en el camino. La nueva película se anuncia como una «refinada» comedia, en la que la actriz debe alcanzar sin duda nuevas cotas de perversión y de blasfemia.
Nota sanitaria: Asombroso aumento de peso, debido sin duda a la angustia que me causa la creciente hostilidad de mi madre querida. Es un axioma de la naturaleza humana el que la gente aprende a odiar a los que la ayudan. Así, mi madre se ha vuelto contra mí.
Suspendidamente,
Lance, Vuestro Asediado Chico Trabajador

V

La encantadora joven sonrió esperanzada al doctor Talc y explicó:
—Me encanta su curso. En fin, es magnífico.
—Bueno, bueno -—contestó complacidísimo Tale—. Es usted muy amable. Me temo que el curso es más bien general…
—Su visión de la historia es algo tan vital, tan contemporáneo, de una ortodoxia tan estimulante.
—Yo creo que debemos dejar a un lado algunos de los criterios y métodos antiguos —el tono de Talc era solemne, pedante; ¿debería invitar a aquella encantadora criatura a tomar una copa con él?—. En realidad, la historia es una cosa evolutiva.
—Lo sé —dijo la chica, abriendo los ojos lo bastante para que Talc pudiera perderse un instante o dos en su azul.
—Yo sólo quiero interesar a mis alumnos. Afrontémoslo. El estudiante medio no se interesa por la historia de la Inglaterra celta. Y, en realidad, tampoco yo. Por eso, aunque yo mismo lo admitiese, siempre tengo una sensación de afinidad en mis clases.
—Lo sé —la chica rozó graciosamente la cara manga de tweed de Talc, al coger el bolso. Talc se estremeció con el contacto. Aquellas eran las chicas que debían ir a la universidad, no aquella aterradora y espantosa Minkoff, aquella chica desaliñada y brutal a la que casi había violado uno de los bedeles a la entrada mismo de su despacho. El doctor Tale se estremeció ante la sola idea de pensar en la señorita Minkoff. En clase, le había insultado y desafiado y ridiculizado continuamente, instando al monstruo de Reilly a unirse al ataque. Jamás olvidaría a aquellos dos; ningún profesor les olvidaría nunca. Eran como dos hunos arrasando Roma. El doctor Talc se preguntó lánguidamente si se habrían casado. Se merecían el uno al otro, desde luego. Quizás hubieran desertado ambos y se hubieran pasado a Cuba.
—Algunos personajes históricos son tan aburridos —añadió la chica.
—Eso es cierto —convino Tale, ansioso de sumarse a cualquier campaña contra los personajes de la historia inglesa, que habían sido el azote de su vida durante tantos años. El simple hecho de seguirles el rastro le producía dolor de cabeza. Se detuvo para encender un Benson & Hedges y carraspeó para desprender una parte de las flemas de historia inglesa de su garganta—. Cometieron todos errores tan estúpidos.
—Lo sé —la chica se miraba en el espejito de su polvera; luego, se le endurecieron los ojos y la voz se le puso un poco más áspera—. Bueno, no quiero hacerle perder el tiempo con toda esta charla histórica. Quería preguntarle qué fue de aquel ejercicio que le entregué hace unos dos meses. En fin, me gustaría tener una idea de la nota que voy a obtener en este curso.
—Oh, sí —dijo vagamente el doctor Talc
Su esperanza se quebraba como una burbuja. Las estudiantes eran todas iguales en el fondo. Aquella chica encantadora se había convertido en una especie de ejecutiva de ojos de acero, calculadora, implacable, que sumaba sus notas como beneficios.
—Usted me entregó un ejercicio, ¿verdad?
—Desde luego que sí. Estaba en una carpeta amarilla.
—Déjeme ver si puedo encontrarlo, entonces.
El doctor Talc se levantó y empezó a mirar entre los montones de exámenes antiguos, informes, ejercicios encima de la estantería. Cuando reordenaba las pilas de papeles, cavó de una carpeta y bajó planeando hacia el suelo una hoja vieja de papel de bloc de anchas líneas doblado en forma de aeroplano. Talc no se había fijado en el aeroplano, uno de los muchos que habían entrado planeando por el umbral de su ventana un semestre de unos cuantos años atrás. Cuando aterrizó el papel, la chica lo cogió y, al ver que había algo escrito en él, lo desplegó, deshaciendo el planeador.
«Talc: ha sido usted considerado culpable de confundir y corromper a los jóvenes. Decreto, pues, que sea usted colgado de sus testículos subdesarrollados hasta que muera. EL ZORRO.»
La chica leyó de nuevo el mensaje, escrito con tiza roja. Y mientras Talc continuaba su búsqueda en la parte superior de la estantería, abrió el bolso, metió el avión en él y lo cerró sonoramente.

DIEZ

Gus Levy era un buen muchacho. Y también un tipo simpático. Tenía amigos entre los promotores y entrenadores y preparadores y directivos de todo el país. Gus Levy podía contar con conocer al menos una persona relacionada con el lugar en cualquier estadio, campo deportivo o pista de carreras. Conocía a los propietarios y a los taquilleros y a los jugadores. Recibía incluso una tarjeta de Navidad todos los años de un vendedor de cacahuetes que trabajaba en los aparcamientos de enfrente del Memorial Stadium de Balti-more. La gente le quería mucho.
En la mansión Levy era donde estaba entre temporada y temporada. Allí no tenía amigos. Por Navidad el único signo de la estación en la mansión Levy, el único barómetro del espíritu navideño era la aparición de sus hijas, que caían sobre él procedentes de la universidad con exigencias de más dinero acompañadas de amenazas de repudiar su paternidad para siempre si continuaba maltratando a su madre. Por Navidad, la señora Levy siempre redactaba no una lista de regalos sino más bien una lista de las injusticias y brutalidades que había padecido desde agosto. Las chicas recibían esta lista en las medias que dejaban colgadas para los regalos de Navidad. El único regalo que pedía la señora Levy a sus hijas era que atacaran a su padre. A la señora Levy le encantaba la Navidad.
Ahora, el señor Levy esperaba en su casa a que empezaran las prácticas de primavera. González ya le había hecho las reservas para Florida y Arizona. Pero en la Mansión Levy parecía que fuese Navidad otra vez, y lo que pasaba en la Mansión Levy podría haberse pospuesto, pensaba el señor Levy, hasta que él saliera para los campos de prácticas.
La señora Levy había tendido a la señorita Trixie en el sofá favorito de su esposo, el amarillo de nylon, y estaba embadurnándole la cara con crema. De vez en cuando, la señorita Trixie sacaba ágilmente la lengua y tomaba una pequeña muestra de crema del labio superior.
—Me da náuseas ver eso —dijo el señor Levy—. ¿No puedes llevártela fuera? Hace un día estupendo.
—A ella le gusta este sofá —contestó la señora Levy—. Déjala que disfrute un poco. ¿Por qué no te vas tú fuera y enceras tu coche deportivo?
—¡Silencio! —masculló la señorita Trixie, mostrando la estupenda dentadura postiza que acababa de comprarle la señora Levy.
—Ya lo oyes —dijo el señor Levy—. Ella es en realidad quien manda aquí.
—Es que está afirmándose. ¿Te molesta eso? La dentadura le ha dado una cierta confianza en sí misma. Por supuesto, tú le escatimas incluso eso. Estoy empezando a entender por qué se siente tan insegura. He descubierto que González no le hace ningún caso, la hace sentirse inútil de cien formas distintas. Subconscientemente, odia Levy Pants.
—¿Y quién no? —dijo la señorita Trixie.
—Triste, triste —fue todo lo que conteste el señor Levy.
La señorita Trixie soltó un gruñido v, a través de sus labios, salió silbando el aire.
—Bueno, acabemos de una vez con esto —dijo el señor Levy-^-. Ya te he dejado practicar un montón de juegos ridículos. Esto no tiene el menor sentido. Si quisieras abrir una funeraria, te instalaré una. Pero no en mi salón. Quítale ahora mismo ese pringue de la cara y déjame llevarle otra vez a la ciudad. Déjame disfrutar de un poco de paz mientras estoy en casa.
—Eso. De pronto te enfureces. Por lo menos, es una reacción normal. Algo insólito en ti.
—¿Haces esto sólo para fastidiarme y enfurecerme? Puedes conseguir enfurecerme sin todo esto. Vamos, déjala en paz. Lo único que quiere es jubilarse. Es como torturar a un animal sordo.
—Soy una mujer muy atractiva —murmuró en su sueño la señorita Trixie.
—¡Oíste! —gritó contentísima la señora Levy—. ¿Y quieres arrojarla a la nieve? Sólo intento comunicarme con ella. Ella es como un símbolo de todo lo que tú no has hecho.
De repente, la señorita Trixie se levantó de un salto, mascullando:
—¿Dónde está mi visera?
—Esto va a ser muy bueno —dijo el señor Levy—. Espera y verás cuando te clave esa dentadura de quinientos dólares.
—¿Quién se llevó mi visera? —exigió ferozmente la señorita Trixie—. ¿Dónde estoy? Quíteme las manos de encima.
—Querida —empezó la señora Levy, pero la señorita Trixie se había quedado dormida de lado, embadurnando el sofá con la crema.
—Oye, hada madrina, ¿cuánto llevas gastado en este jueguecito? No estoy dispuesto a pagar otra vez el tapizado del sofá.
—Muy bien, muy bien. Gástate todo tu dinero en los caballos. Deja que se hunda este ser humano.
—Será mejor que le quites esos dientes antes de que se corte media lengua de un mordisco. Entonces sí que estaría aviada.
—Hablando de lengua, deberías haber oído todo lo que contó de Gloria esta mañana —la señora Levy hizo un gesto que indicaba aceptación de injusticia y tragedia—. Gloria era la bondad personificada. Fue la primera persona que se interesó por la señorita Trixie en muchos años. Luego, de pronto, apareciste tú y expulsaste a Gloria de su vida. Creo que eso fue un trauma muy grave. A las niñas les gustará saber lo de Gloria. Te harán algunas preguntas, puedes creerme.
—Sí, estoy seguro. Mira, yo creo que estás perdiendo el juicio de verdad. No hay ninguna Gloria. Si sigues hablando con tu pequeña protegida, te arrastrará con ella al mundo de las sombras. Cuando Susana y Sandra vengan por Pascua, te encontrarán saltando en esa tabla de ejercicios con una bolsa de papel llena de trapos en el brazo.
—Ya, ya veo. Simple remordimiento por el incidente de Gloria Intentas combatirlo. Todo esto va a acabar muy mal, Gus. Por favor, deja uno de tus torneos y vete a ver al médico de Lenny. Ese hombre hace milagros, créeme.
—Pídele entonces que nos quite de encima Levy Pants. Hablé con tres corredores de fincas esta semana. Los tres me dijeron que era la propiedad más invendible que habían visto en su vida.
—Gus, ¿he oído bien? ¿He oído que decías algo de vender tu herencia? —clamó la señora Levy.
—¡Silencio! —gruñó la señorita Trixie— Ya les daré yo. Esperen y verán. La verán, sí. Me vengaré.
—Oh, vamos, cállate —gritó la señora Levy, volviendo a hundirla en el sofá; se quedó en seguida adormilada.
—En fin, uno de esos tipos —continuó tranquilamente el señor Levy—, un vendedor muy agresivo, sí, me dio alguna esperanza. Dijo lo que todos los demás: «Hoy nadie quiere una fábrica de ropa. El mercado está muerto. Su fábrica, además, está anticuada. Habría que hacer miles de reparaciones, modernizarlo todo. Hay una vía férrea, pero el artículo ligero, como la ropa, se transporta por camión, y el sitio está muy mal emplazado para camiones. Para llegar desde la autopista hay que cruzar toda la ciudad. Además, la industria de la confección en el Sur está hundiéndose. Ni siquiera el terreno vale gran cosa. Toda aquella zona se está convirtiendo en barrio pobre. En fin, etcétera. Pero este agente me dijo que quizá pudiera interesar a una cadena de supermercados en la compra de la fábrica como almacén. En fin, eso parecía positivo. Luego, llegó la puntilla. No hay alrededor de Levy Pants ninguna zona de aparcamientos. La media de vida del barrio, o algo así, es demasiado baja para mantener un mercado grande, y en fin la misma letanía. Dijo que la única esperanza era alquilarlo como almacén; pero los almacenes dan poco dinero y aquello está muy mal emplazado para almacén. De nuevo algo relacionado con autopistas Así que no te preocupes. Levy Pants es aún nuestro, es como si hubiéramos heredado un orinal.
—¿Un orinal? ¿Llamas orinal al sudor y la sangre de tu padre? Ya veo, entiendo tus motivaciones. Destruir el último monumento al triunfo de tu padre.
—¿Levy Pants un monumento?
—Nunca sabré por qué se me ocurrió la idea de trabajar allí —dijo la señorita Trixie furiosa, entre los cojines donde la había inmovilizado la señora Levy—. Menos mal que la pobre Gloria me sacó de allí a tiempo.
—Discúlpenme, señoras —dijo el señor Levy, silbando entre dientes—. Pueden hablar ustedes de Gloria á solas.
Se levantó y se fue al baño de remolino. Mientras el agua giraba y chorreaba a su alrededor, él se preguntaba cómo iba a ser capaz de echar Levy Pants en el regazo de un infeliz comprador. Tenía que tener alguna utilidad. ¿Pista de patinaje? ¿Gimnasio? ¿Una catedral negra, quizá? Luego se preguntó qué sucedería si transportaba la tabla de ejercicios de la señora Levy hasta el acantilado y la arrojaba al Golfo. Se secó meticulosamente, se puso el albornoz de esponja y volvió al salón a recoger las hojas de las carreras.
La señorita Trixie estaba sentada en el sofá. Le habían limpiado la cara. La boca era un borrón naranja. Sus débiles ojos destacaban más con la pintura. La señora Levy le ajustaba en aquel momento un peluca negra peinada.
—¿Qué demonios me hace usted ahora? —rezongó la señorita Trixie dirigiéndose a su benefactora—. Esto lo pagará caro.
—¿No crees lo que ven tus ojos? —preguntó la señora Levy muy orgullosa a su marido, sin rastro de hostilidad ya en la voz—. Fíjate.
El señor Levy no podía creerlo. La señorita Trixie era exactamente igual que la madre de la señora Levy

II

En Mattie’s Ramble Inn, Jones se sirvió un vaso de cerveza y hundió en la espuma sus largos dientes.
—Esa Lee no te trata bien, Jones —le decía el señor Watson—. No hay cosa que menos me guste que un hombre de color que se burla de sí mismo por ser de color. Eso es lo que ella te obliga a hacer al vestirte de un negro de plantación.
—¡Juá! La gente de coló ya lo pasa bastante mal sin necesidad de que se rían de ellos por ser de coló. Mierda, sí. Qué erró decile a esa desgracia que un poli me había dicho que tenía que conseguí trabajo. Debería habele dicho que me había enviao allí gente de la supervisión de empleos, pa asustarla un poco.
—Lo mejor sería que te presentaras a la policía y les contaras que dejabas ese trabajo, pero que ibas a buscar otro.
—¡Eh! Yo no voy a entra en la comisaría ni a explica na a un poli. En cuanto me viesen, me echarían mane al culo y al saco. ¡Juá! Un negro no encuentra trabajo, pero seguro que sí encuentra celda abierta. El í a la cárcel es la mejó manera de come a diario. Pero yo prefiero morí de hambre fuera, la verdá. Prefiero barré el suelo pa una puta que í a la cárcel a hace placas de licencia y alfombras y cinturones de cuero y esa mierda. Lo que pasa es que fui tan gilipollas que me dejé engancha el culo en esa trampa del Noche de Alegría. Debí suponelo.
—Pues yo sigo creyendo que lo que has de hacer es ir a la policía y decir que estás parado porque te andas buscando otro trabajo.
—Sí. Y puedo estame buscando trabajo quince años. No creo que nadie pida a gritos tipos de coló sin especializa, cá, no. Los desgraciaos que son como la Lee conocen a muchos polis. Si no, hace tiempo que le habrían cerrao ese burdel de mierda. No puedo exponeme a í a contá eso en comisaría a un tipo amigo de la Lee, decile: «Mire usté, amigo, pues me voy de vagabundo por una témpora.» Porque él me diría: «Muy bien, muchacho, pero antes te pasarás una temporaíta aquí cumpliendo.» ¡Juá!
—Bueno, y cómo va ese sabotaje.
—Muy mal. Lee me hizo trabaja el otro día horas extras barriéndole el suelo, porque la porquería se amontonaba ya tanto que pronto sus pobres y tontos clientes iban a anda con el polvo por la rodilla. Mierda. Ya te dije que escribí una dirección en uno de sus paquetes para los huérfanos, así que puede que recibamos alguna respuesta a eso. Me gustaría sabe qué cola pué trae eso. Quizá nos traiga a un poli. ¡Juá!
—Está muy claro que con eso no vas a ninguna parte. Vete a hablar con la policía, hombre. Entenderán la cosa.
—Tengo miedo a la pasma, Watson. Sí que lo tengo. Tú también lo tendrías si estuvieras delante de Woolsworth y llegara un poli y te agarrase. Sobre todo pensando que la Lee debe conoce a la mita del cuerpo.
Jones lanzó hacia arriba lo que parecía nube, nube radiactiva que gradualmente enviaba residuos a la barra y al refrigerador donde estaba la carne picada.
—Oye, ¿qué le pasó a aquel tonto desgraciao que estaba aquí aquel día, el que trabajaba en Levy Pants? ¿No volvió a pasa por aquí?
—¿Aquel hombre que hablaba de una manifestación?
—Sí, ¿no recuerdas que tenían aquel blanco chiflao, uno gordo, de jefe, el que decía que los pobres negros tenían que tira la bomba nucular en esa fábrica, matarse ellos y deja que metieran lo que quedara de su pobre culo en la cárcel?
—No he vuelto a verle desde entonces.
—Mierda. Me gustaría sabe dónde anda escondió ese gordo chiflao. A lo mejor llamo a Levy Pants y pregunto por él. Me gustaría tírale en el Noche de Alegría como una bomba nucular. Me parece que es de los que harían cagarse en las bragas a la desgracia de la Lee. ¡Juá! Si voy a sé portero, seré el portero más saboteado que haya habió en una plantación. Sí, señó. Antes de que la cosa termine, arderá entero el campo de algodón. Sí, señó.
—Cuidado, Jones. No te metas en líos.
-¡Juá!

III

Ignatius se sentía cada vez peor. La válvula parecía soldada; por mucho que saltase, no se abría. De las grandes bolsas de gas que tenía en el estómago salían descomunales eructos que iban abriéndose paso a través del tracto digestivo. Algunos, escapaban ruidosos. Otros, nuevos cachorrillos quedaban alojados en el pecho y producían un ardor muy intenso
La causa material de su mala salud era, estaba convencido, el consumo excesivo de Productos Paraíso. Pero había otras razones, más sutiles. Su madre se mostraba cada día más audaz y más abiertamente hostil; empezaba a resultarle imposible controlarla. Quizás hubiese ingresado en un grupo terrorista de extrema derecha y eso la hacía ser beligerante y agresiva. De hecho había realizado recientemente una caza de brujas en la cocina, haciéndole toda clase de preguntas sobre su filosofía política. Era muy raro. Su madre siempre había sido claramente apolítica, sólo votaba a candidatos que pareciesen buenos con sus madres. Había apoyado con toda firmeza a Franklin Roosevelt en cuatro elecciones, no por el New Deal, sino porque su madre, la señora Sara Roosevelt parecía bien tratada y respetada por su hijo. La señora Reilly había votado también por la señora Truman de pie ante su casa victoriana de Independence, Missouri, y no concretamente por Harry Truman. Para la señora Reilly, Nixon y Kennedy habían significado Hannah y Rose. Los candidatos sin madre la desconcertaban, y cuando en la elección no había madre, se quedaba en casa. Ignatius no podía comprender aquel torpe y repentino interés por proteger el Sistema Norteamericano frente a su hijo.
Luego estaba Myrna, que se le había aparecido en una serie de sueños que estaban tomando la forma de los antiguos seriales de Batman que había visto de niño en el Prytania. Un episodio seguía a otro. En uno de los más grotescos, él estaba en un andén del metro, reencarnado en Santiago, el Menor, el que murió martirizado por los judíos. Myrna apareció cruzando un molinete con una pancarta, CONGRESO NO VIOLENTO PARA LOS SEXUALMENTE NECESITADOS, y empezó a atosigarle. «Jesús triunfará al fin, con dólares o no», profetizó majestuosamente Ignatius-Santiago. Pero Myrna, burlándose, le arrojó, empujándole con la pancarta, a las vías en el momento en que llegaba el tren. Ignatius había despertado justo cuando el tren estaba a punto de aplastarle.
Las pesadillas myrkoffianas le estaban resultando aún peores que los viejos sueños aterradores de los autobuses Scenecruiser en los que lgnatius. majestuosamente emplazado en el piso de arriba, había cabalgado en autobuses demoníacos en su caída por las barandillas de puentes y chocado con reactores que corrían por pistas de aeródromos.
De noche le asediaban los sueños y de día le esperaba la ruta absurda que el señor Clyde le había asignado. Nadie del Barrio Francés parecía interesarse por los bocadillos de salchichas. En consecuencia, el salario que llevaba a casa era cada vez más exiguo, y su madre se mostraba más hosca cada día. ¿Cuándo y cómo acabaría aquel ciclo diabólico?
Había leído en el periódico de la mañana que un club artístico de señoras iba a colgar sus lienzos en el Callejón del Pirata. Pensando que los cuadros serían lo suficientemente afrentosos para interesarle un rato, metió el carro por las losas del callejón, dispuesto a examinar la variedad de obras de arte que colgaban de los pinchos de hierro de la valla trasera de la catedral. En la proa del carro, en un intento por atraerse clientes entre los habitantes del Barrio Francés, Ignatius había fijado con celo una hoja de papel Gran jefe en que había escrito: DOCE PULGADAS (12) DE PARAÍSO. Hasta el momento, nadie había atendido a su mensaje
La calleja estaba llena de señoras bien vestidas y con grandes sombreros. Ignatius apuntó con la proa del carro a la multitud y empujó hacia adelante. Una mujer leyó la frase de la hoja y lanzó un grito, pidiendo a sus compañeras que se apartaran de la fantasmal aparición.
—;Salchichas, señoras? —preguntó, cordial, Ignatius.
Los ojos de las damas miraban el cartel, miraban el pendiente, el pañuelo, el sable y rogaban al cielo que siguiese, que desapareciese aquello de allí. La lluvia habría sido terrible para la exposición; pero aquello…
—Salchichas, salchichas —decía Ignatius, algo irritado ya—. Manjares de las higiénicas cocinas del Paraíso.
Durante el silencio que siguió, Ignatius eructó sonoramente. Las damas fingieron contemplar el cielo y el jardincito de detrás de la catedral.
Ignatius avanzó hacia la valla, abandonando la causa perdida que era el carro, y examinó los cuadros al óleo y al pastel y las acuarelas que colgaban allí. Aunque el estilo de cada uno variaba en tosquedad, los temas eran relativamente similares: camelias flotando en cuencos de agua, azaleas torturadas en ambiciosas disposiciones florales, magnolias como molinos de viento blancos. Ignatius, furioso, examinó los cuadros un rato, sin decir nada, solo, pues las señoras habían retrocedido apartándose de la valla, y habían formado como un pequeño agrupamiento protector. El carro había quedado también abandonado sobre las losas, a unos metros del miembro más reciente del gremio artístico.
—¡Oh, Dios! —gritó Ignatius después de haber peregrinado arriba y abajo por la valla—. ¿Cómo se atreven a presentar estos abortos al público?
—Siga su camino, señor, tenga la bondad —dijo una señora audaz.
—Las magnolias no son así —dijo Ignatius, dando una estocada con el sable a una ofensiva magnolia al pastel—. Ustedes, señoras, necesitan un curso de botánica, y puede que también de geometría.
—Usted no tiene por qué mirar nuestras obras —dijo una voz irritada del grupo, la voz de la dama que había dibujado la magnolia en cuestión.
—¡Por supuesto que sí! —gritó Ignatius—. Ustedes, señoras, necesitan un crítico con cierto gusto y con cierta decencia. ¡Dios santo! ¿Quién de ustedes hizo esta camelia? Díganme. El agua de este cuenco parece aceite de automóvil.
—Déjenos en paz —dijo una voz aguda.
—Ustedes, señoras, harían mejor dejando de dar tés y meriendas y dedicándose a aprender a dibujar —atronó Ignatius—. En primer lugar, tienen que aprender a manejar el pincel. Yo propondría que se reuniesen todas y que pintasen una casa para empezar.
—Vayase usted.
—Si les hubieran encargado a «artistas» como ustedes la decoración de la Capilla Sixtina, habría acabado pareciendo una estación de tren de lo más vulgar —masculló Ignatius.
—No estamos dispuestas a dejarnos insultar por un vendedor sin educación —dijo altaneramente una portavoz de la banda de los grandes sombreros.
—¡Comprendo! —gritó Ignatius—. Ya veo que son ustedes las que calumnian a los vendedores de salchichas.
—Está loco.
—Qué hombre tan ordinario.
—Qué grosero.
—No le demos pie.
—No le queremos aquí —dijo la portavoz, con acritud y sencillez.
—¡Es natural! —rezongó Ignatius—. Es evidente que temen a alguien con un cierto contacto con la realidad, que puede describirles verazmente los ultrajes que han hecho en esos lienzos.
—Vayase, por favor —ordenó la portavoz
—Lo haré, sí —Ignatius cogió el asa de su carro y se alejó con él—. Deberían estar todas ustedes de rodillas pidiendo perdón por lo que he visto aquí, en esa valla.
—No hay duda de que esta ciudad es cada día peor, con esto por las calles —dijo una mujer, mientras Ignatius se alejaba por el callejón.
Ignatius percibió sorprendido que le rebotaba una piedrecita en la nuca. Furioso, empujó el carro por las losas hasta casi el final de la calleja. Aparcó el carro allí en un pequeño pasaje, de modo que quedase oculto. Le dolían los pies y, mientras desandaba, no quería que le molestase nadie pidiendo un bocadillo. Aunque el negocio no podía ir peor, uno tenía que ser a veces fiel a sí mismo y considerar ante todo su propio bienestar. Si seguía andando mucho más, sus pies se convertirían en ensangrentados muñones.
Se acuclilló incómodo allí, en los escalones laterales de la catedral. El aumento de peso reciente y la hinchazón provocada por el taponamiento de la válvula hacían incómoda cualquier posición que no fuera sentado o tendido. Se quitó las botas e inspeccionó aquellos pies grandes como losas.
—Oh, querido —dijo una voz encima de él—. ¿Pero qué veo? Salí a ver esa exposición pringosa y horrible, ¿y qué me encuentro como obra número uno…? nada menos que el espectro de Lafitte, el pirata. No. Es Fatty Arbuckle. ¿O Marie Dressler? Dime pronto quién eres o me muero.
Ignatius alzó la vista y vio al joven que le había comprado el sombrero a su madre en el Noche de Alegría.
—Déjame en paz, mequetrefe. ¿Dónde está el sombrero de mi madre?
—Oh, aquello —el joven suspiró—. Lo siento, resultó destruido en una fiesta demencial. Le encantó a todo el mundo.
—Estoy seguro. No preguntaré concretamente cómo fue mancillado.
—No lo recordaría, de todos modos. Demasiados martinis aquella noche para el pequeño moi.
—Oh, Dios santo.
—¿Y qué haces tú con ese disfraz tan increíble? Pero si pareces Charles Laughton de reina gitana. ¿Quién pretendes ser? Dímelo, por favor.
—Sigue tu camino, mequetrefe —Ignatius eructó y el gaseoso estruendo repiqueteó en las paredes de la calleja. El gremio artístico de señoras volvió sus sombreros hacia la fuente de aquel volcánico retumbe. Ignatius contempló furioso la chaqueta de terciopelo tostado del joven, el jersey malva de cachemira, la onda de pelo rubio que caía sobre la frente de aquel rostro anguloso y chispeante.
—Lárgate de aquí, que te atizo.
—Oh, Dios Santo —el joven rompió  a reír en breves ráfagas, alegres e infantiles, que estremecieron la chaqueta de terciopelo—. Tú estás loco, ¿verdad?
—¡Cómo te atreves! —chilló Ignatius.
Y acto seguido blandió el sable y empezó a darle mandobles en las pantorrillas a aquel joven con el arma de plástico. El joven reía y bailaba frente a Ignatius evitando las estocadas, y sus ágiles piernas le convertían en un blanco difícil. Por último, se alejó danzando hacia el callejón e hizo a Ignatius un gesto de despedida. Ignatius cogió una de sus botas elefantiásicas y la lanzo contra la pirueteante figura.
—Oh —gorjeó el joven. Y cogió la bota y se la tiró a su vez a Ignatius, acertándole en pleno hocico.
—¡Oh, Dios mío! Me ha desfigurado.
—Cállate, gordinflón.
—Puedo hacerte detener por agresión tipificada.
—Yo, en tu caso, me mantendría lo más alejado posible de la policía. ¿Qué crees que dirían cuando te vieran con esa pinta? Si pareces la novia del Capitán Marvel. ¿Detenerme a mí, por agresión? Seamos un poco realistas. Me asombra que te permitan andar por ahí siquiera con ese atuendo de echadora de cartas.
El joven prendió el mechero, encendió un Salem y luego lo cerró.
—Y así descalzo, y con esa espada de juguete. ¿Quieres tomarme el pelo?
—La policía creerá todo lo que yo diga.
—Vamos, qué dices, por favor.
—Pueden condenarte a varios años.
—Oh, vamos, tú estás en la luna.
—Bueno, no tengo por qué estar aquí sentado escuchándote —dijo Ignatius poniéndose las botas.
—¡Oh! —chilló el joven muy feliz—. Esa expresión. Eres Bette Davis empachada.
—Cállate ya, degenerado. Ve a divertirte con tus amiguitos. Debe haber muchos en este barrio.
—¿Y tu querida madre, cómo está?
—No quiero oír su santo nombre profanado por esos labios decadentes.
—Bueno, como ya está profanado, dime ¿Cómo le va? Era tan dulce y tan amable aquella mujer, tan natural. Vaya suerte que tienes.
—No estoy dispuesto a hablar de ella contigo.
—Si te empeñas, de acuerdo. Espero que no sepa que andas por la calle vestido de Juana de Arco húngara. Lo digo por lo del pendiente. Es tan magiar.
—Si quieres un disfraz como éste, cómpratelo —dijo Ignatius—. Y déjame en paz.
—Ya sé que una cosa así no puede comprarse en ningún sitio. Oh, pero causaría sensación en una fiesta.
—Sospecho que las fiestas a las que asistes tú deben ser auténticas visiones del Apocalipsis. Ya sabía yo que nuestra sociedad conducía a esto. De aquí a unos años, puede que tú y tus amigos os apoderéis del país.
—Uy, estamos planeándolo —dijo el joven, con una alegre sonrisa—. Tenemos conexiones en los puestos más altos. Te sorprenderías.
—No, en absoluto. Ya lo predijo Rosvita hace mucho tiempo.
—¿Qué demonios es eso?
—Una monja medieval, una sibila. Ella ha guiado mi vida.
—Uy, tú eres fantástico —dijo el joven alegremente—. Y, aunque parezca imposible, has engordado. ¿Dónde acabarás? Hay algo tan increíblemente viscoso en esa obesidad…
Ignatius se incorporó y clavó el sable de plásüco en el pecho del joven.
—Toma, carroña —gritó, hundiendo el sable en el jersey de cachemira. La punta del sable se rompió y cayó al suelo.
—Por Dios, hombre —gritó el joven—. Me romperás el jersey, loco.
Al fondo de la calleja, las mujeres del club artístico retiraban sus cuadros de la valla y plegaban sus sillas de jardín de aluminio como árabes dispuestas a escabullirse. Su exposición anual al aire libre había sido un fracaso.
—Yo soy la espada vengadora del buen gusto y la decencia —gritaba Ignatius. Mientras acuchillaba el jersey con su sable despuntado, las damas empezaron a salir de la calleja por la Calle Royal. Algunas rezagadas aferraban magnolias y camelias llenas de espanto.
—¿Por qué me habré parado a hablar contigo? Chiflado, que eres un chiflado —decía el joven en un susurro jadeante y malévolo—. El mejor jersey que tengo.
—¡Puta! —gritó Ignatius, cruzando el pecho del joven con el sable.
—Oh, qué horror.
El joven intentó huir, pero Ignatius le sujetó con firmeza de un brazo con la mano que no blandía el sable. El joven metió entonces un dedo por el aro que Ignatius llevaba en la oreja y tiró hacia abajo, diciendo, jadeante:
—Tira esa espada.
—Dios santo —Ignatius tiró el sable al suelo—. Creo que tengo la oreja rota.
El joven soltó el aro.
—¡Ahora sí que la has hecho buena! —balbució Ignatius—. Te pudrirás en una prisión federal el resto de tu vida.
—Mira cómo me has dejado el jersey, monstruo repugnante.
—Sólo la carroña más presuntuosa se atrevería a lucir un extravío como ése. Deberías tener un poco de decencia en el vestir, o al menos un poco de gusto.
—Eres un ser horrible. Con ese corpachón.
—Probablemente tendré que pasarme varios años en el hospital de garganta, nariz y oídos para curarme esto —dijo Ignatius, acariciándose la oreja—. Quizá recibas todos los meses unas facturas médicas escalofriantes. Mi equipo de abogados se pondrá en contacto contigo por la mañana en el lugar donde desarrolles tus dudosas actividades. Les advertiré previamente que pueden esperar a ver y oír cualquier cosa. Todos son abogados prestigiosos, pilares de la comunidad, aristócratas criollos que tienen un conocimiento muy limitado de las formas más subrepticias de existencia. Pueden incluso negarse a verte. Quizás envían a uno considerablemente menos representativo a que te vea, algún socio joven a quien hayan admitido en el grupo por piedad.
—Eres un animal.
—Sin embargo, para ahorrarte la angustia de esperar a que esta falange de luminarias legales llegue a esa telaraña de apartamento en que vives, aceptaré un arreglo ahora mismo, si quieres. Cinco o seis dólares serían suficiente.
—Este jersey cuesta cuarenta dólares —dijo el joven; examinó la parte rota que había desgarrado el sable—. ¿Estás dispuesto a pagarlos?
—Desde luego que no. Nunca tengas altercados con indigentes.
—Puedo demandarte.
—Quizá debiéramos abandonar ambos la idea de recurrir a la ley. Para un acontecimiento tan poco auspicioso como un juicio, probablemente te dejarías arrastrar por el entusiasmo y aparecerías con tiara y traje de noche. Un juez viejo podría sentirse muy desconcertado. Probablemente nos considerasen a los dos culpables de algún delito inventado.
—Bestia repugnante.
—¿Por qué no te largas y te entregas a alguna diversión dudosa que te atraiga? —Ignatius eructó—. Mira, fíjate en ese marinero que va por la Calle Chartres. Parece muy solo.
El joven miró hacia el extremo de la calleja que daba a la Calle Chartres.
—Oh, ése —dijo—. Pero si ése es Timmy.
—¿Timmy? —preguntó furioso Ignatiut—.  ¿Le conoces?
—Pues claro —dijo el joven con voz hastiada—. Es uno de mis amigos más queridos y de los más antiguos. Pero no es marinero.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Quieres decir que está fingiéndose miembro de las fuerzas armadas del país?
—Uy, se finge muchas cosas más, si vieras.
—Pero esto es gravísimo —Ignatius frunció el ceño y se le desprendió la gorra de cazador y el pañuelo rojo de satén—. Todos los soldados y marineros que vemos podrían ser simplemente locos decadentes disfrazados. ¡Dios santo! Podemos estar todos atrapados en una conspiración espantosa. Ya sabía yo que tenía que suceder algo así. ¡Los Estados Unidos probablemente estén ya indefensos!
El joven y el marinero se saludaron con mucha familiaridad, y el marinero desapareció doblando por el frente de la catedral. Siguiendo al marinero unos pasos detrás, apareció al fondo del callejón del Pirata el patrullero Mancuso, de gorra y perilla.
—¡Oh! —chilló alegremente el joven, viendo que el patrullero Mancuso seguía al marinero—. Es ese policía maravilloso. ¿Pero no sabrán que en el Barrio Francés le conocen ya todos?
—¿Le conoces también? —preguntó receloso Ignatius—. ¡Es un hombre muy peligroso!
—Le conoce todo el mundo. Qué bien que haya vuelto. Empezábamos ya a preguntarnos qué le habría pasado. Le queremos muchísimo. Uy, con las ganas que tenía de ver qué nuevo disfraz le ponían. Tendrías que haberle visto unas semanas antes de que desapareciese, estaba increíble con aquel disfraz de vaquero —el joven explotó en una risa incontrolada—. Apenas podía andar con aquellas botas, se le doblaban los tobillos. Una vez, me paró en Chartres cuando yo iba enloquecido con aquel sombrero de tu madre. Luego me paró otra vez en Dumaine e intentó iniciar conversación. Aquel día llevaba gafas de montura de cuerno y un jersey militar y me dijo que estudiaba en Princeton y había venido aquí de vacaciones. Es sencillamente fabuloso. Me alegra tanto que la policía le haya devuelto a la gente que le aprecia de veras… Estoy seguro de que estaban desperdiciándolo en el otro destino que le dieron. Oh, y ese acento que tiene. A algunos como más les gusta es de turista inglés. Es cuestión de gustos. Yo le prefiero de coronel sureño. En fin, sobre gustos no hay nada escrito. Le hicimos detener dos veces por proposiciones indecentes. Esto es siempre un lío maravilloso para la policía. Espero que no le hayamos metido en un lío demasiado grave, porque le queremos muchísimo.
—Es un malvado absoluto —comentó Ignatius. Luego añadió—: Me pregunto cuántos de nuestros «militares» serán gente como tu amigo, busconas disfrazadas.
—¿Quién sabe? Ojalá fueran todos.
—Sí, claro —dijo Ignatius, serio y pensativo—. Esto podría ser un sabotaje a escala mundial.
El pañuelo rojo de satén subía y bajaba.
—La próxima guerra —continuó— podría acabar en una gigantesca orgía. Dios santo. ¿Cuántos dirigentes militares del mundo pueden ser simplemente viejos sodomitas enloquecidos que desempeñan un falso papel imaginario? En realidad, esto podría ser muy beneficioso para el mundo. Podría significar poner fin a la guerra para siempre. Podría ser la clave de la paz eterna.
—Claro —dijo cordialmente el joven—. Paz a cualquier precio.
Dos terminaciones nerviosas de la mente de Ignatius se unieron y formaron una asociación inmediata. Quizás hubiera dado con el medio de desbaratar la insolencia de Myrna Minkoff.
—Los dirigentes del mundo enloquecidos por el poder se quedarían muy sorprendidos sin duda al descubrir que sus soldados y jefes militares no eran más que sodomitas disfrazados, deseosos de encontrarse con los ejércitos de sodomitas disfrazados de las otras naciones para fiestas y bailes, para aprender algunos pasos de danzas extranjeras.
—Uy, sería maravilloso. Y el gobierno pagándonos los viajes. Sería divino. Acabaríamos con las guerras y renovaríamos la fe y la esperanza de los pueblos.
—Puede que vosotros seáis la esperanza del futuro —dijo Ignatius, chocando teatralmente una manaza con otra—. No parece haber nada en perspectiva más prometedor, desde luego.
—También ayudaríamos a aliviar la explosión demográfica.
—¡Oh, Dios santo! —los ojos azules y amarillos chispearon feroces—. Vuestro método probablemente sería más satisfactorio y aceptable que las tácticas de control de la natalidad, un tanto rigurosas, que he propugnado yo siempre. Debo dedicar algún espacio a esto en mis escritos. Este tema merece la atención de un pensador profundo, con cierta perspectiva de la evolución cultural de la humanidad. Me alegro mucho, desde luego, de que me hayas proporcionado esta idea nueva tan valiosa.
—Oh, qué día tan divertido ha sido hoy Tú eres una gitana. Timmy un marinero. Ese policía maravilloso un artista —el joven suspiró—. Es como el martes de carnaval, y yo me siento tan fuera de lugar. Voy ahora mismo a casa y a ponerme encima algo bonito.
—Espera un momento —dijo Ignatius. No podía permitir que escapase entre sus gordos dedos aquella oportunidad.
—Me pondré unos zuecos. Estoy en mi fase Ruby Keeler, sabes —dijo alegremente el joven a Ignatius. Luego, empezó a cantar—: «Tú vas a tu casa y te pones tus trapitos, yo voy a mi casa y me pondré mis trapitos, y allá nos iremos, oh-jo-jo. Allá nos iremos tra-catracatracatá, tra, camino de Buffalo-jojo…».
—Basta ya de imitación repugnante —ordenó Ignatius furioso—. A esa gente habría que azotarla para meterla en cintura.
El joven hizo un breve zapateado alrededor de Ignatius y dijo:
—Ruby era tan cielo. Vi todas sus películas en la televisión, devotísimamente. «Y por sólo una moneda de plata, podemos sobornar al mozo del pullman, bajar las luces y oh-jo-jo, sí, nos iremos tra-catá, tracatá…».
—Por favor, seriedad un momento, deja de revolotear a mi alrededor.
—¿Moi? ¿Revolotear?  ¿Qué quieres tú, gitana?
—¿Habéis considerado alguna vez la idea de formar un partido político y presentar un candidato?
—¡Política! Oh doncella de Orleans, qué espanto.
—¡Esto es muy importante! —gritó Ignatius muy serio; ya le enseñaría él a Myrna a inyectar sexo en la política—. Aunque no se me había ocurrido nunca, creo que vosotros tenéis en la mano la clave del futuro.
—Bueno, dime,  ¿qué quieres hacer, Eleanor Roosevelt?
—Debéis empezar a organizar una estructura de partido. Hay que hacer planes.
—Oh, por favor —suspiró el joven—. Todo lo que dice este hombre me marea.
—¡Vosotros podéis salvar el mundo! —aulló Ignatius con voz de orador—. Dios Santo, ¿cómo no se me habría ocurrido antes?
—Las conversaciones de este tipo me deprimen más de lo que puedes imaginar —le dijo el joven—. Estás empezando a recordarme a mi padre. Y ¿puede haber algo más deprimente que eso? —el joven suspiró—. Me parece que voy a tener que escaparme de aquí rápidamente. Es hora de ponerse un disfraz.
—¡No! —Ignatius le agarró por la solapa de la chaqueta.
—Oh, Dios santo —rezongó el joven, llevándose la mano al cuello—. Ahora tendré que estar toda la noche tomando pildoras.
—Debemos iniciar la organización de inmediato.
—No te puedes imaginar lo que me deprimes.
—Tiene que celebrarse una gran asamblea organizativa para iniciar una campaña.
—¿Eso no podría ser algo parecido a una fiesta?
—Sí, en cierto modo. Sin embargo, tendría que expresar vuestro objetivo.
—Entonces, podría ser divertido. No puedes imaginarte lo aburridas, lo aburridísimas que han sido últimamente las fiestas.
—Esto no es una fiesta, majadero.
—Oh, estaremos muy serios.
—Bueno. Ahora, escúchame. Debo acudir a adoctrinar a tu gente de modo que sigáis una vía correcta. Yo tengo un conocimiento bastante amplio de la organización política.
—Maravilloso. Y tienes que llevar ese fantástico disfraz. Te aseguro que estarán todos pendientes de ti —el joven soltó un grito, tapándose la boca con la mano—. Ay, querido mío, puede ser una fiesta increíble.
—No hay tiempo que perder —dijo Ignatius con firmeza—. El apocalipsis está muy próximo.
—Será la semana que viene, será en casa.
—Tendrás que preparar tela, roja, blanca y azul, para las banderas —aconsejó Ignatius—. Es algo imprescindible en una reunión política.
—Oh, tengo metros y metros de tela. Vaya trabajo de decoración que haremos. Tendré que avisar a algunos íntimos para que me ayuden.
—De acuerdo, hazlo —dijo Ignatius muy emocionado—. Hay que empezar a organizar a todos los niveles.
—Oh, nunca sospeché que fueses una persona tan divertida. Estuviste tan antipático en aquel bar pringoso y horrible.
—Mi personalidad tiene muchas facetas.
—Me asombras —el joven miró detenidamente el atuendo de Ignatius—. Pensar que te dejan andar suelto por ahí. En cierto modo, te respeto.
—Muchísimas gracias —el tono de Ignatius era suave, complacido—. La mayoría de los necios no entienden mi visión del mundo en absoluto.
—Me lo imagino, me lo imagino.
—Sospecho que bajo tu fachada ofensiva y vulgarmente afeminada, puede haber una especie de alma. ¿Has leído suficientemente a Boecio?
—¿A quién? Oh, Dios mío, no. Yo no leo siquiera los periódicos.
—Entonces, debes iniciar inmediatamente un programa de lecturas, para que puedas llegar a comprender las crisis de nuestra época —dijo solemnemente Ignatius—. Empezaremos con los últimos romanos, incluido Boecio, claro. Luego, profundizaremos extensamente en la Alta Edad Media. Podrás dejar a un lado el Renacimiento y la Ilustración. Todo eso es más que nada propaganda peligrosa. Ahora que lo pienso, será mejor que te saltes también a los románticos y a los Victorianos. En cuanto al período contemporáneo, deberías estudiar algunos cómics seleccionados.
—Eres fantástico.
—Te recomiendo especialmente Batman, porque tiende a trascender la sociedad abismal en que se encuentra. Su moral es bastante rigurosa, además. Le respeto muchísimo.
—Uy, mira, ahí vuelve Timmy —dijo el joven. El marinero pasaba por la calle Chartres en dirección opuesta—. ¿Es que no se cansará nunca de seguir esa ruta? Arriba y abajo, arriba y abajo. Mírale. Es invierno y aún lleva los pantalones blancos de verano. Por supuesto, no se da cuenta de que es un blanco perfecto para la patrulla de la costa. No te puedes imaginar lo tonto y lo memo que es ese chico.
—Tenía la cara como empañada —dijo Ignatius.
El artista de la boina y la perilla cruzó también Chartres, siguiendo afanosamente al marinero unos metros detrás.
—¡Oh, Dios mío! Ese ridículo policía va a estropearlo todo. Es la mosca de todas las pomadas. Quizá debieras correr a decirle a ese marinero degenerado que desaparezca de la calle. Si las autoridades navales le detienen, descubrirán que es un impostor, y quedará descubierta nuestra estrategia política. Hay que retirar de la circulación a ese payaso antes de que estropee el golpe político más terrible de la historia de la civilización occidental.
—¡Oh! —chilló muy feliz el joven—. Volveré y se lo explicaré. Cuando se entere de lo que ha estado a punto de hacer, se pondrá a chillar y se desmayará.
—Venga, y no te entretengas con los preparativos —advirtió Ignatius.
—Trabajaré hasta el agotamiento —dijo alegremente el joven—. Reuniones de barrio, inscripción de votantes, folletos, comités. Empezaremos nuestra primera asamblea política hacia las ocho. Yo vivo en la Calle St. Peter, en ese edificio amarillo de estuco que queda junto a Royal. Es inconfundible. Toma mi tarjeta.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius. contemplando la austera tarjeta de visita—. No puedes llamarte de veras Dorian Greene.
—Sí, verdad, qué locura —dijo lánguidamente Dorian—. Si te dijera mi auténtico nombre, no volverías a hablarme en la vida. Es tan vulgar, que me muero sólo de pensarlo. Nací en una granja triguera de Nebraska. Con eso está dicho todo.
—Bueno, en cierto modo sí; yo soy Ignatius J. Reilly.
—Eso no es demasiado terrible. Yo había imaginado que eras Horacio o Humphrey o algo parecido. En fin, no nos falles. Practica tu oratoria. Te garantizo que habrá mucho público, y que todos estarán casi muertos de hastío y depresión en general, así que habrá tortas por las invitaciones. Dame un telefonazo para concretar la fecha exacta.
—Cerciórate de que destacas la importancia de este cónclave histórico —dijo Ignatius—. En este núcleo central organizativo no admitiremos irresponsables ni tarambanas.
—Podrá haber unos cuantos disfraces, ¿verdad? Eso es lo maravilloso de Nueva Orleans. Puedes disfrazarte y organizar un baile de carnaval cualquier día del año. Hay veces que el Barrio Francés es como un gran baile de disfraces. A veces, no puede uno distinguir a los amigos de los enemigos. Pero si te opones a los disfraces, se lo diré a todos, aunque sus corazoncitos se encogerán decepcionados. Hace meses que no tenemos una fiesta decente.
—Bien, no me opondría a unas cuantas máscaras decentes y de buen gusto —dijo al fin Ignatius—. Pueden añadir a la reunión la atmósfera internacional adecuada. Los políticos parece que siempre quieren dar la mano a mongoloides con atavíos étnicos y nativos. Ahora que lo pienso, es preferible que haya uno o dos disfraces. Pero no ha de haber ninguno femenino. No creo que a los políticos les preocupase particularmente este tipo de disfraz. Pero sospecho que provocaría cierta irritación entre los votantes rurales.
—Bueno, ahora déjame que localice a ese imbécil de Timmy. Se va a morir de miedo.
—Cuidado con ese policía maquiavélico; si se huele el asunto, estamos perdidos.
—Oh, si no me alegrase tanto verle de nuevo por aquí, telefonearía a la policía y haría que le detuvieran de inmediato por proposición deshonesta. No puedes ni imaginarte la maravillosa expresión de ese hombre cuando llegó el coche patrulla para llevárselo. ¿Y los funcionarios que le detuvieron? Oh fue increíble. Eso no tiene precio. Pero estamos tan contentos de tenerle otra vez con nosotros. Nadie se atreverá a maltratarle más Adiós, gitanaza.
Dorian se alejó callejón abajo en busca del marinero decadente. Ignatius miró hacia la Calle Royal y se preguntó qué habría sido del club artístico de señoras. Bajó hasta el pasaje donde tenía escondido el carro, se preparó un bocadillo y rezó para que apareciese algún cliente antes de terminar el día. Consideró con tristeza lo bajo que Fortuna había hecho girar su rueda. Nunca había supuesto que rezaría un día por que la gente le comprase bocadillos de salchichas. Pero en fin, al menos tenía un nuevo plan majestuoso que podría lanzar en seguida contra Myrna Minkoff. La idea de aquella asamblea política fundacional le alegraba muchísimo. Esta vez, Myrna Minkoff se quedaría absolutamente estupefacta.

IV

Era cuestión de almacenaje. George tenía que cargar con los paquetes todas las tardes, desde casi la una hasta las tres. Una tarde se había ido al cine, pero ni siquiera allí, en la oscuridad, viendo un programa doble de dos películas de colonias nudistas, se sentía cómodo. Le daba miedo dejar los paquetes en el asiento de al lado, sobre todo en un cine como aquél. Se los puso en el regazo, con lo que tuvo un recordatorio constante de su carga durante las tres horas de carne bronceada llenando la pantalla. Los otros días había vagado con ellos aburrido por la zona comercial y por el Barrio Francés.
Pero a las tres estaba tan cansado de aquel vagabundeo maratoniano, que apenas le quedaban ya ánimos para gestionar los demás negocios del día. Y después de dos horas de transporte, el envoltorio de los paquetes se humedecía y empezaba a romperse. Si se le rompía en la calle uno de aquellos paquetes, ya podía ir pensando en pasar varios años en un reformatorio de delincuentes juveniles. ¿Por qué habría intentado detenerle aquel poli en la sala de espera de la estación de autobuses? El no había hecho nada. Aquel agente debía tener una especie de percepción detectivesca extrasensorial.
Por último, George cayó en la cuenta de que había un lugar que le garantizaría al menos algún descanso y una posibilidad de sentarse: la catedral de San Luis. Se sentó en uno de los bancos que quedaban junto a un grupo de velas de vigilia y se decoró las manos, dejando a un lado los paquetes. Cuando terminó con las manos, cogió un misal del estante que tenía delante y lo hojeó, refrescando sus escasos conocimientos de la mecánica de la misa, estudiando los dibujos del oficiante mientras realizaba los diversos ritos. La misa era, en realidad, muy simple, pensó George. Estuvo hojeando el misal hasta que fue hora de irse. Recogió entonces los paquetes y salió a la calle Chartres.
Un marinero que estaba apoyado en una farola le hizo un guiño. George respondió al saludo con un gesto obsceno de sus manos tatuadas y siguió calle abajo. Cuando pasaba por el Callejón del Pirata, oyó gritos. Allí en el callejón, el enloquecido vendedor de bocadillos de salchichas estaba intentando acuchillar a un marica con un cuchillo de plástico. Aquel vendedor era demasiado. George se paró un segundo a mirar el aro de la oreja y el pañuelo que subía y bajaba y se balanceaba mientras el marica chillaba. Aquel vendedor probablemente no supiera qué día era, ni qué mes, ni siquiera qué año. Debía creerse que era Martes de Carnaval.
Justo en ese momento, George vio al policía secreta de la estación de autobuses venir calle abajo tras e1 marinero. Parecía un beatnik. George se escondió corriendo en una de las arcadas del antiguo edificio del gobierno español, el Cabildo, y pasó por la misma arcada a la Calle St. Peter, donde siguió corriendo hasta llegar a Royal, donde enfiló hacia la parte alta de la ciudad, buscando las líneas de autobuses.
Ahora aquel secreta andaba por los alrededores de la catedral. Había que admitirlo, los policías estaban en todas partes. Dios santo. No le daban a uno ni una oportunidad, ni un respiro.
Su pensamiento volvió al asunto del almacenaje. Empezaba a sentirse como un preso fugado que tuviese que esconderse continuamente de los polis. ¿Adonde iría ahora? Cogió un autobús que estaba a punto de salir y caviló sobre el asunto mientras el vehículo giraba y enfilaba la Calle Bourbon, pasando delante del Noche de Alegría. Lana Lee estaba allí fuera, en la acera, dándole instrucciones al negro sobre un cartel que éste estaba colocando en la vitrina de cristal que había junto a la entrada. El negro tiró un cigarrillo que habría incendiado el pelo de la señorita Lee si no lo hubiera disparado un tirador de primera. La colilla pasó por encima de la cabeza de la señorita Lee, a no más de dos centímetros de ella. Los negros estaban pasándose de listos. George tendría que darse una vuelta por uno de sus barrios una noche y tirar unos cuantos huevos. Hacía mucho que él y sus amigos no cogían el coche trucado de alguien y pasaban atizándoles a los negros que fueran tan estúpidos como para quedarse tranquilamente en la acera.
Su pensamiento volvió al asunto del almacenaje. El autobús cruzó los Campos Elíseos antes de que George diese con una solución.
Ya está, lo había tenido todo el tiempo delante y no se había dado ni cuenta. Se merecía una patada en la espinilla con sus propias botas flamencas. George vio un compartimento metálico aislado, espacioso, acogedor; una caja de depósitos móvil y segura que ningún poli del mundo, por muy listo que fuese, pensaría abrir; una bóveda de seguridad guardada por el mayor simplón del mundo: el compartimento de los panecillos del carro de aquel estrambótico vendedor.

ONCE

—Oh, mira —dijo Santa, sosteniendo el periódico muy cerca de los ojos—. Ponen una película preciosa en el barrio, con la pequeña Debbie Reynolds.
—Oh, con lo cielo que es —dijo la señora Reilly—. ¿A ti te gusta, Claude?
—¿De qué habláis? —preguntó cordialmente el señor Robichaux.
—De la pequeña Debbie Reynolds —contestó la señora Reilly.
—-No sé muy bien quién es. No voy mucho al cinematógrafo.
—Es encantadora —-dijo Santa—. Tan chiquitína. ¿La has visto alguna vez en esa película tan preciosa en que hacía de Tammy, Irene?
—¿Esa en que se quedaba ciega?
—¡No, mujer! Esa es otra.
—Oh, ¿sabes en quién estaba pensando, querida? Estaba pensando en June Wyman. Era tan maja, también.
—Oh sí, era muy buena —dijo Santa—. Me acuerdo de aquella película en que hacía de muda y la violaban.
—Señor, me alegro de no haberla ido a ver.
—Pero si era maravillosa, mujer. Muy dramática. Si vieras la expresión de aquella pobre muda cuando la violaban. No la olvidaré nunca.
—¿Quiere  alguien  más café?  —preguntó el señor Robichaux.
—Sí, dame un poco, Claude —dijo Santa, doblando el periódico y echándolo encima de la nevera—. Cuánto siento que Angelo no haya podido venir. Pobre chico. Me dijo que va a trabajar por su cuenta día y noche hasta que pueda detener a alguien. Por ahí anda hoy, imagino. Si supierais las cosas que me ha contado su Rita. Al parecer, Angelo salió y se compró un montón de prendas caras para ver si puede atraer a algún delincuente con ellas. Qué vergüenza. Eso lo único que demuestra es lo mucho que ese chico ama al cuerpo. Si lo echan será una desgracia para él. Ojala pueda detener a algún vagabundo.
—Angelo tiene una vida dura, sí —dijo con aire ausente la señora Reilly.
La señora Reilly pensaba en aquel letrero de PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD que había colocado Ignatius en la fachada de su casa al volver del trabajo. La señorita Annie había iniciado de inmediato una investigación sobre el asunto nada más colocarlo Ignatius, haciendo preguntas a gritos desde detrás de las persianas.
—¿Qué piensas tú de alguien que quiere paz, Claude?
—A mí eso me suena a comunismo.
La señora Reilly veía cristalizarse sus mayores temores.
—¿Quién quiere paz? —preguntó Santa.
—Ignatius puso un letrero en la fachada de la casa que habla de la paz.
—Era de suponer —dijo Santa, furiosa—. Ese chico primero quiere un rey, ahora quiere paz. Te lo digo, Irene, por tu propio bien. A ese chico hay que encerrarlo.
—No lleva ningún pendiente. Se lo pregunté y me dijo: «Yo no llevo pendientes, mamá.»
—Angelo no miente.
—Puede que sólo se pusiera uno pequeño.
—Para mí, un pendiente es un pendiente, ¿verdad que sí, Claude?
—Así es —contestó Claude.
—Santa, chica, qué virgen más bonita tienes encima del televisor —dijo la señora Reilly para eludir el tema del pendiente.
Todos miraron el televisor que estaba colocado junto a la nevera, y Santa dijo:
—¿Verdad que es mona? Es Nuestra Señora de la Televisión. Tiene debajo, en la base, una ventosa para que no la tires al hacer la limpieza. La compré en Lenny’s.
—En Lenny’s tienen de todo —dijo la señora Reilly—. Además, parece que es un plástico muy bonito, de ése que no rompe.
—Bueno, qué, ¿os gustó la cena?
—Estaba deliciosa —dijo el señor Robichaux.
—Una maravilla de cena —convino la señora Reilly—. Hacía muchísimo tiempo que no comía tan bien.
—Aarff —eructó Santa—. Creo que les puse demasiado ajo a las berenjenas rellenas, pero es que yo siempre me paso un poco con el ajo. Hasta mis nietos me lo dicen. Me dicen: «Vaya, abuela, tú te pasas siempre con el ajo.»
—Ay, qué ricos —opinó la señora Reilly de los nietos gourmets.
—A mí las berenjenas me parecieron estupendas —dijo el señor Robichaux.
—Yo sólo me siento feliz cuando estoy barriendo y cocinando —dijo Santa a sus invitados—. Me encanta preparar una cazuela grande de albóndigas o de jumbalaya con camarones.
—A mí me gusta cocinar —dijo el señor Robichaux—. A veces, ayudo a mi hija.
—Sí que la ayudarás, sí —dijo Santa—. Un hombre que sabe cocinar es una gran ayuda en casa, créeme —le dio una patada a la señora Reilly por debajo de la mesa—. Una mujer que tenga un hombre que le guste cocinar, es una chica afortunada.
—¿A ti te gusta cocinar, Irene? —preguntó el señor Robichaux.
—¿Me preguntas a mí, Claude? —la señora Reilly estaba pensando qué aspecto tendría Ignatius con un pendiente.
—Baja de las nubes, mujer —ordenó Santa—. Claude preguntaba si te gusta cocinar.
—Sí —mintió la señora Reilly—. Me gusta bastante. Pero a veces hace tanto calor en aquella cocina, sobre todo en verano. No entra ni un soplo de aire por aquella calleja. A Ignatius le gusta comer basura, en realidad. A él le das unas cuantas botellas de doctor Nuts, y bollos y pastas abundantes y tan contento.
—Deberías comprarte un hornillo eléctrico —dijo el señor Robichaux—. Yo le compré uno a mi hija. No se calienta como la cocina de gas.
—¿De dónde sacas tú tanto dinero, Claude? —preguntó Santa muy interesada.
—Tengo una buena pensión del ferrocarril. Trabajé con ellos cuarenta y cinco años, sabes. Me dieron un alfiler de oro muy bonito cuando me jubilé.
—Oh, qué estupendo —dijo la señora Reilly—. Hiciste las cosas bien, ¿eh, Claude?
—Bueno —dijo el señor Robichaux—. Fui comprándome unas cuantas propiedades alrededor de mi casa. Siempre aparté un poco de mi salario para invertir en propiedades. Las propiedades son una buena inversión.
—Desde luego —dijo Santa, mirando de reojo a la señora Reilly—. Así que estás bien cubierto, ¿eh?
—Tengo una posición desahogada. Pero, en fin, a veces me canso de vivir con mi hija y con su marido. Ellos, claro, son jóvenes. Tienen una familia propia. Son muy buenos conmigo, pero preferiría tener una casa mía. No sé si me explico.
—Yo en tu caso —dijo la señora Reilly—, me quedaría con ellos. Si a tu hijita no le importa tenerte, no puedes encontrar sitio mejor. Ojalá tuviera yo una hija buena. Agradece lo que tienes, Claude.
Santa hundió el tacón del zapato en el tobillo de la señora Reilly.
—¡Ay! —gritó la señora Reilly.
—Señor, cuánto lo siento, hija. Tengo unos pies tan grandes. Siempre ha sido un problema para mí esto de los pies. Nunca encuentro calzado de mi número en las zapaterías. El dependiente me ve llegar y dice: «Señor, otra vez tenemos aquí a la señorita Battaglia. Qué voy a hacer ahora.»
—¡No tienes los pies tan grandes —dijo la señora Reilly mirando debajo de la mesa de la cocina.
—Es que los llevo apretujados en estos zapatitos. Tendrías que ver cómo son cuando me descalzo.
—Yo tengo pies vagos —dijo la señora Reilly.
Santa hizo una señal a la señora Reilly indicándole que no hablase de sus defectos, pero a la señora Reilly no era posible silenciarla.
—Hay días que casi no puedo andar —continuó—. Creo que los tengo así desde que Ignatius era pequeño y le llevaba en brazos. Cuánto tardó en andar ese chico, Dios santo. Y siempre cayéndose. Y cómo pesaba, además. Puede que fuera entonces cuando cogí mi arturitis.
—Óiganme los dos —dijo Santa rápidamente, para que la señora Reilly no describiese algún horrible nuevo defecto—. ¿Por qué no nos vamos a ver esa película tan bonita de Debbie Reynolds?
—Estaría muy bien —dijo el señor Robichaux—. Yo nunca voy al cinematógrafo.
—¿Queréis ir al cine? —preguntó la señora Reilly—. Yo no sé. Mis pies…
—Oh, vamos, chica. Salgamos de casa. Aquí huele a ajo.
—Creo que Ignatius me dijo que esa película no era buena. El las ve todas, qué chico.
—¡Irene! —dijo Santa furiosa—. Siempre estás pensando en ese chico, con todos los problemas que te crea. A ver si despiertas de una vez, mujer. Si tuvieras sentido, ya le habrían encerrado en el Hospital de Caridad hace mucho. Allí le aplicarían la manguera. Y le pondrían corrientes eléctricas. Ya verías entonces cómo aprendía. Le enseñarían a comportarse.
—¿Sí? —preguntó interesada la señora Reilly—. ¿Cuánto cuesta eso?
—Allí es todo gratis, mujer.
—Medicina socializada —comentó el señor Robichaux—. Lo más seguro es que en ese sitio estén trabajando comunistas y compañeros de viaje.
—Tienen monjas dirigiendo aquello, Claude. Señor, Señor. ¿De dónde sacas tú eso de que hay comunistas en todas partes?
—A lo mejor, a las hermanas las tienen engañadas —dijo el señor Robichaux.
—Oh, qué espanto —dijo muy apenada la señora Reilly—. Pobres hermanitas, trabajando para una pandilla de comunistas.
—A mí me da lo mismo quién dirija aquello —dijo Santa—. Es gratis y encierran a la gente. Y allí debería estar Ignatius.
—En cuanto Ignatius empezase a hablar con ellos, puede que se enfadaran con él y le encerraran para siempre —dijo la señora Reilly, pero pensaba que ni siquiera esta alternativa era demasiado desagradable—. Quizá no hiciera caso a los médicos.
—Ya le meterían en cintura, ya. Le pegarían en la cabeza, le pondrían la camisa de fuerza, le echarían chorros de agua con las mangueras —dijo Santa con excesiva complacencia.
—Has de pensar en ti misma, Irene —dijo el señor Robichaux—. Ese hijo tuyo va a llevarte a la tumba.
—Eso es. Díselo, Claude, díselo.
—Bueno —dijo la señora Reilly—. Le daremos una oportunidad. Puede que aún se haga bueno.
—¿Vendiendo salchichas? —preguntó Santa—. Señor, Señor —movió la cabeza—. En fin, dejadme que meta estos platos en el fregadero. Venga, vamonos a ver a la linda Debbie Reynolds.
Unos minutos más tarde, después de que Santa parase en el vestíbulo a darle el beso de despedida a su madre, los tres salieron para el cine. Había sido un día delicioso; había soplado constantemente un viento sur del Golfo. El anochecer seguía siendo tibio. Flotaban por el congestionado barrio intensos aromas de cocina mediterránea, que salían de las ventanas abiertas de las cocinas de todos los edificios y apartamentos y casas dobles. Todos los inquilinos parecían hacer su aportación, aunque fuese pequeña, a la cacofonía general de ruidos de cacharros, atronar de televisores, discusiones, chillidos de niños y portazos.
—Qué animado está hoy el barrio —comentó Santa pensativa, mientras los tres bajaban poco a poco por la estrecha acera entre el bordillo y los escalones de las casas dobles, que formaban rectas y sólidas hileras en cada manzana. Las farolas brillaban en las extensiones de asfalto y cemento sin árboles, e ininterrumpidos tejados viejos de pizarra.
—En verano es aún peor. Todo el mundo está fuera en la calle hasta las diez o las once.
—No me lo cuentes a mí, preciosa —dijo la señora Reilly mientras renqueaba teatralmente entre sus amigos.—. Recuerda que soy de la Calle Dauphine. En casa sacábamos las sillas de la cocina a la acera y allí estábamos a veces hasta la medianoche, esperando a que la casa se refrescase. ¡Y las cosas que dice la gente por aquí! Señor.
—¡La gente es mala, sí! —convino Santa—. Son todos unos deslenguados.
—Pobre papá —dijo la señora Reilly—. Era muy pobre. Luego, cuando le enganchó la mano aquella correa de ventilador, la gente del barrio tuvo la desvergüenza de decir que debía estar borracho. Cuántas cartas anónimas recibimos por eso. Y mi pobre tía Bubú. Ochenta años. Estaba encendiéndole una vela a su difunto marido y se le cae de la mesita de noche y prende fuego a la cama. La gente dijo que estaba fumando en la cama.
—Yo siempre pienso que la gente es inocente hasta que se demuestre que es culpable.
—Eso mismo creo yo, Claude —dijo la señora Reilly—. Precisamente el otro día le decía yo a Ignatius: «Ignatius, yo creo que la gente es inocente hasta que se demuestre que es culpable.»
—¡Irene!
Cruzaron la Avenida de St. Claude en un claro del espeso tráfico y caminaron por el otro lado de la Avenida bajo las luces de neón. Al pasar por delante de una funeraria, Santa se paró a hablar con uno de los que asistían al velatorio, en la acera.
—Oiga, señor, ¿por quién es? —le preguntó.
—Están velando a la señora López —contestó el hombre.
—No me diga. ¿La mujer de aquel López que llevaba el mercadito de la Calle Frenchman?
—La misma, sí.
—Vaya, cuánto lo siento —dijo Santa—. ¿De qué murió?
—Del corazón.
–Hay que ver, qué lástima —dijo muy emotiva la señora Reilly—. Pobre mujer.
—En fin, si estuviera vestida como es debido —dijo Santa a aquel individuo—, entraría a presentarle mis respetos. Mis amigos y yo vamos ahora al cine. Gracias.
Mientras seguían su camino, Santa describió a la señora Reilly las muchas desgracias y tribulaciones que habían constituido la triste existencia de la señora López.
—Creo que le dedicaré una misa a su familia.
—Señor —dijo la señora Reilly, abrumada por la biografía de la señora López—. Creo que yo también ofreceré una misa por el reposo del alma de esa pobre mujer.
—Irene —gritó Santa—. Pero si ni siquiera conoces a esa gente.
—Bueno, es verdad —convino débilmente la señora Reilly.
Cuando llegaron al cine, hubo una pequeña discusión entre Santa y el señor Robichaux sobre quién iba a sacar las entradas. La señora Reilly dijo que las sacaría ella si no tuviera que realizar un pago de la trompeta de Ignatius aquella misma semana. Pero el señor Robichaux fue inflexible y Santa le dejó al fin salirse con la suya.
—Bueno, en realidad —dijo Santa, mientras él les entregaba las entradas—, tú eres el del dinero.
Y le hizo un guiño a la señora Reilly, cuyo pensamiento había vuelto a aquel cartel que Ignatius se negaba a explicarle. Durante la mayor parte de la película la señora Reilly pensó en el salario de Ignatius que era más pequeño cada día, en el pago de la trompeta, en el pago del edificio destrozado, en el pendiente y en el cartel. Sólo las jubilosas exclamaciones de Santa de «Oh, qué linda» y «¡Fíjate qué vestido tan mono lleva, Irene!» arrastraron de nuevo a la señora Reilly a lo que estaba pasando en la pantalla. Luego hubo otra cosa que la sacó de sus meditaciones sobre su hijo y sus problemas, que eran, en realidad, la misma cosa. La mano del señor Robichaux había cubierto suavemente y sujetaba ahora la suya. La señora Reilly se quedó demasiado aterrada para moverse. ¿Por qué las películas pondrían siempre tiernos a los hombres que ella había conocido (el señor Reilly y el señor Robichaux)? Siguió mirando fija y ciegamente a la pantalla, en la que vio no a Debbie Reynolds cabrioleando en color, sino más bien a Jean Harlow, bañándose en blanco y negro.
La señora Reilly se preguntaba si podría desasir fácilmente su mano de la del señor Robichaux y salir de estampida del cine, cuando Santa exclamó:
—¡Fíjate, Irene, apuesto a que la pequeña Debbie va a tener un bebé!
—¿Un qué? —chilló descontroladamente. la señora Reilly, estallando en un llanto disparatado y sonoro que no se aplacó hasta que el asustado señor Robichaux tomó su cabeza color castaño y se la colocó suavemente sobre el hombro.
II

Querido lector:
La naturaleza hace a veces un tonto; pero un fanfarrón siempre es obra del hombre.
Addison

Cuando estaba gastando ya las suelas de mis botas hasta ser una simple lengua de caucho sobre las viejas aceras de baldosas del Barrio Francés, en mi febril empeño de ganarme la vida en una sociedad despreocupada e indiferente, me saludó un apreciado y viejo conocido (invertido). Tras unos minutos de conversación, en la que yo dejé demostrada fácilmente mi superioridad moral sobre aquel degenerado, me quedé cavilando una vez más sobre la crisis de nuestra época. Mi inteligencia, indomable y exuberante como siempre, me susurró un plan tan majestuoso y audaz que me estremecí ante la idea misma de lo que estaba oyendo. «¡Alto!», grité implorante a mi divina inteligencia. «¡Esto es locura!» Pero, aun así, escuché el consejo de mi cerebro. Se me ofrecía la oportunidad de Salvar al Mundo a Través de la Degeneración. Allí, en las piedras gastadas del Barrio Francés, solicité la ayuda de aquella marchita flor de ser humano, pidiéndole que reuniese a sus compañeros de fatuidad bajo la bandera de la fraternidad.
Nuestro primer paso será elegir a uno de ellos para un cargo muy elevado: la Presidencia, si Fortuna nos es propicia. Luego habrán de infiltrarse entre los militares. Como soldados, estarán todos tan continuamente consagrados a confraternizar entre sí, confeccionándose los uniformes de modo que ajusten como tripas de salchicha, inventando trajes de combate nuevos y variados, dando fiestas y cócteles, etc., que no tendrán nunca tiempo de combatir. El que al final hagamos Jefe del Estado Mayor, deberá ocuparse sólo de su elegante guardarropa, una guardarropa que le permitirá ser, alternativamente, Jefe de Estado Mayor o jovencita en el día de su puesta de largo, según sus antojos. Al ver los éxitos que obtienen aquí sus camaradas uniformados, los pervertidos del resto del mundo también se agruparán para controlar los estamentos militares de sus respectivos países. En aquellos países reaccionarios en que los invertidos puedan tener problemas para hacerse con el control, les enviaremos ayuda, les enviaremos rebeldes que les ayuden a derribar sus gobiernos. Cuando hayamos derribado al fin todos los gobiernos existentes, el mundo no tendrá ya guerras sino orgías globales realizadas con todo protocolo y con un espíritu verdaderamente internacional, pues estas gentes superan las simples diferencias nacionales. Su inteligencia sólo tiene un objetivo; están verdaderamente unidos. Piensan como uno solo.
Ninguno de los pederastas en el poder será, por supuesto, lo bastante práctico para saber de artilugios como bombas. Esas armas nucleares se pudrirían en sus lugares de almacenaje. De vez en cuando, el Jefe de Estado Mayor, el Presidente y demás, vestidos con plumas y lentejuelas, divertirán a los dirigentes, es decir, a los pervertidos, de los demás países con bailes y fiestas. Cualquier tipo de pleitos o disputas podrían resolverse en el salón de caballeros de unas Naciones Unidas redecoradas. Por todas partes florecerán ballets y comedias musicales a lo Broadway, y entretenimientos de este género, que probablemente hagan mucho más feliz a la gente común que las proclamas lúgubres, agresivas y fascistas de sus anteriores dirigentes.
Casi todos los demás han tenido una oportunidad de regir el mundo. No veo por qué ellos no han de tener también la suya. Es evidente que han sido mucho tiempo las víctimas. Su toma del poder será, en cierto modo, sólo una parte del movimiento global en pro de oportunidades, justicia e igualdad para todos. (Por ejemplo, ¿puede usted, lector, nombrarme un travesti militante, y bueno, que esté en el Senado? ¡No! Esa gente lleva ya demasiado tiempo sin representación. Su desgracia es una desdicha nacional, mundial.)
La degeneración, más que indicar la decadencia de una sociedad, como en otros tiempos, indicará ahora paz para un mundo atribulado. Hemos de dar soluciones nuevas a nuevos problemas.
Yo actuaré como una especie de mentor y guía del movimiento, pues mis conocimientos, nada desdeñables, de la historia del mundo, la economía, la religión y la estrategia política constituirán una reserva, como si dijéramos, de la que esos individuos pueden extraer reglas de actuación práctica. El propio Boecio jugó un papel bastante similar en la Roma degenerada. Como dijo Chesterton de él: «Sirvió así justamente a muchos cristianos como guía, filósofo y amigo; precisamente porque si bien su época era corrupta, él tenía una cultura completa.»
Esta vez dejaré pasmada a la Minkoff. Es un plan demasiado sobre-cogedor para esa mozuela prosaica y liberal enredada en la trama claustro-fóbica de los tópicos. La Cruzada por la Dignidad Mora, mi primera y brillante arremetida a los problemas del siglo, habría sido un golpe muy notable y decisivo de no ser la mentalidad burguesa en el fondo de aquellas gentes demasiado simples que formaban la vanguardia. Pero esta vez voy a trabajar con individuos que rechazan la insípida filosofía de la clase media, gentes dispuestas a asumir posiciones polémicas, a mantenerse fieles a su causa, por muy impopular que pueda ser, aunque pueda amenazar la buena conciencia beata de la clase media.
¿Quiere Miss Minkoff sexo en la política? Pues yo le daré sexo… ¡en abundancia! Se quedará demasiado apabullada para poder reaccionar ante la originalidad de mi plan. Se morirá de envidia, estoy seguro. (Hay que ponerle coto a esa chica. No pueden seguir impunes sus afrentas.)
En mi cerebro se desarrolla un debate ardoroso entre el Pragmatismo y la Moral. ¿Justifica el fin glorioso, o sea la paz, el medio rechazable, o sea la degeneracion? El Pragmatismo y la Moral luchan, como dos imágenes de un auto sacramental, en el cuadrilátero de mi cerebro. No puedo evitar el desenlace de su furiosa polémica: estoy demasiado obsesionado por la Paz. (Si hay productores inteligentes interesados en comprar los derechos cinematográficos del Diario, yo podría incluir aquí alguna nota sobre la filmación de este debate. El serrucho musical haría una música de fondo excelente. Y podría suponerse el globo ocular del héroe sobre la escena de la polémica, de un modo simbólico. Por supuesto, podría hacerse algún nuevo descubrimiento en un drugstore o un motel o cualquier otro cuchitril donde se «descubra» que la gente interpreta el Chico Trabajador. La película podría hacerse en España, Italia, o cualquier otro país interesante que puedan querer visitar los miembros del reparto, como, por ejemplo, Norteamérica.)
Lo lamento. Aquellos de ustedes que no tengan interés en las últimas y lúgubres noticias salchichescas, no hallarán ninguna. Mi pensamiento está demasiado obsesionado por la magnificencia de este plan. Ahora, debo comunicarme con M. Minkoff y tomar algunas notas para mi conferencia de la asamblea constituyente.
Nota social: La tunanta de mi madre se ha ido otra vez, lo que es más bien una suerte, en realidad. Sus vigorosos ataques y sus agrias arremetidas contra mi persona afectan negativamente a mi válvula. Dijo que salía porque tenía que ir a una Coronación de la Reina de Mayo a una iglesia, pero, dado que no estamos en mayo, dudo mucho de su sinceridad.
La «refinada comedia» en la que actúa mi estrella cinematográfica favorita se estrena próximamente en un cine del centro. Debo estar allí el día del estreno, cueste lo que cueste. Ya me imagino los horrores de la película, su alarde de vulgaridad frente a la teología y la geometría, frente al gusto y la decencia. (No entiendo esta compulsión más que me arrastra a ver películas; casi parece que llevara las películas «en la sangre».)
Nota sanitaria: Mi estómago desborda; las costuras del traje de vendedor crujen peligrosamente.
Hasta luego,
Tab, vuestro Chico Trabajador Pacifista

III

La señora Levy ayudó a subir las escaleras a la renovada señorita Trixie y abrió la puerta.
—¡Esto es Levy Pants! —exclamó la señorita Trixie.
—Está usted de nuevo donde se la quiere y se la necesita, querida —la señora Levy hablaba como si estuviera confortando a un niño—. Y donde se la echaba de menos. El señor González ha telefoneado todos los días pidiendo que la dejásemos volver. ¿No le parece maravilloso ser tan imprescindible en el negocio?
—Yo creí que estaba jubilada —la enorme dentadura se cerró como una trampa de oso—. ¡Me han engañado ustedes!
—¿Ya estás contenta? —preguntó el señor Levy a su mujer; caminaba tras ellas llevando una de las bolsas de trapos de la señorita Trixie—. Si esa mujer tuviera un cuchillo, en este momento tendría que estar llevándote al hospital.
—Fíjate qué ardor hay en su voz —dijo la señora Levy—. Qué vigor. Es increíble.
La señorita Trixie intentó librarse de la señora Levy cuando entraban en la oficina, pero sus zapatillas no le suministraban la tracción a la que estaba acostumbrada con los playeros, y únicamente se tambaleó.
—¿Vuelve? —exclamó descorazonado el señor González.
—¿A que no puede creer lo que ven sus ojos? —le preguntó la señora Levy.
El señor González se vio obligado a mirar a la señorita Trixie. cuyos ojos eran débiles charcas bordeadas de una sombra azul. Los labios los tenía ampliados en una línea anaranjada que le llegaba casi hasta las narices. Junto a los pendientes destacaban unos cuantos rizos de pelo gris que se había escapado por debajo de la peluca negra, un poco torcida. La falda corta revelaba unas piernas zambas y marchitas y unos piececitos que hacían que las zapatillas parecieran raquetas de andar por la nieve. Tras días enteros sesteando bajo una lámpara de sol, la señorita Trixie lucía un moreno dorado.
—Tiene muy buen aspecto, desde luego —dijo el señor González; había falsedad en su voz y esbozó una sonrisa rota—. Le ha hecho usted un servicio maravilloso, señora Levy.
—Soy una mujer muy atractiva —parloteó la señorita Trixie.
El señor González dejó escapar una risa nerviosa.
—Oiga usted —le dijo la señora Levy— El problema de esta mujer es, en parte, ese tipo de actitud. Las burlas no le hacen ningún bien.
El señor González intentó sin éxito besar la mano de la señora Levy.
—Quiero que le haga sentirse deseada, González. Esta mujer tiene aún una inteligencia muy despierta. Dele usted trabajo que le haga ejercitar las facultades que posee Dele más autoridad. Necesita desesperadamente desempeñar un papel activo en esta empresa.
—No hay duda de ello —convino el señor González—. Siempre he creído lo mismo. ¿No es cierto, señorita Trixie?
—¿Quién? —masculló la señorita Trixie.
—Siempre he querido que tuviese usted más responsabilidades y más autoridad —gritó el jefe administrativo—, ¿no es cierto?
—Oh, Gómez, cállate de una vez —la dentadura de la señorita Trixie repiqueteó como unas castañuelas— ¿Me ha comprado ya ese jamón de Pascua? Responda.
—Está bien. Ya has tenido tu diversión. Vamonos —dijo el señor Levy a su esposa—. Vamos, empiezo a deprimirme.
—Sólo un momentito —dijo el señor González—. Tengo correspondencia para usted.
Mientras el jefe administrativo iba a su escritorio a buscar la correspondencia, se oyó un estruendo al fondo de la oficina. Todos, salvo la señorita Trixie, que se había puesto a echar un sueñecito en su escritorio, se volvieron y miraron hacia el departamento de archivado. Había allí un individuo altísimo, de pelo largo y negro, que recogía un archivador que se había caído al suelo. Embutió el archivador torpemente de nuevo en el cajón y lo cerró con estruendo.
—Ese es el señor Zalatimo —murmuró el señor González— Sólo lleva unos días con nosotros y no creo que vaya a servirnos. No creo que queramos incluirle en el plan de Levy Pants.
El señor Zalatimo miró confuso los archivadores y se rascó. Luego abrió otro cajón y tanteó en su interior con una mano, mientras con la otra se rascaba el sobaco, a través de la raída camisa de punto.
—¿Quiere usted conocerle? —preguntó el jefe administrativo.
—No, gracias —dijo el señor Levy—. ¿Dónde busca usted la gente que trabaja aquí, González? Nunca veo a gente como ésta en ningún otro sitio.
—A mí me parece un gángster —dijo la señora Levy—. No tendrás dinero en metálico por aquí, ¿verdad?
—Creo que el señor Zalatimo es honrado —susurró el jefe administrativo—. Lo que pasa es que tiene problemas archivando —le pasó la correspondencia al señor Levy—. Se trata principalmente de confirmaciones de sus reservas en los hoteles para las prácticas de primavera. Hay también una carta de Abelman. Está dirigida a usted y no a la empresa. Y hay una anotación que indica que es personal, así que pensé que sería mejor que la abriera usted personalmente. Hace unos cuantos días que llegó.
—¿Qué querrán ahora esos chiflados? —dijo irritado el señor Levy.
—Quizá se pregunten qué le sucedió a una empresa próspera y floreciente —comentó la señora Levy—. Quizá se pregunten qué pasó después de la muerte de León Levy. Quizás ese Abelman tenga algún consejo que darle a un playboy. Léela Gus. Será tu tarea de la semana en Levy Pants.
El señor Levy miró el sobre en el que se leía «Personal» tres veces, escrito con bolígrafo rojo. Lo abrió y abrió luego una carta que tenía grabado otro papel adjunto.
Querido Gus Levy:
Nos quedamos perplejos y nos sentimos muy ofendidos al recibir la carta adjunta. Hemos sido fieles agentes de vuestros productos durante treinta años y hemos demostrado hasta ahora nuestro más cálido afecto a esa empresa. Quizá recuerdes la corona que enviamos cuando murió tu padre, en la que no reparamos en gastos.
Esto será muy breve. Tras muchas noches de insomnio, hemos entregado la carta original a un abogado, que ha iniciado un pleito por calumnia con una indemnización de quinientos mil dólares. Quizás esto compense un poco el agravio que constituye la carta adjunta. Vete a ver a un abogado. Nos veremos ante el tribunal, como caballeros. Basta de amenazas, por favor.
Muy atentamente,
I. Abelman, Presidente

El señor Levy se quedó helado cuando pasó la página y leyó la copia de la carta a Abelman. Era algo increíble. ¿Quién se molestaría en escribir semejantes cosas? «Sr. I. Abelman, mongoloide»; «Su absoluta falta de contacto con la realidad»; «Su desdichada visión del mundo»; «Puede usted sentir el morder del látigo en sus hombros despreciables»; y lo peor de todo era que la firma, Gus Levy, parecía bastante auténtica. En aquellos momentos, Abelman debía estar acariciando y besando el original y chasqueando los labios. Para alguien como Abelman, aquella carta era como un bono de ahorro, como un cheque en blanco.
—¿Quién escribió esto? —preguntó el señor Levy, entregándole la carta al señor González
—¿De qué se trata, Gus? ¿Algún problema? ¿Hay algún problema? Ese es uno de tus problemas: que nunca me explicas tus problemas.
—¡Oh, Dios mío! —gritó el señor González—. Es horrible.
—¡Silencio! —gritó la señorita Trixie.
—¿De qué se trata, Gus? ¿Algo que no hiciste correctamente? ¿Alguna autoridad que delegaste en alguien.?
—Sí, es un problema. Es un problema que significa que podríamos quedarnos hasta sin camisa.
—¿Qué? —la señora Levy arrebató las cartas al señor González; las leyó, y se convirtió en una arpía; sus rizos lacados se transformaron en serpientes—. Ahora sí que la has hecho buena. Eres capaz de cualquier cosa con tal de fastidiar a tu padre y arruinar su negocio. Ya sabía yo que las cosas acabarían así.
—Cállate de una vez. Yo nunca escribo las cartas de la empresa.
—Susan y Sandra tendrán que dejar la universidad. Se venderán a marineros y a gangsters como ése de ahí.
—¿Eh? —preguntó el señor Zalatimo, advirtiendo que hablaban de él.
—Estás enfermo —gritó la señora Levy a su esposo.
—¡A callarse!
—¿Y acaso será mejor mi situación? —los párpados color agua marina de la señora Levy temblaron—. ¿Qué será de mí? Mi vida ya ha sido destrozada. ¿Qué me sucederá ahora? Tendré que dedicarme a rebuscar en los cubos de basura, a seguir a la Flota. Tenía razón mi madre.
—¡Silencio! —exigió la señorita Trixie, esta vez con mucha más fiereza—. Son ustedes la gente más escandalosa que he visto en mi vida.
La señora Levy se había desplomado en una silla, gimiendo algo relacionado con salir a vender productos Avon.
—¿Qué sabe usted de esto, González? —preguntó el señor Levy al jefe administrativo, que tenía los labios blancos.
—No sé ni una palabra —balbució el señor González—. Es la primera vez que veo esta carta.
—Es usted quien escribe la correspondencia.
—Yo eso no lo escribí —le temblaban los labios—. ¡Yo jamás le haría una cosa así a Levy Pants!
—Sí, sé que no lo haría —el señor Levy intentaba pensar—. Alguien nos la ha jugado.
El señor Levy se dirigió a los archivos, empujó a un lado al rascante señor Zalatimo y abrió los archivos de la A. No había ninguna ficha de Abelman. El cajón estaba completamente vacío. Abrió varios cajones más: la mitad estaban vacíos Bonito modo de empezar a prepararse para un juicio por calumnia.
—¿Qué hacen ustedes con el archivo?
—Eso mismo me estaba preguntando yo —dijo vagamente el señor Zalatimo.
—Oiga, González, ¿cómo se llamaba aquel chiflado tan grandote que tuvo usted trabajando aquí, aquel gigantón gordo de la gorra verde?
—El señor Ignatius Reilly. El se encargaba de la correspondencia de salida. ¿Pero quién puede haber redactado esta horrible carta?
—Eh, oiga —dijo por teléfono la voz de Jones—, ¿aún trabaja con ustedes un tipo gordo con una gorra verde? Un blanco grande que tiene bigote…
—No. Ya no trabaja aquí —contestó el señor González con voz aguda y colgó ruidosamente el teléfono.
—¿Quién era? —preguntó el señor Levy.
—Oh, no sé. Alguien que preguntaba por el señor Reilly —el jefe administrativo se secó la frente con un pañuelo—. El que intentó que los obreros me mataran.
—¿Reilly? —dijo la señorita Trixie—. Eso no fue Reilly, eso fue…
—¿El joven idealista? —gimió la señora Levy—. ¿Quién preguntaba por él?
—No sé —contestó el jefe administrativo—. Parecía un negro por la forma de hablar.
—En fin, sí, eso será —dijo la señora Levy—. Estará en este momento intentando ayudar a otros desdichados. Es alentador saber que su idealismo sigue intacto.
Al señor Levy se le había ocurrido una cosa, y preguntó al jefe administrativo:
—¿Cómo se llamaba aquel chiflado?
—Reilly. Ignatius, J. Reilly.
—¿De veras? —dijo con interés la señorita Trixie—. Qué raro. Yo siempre creí que…
—Señorita Trixie, por favor —dijo irritado el señor Levy.
Aquel mamarracho de Reilly trabajaba para la empresa en la época en que estaba fechada la carta a Abelman.
—¿Cree usted que Reilly sería capaz de escribir una carta como ésa?
—Puede —dijo el señor González—. No sé. Yo tenía depositadas en él grandes esperanzas, hasta que intentó que aquel obrero me abriera la cabeza.
—Muy bien —gimió la señora Levy—. Eso es, lo mejor es intentar acusar al joven idealista. Marginarle adonde el idealismo no moleste. La gente como ese joven idealista no anda haciendo cosas bajo cuerda. Verás cuando Susan y Sandra se enteren de esto.
La señora Levy hizo un gesto que indicaba que las chicas se quedarían verdaderamente horrorizadas ante la noticia.
—Llaman aquí negros para pedirle consejo —continuó— y tú te dispones a prepararle una trampa. No podré soportar esto mucho más, no puedo. ¡No puedo!
—¿Entonces quieres que diga que fui yo quien escribió eso?
—¡Por supuesto que no! —gritó la señora Levy a su esposo—. ¿Crees que quiero acabar en un asilo? Si el joven idealista lo escribió, tendrá que ir a la cárcel por falsificación.
—Bueno, díganme, ¿qué pasa aquí? —preguntó el señor Zalatimo—. ¿Va a cerrarse esta pocilga o qué? En fin, me gustaría saberlo.
—Usted cállese, gángster —contestó furiosa la señora Levy—. Antes de que le echemos la culpa.
—¿Eh?
—¿Te quieres callar? Estás liándolo todo —dijo el señor Levy a su mujer; luego, se volvió al jefe administrativo—: Localíceme el teléfono de ese Reilly.
El señor González despertó a la señorita Trixie y le pidió una guía telefónica.
—Las guías telefónicas las guardo todas yo —masculló la señorita Trixie—. Y no va a usarlas nadie.
—Entonces, búsquenos un tal Reilly en la Calle Constantinopla.
—Bueno, ya está bien, eh, Gómez —masculló la señorita Trixie Pare el carro.
La señorita Trixie sacó las tres guías telefónicas que estaban en alguno de los escondrijos de su escritorio y, examinando las páginas con un cristal de aumento, les dio un número.
El señor Levy marcó el número, y contestó una voz: «Buenos días, Servicios de Limpieza Regal.»
—Déme una guía de ésas —gritó el señor Levy.
—No —replicó la señorita Trixie, posando sonoramente la mano sobre las guías y protegiéndolas con sus uñas recién pintadas—. Las perderían. Yo encontraré el número. Y he de decirles que son ustedes muy impacientes. He perdido en esta casa diez años de mi vida. ¿Por qué no pueden dejar en paz al pobre Reilly? Ya le echaron ustedes a patadas sin ningún motivo.
El señor Levy marcó el segundo número que le dio la señorita Trixie. Contestó una mujer que parecía ligeramente ebria y le dijo que el señor Reilly no estaría en casa hasta última hora de la tarde. Luego la señora se echó a llorar, y el señor Levy se sintió deprimido, le dio las gracias y colgó.
—Bueno, no está en casa —dijo el señor Levy al público de la oficina.
—El señor Reilly siempre parecía defender sinceramente los intereses de Levy Pants —dijo, con tristeza, el jefe administrativo—. Nunca sabré por qué inició aquel motín.
—Bueno, hay que tener en cuenta que tenía antecedentes penales.
—Cuando vino a solicitar el puesto, no se me ocurrió siquiera que pudiera tener problemas con la policía —el jefe administrativo movió la cabeza—. Parecía tan educado.
El señor González observaba al señor Zalatimo que tenía su largo dedo índice introducido casi por completo en la nariz. ¿Qué iría a hacer aquél? Le hormiguearon los pies de miedo.
La puerta de la fábrica se abrió de golpe, e irrumpió uno de los obreros gritando:
—Señor González, señor González, el señor Palermo acaba de quemarse la mano en una de las puertas del horno.
Se oían ruidos desordenados en la fábrica. Maldecía un hombre.
—Oh, Dios mío —gritó el señor González—. Tranquilice a los obreros. Bajaré en seguida.
—Vamos —dijo el señor Levy a su esposa—. Salgamos de aquí. Empiezo a notar ardor de estómago.
—Sólo un momento —la señora Levy hizo un gesto al señor González—. Quiero hablarle de la señorita Trixie. Verá, quiero que le dé la bienvenida todas las mañanas. Tiene que darle un trabajo importante. En el pasado, por su inseguridad, quizá le diese miedo asumir un trabajo de responsabilidad. Creo que eso ya lo ha superado. Lo que tiene básicamente es un odio profundamente enraizado a Levy Pants, que, según los estudios que he hecho, nace del miedo. La inseguridad y el miedo han desembocado en odio.
—Por supuesto —dijo el jefe administrativo, oyendo sólo a medias. Los rumores que llegaban de la fábrica no presagiaban nada bueno.
—Vaya a ver lo que pasa en la fábrica, González —dijo el señor Levy—. Ya me encargaré yo de localizar a Reilly.
—Sí, señor —el señor González les hizo una profunda inclinación y salió pitando de la oficina.
—Vamos —dijo el señor Levy, que sostenía la puerta abierta. Bastaba acercarse a Levy Pants para que te asediasen toda clase de molestias y de influencias deprimentes. No podías dejar aquello solo ni un momento. Si querías vivir con un poco de tranquilidad y que no te molestaran, tenías que deshacerte de una empresa como Levy Pants. González ni siquiera sabía qué clase de correspondencia salía de la oficina.
—Venga, doctor Freud. Vamonos.
—Qué tranquilo estás. No te importa nada que Abelman nos hunda —los parpados color aguamarina temblaban—. ¿No vas a por el idealista?
—En otra ocasión. Por hoy ya he tenido bastante.
—Mientras tanto Abelman nos tiene acogotados.
—Ni siquiera está en casa —el señor Levy no tenía ganas de hablar otra vez con la mujer que lloraba—. Llamaré esta noche desde la costa. No hay por qué preocuparse. No pueden sacarme medio millón por una carta que no he escrito.
—¿No? Estoy segura de que alguien como Abelman puede hacerlo. Ya me imagino la clase de abogados que se ha conseguido.
Tipos lisiados de cazar ambulancias. Mutilados por verse atrapados en incendios provocados para cobrar el dinero del seguro.
—Bueno, si no te das prisa tendrás que coger el autobús de la costa. Yo ya tengo indigestión de estar en esa oficina.
—De acuerdo, está bien. No puedes perder un minuto de vida disipada por esta mujer, ¿verdad? —la señora Levy indicó a la señorita Trixie, que, en aquel momento, roncaba sonoramente; la zarandeó cogiéndola de un hombro—. Me voy, querida. Todo irá bien, no te preocupes. He hablado con el señor González y está encantado de tenerte aquí de nuevo.
—¡Silencio! —ordenó la señorita Trixie. Su dentadura repiqueteó amenazadora.
—Vamos, antes de que tenga que ponerte la inyección antirrábica —dijo el señor Levy furioso, y agarró a su mujer a través del abrigo de piel.
—Contempla este lugar.
La mano enguantada señaló los míseros muebles de oficina, los suelos alabeados, las banderolas de papel rizado que aún colgaban del techo desde los tiempos en que I. J. Reilly era custodio de los archivos, al señor Zalatimo, que daba patadas a la papelera con frustración alfabética.
—Triste, triste, un negocio a la basura, jóvenes idealistas desdichados rebajándose a falsificar para desquitarse.
—Largúense de una vez —masculló la señorita Trixie, dando una palmada en la mesa.
—Fíjate qué convicción hay en esa voz —dijo la señora Levy orgullosa, mientras su redonda y peluda figura era arrastrada a través de la puerta—. He hecho un milagro.
La puerta se cerró y el señor Zalatimo se acercó a la señorita Trixie, rascándose con aire ausente. Le dio una palmada en el hombro y preguntó:
—Oiga, señora, quizá pueda usted ayudarme en esto. ¿Qué cree usted que va primero, Willis o Williams?
La señorita Trixie le miró furiosa un instante. Luego, le hundió los dientes en la mano. El señor González oyó desde la fábrica los gritos del señor Zalatimo. No sabía si abandonar al chamuscado señor Palermo para ir a ver qué había pasado allí, o quedarse en la fábrica, donde los obreros habían empezado a bailar unos con otros al son de la música de los altavoces. Levy Pants le exigía mucho a uno.
En el coche deportivo, mientras atravesaban las marismas, camino otra vez de la costa, la señora Levy dijo apretándose la ondulante piel alrededor del cuello:
—Voy a crear una Fundación.
—Ya. Supon que ese abogado de Abelman nos saca el dinero.
—No podrá. El joven idealista está atrapado —dijo ella, muy tranquila—. Tiene antecedentes penales. Luego está lo del motín. Con esas referencias, está perdido.
—Vaya. Ahora, resulta que estás de acuerdo en que tu joven idealista es un delincuente.
—Es evidente que sólo estaba él.
—Claro, porque tú querías disfrutar de la señorita Trixie.
—Así es.
—Muy bien. Pero no habrá Fundación.
—Susan y Sandra no se alegrarán precisamente cuando sepan que tu actitud de vagabundo hacia el mundo casi las arruina, sólo por el hecho de que no te molestaste en supervisar tu propia empresa, y ahora tenemos encima un pleito por medio millón. Las chicas no te lo perdonarán. Por lo menos, hasta ahora les proporcionabas comodidades materiales. No les gustará nada saber que podrían haber acabado de prostitutas, o algo peor.
—Por lo menos le sacarían dinero a la cosa, en vez de darlo gratis.
—Por favor, Gus. Ni una palabra más. Hasta en mi espíritu embrutecido queda una cierta sensibilidad. No puedo permitir que calumnies de ese modo a tus hijas —la señora Levy suspiró satisfecha—. Este asunto de Abelman es el más peligroso de todos tus errores. A las chicas se les pondrán los pelos de punta cuando se enteren. Por supuesto, no las asustaré si tú no quieres que lo haga.
—¿Cuánto quieres para esa Fundación?
—Aún no le he decidido. He estado redactando las normas y disposiciones.
—¿Puedo preguntar cómo se va a llamar esa fundación, señora Guggenheim? ¿Fondo de Chantaje Susan y Sandra?
—Se llamará Fundación León Levy, en honor de tu padre. Tengo que hacer algo para honrar el nombre de tu padre, para compensar todo lo que no has hecho tú. Los premios conmemorarán la memoria de aquel gran hombre.
—Comprendo. En otras palabras, coronarás de laureles a viejos que habrán destacado sólo por su inigualable mezquindad.
—Por favor, Gus —la señora Levy alzó una mano enguantada—. Las chicas están emocionadas con mis informes sobre el caso de la señorita Trixie. La Fundación les dará realmente fe en su apellido. Tengo que hacer todo lo posible para compensar tu absoluto fracaso como padre.
—Conseguir un premio de la Fundación León Levy será una afrenta pública. Te lloverán encima los procesos por difamación. Te demandarán todos los premiados. Olvídalo. ¿Qué pasó con el bridge? hay personas que aún siguen jugando. ¿No puedes ir ya a jugar al golf a Lakewood? Toma algunas clases más de baile. Llévate a la señorita Trixie contigo.
—Si te he de ser sincera, la señorita Trixie ya estaba empezando a hartarme.
—¿Así que ése fue el motivo de que terminara tan de repente el programa de rejuvenecimiento?
—He hecho todo lo que he podido por esa mujer. Susan y Sandra están orgullosas de que haya procurado mantenerla activa tanto tiempo.
—Muy bien. Pero no habrá Fundación León Levy.
—Te fastidia, ¿verdad? Percibo resentimiento en tu voz. Lo percibo, sí. Percibo hostilidad. Gus, por tu propio bien. Ese médico del Medical Arts. El que salvó a Lenny. Antes de que sea demasiado tarde. Ahora tendré que vigilarte minuto a minuto, procurar que te pongas en contacto con ese delincuente idealista lo antes posible. Te conozco. Te olvidarás del asunto y Abelman se presentará en la Mansión Levy con un camión y se lo llevará todo.
—Incluida tu tabla de ejercicios.
—Ya te lo he dicho —gritó la señora Levy—. ¡No metas en esto la tabla de ejercicios! —se ajustó las pieles alborotadas—. Ahora, localiza a ese psicópata de Reilly antes de que aparezca por aquí Abelman y empiece a desmontar los tapacubos de este coche deportivo. Abelman no tiene nada que hacer con alguien así. El médico de Lenny puede analizar a ese Reilly, y seguro que el estado le recluye en algún sitio donde no pueda arruinar a la gente. Gracias a Dios, Susan y Sandra no sabrán que estuvieron casi a punto de acabar vendiendo pastillas contra las cucarachas de puerta en puerta. Vaya un disgusto si supieran lo poco que su padre se ha preocupado de su futuro.

IV

George había establecido el puesto de observación en la calle Poydras, frente al garaje de Vendedores Paraíso, Incorporated. Había recordado el nombre que llevaba escrito el carrito y luego había buscado la dirección de la empresa. Estuvo toda la mañana esperando por el vendedor gordinflón, que no apareció. Quizá le hubieran echado por acuchillar al mariquita del Callejón del Pirata. Al mediodía, George había dejado su puesto y había bajado al Barrio Francés a recoger los paquetes de la señorita Lee. Ahora, estaba de vuelta en la Calle Poydras, preguntándose si aparecería el vendedor. George había decidido ser amable con él. Darle en seguida unos cuantos dólares. Los vendedores callejeros de bocadillos de salchichas eran pobres, claro. Sabría apreciar unos cuantos billetes. Aquel vendedor era la solución perfecta. No se enteraría nunca de lo que pasaba. Sin embargo, parecía un tipo con estudios.
Por fin, poco después de la una, bajó del tranvía un enorme ropón blanco que avanzó camino del garaje. Unos minutos después, el estrafalario vendedor salía empujando el carro a la acera. Aún llevaba el pendiente, el pañuelo y el sable, según pudo ver George. Si se los ponía en el garaje, era porque debían formar parte del montaje de ventas. Sin embargo, por la forma que tenía de hablar, era evidente que había ido mucho tiempo a la escuela. Probablemente ése fuera el origen de su problema. George había sido lo bastante listo para largarse de la escuela lo antes posible. No quería acabar como aquel tipo.
George le observó mientras empujaba el carro por la acera, se paraba y pegaba una hoja de papel en la parte delantera del carro. George utilizaría la psicología. Apelaría a la cultura del vendedor. Eso y el dinero le permitirían alquilarle e1 compartimento de los panecillos.
Luego, un viejo asomó la cabeza por la puerta del garaje, salió corriendo detrás del vendedor y le atizó en la espalda con un tenedor grande.
—Muévete, orangután —gritó el viejo—. Ya has llegado tarde otra vez. Toda la mañana sin aparecer. Hoy tienes que vender algo, si no…
El vendedor dijo algo fría y quedamente George no pudo entenderle, pero duró largo rato.
—A mí no me importa que tu madre se drogue —contestó el viejo—. No quiero oír más cuentos sobre ese accidente de automóvil y tus sueños y tu condenada novia. Lárgate ya, babuino. Hoy quiero cinco dólares como mínimo.
Con un empujón del viejo, el vendedor rodó hasta la esquina desapareció por la Calle St. Charles. En cuanto el viejo volvió al garaje, George salió detrás el carro.
Ignatius, sin darse cuenta de que le seguían, lanzó el carro entre el tráfico por St. Charles abajo, camino del Barrio Francés. Se había quedado trabajando hasta tan tarde la noche anterior, preparando la conferencia para la asamblea constituyente, que no había podido despegarse de sus amarillentas sábanas casi hasta el mediodía, e incluso entonces sólo había podido despertarse gracias a los violentos chillidos y porrazos en la puerta de su madre. Ahora que estaba ya en la calle, tenía un problema. La comedia refinada se estrenaba precisamente este día en el RKO Orpheum. Había logrado sacarle a su madre doce centavos para el transporte de vuelta a casa, aunque hasta eso le había regateado. Tenía que vender, fuese como fuese, y deprisa, cinco o seis bocadillos, aparcar el carro en algún sitio y entrar en aquel cine para que sus incrédulos ojos bebieran cada blasfemo instante tecnicoloreado.
Perdido en sus cavilaciones sobre posibles medios de obtener dinero, Ignatius no advirtió que hacía un rato que su carro viajaba en una línea recta continuada. Cuando intentó arrimarse más al bordillo, el carro no aceptó inclinarse lo más mínimo hacia la derecha. Ignatius paró y vio que una de las ruedas de bicicleta estaba encajada en el surco de la vía del tranvía. Intentó desenganchar la rueda, pero el carro pesaba demasiado para que resultara fácil aquella maniobra. Se agachó e intentó levantar el carro de un lado. Cuando deslizaba las manos bajo el gran panecillo de lata, oyó entre la niebla ligera el rumor de un tranvía que se aproximaba. En sus manos aparecieron los bultitos duros y la válvula, tras titubear un instante frenético, se cerró de golpe. Ignatius tiró hacia arriba furioso. La rueda de bicicleta se desenganchó de la vía, se alzó hacia arriba, se balanceó en el aire unos segundos y quedó horizontal al volcar el carro lateralmente con un gran estruendo. Una de las tapitas del panecillo de lata se abrió, depositando en la calle unas cuantas salchichas humeantes.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius, viendo que la silueta del tranvía iba formándose a media manzana de distancia—. ¿Qué diabólico truco usa ahora conmigo Fortuna?
Abandonando el carro volcado, Ignatius, avanzó por las vías hacia el tranvía, el ropón suelto balanceándose alrededor de los tobillos. El tranvía color oliva y cobre avanzaba lento hacia él, cabeceando y balanceándose lánguidamente. El tranviario, al ver aquella figura inmensa, blanca y esférica, resoplando en medio de las vías, detuvo el vehículo y abrió una de las ventanillas delanteras.
—Perdone usted, caballero —le dijo el hombre del pendiente—. Si es tan amable de esperar un momento, intentaré enderezar mi vehículo escorado.
George vio entonces su oportunidad. Corrió junto a Ignatius y le dijo animoso:
—Venga, profe, saquemos esto de la vía entre los dos.
—¡Oh, Dios mío! —atronó Ignatius—. Mi Némesis pubescente. Qué día prometedor- parece éste. Me va a atropellar un tranvía y además me van a robar, con lo que estableceré un récord en la empresa. Lárgate, golfillo depravado.
—Coja usted por ese lado, que yo cogeré por éste.
El tranvía les pitaba.
—Está bien —dijo al fin Ignatius—. En realidad, me sentiría muy feliz dejando este ridículo artilugio aquí tirado.
George cogió un extremo del panecillo y dijo:
—Será mejor que cierre usted esa trampilla antes de que se caigan más salchichas.
Ignatius cerró de una patada la trampilla, como si intentara ganar un partido de fútbol profesional, cortando limpiamente en dos secciones una salchicha que asomaba.
—Cálmese, profe. Va a romper el carro
—Tú cállate, truhán. No te pedí conversación.
—Está bien —dijo George, encogiéndose de hombros—. En fin, sólo intentaba ayudar.
—¿Cómo ibas tú a poder ayudarme? —aulló Ignatius, poniendo al descubierto unos dientes amarillentos— Es muy probable que alguna autoridad de esta sociedad ande, en estos momentos, siguiendo el aroma de tu asfixiante tónico capilar. ¿De dónde has salido? ¿Por qué andas siguiéndome?
—¿Quiere que le ayude a recoger esta mierda?
—¿Esta mierda?   ¿Llamas mierda a este  vehículo de Paraíso?
El tranvía pitó de nuevo.
—Vamos —-dijo George—. Arriba.
—Supongo que te apercibes —dijo Ignatius mientras alzaba jadeante el carro— de que nuestra relación se debe sólo a una emergencia.
El carro volvió a quedar asentado sobre sus dos ruedas de bicicleta, con el contenido del panecillo de lata repiqueteando en su interior.
—De acuerdo, profe, haga lo que quiera. Me alegro de haber podido ayudarle.
—Te diré, por si no te has dado cuenta, chiquillo desvalido, que está a punto de engancharte el rastrillo del tranvía.
El tranvía pasó rodando despacio junto a ellos, para que el conductor y el revisor pudieran examinar más detenidamente la indumentaria de Ignatius.
George cogió una de las manazas de Ignatius y puso en ella dos dólares.
—¿Dinero? —preguntó Ignatius muy feliz—.  Gracias, Señor.
Y, tras estas palabras, se embolsó rápidamente los dos billetes.
—Preferiría —añadió— no preguntar cuál es el indecente motivo. Preferiría pensar que intentas compensar, a tu modo simple, las calumnias de que me hiciste objeto en mi decepcionante primer día de trabajo con este ridículo carro.
—Eso es, profe. Usted lo ha dicho mucho mejor de lo que podría decirlo yo nunca. Es usted un tío con muchos estudios.
—¿Eh? —Ignatius se sentía muy satisfecho—. Quizás haya aún alguna esperanza para ti. ¿Un bocadillo?
—No, gracias.
—Entonces, disculpa, pero yo voy a tomarme uno. Mi organismo exige un apaciguamiento —Ignatius examinó el compartimento de las salchichas—. Dios santo, están todas las salchichas revueltas.
Mientras Ignatius abría y cerraba trampillas e introducía sus manazas en los compartimentos, George dijo.
—Ahora que le he ayudado, profe, quiza pueda usted hacer lo mismo por mí.
—Quizás —dijo Ignatius con indiferencia, mientras empezaba a engullir el bocadillo.
—¿Ve usted esto? —George indicó los paquetes envueltos en papel marrón que llevaba bajo el brazo—. Esto es material escolar. Pero resulta que tengo un problema. Tengo que pasar a recogerlo donde el distribuidor a la hora de comer, pero no puedo entregarlo en las escuelas hasta que cierren. Así que tengo que andar por ahí cargado casi dos horas. ¿Me comprende? Lo que busco es un sitio donde pueda tener estas cosas guardadas por la tarde. Podría encontrarme con usted en algún sitio hacia la una y meterlos en el compartimento de los panecillos y recogerlos luego antes de las tres.
—Cuánta falsedad —Ignatius eructó—. ¿De verdad esperas que te crea? ¿Tienes que entregar material escolar cuando las escuelas están cerradas?
—Le pagaré todos los días un par de dólares.
—¿De veras? —preguntó con interés Ignatius—. Bueno, tendrás que pagarme una semana de alquiler por adelantado. Yo no trato con sumas pequeñas.
George abrió la cartera y entregó ocho dólares a Ignatius.
—Tome. Con los dos que tiene ya, hacen los diez de la semana.
Ignatius se embolsó muy satisfecho los billetes nuevos y arrancó uno de los paquetes de los brazos de George, diciendo:
—He de ver lo que guardo. Probablemente andes vendiéndoles drogas a los niños.
—¡Eh! —gritó George—. No puedo entregar el material si está abierto.
—Peor para ti —Ignatius apartó al muchacho y rompió el envoltorio de papel marrón; vio una pila de lo que parecían postales—. ¿Qué es esto? ¿Medios visuales para la educación cívica o algún otro tema de bachillerato igualmente embrutecedor?
—Démelo, chiflado.
—¡Oh, Dios mío! —Ignatius contempló fijamente lo que veía.
En cierta ocasión, cuando Ignatius estaba en el instituto de enseñanza media, alguien le había enseñado una foto pornográfica, y se había desmayado, golpeándose y haciéndose una herida en una oreja. Aquella fotografía era muy superior. Se veía en ella una mujer desnuda sentada al borde de una mesa con un globo terráqueo al lado. El onanismo sugerido con el trozo de tiza intrigaba a Ignatius. La mujer tenía la cara oculta tras un libro grande. Mientras George esquivaba palmadas indiferentes de la mano libre, Ignatius examinaba el título de la portada del libro: Anicio Manlio Severino Boecio, La consolación por la filosofía.
—¿Puedo creer lo que estoy viendo? Qué inteligencia. Qué buen gusto. Dios santo.
—Devuélvemelo —suplicaba George.
—Esta es mía —dijo Ignatius muy satisfecho, guardándose la primera tarjeta. Devolvió luego el paquete abierto a George y examinó el trozo de papel del envoltorio roto que tenía entre los dedos. Había una dirección: se lo guardó también—. ¿Dónde demonios conseguiste esto? ¿Quién es esta mujer tan inteligente?
—Eso no es asunto tuyo.
—Comprendo. Una operación secreta.
Ignatius pensó en la dirección que había escrita en el trozo de papel. Haría una investigación por su cuenta. Alguna intelectual en situación precaria, dispuesta a hacer cualquier cosa por un dólar. Debía tener una visión del mundo muy profunda, si su material de lectura podía servir de orientación. Quizá se hallase en la misma situación en que se hallaba el Chico Trabajador, un vidente y un filósofo arrojado a un siglo hostil por fuerzas que no podía controlar. Tenía que conocerla. Quizá pudiera aportar ideas nuevas y valiosas.
—En fin, a pesar de mis recelos, te permitiré utilizar mi carro. Pero tienes que vigilármelo esta tarde. Tengo un compromiso urgente.
—Eh, un momento, ¿cuánto tiempo será?
—Unas dos horas.
—A las tres tengo que estar en la parte alta de la ciudad.
—Bueno, pues esta tarde llegarás algo más tarde —dijo, furioso, Ignatius—. Estoy rebajándome ya mucho al relacionarme contigo y al mancillar mi compartimento de panecillos. Deberías alegrarte de que no te haya denunciado. Has de saber que tengo un amigo muy inteligente en el cuerpo de policía. Un policía secreto muy astuto, el patrullero Mancuso. Precisamente está buscando, además, el cambio de situación que puede proporcionarle un caso como el tuyo. Arrodíllate ahora mismo ante mí y agradece mi benevolencia.
¿Mancuso? ¿No se llamaría así aquel agente secreto que le había parado en la estación de autobuses? George se puso muy nervioso.
—¿Qué pinta tiene ese policía amigo tuyo? —dijo burlón, intentando hacerse el valiente.
—Es pequeño y escurridizo —había un tono taimado en la voz de Ignatius—. Es muy aficionado a los disfraces. En realidad, es como un fuego fatuo que aparece donde uno menos lo espera, súbitamente, siempre entregado a la persecución de los malhechores. A veces, elige como punto de acecho los lavabos públicos, pero ahora anda por la calle, donde está siempre a mi entera disposición.
A George se le llenó la garganta de algo que le ahogaba.
—Esto es una trampa —dijo, tragando.
—No estoy dispuesto a aguantarte nada más, golfillo. Estás alentando la degeneración de una noble erudita —aulló Ignatius—. Deberías estar besando el borde de mi bata, agradecido porque no haya denunciado tus delitos a Sherlock Mancuso. ¡Nos veremos delante del RKO Orpheum dentro de dos horas!
Ignatius se lanzó como un bólido Calle Common abajo. George guardó sus dos paquetes en el compartimento de los panecillos y se sentó en el bordillo de la acera. Era una suerte, sin duda, conocer a un amigo de Mancuso. El gordo vendedor le tenía atrapado, desde luego. Miró furioso el carro. Ahora no sólo estaba agobiado con los paquetes. Tenía que cuidarse también de aquel gran carro de salchichas.
Ignatius echó el dinero en la taquilla e irrumpió, literalmente, en el Orpheum, lanzándose pasillo abajo hacia las luces del proscenio. Su cronometraje había sido perfecto. Estaba empezando en aquel momento la segunda sesión del programa. El muchacho de las fotos majestuosas era un hallazgo, desde luego. Ignatius se preguntó si podría chantajearle y obligarle a vigilar el carro toda la tarde. Aquel golfillo había reaccionado, desde luego, ante su comentario de que tenía un amigo en la policía.
Ignatius gruñó al repasar el reparto. Todos los que participaban en la película eran igualmente inaceptables. Había, en concreto, una diseñadora de decorados que le había sobrecogido demasiadas veces en el pasado. La heroína resultaba más ofensiva aún que en la película musical y circense. Aquí era una secretaria joven e inteligente a la que un hombre de mundo de edad madura intentaba seducir. La llevaba en un reactor privado a las Bermudas y la instalaba en una suite. En su primera noche juntos, a ella le salía un sarpullido justo cuando el libertino iba a abrir la puerta de su dormitorio.
—¡Asquerosa! —gritó Ignatius, escupiendo palomitas a medio masticar sobre varias filas—. ¿Cómo se atreve a pretenderse virgen? Con esa cara de degenerada. ¡Viólala!
—Hay que ver qué gente más rara viene a las matines —dijo una señora que llevaba una bolsa de compra a su acompañante—. Fíjate. Lleva un pendiente.
Luego hubo una escena de amor algo desenfocada, e Ignatius empezó a perder el control. Se daba cuenta de que la histeria comenzaba ya a desbordarle. Intentó guardar silencio, pero descubrió que no podía.
—Están fotografiándoles a través de varias telas —gritó—. Oh, Dios mío. Sabe Dios lo arrugados y repugnantes que serán en realidad esos dos. Me dan náuseas. ¿No puede alguien de la cabina de proyección cortar la corriente? ¡Por favor!
Y golpeó con el sable ruidosamente contra el lateral de su asiento. Una acomodadora vieja bajó por el pasillo e intentó quitarle el sable, pero Ignatius forcejeó con ella y la acomodadora resbaló y cayó al suelo. Se levantó y se alejó renqueante.
La heroína, creyendo que estaba en entredicho su honor, tuvo una serie de fantasías paranoicas en las que estaba en la cama con su libertino. La cama corría por las calles y flotaba en una piscina del hotel.
—Santo cielo. ¿Y se considera una comedia esta indecencia? —gritó Ignatius en la oscuridad—. No me he reído ni una sola vez. Mis ojos apenas pueden creer en esta basura descolorida. A esa mujer habría que azotarla hasta que perdiere el conocimiento. Está socavando nuestra civilización. Es una agente comunista china enviada para destruirnos. ¡Por favor! Que alguien con vergüenza corte la corriente. Se está corrompiendo a un centenar de personas en este cine. Ojalá tuviéramos la suerte de que el Orpheum se hubiera olvidado de pagar la factura de la luz.
Cuando terminó la película, gritó:
—¡Bajo esa cara típicamente norteamericana, ella es, en realidad, Rose de Tokio!
Aunque quería quedarse para verla otra vez, recordó al golfillo. Ignatius no quería destruir algo bueno. Necesitaba a aquel muchacho. Sorteó las cuatro cajas vacías de palomitas de maíz que había acumulado delante de su asiento durante la película. Se sentía completamente enervado. Sus emociones estaban exhaustas. Jadeando, subió por el pasillo y salió a la claridad de la calle. Allí, junto a la parada de taxis del hotel Roosevelt, George vigilaba, ceñudo, el carro.
—Dios mío —dijo—. Creí que no ibas a salir nunca de ahí. ¿Pero qué clase de cita tenías? Fuiste a ver una película.
—Por favor —suspiró Ignatius—. Acabo de pasar por un trauma. Lárgate a toda prisa. Nos encontraremos mañana a la una entre Canal y Royal.
—Está bien, profe —George cogió los paquetes y empezó a alejarse—. La boca cerrada, ¿eh?
—Ya veremos —dijo con dureza Ignatius
Comió un bocadillo de salchicha con manos temblorosas y atisbo la fotografía que tenía en el bolsillo. Desde arriba, la figura de la mujer parecía aún más firme, más de matrona. ¿Una profesora de historia romana arruinada, quizás? ¿Una medievalista sin trabajo? Si enseñase la cara. Tenía un aire de soledad, de distanciamiento, de placer sensual solitario y erudito que le atraía muchísimo. Examinó el trozo de papel de envolver donde había una dirección. Calle Bourbon. Aquella mujer extraviada estaba en manos de explotadores comerciales. Qué personaje ideal para el Diario. Aquella obra, pensaba Ignatius, se quedaba un poco corta en el apartado sensual. Necesitaba una buena inyección de alusiones insinuantes. Quizá las confesiones de aquella mujer pudieran animar un poco la cosa.
Entró en el Barrio Francés y, durante un instante, incontrolable y muy fugaz, caviló sobre una cuestión. Sobre cómo mordería Myrna el borde de la taza de exprés, muerta de envidia. Describiría cada instante de sensualidad con su mujer erudita. Dados sus antecedentes y su visión boeciana del mundo, aquella mujer vería con un criterio muy estoico y fatalista las torpezas y disparates sexuales que pudiera cometer. Sería comprensiva. «Se buena», le diría Ignatius en un suspiro. Myrna probablemente abordase el sexo con la misma vehemencia y la misma seriedad con que se lanzaba a la protesta social. Cómo se angustiaría cuando Ignatius describiese sus más tiernos placeres.
«¿Me atrevo?», se preguntó Ignatius, lanzando, distraído, el carro contra un coche aparcado. La manilla se le hundió en el estómago y eructó. No le explicaría a la mujer cómo había conseguido localizarla. Hablarían primero de Boecio. Ella se quedaría abrumada.
Ignatius encontró el número de la calle y dijo: «¡Oh, Dios mío! La pobre mujer está en manos de indeseables.» Examinó la fachada del Noche de Alegría y se acercó al cartel que había en la vitrina. Levó:

ROBERTA E. LEE
presenta a:
Harleit O’Hará,
la Beldad Virginiana.
(¡y su pajarito!)

¿Quién era esa Harlett O’Hara? Aún más importante, ¿qué clase de pajarito? Ignatius estaba intrigado. Temeroso de provocar la cólera de la propietaria nazi, se sentó incómodo en el bordillo de la acera y decidió esperar.
Lana Lee estaba viendo a Darlene y al pájaro. Estaban ya a punto para el estreno. Si Darlene fuese capaz de decir bien lo que tenía que decir. Se apartó del escenario, dio a Jones instrucciones adicionales de que limpiara debajo de los taburetes, y fue a mirar por la mirilla de cristal de la puerta tapizada. Había visto ya bastante el número para una tarde. Era bastante bueno, a su manera. George estaba sacando bastante dinero con la nueva mercancía. Las cosas mejoraban. Además, Jones parecía al fin domado.
Lana abrió la puerta y gritó hacia la calle:
—Eh, tú, fantoche, lárgate de mi acera.
—Por favor —respondió desde la calle una voz sonora, que hizo una pausa para buscar alguna excusa— Tengo los pies destrozados y estoy sólo descansando.
—Vaya a descansar a otro sitio. No quiero que ponga ese carro de mierda delante de mi establecimiento.
—Permítame decirle que no me desplomé aquí delante de su cámara de gas porque me apeteciera. No volví aquí por voluntad propia. Mis pies han dejado sencillamente de cumplir su función. Estoy paralizado.
—Pues vaya a estarse paralizado al final de la manzana. No necesito yo más que eso, tener a un tipo asi aquí otra vez estropeándome el negocio. Además, parece usted un marica con ese pendiente. La gente creerá que esto es un bar de maricas. Largúese.
—Nadie cometerá jamás tal error. Tiene usted el bar más deprimente de la ciudad. ¿No quiere comprar un bocadillo de salchichas?
Darlene salió a la puerta y dijo:
—Vaya, mira quién está aquí. ¿Qué tal está su pobre mamá?
—Oh, Dios santo —aulló Ignatius—. ¿Por qué me condujo Fortuna a este lugar?
—Eh, Jones —llamó Lana Lee—. Deje esa escoba y venga a echar de aquí a este tipo.
—Lo siento. El salario de apagabroncas es de cincuenta dólares a la semana.
—Qué mal se porta usted con su pobre mamá —dijo Darlene desde la puerta.
—No creo que ninguna de ustedes dos señoras, haya leído a Boecio —dijo Ignatius, suspirando.
—No hables con él —dijo Lana a Darlene—. Sabihondo de mierda. Jones, le doy dos segundos para salir, si no viene aquí le detendrán por vagancia como a este individuo. Estoy empezando a hartarme ya de los listos.
—Dios sabe qué miliciano nazi caerá sobre mí para golpearme cruelmente —comentó con frialdad Ignatius—. Pero no puede asustarme. Ya he tenido mi trauma del día.
—¡Ahí va! —dijo Jones cuando asomó a la puerta—. El tipo de la gorra verde. En persona. Vivo.
—Veo que ha decidido usted sabiamente contratar a un negro particularmente aterrador para que la proteja de sus furiosos y expoliados clientes —le dijo a Lana Lee el tipo de la gorra verde.
—Échele de aquí —dijo Lana a Jones.
—¡Juá! ¿Cómo voy a echa a ese elefante?
—Sólo hay que mirar para esas gafas negras. Debe tener el organismo saturado de droga.
—Entra ahí ahora mismo —dijo Lana a Darlene, que miraba fijamente a Ignatius; le dio un empujón al ver que no la obedecía y le dijo a Jones—: Basta ya. Échele.
—Saca la navaja y acuchíllame —dijo Ignatius mientras Lana y Darlene entraban en el bar—. Arrójame lejía a la cara. Apuñálame. Jamás comprenderías, claro, que fue mi interés por los derechos civiles lo que me llevó a convertirme en un vendedor de salchichas tullido. Perdí un puesto de trabajo excelente por mi actitud respecto a la cuestión racial. Estos pies destrozados son el resultado indirecto de tener una conciencia social sensible.
—¡juá! En Levy Pants te echaron a patas en el culo por intenta mete a toa aquella gente de coló de cabeza en la cárcel, ¿verdá?
—¿Cómo estás tú enterado de eso? —preguntó receloso Ignatius—. ¿Participaste acaso en aquel golpe abortado?
—No. Pero oí habla a la gente.
—¿De veras? —preguntó Ignatius muy interesado—. Debieron mencionar, sin duda, mi apostura y mi porte. Así pues, soy reconocible. No sospechaba yo que me hubiera convertido en una leyenda. Quizá me precipité demasiado al abandonar el movimiento.
Ignatius estaba encantado. Aquel día estaba resultando estupendo, después de tantas jornadas deprimentes.
—Probablemente me haya convertido en una especie de mártir —eructó—. ¿Le apetecería a usted un bocadillo? Yo presto el mismo servicio cortés a gentes de todos los colores y credos. Vendedores Paraíso ha sido una empresa pionera en el campo de los servicios públicos.
—¿Cómo ha acabao un blanco como tú, que habla tan bien, vendiendo salchichas, dime?
—Echa el humo para otro lado, por favor. Mi sistema respiratorio no funciona, por desgracia, a pleno rendimiento. Sospecho que eso se debe a que la concepción fue particularmente débil por parte de mi padre. Debió emitir el esperma de forma un tanto descuidada.
Esto es una suerte, pensaba Jones. El tipo gordo había caído del cielo justo cuando más le necesitaba.
—Tú estás chiflao, hombre. Tendrías que conseguirte un buen trabajo, un Buick grande, toa esa mierda. ¡Juá! Aire acondicionao, tele en coló…
—Tengo una ocupación muy agradable —contestó gélidamente Ignatius—. Trabajo al aire libre, sin supervisión. Lo único malo son los pies.
—Si yo hubiera ido a la universidá no estaría luego arrastrando un carro de salchichas y vendiendo por ahí mierda y basura a la gente.
—¡Por favor! Los Productos Paraíso son de la calidad más excelsa —Ignatius golpeó el bordillo de la acera con el sable—. Nadie que trabaje en este bar dudoso está en condiciones de criticar el trabajo de otro.
—Qué cono, ¿a vé si cree usté que a mí me gusta el Noche de Alegría? ¡Pues sí! A mí me gustaría trabaja en otro sitio. Me gustaría conseguime algo bueno en otra parte, un empleo remunerao con un salario para viví.
—Justo lo que yo me sospechaba —dijo furioso Ignatius—. En otras palabras, lo que usted quiere es convertirse en un perfecto burgués. Les han lavado el cerebro a todos ustedes. Supongo que le gustaría convertirse en un triunfador, un hombre de éxito, o algo igual de ruin.
—Oiga, no me tome el pelo. ¡Juá!
—La verdad es que no tengo tiempo para discutir los errores que encierran sus juicios de valor. Sin embargo, me gustaría obtener de usted cierta información. ¿Tienen ustedes, por un casual, en esa pocilga una mujer que es dada a la lectura?
—Sí. Anda dándome siempre cosas de lee. Me dice que he de cultívame. Es muy buena.
—Oh, santo Dios —los ojos azul y amarillo resplandecieron—. ¿Hay algún modo de que pueda yo conocer a ese dechado de virtudes?
Jones se preguntó qué demonios querría decir todo aquello. Al fin dijo:
—¡Juá! Si quiere usté vela, tendrá que vení por aquí alguna noche. Y la verá baila con su pajarito.
—¡Dios santo!  ¿No me diga que ella es esa Harlett O’Hara?
—Sí. Ella es Harlett O’Hara. Sí que lo es.
—Boecio más un pajarito —murmuró Ignatius—. Qué descubrimiento.
—El estreno será de aquí a un par o tres de días. Tiene usté que vení. La mejó actuación que he visto en mi vía. ¡Juá!
—Me lo imagino, sí —dijo respetuoso Ignatius.
Una inteligente sátira del Viejo Sur decadente representada ante el inconsciente y despreciable público del Noche de Alegría. Pobre Harlett.
—Y dígame, ¿qué clase de pajarito es ése que tiene?
—¡Hombre! Eso yo no puedo decilo. Tiene que verlo usté. Este número es una gran sorpresa. Haría dice además unas cosas. No es un número de striptease normal. Haría habla.
Dios santo. Algún comentario incisivo que nadie de entre el público podría captar plenamente. Tenía que ver a Harlett. Debían comunicarse.
—Hay una cosa que me gustaría saber, caballero —dijo Ignatius—. ¿Está aquí todas las noches esa nazi que es propietaria de esta letrina?
—¿Quién? ¿La señorita Lee? No, qué va —Jones sonrió para sí.
El sabotaje estaba saliendo perfectamente. El tipo gordo quería realmente acudir al Noche de Alegría.
—Ella dice que Haría Horror es tan buena, dice que es tan delicá, tan fina, que no tiene por qué vení aquí todas las noches ella a supervisa. Dice que después del estreno, se irá de vacaciones a California. ¡Juá!
—Qué suerte —babeó Ignatius—. En fin, vendré a ver la actuación de la señorita O’Hara. Puede usted reservarme en secreto una mesa de pista. He de ver y oír todo cuanto haga.
—Sí, señó. Será usté bienvenio, hombre. Pásese por acá de aquí a un pá de días. Le daremos el mejó servicio de la casa.
—Jones, ¿estás hablando con ese tipo o qué? —inquirió Lana desde la puerta.
—No se preocupe —le dijo Ignatius— Ya me voy. Aquí su matón me ha aterrorizado muchísimo. Nunce volveré a cometer el error de pasar siquiera delante de esta pocilga inmunda.
—Muy bien —dijo Lana, cerrando la puerta.
Ignatius miró a Jones conspiratoriamente.
—Eh, escuche —-dijo Jones—. Antes de íse, dígame una cosa. ¿Qué puede hace un tipo de coló para deja de sé vagabundo o deja de trabaja por menos del salario mínimo?
—Por favor —Ignatius apartó su ropón para hallar el bordillo y levantarse—. No puede usted hacerse idea de la confusión en que se halla. Todos sus juicios de valor son erróneos. Cuando llegue a la cima o adonde pretenda usted llegar, tendrá una crisis nerviosa, o algo peor. ¿Sabe de algún negro que tenga una úlcera? No, claro que no. Viven contentos en sus cuchitriles. Agradezca a Fortuna no tener ningún padre caucasiano atosigándole. Lea a Boecio.
—¿Quién?  ¿Que lea qué?
—Boecio le demostrará que esforzarse y luchar es, en último término, absurdo. Que tenemos que aprender a aceptar. Pregúnteselo a la señorita O’Hara
—Escuche. ¿Le gustaría a usté sé vagabundo y está parao la mita ¿ti tiempo?
—Sería maravilloso. Yo mismo fui un vagabundo en tiempos mejores, en tiempos más felices. Ay, si estuviera yo en su pellejo. Sólo saldría de mi habitación una vez al mes. a buscar al correo el cheque de la seguridad social. Piense un poco en la suerte que tiene.
Aquel gordo desgraciado estaba loco, no había duda. La pobre gente de Levy Pants había tenido suerte de no acabar entre rejas.
—No se le olvide vení de aquí a un pá de noches —Jones lanzó una nube al pendiente—. Haría estará haciendo ya su número.
—Vendré con muchísimo gusto —dijo muy contento Ignatius. Cómo rechinaría los dientes Myrna.
—¡Juá! —Jones rodeó el carro y estudió la hoja de papel que había pegada delante—. ¡Parece que alguien le ha gastao una broma!
—Eso es sólo un truco comercial.
—¡Juá! Será mejó que se lo mire.
Ignatius se acercó a la proa y vio que el golfillo había decorado el letrero DOCE PULGADAS (12) DE PARAÍSO con diversos órganos genitales.
—¡Oh, Dios mío! —Ignatius arrancó la hoja cubierta de dibujos a bolígrafo—. ¿Es posible que haya andado yo por ahí con esto?
—Yo estaré aquí fuera esperándole —dijo Jones—. ¡Hala!
Ignatius se despidió muy feliz y se alejó. Por fin, tenía una razón para ganar dinero: Harlett O’Hara. Enfiló la desgastada proa del carro hacia la rampa del transbordador de Algiers, donde se reunían por la tarde los estibadores. Gritando, suplicando, metió el carro entre aquella multitud de hombres y logró vender todas las salchichas, vertiendo cortés y efusivo salsa de tomate y mostaza en los bocadillos, con toda la energía de un bombero.
Qué día magnífico. Los signos de Fortuna eran más que prometedores. El señor Clyde recibió sorprendido un alegre saludo y diez dólares del vendedor Reilly, e Ignatius, con bolsillo lleno de billetes del golfillo y del magnate de las salchichas, cogió el tranvía con ánimo alegre.
Cuando entró en casa halló a su madre hablando en voz baja por teléfono.
—He estado pensando lo que me dijiste —cuchicheaba al teléfono la señora Reilly—. Quizá no fuera mala idea, chica. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Por supuesto que no lo es —contestó Santa—: Allí en el Hospital de Caridad obligarían a Ignatius a descansar un poco. Claude no querrá en casa a Ignatius, querida.
—Yo le gusto, ¿verdad?
—¿Que si le gustas? Llamó esta mañana para preguntarme si creía que estarías dispuesta a volver a casarte algún día. Señor. Le dije: «Bueno, Claude, tienes que hacerle la pregunta a ella.» Caramba. Lo vuestro es un noviazgo en toda regla. Ese pobre hombre está desesperado de lo solo que está.
—Es muy considerado, la verdad —cuchicheó al teléfono la señora Reilly—. Pero a veces me pone nerviosa con esas cosas que dice de los comunistas.
—¿Con quién demonios parloteas? —atronó Ignatius en el pasillo.
—Vaya por Dios —dijo Santa—. Ya ha llegado el Ignatius.
—Ssss —-dijo la señora Reilly al telefono.
—Bueno, querida, escucha. Claude dejará de pensar en los comunistas en cuanto se case. Lo que le pasa es que no tiene la cabeza ocupada. Tienes que darle un poco de cariñito.
—¡Santa!
—Maldita sea —escupió Ignatius—. ¿Estás hablando con esa ramera de la Battaglia?
—Cállate, hijo.
—Será mejor que le atices un golpe en la cabeza a ese Ignatius —dijo Santa.
—Ojalá tuviera fuerza suficiente, querida —contestó la señora Reilly.
—Ah, Irene, casi se me olvida. Esta mañana vino Angelo a tomar café. Apenas si le reconocí. Tendrías que verle con ese traje de lana. Parecía el caballo de la señora Astor. Pobre Angelo. Qué mal lo está pasando. Dice que ahora tiene que ir a todos los bares elegantes. Ojalá consiga detener a un sospechoso.
—Qué cosa tan terrible —dijo la señora Reilly con tristeza—. ¿Y qué va a hacer Angelo si le echan del cuerpo? Con tres niños que tiene que mantener…
—En Vendedores Paraíso, Incorporated, hay muchas oportunidades para gente con iniciativa y con buen gusto —intervino Ignatius con voz estentórea.
—¿Pero qué dice ese loco? —dijo Santa—. Por Dios, Irene. Sería mejor que llamases cuanto antes a ese hospital, querida.
—Vamos a darle otra oportunidad. Quizá tenga suerte.
—No sé por qué me molesto en hablar contigo, chica —suspiró ásperamente Santa—. Te veré esta noche hacia las siete, entonces. Claude dice que va a venir aquí. Vendrá a recogernos e iremos a hacer una bonita excursión por el lago a buscar cangrejos. ¡Caramba! Menuda suerte que tenéis conmigo de acompañante. Los dos lo necesitáis, sobre todo por Claude.
Y Santa soltó una risotada más áspera de lo habitual y colgó.
—¿Qué demonios andas tramando con esa vieja alcahueta? __preguntó Ignatius.
—¡Cállate!
—Gracias. Ya veo que aquí están tan bien las cosas como siempre.
—¿Cuánto dinero has traído hoy? ¿Veinticinco centavos? —gritó la señora Reilly.
Y se incorporó bruscamente tras ello y metió la mano en uno de los bolsillos del ropón y sacó la foto satinada.
—¡Ignatius!
—¡Dame eso! —atronó Ignatius—. ¿Cómo te atreves a mancillar esa majestuosa imagen con tus manos de vinatera?
La señora Reilly examinó de nuevo la foto y luego cerró los ojos. Por entre sus párpados cerrados se deslizó una lágrima:
—Ya sabía yo cuando empezaste a vender salchichas por la calle que acabarías relacionándote con gente como ésta.
—¿Qué quieres decir con eso de «gente como ésta»? —preguntó Ignatius furioso, guardándose la foto—. Esta es una mujer inteligente aunque extraviada. Habla de ella con reverencia y con respeto.
—No tengo nada que decir —la señora Reilly gimoteó, sin abrir aún los párpados—. Vete a sentarte a tu habitación y a escribir más patochadas de las tuyas.
Sonó el teléfono.
—Ese debe ser el señor Levy —dijo la señora Reilly—. Ya ha llamado dos veces hoy.
—¿El señor Levy? ¿Qué quiere ese monstruo?
—No quiso decírmelo. Vamos, loco. Contesta. Coge ese teléfono.
—Bueno, pero no me apetece nada hablar con él —dijo Ignatius; cogió el teléfono y, con una voz engolada llena de acentos londinenses, dijo—: Sí.
—¿Señor Reilly? —preguntó un hombre.
—El señor Reilly no está.
—Habla Gus Levy —al fondo, una voz de mujer decía: «Veamos lo que vas a decir. Otra oportunidad a la basura. El psicópata se ha escapado».
—Lo siento muchísimo —explicó Ignatius—. Al señor Reilly le llamaron de fuera de la ciudad esta tarde para un asunto muy urgente. Bueno, en realidad, está en el hospital para enfermos mentales del estado, en Mandeville. Tras el malévolo despido de que fue objeto en la empresa de usted, ha tenido que hacer frecuentes visitas a Mandeville. Su personalidad quedó muy afectada. Es posible que reciba usted algunas facturas de su psiquiatra. Son bastante escalofriantes, se lo advierto.
—¿Dice que perdió el juicio?
—Violenta y totalmente. Lo pasamos muy mal con él aquí. La primera vez que fue a Mandeville, tuvimos que transportarle en un coche blindado. Como usted sabe, tiene una psique muy grandiosa. Esta tarde, sin embargo, se fue en una ambulancia del estado.
—¿Puede recibir visitas en Mandeville?
—Claro, por supuesto. Vaya usted a verle. Y llévele pastas.
Ignatius colgó, puso una moneda de veinticinco centavos en la palma de la mano de su madre, que seguía gimiendo con los ojos cerrados, y enfiló hacia su cuarto. Antes de abrir la puerta, se detuvo para enderezar el letrero PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD, fijado con chinchetas en la madera despintada.
Todas las señales apuntaban arriba. Su rueda giraba ahora hacia el cielo.

DOCE

Se produjo un aleteo estridente. El pitido furioso del timbre del cartero, el traqueteo del camión de correos al salir de la Calle Constantinopla, los chillidos excitados de su madre, los gritos de la señorita Ánnie al cartero, cuyo pitido la había asustado… todo esto había interrumpido a Ignatius en su tarea de vestirse para la asamblea constituyente. Firmó el recibo de entrega postal y volvió apresurado al dormitorio, cerrando la puerta.
—¿Qué es, hijo? —preguntó en el pasillo la señora Reilly.
Ignatius examinó el sello CORREO AEREO ENTREGA ESPECIAL del sobre de papel manila y las pequeñas súplicas escritas a mano, «URGENTE» y «ENTREGA INMEDIATA».
—Oh, Dios mío —dijo Ignatius, muy feliz—. La Mynkoff debe estar fuera de sí. Rompió el sobre y sacó la carta.

Señores:
¿Me enviaste realmente este telegrama, Ignatius?
MYRNA, FORMA COMITÉ CENTRAL PARTIDO PAZ ZONA NORDESTE INMEDIATAMENTE. STOP. ORGANIZA A TODOS LOS NIVELES. STOP. RECLUTA SOLO SODOMITAS. STOP. SEXO EN POLÍTICA. STOP. SEGUIRÁN INSTRUCCIONES DETALLADAS. STOP. IGNATIUS PRESIDENTE NACIONAL. STOP.

¿Qué significa esto, Ignatius? ¿Quieres de verdad reclutar mariquitas? ¿Quién va a querer ser un sodomita registrado? Ignatius, estoy muy preocupada. ¿Andas por ahí con mariquitas? Podría haber supuesto que sucedería esto. La fantasía paranoica de la detención y el accidente fue la primera clave. Ahora todo se ha puesto de manifiesto claramente. Como has bloqueado durante tanto tiempo tus vías de desahogo sexual normales, ahora la sexualidad desborda se desvía por el canal impropio. Desde la fantasía, que fue el principio de todo, has estado pasando un período de crisis que culmina en esta aberración sexual directa. Ya te dije que acabarías explotando tarde o temprano. Ahora, ves, ha sucedido. Los miembros de mi grupo de terapia de grupo se deprimirán mucho cuando se enteren de que tu caso ha evolucionado negativamente. Abandona, por favor, esa ciudad decadente y ven al norte. Llámame si quieres y hablemos de este problema de orientación sexual que tienes. Hemos de iniciar la terapia pronto, porque de lo contrario te convertirás en un marica escandaloso.
—¿Cómo se atreve? —aulló Ignatius.
¿Qué ha sido del partido del Derecho Divino? Yo tenía ya varias personas dispuestas a ingresar en él. No sé si aceptarán entrar en este asunto de los sodomitas, aunque, por otra parte, creo que podríamos utilizar este partido sodomita para frenar a los fascistas radicales. Quizá pudiéramos dividir a la derecha por la mitad. Aun así, no creo que esto sea una buena idea. Imagínate que hubiera gente que no fuera sodomita y quisiera ingresar y la rechazásemos. Nos acusarían de tener prejuicios y se vendría abajo todo el asunto. La conferencia no fue precisamente un éxito, por desgracia. Había dos o tres personas de mediana edad entre el público que intentaron fastidiarme con comentarios muy agresivos. Pero un par de amigos del grupo de terapia de grupo opusieron a su agresividad la suya. Y, por último, logramos echar a los reaccionarios del local. Tal como ya sospechaba, mis ideas eran demasiado avanzadas para un público de barrio. Ongah no apareció, el muy desgraciado. Por lo que a mí respecta, pueden mandarle otra vez a África. Yo creí realmente que el tipo tenía algo en la cabeza. Al parecer, es muy apático políticamente. Me prometió que iría, el muy imbécil. Ignatius, ese plan de los sodomitas no me parece nada práctico. Además, creo que es sólo una manifestación peligrosa del deterioro de tu psique. No sé cómo voy a poder explicarle a mi grupo de terapia de grupo este extraño giro de los acontecimientos. Aunque, por otra parte, era fácil de prever algo así. El grupo ha estado apoyándote todo este tiempo. Algunos se identifican, incluso, contigo. Si tú te hundes, podrían hundirse también ellos. Necesito noticias tuyas en seguida. Llámame por favor a cualquier hora a partir de las seis. Estoy preocupadísima.
M. Minkoff
—Está absolutamente perpleja —dijo muy satisfecho Ignatius—. Ya verá cuando se entere de mi apocalíptica entrevista con la señorita O’Hara.
—¿Qué es lo que has recibido, Ignatius?
—Un comunicado de Myrna Minkoff.
—¿Y qué quiere esa chica?
—Amenaza con  suicidarse si no juro que mi corazón es  sólo suyo
—Oh, qué horror. Apuesto a que has estado contándole un montón de mentiras a esa pobre chica. Te conozco, Ignatius.
Tras la puerta, se oían ruidos de vestirse. Cayó al suelo algo que sonó a metal.
—¿Adonde vas? —preguntó a la pintura esportillada la señora
Reilly.
—Mamá, por favor —contestó una voz de bajo profundo—. Tengo mucha prisa. Deja de molestarme, ¿quieres?
—Para el dinero que traes, podrías quedarte en casa todo el día —chilló a la puerta la señora Reilly—. ¿Cómo voy a conseguir pagar lo que le debo a ese hombre?
—Desearía que me dejaras en paz. Tengo que hablar esta noche en una reunión política. He de ordenar mis ideas.
—¿Una reunión política? ¡Ignatius! Qué maravilla. Puede que te vaya bien en la política, hijo mío. Tú tienes una voz magnífica. ¿En qué club, querido? ¿Los Demócratas de la Ciudad de la Media Luna? ¿Los Viejos Regulares?
—Es un partido secreto, de momento.
—¿Qué clase de partido político secreto? —preguntó recelosa la señora Reilly—. ¿No irás a hablar con una banda de comunistas?
—Jo jo.
—Una persona me dio unos folletos sobre los comunistas, hijo. He estado leyendo todo lo de los comunistas. No intentes engañarme, Ignatius.
—Sí, ya vi uno de esos folletos en el pasillo esta tarde. Lo dejaste allí tirado a propósito para que yo pudiera beneficiarme de sus enseñanzas, o bien lo tiraste allí accidentalmente durante tu habitual orgía alcohólica de la tarde, en la creencia de que se trataba de un trozo de confetti particularmente elefantíaco. Supongo que hacia las dos de la tarde tienes ciertos problemas para centrar la vista. En fin, el caso es que leí el folleto. Redactado, sin lugar a dudas, por una persona analfabeta. Dios sabe de dónde ha sacado semejante basura. Probablemente te lo diese esa vieja que vende praliné en el cementerio. Pero en fin, yo no soy comunista, así que déjame en paz.
—¿Ignatius, no crees que quizá fueses más feliz si te tomases una pequeña temporada de descanso en el Hospital de Caridad?
—¿Te refieres por casualidad al pabellón psiquiátrico? —preguntó furioso Ignatius—. ¿Crees que estoy loco? ¿Crees que algún psiquiatra estúpido debería sondear en el funcionamiento de mi psique?
—Podrías descansar, cariño. Podrías escribir cosas en tus cuadernitos.
—Intentarían convertirme en un subnormal enamorado de la televisión y de los coches nuevos y de los alimentos congelados. ¿No comprendes? La psiquiatría es peor que el comunismo. Me niego a que me laven el cerebro. ¡No seré un robot!
—Pero, Ignatius, ellos ayudan a mucha gente a resolver sus problemas.
—¿Y tú crees que yo tengo algún problema? —aulló Ignatius—. El único problema que tiene esa gente, en realidad, es que no les gustan los coches nuevos ni los pulverizadores capilares. Por eso los meten allí. Porque atemorizan a los otros miembros de la sociedad. Los manicomios de este país están llenos de almas cándidas que sencillamente no pueden soportar la lanolina, el celofán, el plástico, la televisión y las circunscripciones.
—Ignatius, eso no es verdad. ¿No te acuerdas del señor Becnel, aquel que vivía al final de la calle? Le encerraron porque salió corriendo a la calle desnudo.
—Pues claro que salió corriendo a la calle desnudo. Qué iba a hacer. Su piel ya no podía soportar la ropa de nylon que le bloqueaba los poros. Yo siempre he considerado al señor Becnel uno de los mártires de nuestro siglo. Fue una pobre víctima. Ahora, corre a la puerta y mira a ver si ha llegado mi taxi.
—¿De dónde sacas tú dinero para un taxi?
—Tenía unos centavos escondidos en el colchón —contestó Ignatius.
Había conseguido sacarle mediante amenazas otros diez dólares al golfillo, obligándole además a vigilar el carro mientras él pasaba la tarde en el cine viendo una película sobre adolescentes que hacían carreras con coches trucados. El golfillo era un descubrimiento, no había duda. Un regalo mandado por Fortuna para enmendar todos sus malos giros anteriores
—Vete a mirar por la ventana.
Se abrió la puerta y apareció Ignatius con sus mejores galas de pirata.
— ¡Ignatius!
—Ya supuse que reaccionarías así. Por eso he tenido ocultos todas estas prendas en Vendedores Paraíso, Incorporated.
—Angelo tenía razón —gimió la señora Reilly—. Has andado todos estos días por la calle vestido como si fuera Martes de Carnaval.
—Un pañuelo aquí. Un sable allá. Uno o dos detalles hábiles y de buen gusto. Nada más. Pero el efecto global es encantador.
—¡No puedes salir con esa facha! —gritó la señora Reilly.
—Por favor. Otra escena histérica no. Desbaratarías todas las ideas que están estructurándose en mi mente sobre la conferencia que he de pronunciar.
—-Vuelve a esa habitación, hijo —la señora Reilly empezó a pegarle a Ignatius en los brazos—. Vuelve ahí dentro, Ignatius. Estoy hablando en serio, hijo. No puedes darme un disgusto como éste.
—-¡Dios santo! Madre, basta ya. No estaré en condiciones de pronunciar el discurso.
—¿Qué clase de discurso será ése? ¿Adonde vas, Ignatius? ¡Dímelo, hijo mío! —la señora Reilly abofeteó a su hijo—. No saldrás de esta casa, loco, que estás loco.
—Oh, Dios santo. ¿Te has vuelto loca tú? Déjame en paz ahora mismo. No sé si te habrás fijado en el sable que llevo al cinto.
Un golpe alcanzó a Ignatius en la nariz: otro, le aterrizó en el ojo derecho. Retrocedió por el pasillo, abrió las largas persianas y salió corriendo al patio.
—Vuelve a entrar en casa —gritó desde la puerta la señora Reilly—. No irás a ningún sitio, Ignatius.
—¡Atrévete a salir a cogerme con ese camisón andrajoso! —contestó Ignatius desafiante, sacándole la gran lengua color rosa.
—Vuelve aquí, Ignatius.
—Bueno, ya está bien —gritó la señorita Annie desde detrás de las persianas—. Tengo los nervios destrozados.
—Échele un vistazo a Ignatius —le dijo la señora Reilly—. ¿No le parece horrible?
Ignatius decía adiós a su madre desde la acera de ladrillo; su pendiente reflejaba los rayos de la luz del farol.
—Ignatius, ven aquí y sé buen chico —suplicó la señora Reilly.
—Ya cogí dolor de cabeza con el maldito pitido de aquel cartero —amenazó sonoramente la señorita Annie—.. Voy a llamar ahora mismo a la policía.
—Ignatius —gritó la señora Reilly, pero ya era demasiado tarde.
Bajaba un taxi por la calle. Ignatius lo paró justo cuando su madre, olvidándose de aquel desdichado camisón andrajoso, salía corriendo a la acera. Ignatius cerró con fuerza la puerta justo ante las narices de su madre y dio al conductor una dirección. Asestando sablazos a las manos de su madre, ordenó al taxista arrancar de inmediato. El taxi aceleró, levantando piedrecitas del pavimento que golpearon las piernas de la señora Reilly a través del camisón de rayón deshilachado. La señora Reilly se quedó unos instantes contemplando las luces traseras del coche y luego entró corriendo en casa para telefonear a Santa.
—¿Va usted a un baile de disfraces, amigo? —preguntó el taxista a Ignatius, cuando salieron a la Avenida St. Charles.
—Fíjese por donde va y hable cuando le pregunten —atronó Ignatius.
El taxista no dijo nada más en todo el trayecto, pero Ignatius fue ensayando su discurso en voz alta en el asiento de atrás, golpeando con el sable en el respaldo del asiento delantero para subrayar algunos puntos clave.
En la Calle St. Peter salió y oyó por vez primera el ruido, risas y canciones apagadas, aunque frenéticas, que salían del edificio amarillo de estuco de tres plantas. La casa la había construido un francés acaudalado a finales del siglo dieciocho para que albergara a su esposa, a sus hijos y a las tantes solteras. A las tantes las había almacenado en el ático, junto con los demás elementos sobrantes y los muebles menos atractivos, y desde las dos ventanitas del tejado ellas habían visto lo poco del mundo que creían que existía fuera de su propio monde de chismorreo calumnioso, labores de punto y recitados cíclicos de rosario. Pero la mano del decorador profesional había exorcizado cuantos espectros de la burguesía francesa pudieran vagar aún entre las gruesas paredes de ladrillo del edificio. El exterior estaba pintado de un amarillo canario muy brillante. Los quemadores de gas de los faroles, de bronce de imitación, instalados a ambos lados del camino de coches chisporroteaban suavemente, sus llamas color ámbar reflejadas en el esmalte negro de la puerta de entrada y de las persianas. En el pavimento de losetas, bajo ambos faroles, había viejas macetas de plantación en las que crecían y extendían sus estiletes afilados unas plantas de pita.
Ignatius paró ante el edificio contemplándolo con suma repugnancia. Sus ojos azules y amarillos rechazaban aquella fachada resplandeciente. Su nariz se rebelaba contra el olor a esmalte fresco, que era muy notorio. Sus oídos retrocedían ante la batahola de canciones, risas y algarabía que se oían tras aquellas cerradas persianas de charol.
Ignatius carraspeó y examinó los tres timbres de bronce y las tarjetas blancas que había sobre cada uno:
Billy Truehard
Raoul Frayle        — 3A
Friech Club
Betty Bumper
Liz Steele            — 2A
Dorian Greene     — 1A
Pulsó el timbre de abajo y esperó. La algarabía tras las persianas se amortiguó muy levemente. Luego se abrió una puerta al fondo del camino de coches y salió Dorian Greene hacia la puerta.
—Oh, querido —dijo al ver quién era el que estaba en la acera—. ¿Dónde demonios has estado? Me temo que la asamblea fundacional está desmandándose a toda prisa. He intentado una o dos veces sin éxito llamar a la gente al orden, pero al parecer están demasiado excitados.
—Espero que no hayas hecho nada para desanimarles —dijo Ignatius muy serio, golpeando impaciente el portón de hierro con su sable. Percibió, con cierta irritación, que Dorian caminaba hacia él con paso inseguro; aquello no era lo que había esperado.
—Oh, hijo, si vieras —dijo Dorian al abrir el portón—. Se han desmelenado del todo.
Dorian hizo una rápida y torpe pantomima para ilustrar sus palabras.
—Oh, Dios santo —dijo Ignatius—. ¿Qué indecencia es ésta?
—Algunos quedarán completamente arruinados después de esta noche. Habrá un éxodo masivo a Ciudad México por la mañana. Pero en fin, Ciudad México es tan maravilloso y salvaje.
—Espero, desde luego, que nadie haya intentado propugnar resoluciones belicistas.
—Huy, Dios, no, hijo, qué va.
—Me tranquiliza oír eso. Dios sabe con qué oposición habremos de enfrentarnos ya desde un principio. Quizá tengamos algún enemigo infiltrado. Puede haber trascendido la noticia al estamento militar del país, y, en realidad, del mundo.
—Bueno, vamos, Reina Gitana, entremos.
Cuando bajaban por el camino de coches, Ignatius dijo:
—Este edificio es de un mal gusto repugnante —contempló las lámparas color pastel ocultas tras las palmas, siguiendo las paredes—. ¿Quién es el responsable de este aborto?
—Yo, por supuesto, Doncella Magiar, yo soy el dueño de esta casa.
—Debería haberlo supuesto. ¿Y puedo preguntar de dónde viene el dinero que sirve para subvencionar este capricho decadente?
—De mi querida familia, que vive en la tierra de los trigales —Dorian suspiró—. Me envían todos los meses unos cheques enormes. Y yo a cambio sólo tengo que prometerles que no apareceré por Nebraska. Me fui de allí como en una nube, sabes. Todo aquel trigo, aquellas llanuras sin fin. No te imaginas qué deprimente. Grant Wood hizo una descripción romántica, en realidad. Fui a estudiar al Este y luego vine aquí. Oh, en Nueva Orleans hay tanta libertad.
—Bueno, al menos tenemos un lugar de reunión para preparar el complot. Pero ahora que he visto el lugar, preferiría que alquilases un local de la Legión Americana o algo así, algo más adecuado. Esta casa parece el escenario de alguna actividad perversa, de un baile, de una fiesta al aire libre.
—¿Sabes que una revista de decoración nacional quiere hacer un reportaje en color de cuatro páginas sobre este edificio? —preguntó Dorian.
—Si tuvieras sentido, comprenderías que eso es la mayor afrenta que puedan hacerte —rezongó Ignatius.
—Oh, Niña del Aro de Oro, estás volviéndome loco. Mira, ésta es la puerta.
—Un momento —dijo cauteloso Ignatius—. ¿Qué es ese horrible estruendo? Parece que estuvieran sacrificando a alguien.
Quedaron bajo la luz pastel de la entrada de coches, escuchando. De un punto indeterminado del patio llegaba el grito angustiado de un ser humano.
—¿Qué estarán haciendo ahora? —había impaciencia en la voz de Dorian—. Ay, qué tontucios… No saben comportarse.
—Creo que lo más prudente sería investigar —dijo Ignatius en un cuchicheo conspiratorio—. Puede haberse infiltrado algún oficial fanático del ejército, y quizás intente arrancarle nuestros secretos mediante tortura a algún miembro leal del partido. Estos militares fanáticos son capaces de hacer cualquier cosa Podría ser incluso un agente extranjero.
—¡Oh, qué divertido! —gorjeó Dorian.
Ignatius y él avanzaron hacia el patio. Había alguien que pedía auxilio en la zona de los esclavos. La puerta de la zona de los esclavos estaba ligeramente entornada, pero Ignatius se lanzó contra ella a pesar de todo, haciendo añicos varios paños de cristal.
—¡Oh, Dios mío! —gritó al ver lo que había ante él—. ¡Han atacado!
Contempló al marinerito encadenado a la pared, con grilletes. Era Timmy.
.—¿Has visto lo que has hecho en mi puerta? —gritaba Dorian detrás de Ignatius.
—Tenemos al enemigo entre nosotros —dijo Ignatius, enloquecido—. ¿Quién hablaría? Dímelo. Alguien está traicionándonos.
—Oh, sacadme de aquí —suplicó el marinerito—. Esto está oscurísimo.
—Eres un tontucio —escupió Dorian al marinero—. ¿Quién te encadenó?
—Fue ese terrible Billy, con Raoul. Son horrorosos esos dos. Me trajeron aquí para enseñarme cómo habías decorado la zona de los esclavos, y cuando me di cuenta me habían puesto estas cadenas sucias y se largaron otra vez a la fiesta.
El marinerito hizo repiquetear sus cadenas
—Es que acabo de reformar esta parte —dijo Dorian a Ignatius—. Oh, mi puerta.
—¿Dónde están esos agentes? —exigió Ignatius, empuñando el sable y blandiéndolo—. Tenemos que apresarles antes de que salgan del edificio.
—Soltadme, por favor. No puedo soportar la oscuridad.
—La culpa de que esta puerta esté rota es tuya —siseó Dorian al perturbado marinero—. Por ponerte a jugar con esos dos golfos de arriba.
—La puerta la rompió él.
—¿Qué puedes esperar de él? Basta con mirarle.
—¿Están ustedes dos, invertidos, hablando de mí? —preguntó Ignatius furioso—. Si vas a alterarte tanto por una puerta, dudo muy seriamente que sobrevivas mucho tiempo en el mundo diabólico de la política.
—Oh, sacadme de aquí Si tengo que seguir mucho más con estas asquerosas cadenas, me pondré a gritar.
—Oh, cállate, Nellie —replicó Dorian, abofeteando las rosadas mejillas de Timmy—. Sal de mi casa y vuelve a la calle, que es tu sitio.
—¡Oh! —gritó el marinero—. Cómo puedes decirme esas cosas tan terribles.
—Por favor —advirtió Ignatius—. El movimiento no puede permitir el sabotaje de las luchas internas.
—Creí que me quedaba al menos un traigo —le dijo el marinero a Dorian—. Pero me equivocaba. Adelante. Si te da tanto placer eso, abofetéame otra vez.
—Ni siquiera te tocaría, putilla.
—Creo que ni un escritorzuelo a sueldo sería capaz de escribir un melodrama tan atroz —comentó Ignatius—. Basta ya, degenerado. Demostrad un poco de gusto y de decencia al menos.
—¡Abofetéame! —chilló el marinero—. Sé que te mueres de ganas de hacerlo. Te encantaría hacerme daño, ¿verdad?
—Al parecer, no se tranquilizará mientras no te avengas a causarle algún daño físico —dijo Ignatius a Dorian.
—Ni un dedo le pondría encima a esa perra.
—Bueno, tenemos que hacer algo para silenciarle. Mi válvula no aguantará más la neurosis de este marinero invertido. Tendremos que expulsarle cortésmente del movimiento. No se ajusta en él, sencillamente. Cualquiera puede olfatear el intenso aroma a masoquismo que exuda. Está inundando la zona de esclavos en este mismo instante. Además, parece bastante bebido.
—¿También tú me odias, verdad, monstruo grandote? —chilló el marinero a Ignatius.
Ignatius golpeó a Timmy sonoramente en la cabeza con el sable y el marinero emitió un gemidito.
—Dios sabe a qué repugnante fantasía se estará entregando —comentó Ignatius.
—Oh, pégale otra vez —dijo Dorian muy feliz—. ¡Qué divertido!
—Libradme de estas espantosas cadenas, por favor —suplicó el marinero—. Está manchándoseme de óxido mi traje de marinero.
Mientras Dorian abría los grilletes con una llave que sacó de encima de la puerta, Ignatius dijo:
—Sabéis, los grillos y las cadenas tienen funciones en la vida moderna que jamás debieron imaginar sus febriles inventores en una época más simple y antigua. Si yo fuera un constructor de casas lujosas, instalaría por lo menos un equipo de cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de todos los chalets dúplex de Cabo Cod. Cuando los residentes se cansasen de la televisión y del ping pong o de lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse unos a otros un rato. Les encantaría a todos. Las esposas dirían: «Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu marido, últimamente?» Los niños volverían corriendo del colegio a casa, a sus madres, que estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación, cosa que la televisión les veta. Y habría una reducción apreciable en el índice de delincuencia juvenil. Cuando el padre volviera del trabajo, la familia unida podría agarrarle y encadenarle por ser tan imbécil como para estar trabajando todo el día para mantenerles. A los parientes viejos y revoltosos podría encadenárseles a la puerta del coche. Sólo se les soltarían las manos una vez al mes para que pudieran firmar los cheques de la seguridad social. Las cadenas y los grilletes podrían asegurar una vida mejor para todos. Tengo que conceder un espacio a esto en mis notas y apuntes.
—Oh, querido —Dorian suspiró—. ¿Es que no te vas a callar nunca?
—Tengo todos los brazos herrumbrosos —dijo Timmy—. Cuando les ponga la mano encima a ese Billy y Raoul…
—Nuestra pequeña convención parece que va a resultar difícil de controlar —dijo Ignatius, ante los ruidos demenciales que llegaban del apartamento de Dorian—. Al parecer, la discusión de los problemas altera notablemente los ánimos de los reunidos.
—Oh, santo cielo, prefiero no mirar —dijo Dorian, empujando la destrozada puerta de vitrales a la francesa.
Dentro, Ignatius vio una bullente masa de individuos. Cigarrillos y vasos sujetos como batutas volaban en el aire, dirigiendo la sinfonía de charla, griterío, cántico y risas. De las entrañas de un inmenso fonógrafo estereofónico se abría paso a duras penas a través del estruendo la voz de Judy Garland. Un pequeño grupo de jóvenes, los únicos que estaban inmóviles en la habitación, se había instalado delante del fonógrafo como si fuese un altar. «¡Divino!» «¡Fantástico!» «¡Es tan humana!», decían de la voz de su tabernáculo eléctrico.
Los ojos azules y amarillos de Ignatius viajaron del altar al resto de la estancia, donde los restantes invitados se atacaban recíprocamente con conversaciones. Trajes de ante y de madras, de shetland y cachemira relumbraban en un manchón mientras manos y brazos hendían el aire en toda una variedad de gráciles gestos. Uñas, gemelos, anillos rosados, dientes, ojos… todo resplandecía. En el centro de un nudo de elegantes invitados un vaquero que tenía una fusta la probaba en uno de sus admiradores, produciendo una reacción de exagerado griterío y de complacidas risillas En el centro de otro grupo, había un patán de chaqueta de cuero negro que enseñaba llaves de judo, para delicia de sus afeminados alumnos. «Oh, enséñeme eso», chilló alguien cerca del luchador, después de que un elegante invitado hubiera sido retorcido hasta una posición obscena y arrojado luego al suelo, aterrizando con un repiqueteo de gemelos y otras joyas diversas.
—Sólo invité a los mejores —dijo Dorian a Ignatius.
—Dios santo —masculló Ignatius—. Ya veo qué tendremos muchos problemas para atraernos el voto calvinista de los conservadores rurales. Tendremos que remodelar nuestra imagen según líneas distintas de las que aquí veo.
Timmy, que estaba observando cómo el patán de cuero negro retorcía y derribaba a anhelantes compañeros suyos, suspiró: «¡Qué divertido!»
La estancia en sí era lo que los decoradores probablemente calificarían de severa. Las paredes y los altos techos eran blancos, y la habitación en sí estaba escasamente amueblada con unos cuantos muebles antiguos. El único elemento voluptuoso que había en aquella gran estancia eran los cortinones de terciopelo color champán que estaban abiertos y sujetos con cintas blancas. Las dos o tres sillas antiguas habían sido elegidas, al parecer, por su extraño diseño y no por su capacidad para sostener a alguien, pues eran delicadas sugerencias, insinuaciones de muebles con cojines apenas capaces de acomodar a un niño. Parecía que en aquella habitación los seres humanos no debían descansar ni sentarse ni relajarse siquiera, sino más bien hacer poses, transformándose así todos en un mobiliario humano que complementase lo mejor posible la decoración.
Ignatius, tras examinar la decoración, le dijo a Dorian:
—Lo único que funciona aquí es el fonógrafo, y es evidente que lo están utilizando muy mal. Esta es una habitación sin alma —soltó un sonoro bufido, en parte por la habitación y en parte por el hecho de que ninguno de los presentes hubiera advertido siquiera su presencia, aunque él complementaba la decoración tan bien como podría haberlo hecho un letrero de neón. Los que participaban en la asamblea constituyente parecían, aquella noche, mucho más preocupados por sus propios destinos personales que por el destino del mundo.
—Veo que ninguno de los que se hallan presentes en este sepulcro blanqueado nos ha mirado siquiera. No han hecho ni un leve saludo a su anfitrión, cuya bebida están consumiendo y cuyo aire acondicionado están inundando con todas esas potentísimas colonias. Tengo la sensación de ser una especie de observador en una pelea de gatos.
—No te preocupes por ellos. Lo que pasa es que llevan meses muriéndose de ganas de celebrar una fiesta. Ven. Tienes que ver la decoración que han hecho —y llevó a Ignatius hasta la repisa de la chimenea y le enseñó un jarroncito donde había una rosa roja, una blanca y una azul—. ¿Has visto qué cosa más increíble? Es mejor que todo ese asqueroso papel rizado. Compré un poco de papel fizado, pero nada de lo que pude hacer con él me satisfizo.
—Esto es un aborto floral —comentó Ignatius irritado, golpeando el jarroncito con el sable—. Las flores secas son antinaturales y perversas y sospecho que indecentes, también. Ya veo que vais a darme muchísimo trabajo
—Oh, tú habla, habla, habla lo que quieras -—chilló Dorian—. Ahora, vamos a la cocina. Quiero que conozcas al cuerpo auxiliar femenino.
—¿Es verdad eso? ¿Hay un cuerpo auxiliar femenino? —preguntó Ignatius ávidamente—. Bueno, he de felicitarte por tu previsión.
Entraron en la cocina donde todo estaba tranquilo, salvo dos jóvenes del sexo masculino que estaban discutiendo muy acalorados en un rincón. Sentadas a una mesa, había tres mujeres bebiendo latas de cerveza. Miraron a Ignatius de arriba abajo. La que estaba aplastando con la mano una lata de cerveza dejó de hacerlo y tiró la lata a una planta enmacetada que había junto al fregadero.
—Chicas —dijo Dorian; las tres chicas cerveceras lanzaron un áspero vítor del Bronx—. Este es Ignatius Reilly, una cara nueva.
—Chócala, Gordo —dijo la chica que había espachurrado la lata. Y cogió la manaza de Ignatius y la amasó como si fuera también un candidato al espachurramiento.
—¡Oh, Dios santo! —gritó Ignatius.
—Esa es Frieda —explicó Dorian—. Y ellas son Betty y Liz.
—Qué tal —dijo Ignatius, metiendo la mano en el bolsillo de su ropón para impedir cualquier futuro estrechón de manos—. Estoy seguro de que seréis de gran valor para nuestra causa.
—¿De dónde lo sacaste? —preguntó Frieda a Dorian, mientras sus dos compañeras examinaban a Ignatius y se daban codazos.
—El señor Greene y yo nos conocimos a través de mi madre —contestó grandilocuentemente Ignatius, en vez de Dorian.
—No fastidies —dijo Frieda—. Tu madre debe ser una persona muy interesante.
—Ni mucho menos —replicó Ignatius.
—Bueno, gordinflón, cógete una cerveza —dijo Frieda—. Ojalá la tuviéramos en botellas, así Betty podría abrirte una con los dientes. Tiene unos dientes que son como una garra de acero —Betty hizo a Frieda un gesto obsceno—. Y un día de estos va a tener que tragárselos todos.
Betty pegó a Frieda en la cabeza con una lata vacía.
—Estás pidiendo que te atice —dijo Frieda, levantando una de las sillas.
—Basta ya —disculpó Dorian—. Si ustedes tres no saben portarse como es debido, pueden marcharse ahora mismo.
—La verdad es que nos estamos aburriendo muchísimo, sentadas aquí en la cocina, sin nada que hacer —dijo Liz.
—Sí —chilló Betty. Y agarró un travesaño de la silla que Frieda sostenía sobre la cabeza, y empezaron a forcejear las dos para apoderarse de ella—. ¿Por qué tenemos que estar aquí sentadas, a ver?
—Dejad esa silla ahora mismo —dijo Dorian.
—Sí, por favor —añadió Ignatius, que había retrocedido a un rincón—. Alguien puede hacerse daño.
—Como tú —dijo Liz, y le lanzó una lata de cerveza llena a Ignatius, que se agachó.
—¡Dios santo! —dijo Ignatius—. Creo que me volveré a la otra habitación.
—Lárgate, culo gordo —le dijo Liz—. Estás dejándonos sin aire.
—¡Chicas! —chillaba Dorian a las forcejeantes Frieda y Betty, cuyas camisetas iban humedeciéndose. Resoplaban y forcejeaban con la silla por la cocina, aplastándose mutuamente contra la pared y la fregadera.
—Está bien, se acabó —chilló Liz a sus amigas—. Esta gente va a pensar que sois unas chicas vulgares y groseras.
Y cogió otra silla y se metió con ella alzada entre las dos contendientes. Luego, la bajó con fuerza sobre la que se disputaban Frieda y Betty, derribando a las chicas. Las dos sillas cayeron al suelo con un gran estruendo.
—¿Quién te mandó meterte? —dijo Frieda a Liz, agarrándola por el pelo casi rapado.
Dorian, tropezando con la silla, intentó empujar a las chicas otra vez a la mesa, mascullando:
—Vamos, sentáos ahí, a ver si os portáis como personas decentes.
—Esta fiesta es una mierda —dijo Betty—. No hay ninguna animación.
—¿Cómo nos invitaste si todo lo que podemos hacer es estar sentadas aquí en esta cocina horrible? —preguntó Frieda.
—Fuera lo único que hacíais era pelearos. Lo sabéis de sobra Me pareció que sería un detalle amistoso pediros que bajarais aquí, una cortesía. No quiero problemas. Es la fiesta más bonita que tenemos desde hace muchos meses.
—Está bien —gruñó Fríeda—. Nos quedaremos aquí en la cocina como señoras —las chicas se dieron golpes en los brazos unas a otras en señal de conformidad—. Después de todo, no somos más que inquilinas que pagan. Cómo vamos a entrar ahí y ser amables con ese vaquero falso, ése que parece Jeanette McDonald, que intentó fastidiarnos el otro día en la Calle Chartres.
—Es una persona muy amable y muy fina —dijo Dorian—. Estoy seguro de que no os vio.
—Nos vio perfectamente —dijo Betty—. Le atizamos un golpe en la cabeza.
—Me gustaría arrearle una patada en los huevos —dijo Liz.
—Por favor —dijo engoladamente Ignatius—. Todo lo que veo a mi alrededor es lucha y conflicto. Debéis cerrar filas y presentar un frente unido.
—¿Pero qué le pasa a este tío? —preguntó Liz, abriendo la lata de cerveza que le había tirado a Ignatius.
Saltó un chorro de cerveza de la lata y mojó a Ignatius en su estómago ensanchado por los Productos Paraíso.
—Bueno, ya estoy harto de esto —dijo Ignatius, furioso.
—Bueno —dijo Frieda.—, pues lárgate.
—Esta noche la cocina es territorio nuestro —dijo Betty—. Somos nosotras las que decidimos quién la utiliza.
—Tengo gran interés en asistir a la primera fiesta que dé el cuerpo auxiliar femenino, desde luego —dijo Ignatius, y se dirigió torpemente hacia la puerta.
Cuando salía, una lata de cerveza vacía se estrelló contra el marco de la puerta, cerca de su cabeza. Dorian le siguió y cerró la puerta.
—No puedo entender por qué decidiste mancillar el movimiento invitando a venir aquí a esas camorristas.
—Tenía que hacerlo —explicó Dorian— Si no las invitas a una fiesta, de todos modos irrumpen en ella. Y se portan peor aún. En realidad, son chicas muy divertidas cuando están de buen humor. Pero últimamente tuvieron ciertos problemas con la policía y se desahogan con todo el mundo.
—¡Habrá que echarlas del movimiento inmediatamente!
—Lo que tú digas, Princesa Magiar —suspiró Dorian—. A mí, me dan un poco de lástima. Antes vivían en California y lo pasaban muy bien allí. Luego surgió un incidente, un ataque a un levantador de peso en Playa Músculo. Habían estado luchando con el chico, o eso dicen, y luego, al parecer, las cosas se descontrolaron. Tuvieron, literalmente, que huir del sur de California y cruzar el desierto en ese majestuoso automóvil alemán que tienen. Las he acogido en casa. Son unas inquilinas maravillosas en ciertos aspectos. Guardan la casa mucho mejor de lo que podría hacerlo un perro guardián. Tienen montones de dinero que reciben de una reina del cine envejecida.
—¿De veras? —preguntó con interés Ignatius—. Quizá me haya precipitado al prescindir de ellas. Los movimientos políticos han de sacar el dinero de donde puedan. Las chicas tienen cierto encanto, sin duda, con sus vaqueros y sus botas —contempló la masa efervescente de invitados—. Tienes que conseguir que se callen. Tenernos que poner aquí un poco de orden. Hemos de tratar un asunto crucial.
El vaquero —que el diablo se lo lleve— estaba azotando con su fusta a un elegante invitado. El patán del cuero negro inmovilizaba en el suelo a un invitado extasiado. Por todas partes se oían gritos, suspiros, chillidos. Cantaba ahora en el fonógrafo Lena Horne. «Inteligente», «Fresco», «Terriblemente cosmo», decía reverente el grupo que rodeaba el fonógrafo. El vaquero se apartó de sus excitados admiradores y empezó a sincronizar sus labios con la letra del disco, bailoteando como una cantante con botas y sombrero. Los invitados se agruparon a su alrededor, con una andanada de chillidos, dejando al patán del cuero negro sin nadie a quien torturar.
—Hemos de parar todo esto —gritó Ignatius a Dorian, que estaba haciéndole guiños al vaquero—. Aparte del hecho de que lo que estoy presenciando es una ofensa estruendosa al buen gusto y a la decencia, empiezo a asfixiarme a causa. del hedor de las emisiones glandulares y de la colonia.
—Oh, no seas tan pelma. Están divirtiéndose un poquito.
—Lo siento muchísimo —dijo Ignatius en tono profesional—. He venido aquí esta noche con una misión de la máxima seriedad. Hay una chica a la que hay que dar una lección, una pelandusca impertinente y radical. Apaga esa música afrentosa y tranquiliza a esos sodomitas. Tenemos que tratar cuestiones militares.
—Creí que ibas a ser divertido. Si te pones grosero y pesado, será mejor que te vayas.
—¡No me iré! Nadie puede detenerme. ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!
—Oh, querido. Tú te lo tomas en serio, ¿verdad?
Ignatius se separó de Dorian, cruzó precipitadamente la estancia, apartando a empellones a los elegantes invitados, y desconectó el fonógrafo. Cuando se volvió, le saludó la versión castrada de un grito de guerra apache de los invitados.
«Bestia.» «Loco.» «¿Es esto lo que Dorian prometió?»  «Esa fantástica Lena.» «Qué atuendo… es grotesco. Y el pendiente. Oh, qué barbaridad.» «Esa era mi canción favorita.» «Es horrible.» «Qué grosería increíble.» «Qué corpachón tan monstruoso.» «Es una pesadilla.»
—¡Silencio! —aulló Ignatius por encima del furioso parloteo—. Estoy aquí esta noche, amigos míos, para explicaros cómo podéis salvar al mundo y traer la paz.
«Está absolutamente loco.» «Dorian, esto es una broma de mal gusto.» «¿De dónde demonios ha salido?» «No tienen ningún atractivo.» «Sucio.» «Es deprimente.» «Que alguien ponga otra vez ese disco delicioso.»
—Tenéis ante vosotros —continuó Ignatius a pleno pulmón— Un reto. ¿Consagraréis vuestras dotes singulares a salvar al mundo, u os limitaréis a dar la espalda a vuestros semejantes?
«¡Oh, qué espanto!» «No es nada divertido.» «Tendré que irme si continúa esta broma de mal gusto.» «Qué falta de gusto.» «Que alguien vuelva a poner el disco. Queremos oír a nuestra queridísima Lena.» «¿Dónde está mi abrigo?» «Vamonos a un bar elegante.» «Mira, me he derramado el martini por esta chaqueta tan cara.» «Vamonos a un bar elegante.»
—El mundo está hoy en estado de grave inquietud —chilló Ignatius frente a los maullidos y siseos.
Luego, hizo una pausa para buscar en e1 bolsillo algunas notas que había garrapateado en un trozo de hoja Gran Jefe. Pero, en vez de las notas, sacó la fotografía rota y arrugada de la señorita O’Hara. Algunos invitados la vieron y gritaron.
—Hemos de impedir el Apocalipsis. Hemos de combatir el fuego con el fuego. En consecuencia, recurro a vosotros.
«Oh, vamos, ¿pero de qué demonios habla?» «Esto está deprimiéndome tanto.» «Qué ojos tiene, dan miedo.» «Vamonos a un bar elegante.» «Vamonos a San Francisco.»
—¡Silencio, pervertidos! —gritó Ignatius—. Escuchadme.
—Dorian —suplicó el vaquero en un soprano lírico—. Hazle callarse. Estábamos divirtiéndonos tanto, pasándolo tan bien. Este tipo ni siquiera es divertido.
—Es cierto —dijo un invitado muy elegante, con el terso rostro moreno de maquillaje de bronceado—. Es verdaderamente horroroso. Muy deprimente.
—¿Por qué tenemos que escuchar todo esto? —preguntó otro invitado, blandiendo su cigarrillo como si fuera una vara mágica que pudiera hacer desaparecer a Ignatius— ¿Qué clase de broma es ésta, Dorian? Sabes que nos encantan las fiestas con un motivo, pero esto… En fin, yo ni siquiera veo las noticias de la televisión. He estado trabajando todo el día en esa tienda y no quiero venir a una fiesta y tener que oír estas cosas. Que hable después, si tiene que hacerlo. Sus comentarios son de un mal gusto horrible.
—Completamente inadecuados —suspiró el patán del cuero negro, volviéndose súbitamente afeminado.
—Está bien —dijo Dorian—. Poned el disco. Creí que podría resultar divertido —miró a Ignatius que resoplaba sonoramente— Me temo, queridos míos, que ha resultado una bomba terrible, terrible.
«Maravilloso.» «Dorian es estupendo.» «Ahí está el enchufe.» «Me encanta Lena.» «Creo que éste es su mejor disco, la verdad.» «Es tan elegante. Y con esa letra tan especial.» «Yo la vi una vez en Nueva York. Magnífica.» «Luego pon Gypsie. Me encanta.» «Oh, menos mal, ya está.»
Ignatius se quedó allí como el chico que se queda en la cubierta en llamas. La música se elevó una vez más del tabernáculo. Dorian huyó a hablar con un grupo de invitados, ignorando visiblemente a Ignatius, igual que el resto de los que estaban en la habitación. Ignatius se sintió tan solo como se había sentido aquel lúgubre día en el instituto, cuando en el laboratorio de química había explotado su experimento, quemándole las cejas y aterrándole. La conmoción y el terror le habían hecho mearse en los pantalones, y nadie del laboratorio le había hecho caso, ni siquiera el profesor, que le odiaba ostensiblemente por otras explosiones similares anteriores. Durante el resto de aquel día, mientras deambulaba penosamente por el instituto, todos habían fingido que era invisible. Ignatius, sintiéndose invisible, allí de pie en el salón de Dorian, comenzó a fintear con un adversario imaginario con el sable para aliviar su embarazo.
Muchos cantaban con el disco. Dos empezaron a bailar cerca del fonógrafo. El baile se extendió como un incendio forestal, y pronto se llenó aquello de parejas que giraban y danzaban alrededor del solitario Ignatius, una especie de mole gibreltaresca. Cuando Dorian pasó a su lado en brazos del vaquero, Ignatius intentó inútilmente atraer su atención. Intentó incluso golpear al vaquero con el sable, pero formaban los dos una pareja de baile escurridiza y ladina. Justo cuando estaba a punto de esfumarse por completo, irrumpieron Frieda, Liz y Betty, procedentes de la cocina.
—No podíamos soportar más esa cocina —le dijo Frieda a Ignatius—. Después de todo, también somos seres humanos.
Luego le asestó un golpecito en el estómago.
—Parece que te han dejado de lado, ¿eh, Gordito? —dijo.
—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó con altivez Ignatius.
—Parece que tu disfraz no ha tenido demasiado éxito —comentó
—Perdónenme, señoras, he de irme.
—Eh, no te vayas, gordinflón —dijo Betty—. Ya te sacará alguien a bailar. Sólo quieren hacerte rabiar un poco. No abandones el barco. Son capaces de hacer rabiar hasta a su propia madre.
En aquel momento, Timmy, que había vuelto al sector de los esclavos a por el amuleto que había perdido y, esperaba, a por más jueguecitos con las cadenas, apareció en el salón. Se acercó a Ignatius y le preguntó lánguidamente:
—¿Quieres bailar?
—¿Mira, ves? —le dijo Frieda a Ignatius
—Esto no me lo pierdo —chilló Liz— Tengo ganas de veros a los dos meneando el culo. Venga.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Ignatius—. Por favor. Yo no bailo.
—Oh, vamos —dijo Timmy—. Te enseño yo. A mí me encanta bailar. Yo dirijo.
—Venga, culo gordo —amenazó Betty.
—No. Sería imposible. El sable, este ropaje. Podría resultar alguien herido. Yo vine aquí a hablar, no a bailar. Yo no bailo. Nunca he bailado. No he bailado en toda mi vida.
—Bueno, pues ahora vas a bailar —le dijo Frieda—. No querrás ofender a este marinero.
—¡Yo no bailo! —aulló Ignatius—. No he bailado nunca y, desde luego, no voy a empezar a hacerlo con un invertido borracho.
—Vamos, no seas tan carca —suspiró Timmy.
—Siempre he tenido un sentido del equilibrio muy precario —explicó Ignatius—. Nos caeríamos al suelo y nos romperíamos un hueso. Este marinero invertido se quedaría lisiado o algo peor.
—Este gordinflón parece que quiere armar lío —dijo Frieda a sus amigas—. ¿Verdad que sí?
Con un guiño de Frieda, las tres chicas atacaron a Ignatius. Una le trabó una pierna; la otra le pegó una patada en la corva; la tercera le empujó contra el vaquero, que giraba en las proximidades. Ignatius pudo guardar el equilibrio agarrándose al vaquero, que soltó al horrorizado Dorian y cayó al suelo. El vaquero, al aterrizar, hizo saltar la aguja del disco y cesó la música En su lugar, se inició un coro de gritos y chillidos de los invitados.
—¡Oh, Dorian, échale! —gritó aterrado un elegante.
Hubo un tintineo metálico de anillos, brazaletes y gemelos de algunos invitados que se amontonaron en un rincón.
—Oye, derribaste a ese jodido vaquero como si fuera un bolo —chilló Frieda admirada a Ignatius, que aún braceaba para recuperar el equilibrio.
—Buen trabajo, gordo —dijo Liz.
—Apuntemos ahora a otro —dijo Betty a sus compañeras.
—¿Pero qué has hecho, pedazo de animal? —le gritó Dorian.
—Esto es un ultraje —gritaba Ignatius— No sólo he sido ignorado y vilipendiado en esta reunión, he sido malévolamente atacado dentro de las paredes de esta especie de tramoya que es tu casa. Espero que tengas al corriente el seguro. Si no, es posible que pierdas esta casa ostentosa y cursi después de que terminen contigo mis asesores legales.
Dorian estaba de rodillas, abanicando al vaquero, cuyos párpados empezaban a aletear.
—Échale, Dorian —gimió el vaquero—. Ha estado a punto de matarme.
—Yo había pensado que podría ser distinto, divertido —silbó Dorian a Ignatius—. Pero, en realidad, has demostrado ser lo más horrible que ha entrado en mi casa. Desde el momento en que rompiste la puerta, debí darme cuenta de que esto acabaría así… ¿Qué le hiciste a este chico encantador?
—Ahora tengo los pantalones sucios —gimió el vaquero.
—Fui salvajemente atacado y empujado contra ese vaquero fanfarrón.
—No intentes mentir, gordo —dijo Frieda—. Lo vimos todo. Tenía celos, Dorian. Quería bailar contigo.
«Espantoso.» «Échale.» «Está estropeando la fiesta.» «Es un monstruo.» «Es peligroso.» «Lo ha echado todo a perder.»
—¡Fuera! —gritó Dorian.
—Nosotras nos encargamos de él —dijo Frieda.
—Está bien —dijo grandilocuentemente Ignatius mientras las tres chicas hundían sus fornidas manos en su ropón y empezaban a propulsarle hacia la puerta—. Habéis elegido. Vivid en un mundo de guerra y de sangre. Cuando caigan las bombas, no acudáis a mí. ¡Yo estaré en mi refugio!
—Basta —dijo Betty.
Las tres chicas llevaron a Ignatius a empujones hasta la puerta y luego por el camino de coches abajo.
—Gracias a Fortuna me separo de este movimiento —atronó Ignatius. Las chicas habían hecho que le cayera el pañuelo sobre un ojo y tenía problemas para ver por dónde caminaba
—Ustedes, gentes destempladas, apenas conseguirán votos de los electores.
Le empujaron a través del portón a la acera. Las pitas de la entrada le picotearon dolorosamente las pantorrillas y dio un traspiés hacia adelante.
—Bueno, compadre —dijo Frieda desde el otro lado de la puerta, mientras la cerraba—. Te damos diez minutos de ventaja. Luego, empezaremos a peinar el Barrio Francés.
—Y mejor será que no demos con ese culo gordo —dijo Liz.
—Desaparece, gordinflón —añadió Betty—. Hace mucho que no tenemos una buena pelea. Estamos deseando tener una.
—Vuestro movimiento está condenado —balbució Ignatius a las chicas, que se empujaban entre sí desandando por el camino—. ¿Me oís? Con-de-na-do. No sabéis nada de política ni de cómo hay que convencer a los electores. No ganaréis ni en un solo distrito del país. ¡Ni siquiera en el Barrio Francés!
La puerta se cerró de golpe y las chicas volvieron a la fiesta, que parecía haber recuperado impulso. Sonaba la música de nuevo e Ignatius oyó gritos y chillidos aún más estrepitosos que antes. Golpeó las persianas negras con el sable, gritando: «¡Perderéis!». Respondieron a su grito los taconazos de muchos pies danzantes.
Un hombre de traje de seda y sombrero hongo salió un momento de las sombras del quicio de un portal contiguo, para ver si las chicas se habían ido. Luego, aquel individuo volvió a perderse en la oscuridad, vigilando a Ignatius, que paseaba furioso arriba y abajo delante de la casa.
La válvula reaccionó a tantas emociones cerrándose de golpe. Las manos de Ignatius se solidarizaron produciendo una rica cosecha de bultitos blancos que picaban muchísimo. ¿Qué podía decirle ahora a Myrna del Movimiento por la Paz? Como en el caso de la abortada Cruzada por la Dignidad Mora, tenía otro desastre en sus hormigueantes manos. Oh, Fortuna, diabólica ramera. Pero la velada no había hecho más que empezar; no podía volver a la Calle Constantinopla a enfrentarse a los ataques de su madre, una vez estimuladas sus emociones hasta un apogeo que le había sido arrebatado. Llevaba casi una semana obsesionado con la asamblea constituyente y ahora, expulsado del campo de la política por tres chicas dudosas, se sentía frustrado y furioso allí sobre las losas húmedas de la Calle St. Peter.
Mirando su reloj de pulsera Ratón Mickey que estaba, como era  su costumbre, moribundo, se preguntó qué hora sería. Quizás aún fuera lo bastante temprano para ver la presentación del espectáculo del Noche de Alegría. Quizá ya hubiera empezado su actuación la señorita O’Hara. Si él y Myrna no estaban destinados a lidiar en el campo de la acción política, lo harían en el campo de la sexualidad. Qué golpe podía ser la señorita O’Hara para lanzarlo justo entre los ofensivos ojos de Myrna. Ignatius contempló una vez más la fotografía, salivando levemente. ¿Qué clase de pájaro sería? Aún podía recuperar aquella velada de entre los dientes mismos del fracaso.
Rascándose una manaza con la otra, decidió que la seguridad dictaba su alejamiento del lugar. Aquellas tres chicas salvajes podían cumplir su amenaza. Se lanzó St. Peter abajo hacia Bourbon. El hombre del traje de seda y el sombrero hongo salió de las sombras del quicio y le siguió. En Bourbon, Ignatius giró y empezó a subir hacia Canal entre el desfile nocturno de turistas y de vecinos del barrio, entre los cuales no desentonaba gran cosa. Se abrió paso entre la multitud por la estrecha acera, apartando a la gente con el bamboleo de sus caderas. Cuando Myrna leyese lo de la señorita O’Hara, seguro que derramaría todo el exprés encima de la carta, consternada.
Cuando cruzaba hacia la manzana del Noche de Alegría, oyó al negro drogado que gritaba «¡Juáaa! Vengan a vé a la señorita Harla O’Horror bailando con su pajarito. Baile de plantación de verdá al cien por cien garantizao. Cada jodio trago tendrá su gotita de veneno garantiza. ¡Juáaa! Te el mundo tendrá garantizao que cogerá purgaciones con los vasos. ¡Sí, señó! Nadie ha visto nunca nada como la señorita Harla O’Horror bailando con su pajarito al estilo del Viejo Sur. Esta noche es el estreno, señores, puede que no tengan otra ocasión de vé el número. ¡Sí, señó!».
Ignatius le vio a través del gentío que pasaba apresurado ante el Noche de Alegría. Al parecer, nadie se sentía atraído por sus gritos publicitarios. Hasta Jones había abandonado sus gritos para emitir una formación nímbica de humo. Llevaba frac y sombrero de copa que descansaba en ángulo sobre sus gafas oscuras, y sonreía a través del humo a la gente que desoía sus llamadas.
—¡Eh, señores! No pasen de largo. Párense y entren y peguen el culo en un taburete del Noche de Alegría —empezaba de nuevo—. El Noche de Alegría tié gente de coló auténtica trabajando por menos del salario mínimo. ¡Juá! Atmósfera de plantación garantiza. Verás algodón creciendo justo enfrente de sus ojos, junto al escenario, y entre número y número podrán vé cómo le zurran a un militante de los derechos civiles, sí, señó. ¡Cómo no!
—¿Está ya la señorita O‘Hará? —balbució Ignatius al codo de Jones.
—¡Caramba! —el tipo gordo había llegado. En persona—. Vaya, hombre, ¿cómo es que lleva usté aún el pendiente y el pañuelo? ¿De qué va, usté, hombre de Dios?
—Por favor —Ignatius blandió el sable un poco—. No tengo tiempo para charlar. No tengo nada preparado para usted esta noche, me temo. ¿Ha empezado la señorita O’Hara?
—Empezará dentro de unos minutos. Será mejó que entre y se consiga un asiento de primera fila. Hablé con el maitre, dice que tié toa una mesa reserva pa usté.
—¿Es verdad eso? —preguntó ansiosamente Ignatius—. Espero que se haya ido la propietaria nazi.
—Se largó a California en un reactor, sí, señó. Esta tarde, dijo que Haría O’Horror era tan buena que ella iba a moja el culo en el océano una temporaíta y a deja de preocupase por su club.
—Maravilloso, maravilloso.
—Venga, hombre, entre usté antes de que empiece el espectáculo. ¡Juá! No se pierda usté ni un minuto. Mierda. Haría saldrá enseguía. Vaya usté a coger su asiento junto al escenario, a ver si puede vele a la señorita O’Horror hasta la carne de gallina del trasero.
Jones propulsó rápidamente a Ignatius a través de la puerta.
Ignatius entró tambaleante en el Noche de Alegría con tal impulso, que el ropón revoloteó alrededor de sus tobillos. Pese a la oscuridad, percibió que el Noche de Alegría estaba algo más sucio que en su anterior visita. Desde luego, había suficiente polvo en el suelo para permitir una cosecha de algodón, aunque muy limitada. Pero no vio algodón. Ese debía ser uno de los diabólicos señuelos del Noche de Alegría. Buscó al maitre, pero no vio a ninguno, así que se abrió paso entre los pocos viejos que había esparcidos por las mesas en la oscuridad y se sentó a una mesita que quedaba directamente debajo del escenario. Su gorra parecía una luz de candilejas verde y solitaria. Estando tan cerca, quizá pudiera hacerle algún gesto a la señorita O’Hara o cuchichearle algo sobre Boecio que llamase su atención. Se quedaría sobrecogida cuando se diera cuenta de que había entre el público un alma gemela. Ignatius miró a su alrededor, al puñado de individuos de ojos vacuos que había por allí sentidos. La señorita O’Hara tenía, desde luego, que derramar sus perlas ante un rebaño de cerdos bastante deprimente, unos individuos que parecían ser del tipo de esos viejos dudosos y ojerosos que molestan a los niños en los cines.
Un conjunto de tres instrumentos situada en un ala del pequeño escenario inició You are my Lucky Star. Por el momento, en el escenario, que también parecía estar bastante sucio, no se veían vacantes. Ignatius miró hacia la barra intentando llamar la atención del servicio que hubiera y tropezó con los ojos del camarero que les había servido a él y a su madre. El camarero fingió no verle. Luego, Ignatius hizo un guiño ostentoso a una mujer que estaba apoyada en la barra, una hispana cuarentona que emitió una respuesta aterradora con un diente de oro o dos. La mujer se apartó de la barra antes de que el camarero pudiera detenerla y se acercó a Ignatius, que estaba arrimado al escenario como si fuera una estufa caliente.
—¿Quieres beber, chico?
Ignatius percibió que a través del bigote se filtraba cierta halitosis. Se arrancó el pañuelo de la gorra y se protegió con él las narices.
—Sí, gracias —dijo, con voz apagada—. Un Doctor Nuts, si hace el favor. Y cerciórese de que esté muy frío.
—Ya veo lo que hay —dijo enigmáticamente la mujer que volvió a la barra atronando con sus escandalosas sandalias de paja.
Ignatius vio que hablaba con el camarero haciendo gestos burlones. Todos estos gestos iban dirigidos en su mayoría a Ignatius. Al menos, pensó, en aquel antro se libraría de aquellas chicas musculosas que debían estar recorriendo el barrio en aquel momento. El camarero y la mujer hicieron algunos gestos más. Luego, ella volvió donde estaba Ignatius con dos botellas de champán y dos vasos.
—No tenemos Doctor Nuts —dijo, posando la bandeja en la mesa—. Mira, debes veinticuatro dólares por este champán.
—¡Esto es un ultraje! —dijo Ignatius dirigiendo unos cuantos mandobles de sable a la mujer—. Tráigame una cocacola.
—No hay coca. No hay Doctor Nuts. Sólo champán —la mujer se sentó—. Vamos, querido. Abre el champán. Tengo mucha sed.
El aliento apestoso asedió de nuevo a Ignatius, que se apretó el pañuelo sobre la nariz con tal fuerza que pensó que se ahogaría. Cogería algún germen con aquella mujer, un germen que correría rápidamente hacia su cerebro y le convertiría en un subnormal. La pobre señorita O’Hara. Atrapada allí, trabajando con colegas sub-humanos. El distanciamiento boeciano de la señorita O’Hara tenía que ser, por necesidad, orgulloso. La mujer hispana dejó caer la cuenta en el regazo de Ignatius.
—¡No se atreva a tocarme! —gritó él a través del pañuelo.
—¡Ave María! ¡Qué pato!  * —dijo la mujer para sí. Y añadió—:Mira, ahora me pagas, maricón. O te sacamos de aquí a patadas en ese culo grande que tienes.
—Qué gracia —masculló Ignatius—. Mire, yo no vine aquí a beber con usted. Vayase de mi mesa —resopló sonoramente, y añadió—: Llévese su champán.
—Oye, loco, tú estás…
La amenaza de la mujer quedó ahogada por la música de la banda, que emitió una especie de escuálida fanfarria. Lana Lee apareció en el escenario vistiendo lo que parecía un mono de lame dorado.
—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius.
El negro drogado le había engañado. Deseó escapar, pero se dio cuenta de que sería más prudente esperar a que la mujer terminara y saliera del escenario. Un instante después, estaba agazapado y pegado a un lado del escenario. Por encima de su cabeza, la propietaria nazi lanzaba:
—¡Bienvenidos, damas y viciosos!
Era un comienzo tan espantoso, que Ignatius estuvo a punto de tirar la mesa.
—Ahora mismo me pagas —exigía la mujer, metiendo la cabeza debajo de la mesa, para encontrar la cara de su cliente.
—Cállate, zaparrastrosa —silbó Ignatius.
La orquesta se adentró por una versión personal de Sophisticated Lady. La nazi gritaba: «Y ahora una beldad de Virginia, la señorita Harlett O’Hara.» Un viejo de una de las mesas aplaudió lánguidamente, e Ignatius atisbo por el borde del escenario y vio que la propietaria había desaparecido. En su lugar había un estrado decorado con aros. ¿Qué pretendía la señorita O’Hara?
De pronto, Darlene entró bailando en el escenario, con un traje de noche, que arrastraba metros de malla de nylon. En la cabeza llevaba un sombrero monstruoso. Al brazo, un pájaro monstruoso. Aplaudió alguien más.
—Mira, ya me estás pagando o si no, cabrón…
—Había muchos bailes con aquellos galanes, pero aun así, yo conservé mi honor —dijo cuidadosamente Darlene al pájaro.
—¡Oh, Dios mío! —aulló Ignatius, incapaz de guardar silencio por más tiempo—. ¿Harlett O’Hara es esta cretina?
La cacatúa advirtió su presencia antes que Darlene, pues sus ojillos se habían centrado en el aro de Ignatius desde que había salido a escena. Cuando Ignatius gritó, saltó del brazo de Darlene al escenario y, chillando y saltando, se lanzó a por la cabeza de Ignatius.
—Oh —gritó Darlene—. Ese loco.
Cuando Ignatius se disponía a salir del club, el pájaro saltó desde el escenario hasta su hombro. Hundió allí sus garras y luego asió el aro con el pico.
—¡Dios del cielo! —Ignatius dio un salto y golpeó al pájaro con sus hormigueantes manos. ¿Qué amenaza aviar había interpuesto en su camino la ruin Fortuna? Las botellas de champán y los vasos cayeron al suelo rompiéndose con estrépito mientras él corría tambaleante hacia la puerta.
—Vuelva aquí con mi cacatúa —gritó Darlene.
Lana Lee estaba ahora también en el escenario, chillando. La banda había parado. Los escasos parroquianos se apartaban de Ignatius, que se tambaleaba entre las mesas lanzando gritos ratoniles y golpeando aquella masa de rosadas plumas que tenía soldada a la oreja y al hombro.
—¿Cómo demonios consiguió entrar aquí ese individuo? —preguntaba Lana Lee a los confusos septuagenarios del público—. ¿Dónde está Jones? Que alguien me localice a ese Jones.
—Ven aquí, loco —gritaba Darlene—. ¡La noche del estreno! ¿Por qué tenía que venir la noche del estreno?
—Dios santo —jadeaba Ignatius, buscando la puerta; había dejado en su huida una estela de mesas volcadas—. ¿Cómo se atreven ustedes a lanzar a un pájaro rabioso entre sus desprevenidos clientes? Por la mañana serán ustedes demandados, pueden estar seguros de ello.
—¡Vamos! Me debe usted veinticuatro dólares. Y me los va a pagar ahora mismito.
Ignatius derribó otra mesa, mientras seguía su avance con la cacatúa. Luego sintió que perdía el aro, y la cacatúa, con el aro firmemente asido con el pico, se apartó de su hombro. Aterrorizado, Ignatius salió de un salto por la puerta, seguido de la mujer hispana que blandía la cuenta con mucha decisión.
—¡Buáaa! ¡Eh! —Ignatius pasó renqueante ante Jones, que nunca había supuesto que el sabotaje llegase a adquirir proporciones tan espectaculares. Jadeando, apretándose la taponada válvula, Ignatius continuó por la calle interponiéndose en el camino de un autobús Desire. Primero oyó gritar a la gente de la acera. Luego oyó un rechinar de neumáticos y un gemir de frenos. Y cuando alzó la vista, quedó cegado por unos faros que brillaban a unos centímetros sólo de sus ojos. Los faros bailaron y desaparecieron de su campo de visión cuando se desmayó.
Habría caído directamente delante del autobús si Jones no hubiera saltado a la calle y hubiera tirado con sus dos manazas del ropón blanco. Ignatius cayó, pues, hacia atrás, y el autobús, exhalando humos Diesel, pasó tonante a unos centímetros de sus botas.
—¿Está muerto? —inquirió esperanzada Lana Lee estudiando el montículo de material blanco que yacía en la calle.
—Espero  que  no.  Debe  veinticuatro dólares el  muy  maricón.
—Vamos, hombre, despierte —dijo Jones, echando una bocanada de humo sobre la masa inerte.
El tipo del traje de seda y del sombrero hongo salió de una calleja donde se había escondido cuando Ignatius entró en el Noche de Alegría. La salida de Ignatius del club había sido tan violenta y rápida, que el tipo se había quedado demasiado perplejo para reaccionar hasta entonces.
—Déjenme echarle un vistazo —dijo el hombre del sombrero hongo, agachándose y escuchando los latidos del corazón de Ignatius. Un latido como un timbal le indicó que la vida aún alentaba en el interior de los metros de ropón blanco. Aquel hombre cogió la muñeca de Ignatius. El reloj Ratón Mickey estaba roto.
—Está perfectamente Sólo se ha desmayado —el hombre carraspeó y ordenó débilmente—: Retírense todos. No le dejan respirar bien.
La calle estaba llena de gente y el autobús se había parado a unos cuantos metros, bloqueando el tráfico. De repente, aquello parecía la Calle Bourbon el Martes de Carnaval
A través de la oscuridad de sus gafas, Jones contemplaba al desconocido. Le parecía familiar, como una versión bien vestida de alguien a quien hubiera visto antes. Aquellos ojos débiles resultaban muy familiares. Jones recordaba aquellos mismos ojos encima de una barba pelirroja. Recordó luego los mismos ojos bajo una gorra azul en la comisaría, el día del incidente de los anacardos. No dijo nada. Un policía es un policía. Siempre era mejor ignorarles, a menos que te molestaran.
—¿De dónde salió? —preguntaba Darlene a la gente; la cacatúa rosa descansaba de nuevo en su brazo, con el aro de Ignatius en el pico como un gusano dorado—. Vaya noche de estreno. ¿Qué vamos a hacer, Lana?
—Nada —dijo furiosa Lana—. Dejar a ese tipo ahí hasta que pasen los basureros y se lo lleven. Pero ya verás cuando agarre a Jones por mi cuenta.
—¡Eh! ¡Qué caramba! Ese tipo entró a la fuerza. Yo luché con él y le agarré, pero el muy desgraciao parecía decidió a entra en el Noche de Alegría. Yo tenía miedo a rompe este traje que usté alquiló, a que tuviera usté que págalo. El Noche de Alegría está arruinándose. ¡Juáaa!
—Cierre el pico, Jones. Creo que voy a tener que llamar a todos mis amigos de la comisaría. Está despedido. Darlene también. Sabía que no debía dejarla salir al escenario. Y llévate ese pájaro, que no lo quiero en mi acera —Lana se volvió a la gente—: Bueno, amigos, ahora que están aquí todos, ¿qué les parece si entran en el Noche de Alegría? Tenemos un espectáculo con mucha clase.
—Mira, Lee —dijo la mujer hispana lanzando una bocanada de halitosis hacia Lana Lee—. ¿Quién va a pagar ahora los veinticuatro dólares del champán?
—Tú también estás despedida, latina asquerosa —Lana sonrió—. Vamos, adentro, amigos, disfruten de una buena bebida preparada por nuestros mezcladores técnicos especializados siguiendo instrucciones exactas.
La gente miraba, sin embargo, con curiosidad el montículo blanco, que resollaba ruidoso, declinando la invitación de Lana Lee.
Lana Lee estaba a punto de dar la vuelta y emprenderla a patadas con el montículo hasta hacerle volver en sí, y salir de su calle, cuando el hombre del sombrero hongo dijo muy cortésmente:
—Me gustaría utilizar su teléfono. Quizá sea mejor que llame a una ambulancia.
Lana miró el traje de seda, el sombrero, los ojos verdes e inseguros. Ella sabía localizar a un buen cliente. ¿Un médico rico? ¿Un abogado? Quizá lograse convertir aquel pequeño fracaso en algo positivo y beneficioso.
—Cómo no —murmuró—. Pero mire, no pierda usted el tiempo con ese tipo de la calle. Es un vagabundo. Podría usted aprovechar la velada y divertirse un poco.
Y rodeó la blanca montaña de tela blanca, que resollaba y roncaba volcánicamente. Ignatius, vagando por Fantasilandia, soñaba con una Myrna Minkoff aterrada, a quien juzgaba un tribunal del buen gusto y de la decencia, declarándola culpable. De un momento a otro, se iba a pronunciar una sentencia terrible, una sentencia que garantizaría daños físicos contra su persona, como castigo por sus innumerables delitos. Lana Lee se acercó más al hombre del traje de seda y buscó algo en su mono dorado de lame. Se acuclilló junto a él y, subrepticiamente, le mostró la foto boeciana.
—Eche un vistazo a esto, amigo. ¿Le gustaría pasar la noche con eso?
El individuo del sombrero hongo apartó la vista del rostro pálido de Ignatius y miró a la mujer, miró el libro, miró el globo terráqueo y la tiza y carraspeó una vez más. Luego dijo:
—Soy el patrullero Mancuso. Policía secreta. Queda usted detenida por proposición deshonesta y posesión de pornografía.
En ese momento irrumpieron, desbordando a la gente que rodeaba a Ignatius, los tres miembros del difunto cuerpo auxiliar femenino, Frieda, Betty y Liz.

TRECE

Ignatius abrió los ojos y vio algo blanco flotando encima suyo. Le dolía la cabeza, le palpitaba la oreja. Luego, sus ojos azules y amarillos fueron centrándose poco a poco, y, entre las brumas de la jaqueca, se dio cuenta de que estaba contemplando un techo.
—Así que al fin despertaste, chico —dijo cerca de él la voz de su madre—. Ya ves qué situación. Ahora sí que estamos hundidos del todo.
—¿Dónde estoy?
—No empieces a hacerte el listo conmigo, chico. No empieces, Ignatius. Te lo advierto. Ya estoy harta. Hablo en serio. ¿Cómo podremos mirar a la gente a la cara después de esto?
Ignatius volvió la cabeza y miró a su alrededor. Estaba echado en una pequeña celda formada por pantallas a ambos lados. Vio pasar enfermeras a los pies de la cama.
—¡Dios santo! Estoy en un hospital. ¿Quién es mi médico? Espero que hayas sido lo bastante generosa para procurarme los servicios de un buen especialista. Y un sacerdote. Haz venir uno. Ya veré si es aceptable.
Ignatius salpicó con una salivilla nerviosa la sábana que coronaba de nieve la cima de su vientre. Se tocó la cabeza y percibió que había un vendaje que cubría su jaqueca.
—¡Santo cielo! No temas decírmelo, madre. Ya veo, por el dolor, que esto debe ser mortal.
—Cállate y echa un vistazo a esto —y la señora Reilly, casi gritando, arrojó un periódico sobre el vendaje de Ignatius.
—¡Enfermera!
La señora Reilly le arrancó el periódico de la cara y le abofeteó en la boca.
—Cállate ya, loco, y echa un vistazo a este periódico —le temblaba la voz—. Estamos hundidos.
Bajo el titular que decía DISPARATADO INCIDENTE EN LA CALLE BOURBON, Ignatius vio tres fotografías unidas. A la derecha, Darlene con su vestido de noche, la cacatúa en el brazo y una sonrisa de cupletista; a la izquierda, Lana Lee se tapaba la cara con las manos, mientras subía por la parte trasera de un coche patrulla, ocupado ya por las tres cabezas trasquiladas de los miembros del cuerpo auxiliar femenino del Partido de la Paz. El patrullero Mancuso, el traje roto y el sombrero con el ala doblada, sostenía abierta la puerta del coche. En el centro, el negro drogado sonreía a lo que parecía ser una vaca muerta tumbada en la calle. Ignatius examinó más detenidamente la fotografía del centro, achicando los ojos.
—Pero ¿te has fijado? —atronó—. ¿Qué clase de patanes emplea este periódico en su sección fotográfico? Apenas si se distinguen mis rasgos.
—Lee lo que dice debajo de las fotos, muchacho.
La señora Reilly clavó un dedo en el periódico, como si quisiese alancear al fotógrafo.
—¡Lee, Ignatius! ¿Qué crees tú que dirá la gente en la Calle Constantinopla? Vamos, léemelo en voz alta, chico. Una pelea en la calle, fotos sucias, damas de la noche. Todo está ahí. Léelo, chico.
—Prefiero no leerlo. Probablemente sea todo mentira y basura. La prensa amarilla debe hacer sin duda toda clase de insinuaciones deshonrosas.
Sin embargo, Ignatius concedió al reportaje una lectura inconexa.
—¿Es posible que afirmen que aquel autobús no me atropello? —exclamó, furioso—. Ya el primer comentario es falso. Ponme en comunicación con el juzgado. Tenemos que demandarles.
—Cierra la boca. Léelo todo.
El pájaro de una bailarina de striptease había atacado a un vendedor de salchichas que iba disfrazado. A. Mancuso, policía secreta, había detenido a Lana Lee por proposición deshonesta y posesión de pornografía y por posar para hacerla Burma Jones, el mozo del bar, que hacía de portero, había acompañado a Mancuso a un armarito que había debajo de la barra, donde se descubrió material pornográfico. A. Mancuso explicó a los periodistas que llevaba algún tiempo trabajando en el caso, que había entrado en contacto ya con uno de los agentes de la Lee. La policía sospecha que la detención de la Lee desbarató un sindicato de distribución de pornografía por los institutos de enseñanza media de toda la ciudad. La policía encontró en el bar una lista de centros de enseñanza. A. Mancuso dijo que se buscaría a ese agente. Mientras A. Mancuso realizaba la detención, tres mujeres, Club, Steele y Bumper, surgieron de entre la gente que se había concentrado delante del bar y le atacaron. Fueron también detenidas. Ignatius Jacques Reilly, de treinta años, fue ingresado en un hospital, donde se le sometió a tratamiento por sufrir conmoción.
—Tuvimos la mala suerte de que hubiera un fotógrafo por allí sin hacer nada y pudiera sacarte una foto tirado en la calle como un vagabundo borracho —la señora Reilly empezó a sollozar—. Debería haber supuesto que sucedería algo así, al ver que tenías fotos sucias y que salías vestido como si fuera Martes de Carnaval.
—Fui a afrontar la noche más deprimente de mi vida —Ignatius suspiró—. Fortuna hizo girar su rueda como una prostituta borracha. No creo que pueda descender ya más —eructó—. ¿Puedo preguntar qué hacía allí ese policía cretino?
—Anoche, cuando te escapaste, telefoneé a Santa y le dije que localizara a Angelo en la comisaría y le pidiera que investigara qué hacías tú en la Calle St. Peter. Oí que dabas una dirección al taxista.
—Muy inteligente.
—Pensé que ibas a una reunión de comunistas. Me equivocaba. Dice Angelo que estuviste allí con una gente muy divertida.
—En otras palabras, me hiciste seguir —gritó Ignatius—. ¡Mi propia madre!
—Atacado por un pájaro —gimió la señora Reilly—. Eso sólo podía sucederte a ti, Ignatius. A nadie le ataca un pájaro.
—¿Dónde está aquel conductor de autobús? Hay que demandarlo inmediatamente.
—Pero si sólo te desmayaste, imbécil.
—¿Qué significa entonces este vendaje? No me siento nada bien. Debo tener dañado algún órgano vital, debí dañármelo al caerme en la calle.
—Sólo te hiciste un rasguño en la cabeza. No tienes nada. Te miraron con rayos equis.
—¿Así que han estado manipulando mi cuerpo mientras permanecía inconsciente? Podrías haber tenido el buen gusto de impedírselo. Sabe Dios por dónde habrán estado tanteándome esos médicos lujuriosos.
Ignatius se había dado cuenta de que además de la cabeza y la oreja, desde que se había despertado, había empezado a molestarle una erección. Y que exigía atención urgente, además.
—¿Te importaría dejar mi reservado un momento, mientras me inspecciono para ver si me han maltratado? Bastaría con cinco minutos.
—Mira, Ignatius —la señora Reilly se levantó y cogió a Ignatius por el cuello del pijama de lunares payasesco que le habían puesto—. No te hagas el listo conmigo porque te rompo la cara. Angelo me lo contó todo. Un chico con tu educación y tus estudios vagabundeando con gente rara por el Barrio Francés, entrando en un bar a ver a una dama de la noche —la señora Reilly gimoteó de nuevo—. Tuvimos suerte que no salió todo en el periódico. Habríamos tenido que dejar esta ciudad.
—Tú fuiste la que introdujiste mi alma inocente en aquel antro de bar. En realidad, la culpa de todo la tiene esa chica odiosa, esa Myrna. Hay que castigarla por sus fechorías
—¿Myrna? —la señora Reilly suspiró—. Pero si ni siquiera está en la ciudad. Ya estoy harta de tus historias, de ese cuento de que por culpa suya te echaron de Levy Pants. No puedes seguir haciéndome esto. Tú estás loco, Ignatius. Aunque es terrible que yo lo diga, mi propio hijo está mal de la cabeza,
—Tienes muy mala cara. ¿Por qué no echas a alguno de ésos y te metes en una de las camas que hay por aquí y duermes una siesta? Anda, vuelve de aquí a una hora.
—He estado levantada toda la noche. Cuando me llamó Angelo diciéndome que estabas en el hospital, casi me da un ataque. Casi me caigo de cabeza contra el suelo de la cocina. Podría haberme roto el cráneo. Luego, entré en mi cuarto a vestirme y me disloqué un tobillo. Y estuve a punto de chocar al venir con el coche.
—No, otro choque no —balbució Ignatius—. Esta vez tendría que irme a trabajar en las minas de sal.
—Toma, imbécil. Angelo me dijo que te lo diese.
La señora Reilly buscó junto a su silla y alzó del suelo el grueso volumen de La consolación por la filosofía. Lo lanzó contra la cama, apuntando una de sus esquinas a la barriga de Ignatius.
—Augg —gorgoteó Ignatius.
—Angelo lo encontró anoche en el bar —dijo audazmente la señora Reilly—. Alguien se lo robó en los lavabos de la estación de autobuses.
—¡Oh, Dios mío! Todo esto ha sido preparado —chilló Ignatius, blandiendo la inmensa edición entre sus zarpas—. Ahora lo entiendo todo. Te dije hace mucho que ese subnormal de Mancuso sería nuestra desgracia. Ahora ha asestado su golpe final. Qué inocente fui al prestarle este libro. Cómo me han embaucado
Cerró los ojos inyectados en sangre y balbuceó incoherentemente unos instantes. Luego continuó:
—Engañado por una pelandusca del Tercer Reich que ocultaba su rostro depravado detrás de mi propio libro la base misma de mi visión del mundo. Ay, madre, si supieses con qué crueldad me ha burlado una conspiración de subhumanos. Irónicamente, el libro de Fortuna me ha traído mala suerte. ¡Oh, Fortuna, degenerada impúdica.
—Cállate —gritó la señora Reilly, la cara empolvada crispada por la cólera—. ¿Quieres que venga aquí todo el pabellón de recuperación? ¿Qué crees que va a decir ahora la señorita Annie? ¡Cómo voy a mirar a la gente a la cara ahora, estúpido, loco! Ahora en el hospital quieren veinte dólares por dejarte salir. El conductor de la ambulancia no pudo llevarte al Hospital de Caridad como un buen hombre, no. Tuvo que traerte aquí, a un hospital de pago. ¿De dónde crees que voy a sacar los veinte dólares? Mañana tengo que pagar una factura de tu trompeta. Tengo que pagarle a aquel hombre lo de su casa.
—Esto es un ultraje. No pagarás los veinte dólares, desde luego. Es un atraco a mano armada. Vete ahora mismo a casa y déjame aquí. Se está muy bien. Es muy tranquilo. Aquí puedo recuperarme. Es exactamente lo que mi psique necesita en este momento. En cuanto tengas una oportunidad, tráeme los lápices y la carpeta que encontrarás en mi escritorio. Tengo que reseñar este trauma ahora que aún está fresco en la memoria. Te doy permiso para entrar en mi habitación. Ahora, si no te importa, tengo que descansar.
—¿Descansar? ¿Y pagar otros veinte dólares por otro día? Sal de esa cama. Llamé a Claude. Viene para acá y pagará tu factura.
—¿Claude? ¿Quién demonios es Claude?
—Un conocido.
—¿Pero en qué te has convertido? —balbució Ignatius—. Bien, aclaremos una cosa. Ningún desconocido va a pagar mi factura del hospital. Me quedaré aquí hasta que compre mi libertad un dinero honrado.
—Levántate ahora mismo de esa cama —gritó la señora Reilly. Asió el pijama, pero el cuerpo estaba hundido en el colchón como un meteorito.
—Levántate antes de que te rompa esa cara gorda a bofetadas.
Ignatius se incorporó cuando vio alzarse sobre su cabeza el bolso de su madre.
—¡Oh, Dios mío! Llevas el calzado de los bolos —Ignatius lanzó una mirada de sus ojos rosados, azules y amarillos, a un lado de la cama y fue bajando luego hasta la enagua de su madre y hasta sus calcetines de algodón caídos—. Sólo tú podías traer semejante calzado al lecho de dolor de tu hijo.
Pero su madre no respondió al reto. Tenía la resolución, la superioridad que proporciona la cólera profunda. Había en sus ojos un brillo acerado. Miró luego sus labios, delgados y firmes.
Todo iba mal.

II

El señor Clyde vio el periódico de la mañana y despidió a Reilly. La carrera como vendedor de aquel gorila grandullón había terminado. ¿Por qué llevaba aquel babuino el uniforme fuera de servicio? Un mono como Reilly podía echar abajo diez años de esfuerzos intentando crear una imagen comercial decente. Los vendedores de salchichas tenían ya bastantes problemas de imagen, sin necesidad de que uno de ellos se desmayase en la calle a la puerta de un prostíbulo.
El señor Clyde y el caldero hervían y humeaban. Si Reilly osaba aparecer de nuevo por Vendedores Paraíso, Incorporated, le clavaría el tenedor en el cuello. Pero estaban aquellos uniformes, y aquel atavío pirata. Reilly debía haber sacado furtivamente el disfraz de pirata del garaje, la tarde anterior. En realidad, no tendría más remedio que ponerse en contacto con aquel gorila. Aunque sólo fuese para decirle que no apareciese por allí. De un animal como Reilly no podía esperarse que devolviera el uniforme.
El señor Clyde telefoneó varias veces al número de la Calle Constantinopla sin obtener respuesta. Quizás le hubieran encerrado en algún sitio, y la madre del gorila debía estar tirada por el suelo, borracha perdida. Dios sabe. Menuda familia.

III

El doctor Tale llevaba una semana horrible. Una estudiante había encontrado una de aquellas amenazas con que le había abrumado años atrás aquel psicópata graduado. No sabía cómo había podido caer en sus manos. Los resultados eran ya sobrecogedores. Iban propagándose lentamente rumores clandestinos; estaba convirtiéndose en el hazmerreír de la universidad. Uno de sus colegas le había explicado por fin en una fiesta el porqué de las risas y los cuchicheos que interrumpían sus clases, antes tan respetables.
Aquel asunto de la nota, lo de «confundir y corromper a los jóvenes», había sido mal entendido y mal interpretado. Se preguntaba si podría verse-obligado a dar explicaciones a sus superiores académicos. Y aquello de los «testículos subdesarrollados»… El doctor Tale se encogió. Quizás fuera mejor sacarlo a la luz todo, pero significaría intentar localizar a aquel antiguo alumno, que era capaz, de todos modos, de negar su responsabilidad en el asunto. Quizá debiese limitarse a intentar explicar cómo era el señor Reilly. El doctor Tale le vio de nuevo, con su enorme bufanda, y a aquella espantosa anarquista de la valija que iba siempre con el señor Reilly inundando la universidad de panfletos. No se había quedado demasiado tiempo, por suerte, aunque aquel Reilly parecía planear convertirse en un elemento permanente de la universidad, como las palmeras y los bancos.
El doctor Tale les había tenido a ambos en clases distintas un lúgubre semestre, durante el cual habían interrumpido sus disertaciones con ruidos extraños y preguntas venenosas e impertinentes que nadie, Dios aparte, podría haber contestado. Se estremeció. A pesar de todo, debía localizar a Reilly y obtener de él una explicación y una confesión. Con que los estudiantes le echasen un vistazo, entenderían que la nota era una fantasía insustancial de una mente enferma. Podía dejar incluso que sus superiores académicos le echaran un vistazo también. La solución era, pues, una solución física, en realidad: presentar al señor Reilly en sus abundantes carnes.
El doctor Tale dio un sorbo al vodka con zumo V-8 que siempre tomaba después de una noche de copioso bebercio social y miró el periódico. La gente del Barrio Francés se divertía, por lo menos. Dio otro sorbo al vaso y recordó el incidente aquel de cuando el señor Reilly arrojó todos aquellos exámenes a la cabeza de los estudiantes, en aquella manifestación debajo de las ventanas de los despachos de los profesores. Sus superiores tenían que recordarlo también. Sonrió complacido y volvió a mirar el periódico. Eran muy cómicas las tres fotos. A él siempre le había divertido la gente vulgar y grosera (a una cierta distancia). Leyó el artículo y se atragantó, escupiendo líquido sobre la chaqueta del smoking.
¿Cómo habría caído tan bajo Reilly? De estudiante era excéntrico, pero aquello… Los rumores serían mucho peores si se descubría que aquella nota la había escrito un vendedor ambulante de salchichas. Reilly era capaz de presentarse en la universidad con el carro e intentar vender salchichas delante de la Facultad de Sociología. Convertiría deliberadamente todo aquel asunto en un circo. Sería una farsa desdichada en la que él, Tale, haría de payaso.
El doctor Tale posó el periódico y el vaso y se tapó la cara con las manos. Tendría que vivir con aquella nota. Lo negaría todo.

IV

La señorita Annie miró el periódico de la mañana y enrojeció. Se había estado preguntando por qué habría tanto silencio en casa de los Reilly aquella mañana. En fin, aquello era la última gota. Ahora, el barrio adquiriría mala fama. No podía soportarlo. Aquella gente tenía que irse. Conseguiría que los vecinos firmaran una petición.

V

El patrullero Mancuso miró otra vez el periódico. Luego, lo sostuvo junto al pecho y chispeó el flash. Había llevado su cámara fotográfica a la comisaría y le había pedido al sargento que le fotografiase con un telón de fondo oficial: el escritorio del sargento, los escalones de la comisaría, un coche patrulla, una agente de tráfico especializada en los que excedían la velocidad máxima en zonas escolares.
Cuando ya sólo le quedaba una fotografía, el patrullero Mancuso decidió combinar dos de los decorados para un final dramático. Mientras la agente de tráfico, fingiéndose Lana Lee, subía a la parte de atrás del coche patrulla haciendo muecas y blandiendo un puño vengador, el patrullero Mancuso miraba a la cámara con el periódico, ceñudo y serio.
—Bueno, Angelo, ¿nada más? —preguntó la agente, deseosa de llegar a una escuela próxima antes de que terminara en la zona el período de velocidad limitada.
—Muchísimas gracias, Gladys —dijo el patrullero Mancuso—. Mis chicos querían unas fotos más para enseñar a sus amiguitos.
—Claro, claro —dijo Gladys, apresurándose, el bolso a rebosar de tacos de multas—. Tienen todo el derecho a estar orgullosos de su papá. Me alegro de haber podido ayudarte, querido. Si quieres hacer más fotos, no tienes más que decírmelo
El sargento tiró el último flash en una papelera y posó la mano en el hombro vertical del patrullero Mancuso.
—Consiguió desbaratar usted solo la operación pornográfica más activa de la ciudad —luego aplicó una palmada al declive del omoplato del patrullero Mancuso y prosiguió—: Mancuso, precisamente usted habría de traernos a una mujer a la que no pudieron engañar siquiera nuestros mejores agentes secretos. Mancuso, según he sabido, ha estado trabajando en este caso fuera de servicio. Mancuso, puede identificar usted, al parecer, a uno de sus cómplices. ¿Quién ha sido el individuo que ha estado persiguiendo fuera de servicio, constantemente, a personajes como esas tres chicas e intentando su defunción? Mancuso, sólo Mancuso.
La piel aceitunada del patrullero Mancuso se ruborizó levemente, salvo en determinadas zonas arañadas por el cuerpo auxiliar femenino del Partido de la Paz. Allí la piel estaba simplemente roja.
—Ha sido sólo suerte —comentó el patrullero, carraspeando para librarse de una flema invisible—: Me dieron, una información, un soplo. Luego, ese Burma Jones me dijo que buscase en el armarito, debajo de la barra.
—Una redada hecha por un solo hombre, Angelo.
¿Angelo? El patrullero se convirtió en todo un espectro de matices del naranja al violeta.
—No me extrañaría que consiguiese un ascenso por esto —dijo el sargento—. Hace mucho ya que es usted patrullero. Y hace sólo un par de días yo le consideraba un mequetrefe. ¿Qué le parece eso? ¿Qué dice usted a eso, Mancuso?
El patrullero Mancuso carraspeó con mucha vehemencia.
—¿Puedo coger mi cámara? —preguntó, casi incoherentemente, una vez despejada la laringe.

VI

Santa Battaglia mostró el periódico a la foto de su madre y dijo: —¿Qué te parece esto, dime? ¿No te enorgulleces de tu nieto Angelo?  ¿Te gusta, querida?
Señaló luego la otra foto.
—¿Qué te parece ese chico chiflado de la pobre Irene tumbado ahí en la calle como si fuera una ballena muerta? ¿Verdad que es triste? Esa chica tiene que librarse de ese hijo. ¿Qué hombre va a casarse con Irene con ese gorila por la casa? Nadie, por supuesto.
Santa cogió la foto de su madre y le dio un beso sonoro y húmedo.
—Tú no te preocupes, mujer. Ya sabes que yo rezo por ti.

VII

Claude Robichaux miraba el periódico muy apesadumbrado en el tranvía que le llevaba al hospital. ¿Cómo podía aquel muchachote hacer sufrir así a una mujer tan dulce y delicada como Irene? Estaba tan pálida y tan agotada de las preocupaciones que le causaba aquel hijo. Santa tenía razón: a aquel hijo de Irene había que tratarlo antes de que causara más disgustos a su maravillosa madre.
Esta vez eran sólo veinte dólares. La próxima podría ser mucho más. Incluso con una buena pensión y algunas propiedades, uno no podía permitirse un hijastro así.
Pero lo peor de todo era el disgusto.

VIII

George estaba pegando el artículo en el álbum de recortes de Aprovechamiento Juvenil, que era uno de sus recuerdos del último semestre en el instituto. Lo pegó en una página vacía entre su dibujo de la aorta de un pato, de la clase de biología, y su trabajo sobre la historia de la Constitución. Tenía que admitir, desde luego, que aquel Mancuso sabía lo que se traía entre manos. George se preguntó si su nombre estaría en aquella lista que habían encontrado los policías en el armario. Si así era, quizá no fuese mala idea ir a visitar a su tío, el que vivía en la costa. Pero aun así, tendrían su nombre. Además, no tenía dinero para ir a ningún sitio. Lo mejor que podía hacer era no salir de casa en unos días. Si se dejaba ver por el centro, aquel Mancuso podría localizarle.
La madre de George, que estaba con la aspiradora en el otro extremo de la sala, veía muy contenta cómo su hijo trabajaba en el cuaderno de ejercicios. Quizá se interesase de nuevo por los estudios. Ni ella ni su padre eran capaces, al parecer, de hacer nada bueno de él. ¿Qué oportunidades podía tener hoy un chico que no tuviera el bachiller? ¿Qué podía hacer?
Apagó la aspiradora y fue a abrir la puerta. Habían llamado al timbre, George miraba las fotografías y se preguntaba qué estaría haciendo en el Noche de Alegría aquel vendedor de salchichas. No podía ser una especie de agente de la policía, desde luego. En fin, Goerge no le había dicho de dónde procedían las fotos. Había algo extraño en todo aquello.
—¿La policía? —oyó preguntar a su madre, en la puerta—. Deben equivocarse ustedes de piso.
George se lanzó hacia la cocina, pero comprendió en seguida que no podía ir a ninguna parte. Aquellos pisos sólo tenían una salida.

IX

Lana Lee hizo trizas el periódico y luego fue haciendo trizas los fragmentos. Cuando la matrona se detuvo junto a la celda para decirle que la limpiara, uno de los miembros del cuerpo auxiliar femenino, que compartían con Lana la celda, dijo a la matrona:
—Largúese. Nosotras somos las que vivimos aquí, nos gusta que haya papeles por el suelo. Largúese.
—Desaparezca —añadió Lee.
—Esfúmese —dijo Betty.
—Ya me encargaré yo de esta celda —contestó la matrona—. Ustedes cuatro han estado haciendo ruido desde que llegaron anoche.
—Sáqueme de este maldito agujero —chilló Lana Lee a la matrona—. No puedo aguantar ni un momento más con estos tres vampiros.
—Eh —dijo Frieda a sus dos compañeras de apartamento—. A esta muñeca no le gustamos.
—Es la gente como vosotras la que estropea el Barrio Francés —dijo Lana a Frieda.
—Cállate —le dijo Liz.
—Basta ya, queridas —dijo Betty.
—Sáqueme de aquí —gritó Lana, a través de las rejas—. He pasado una noche infernal con estos tres bichos. Tengo mis derechos. No pueden dejarme aquí.
La matrona le sonrió y se fue.
—¡Eh! —gritó Lana al fondo del pasillo—. Vuelva acá.
—Tómatelo con calma, queridita —aconsejó Frieda—. Deja de mover la barca. Ahora, ven acá y enséñanos esas fotos tuyas que tienes escondidas en el sostén.
—Sí —dijo Liz.
—Saca las fotos, muñeca —ordenó Betty—. Estoy cansada ya de mirar estas paredes espantosas.
Las tres sé lanzaron a la vez sobre Lana

X

Dorian Greene dio vuelta a una de sus austeras tarjetas de visita y escribió en ella: «Se alquila apartamento elegantísimo. Información en 1A.» Salió luego a la acera de losas y clavó la tarjeta en el extremo de una de las persianas. Las chicas estarían encerradas esta vez por una temporada. La policía se mostraba siempre muy severa con las reincidencias. Era una lástima que las chicas no hubieran sido nunca muy sociables con sus camaradas residentes en el Barrio Francés; alguien les hubiera mostrado sin duda aquel patrullero maravilloso y así no hubieran cometido el fatal error de atacar a un miembro del cuerpo de policía.
Pero las chicas eran tan impulsivas y tan agresivas. Dorian tenía la sensación de que sin ellas, tanto él como su edificio estaban completamente desprotegidos. Tuvo especial cuidado de cerrar bien el portón de hierro forjado. Luego volvió a su apartamento para terminar la tarea de limpiar lo que había quedado de la asamblea constituyente. Había sido la fiesta más fabulosa de toda su carrera. En su apogeo, Timmy se había caído de una lámpara y se había dislocado el tobillo.
Dorian recogió una bota vaquera que tenía el tacón roto y la tiró a la papelera, preguntándose si aquel absurdo Ignatius J. Reilly se encontraría bien. Algunas personas eran sencillamente insoportables. La dulce madre de la Reina Gitana debía estar deshecha del disgusto, con toda aquella publicidad horrible en los periódicos.

XI

Darlene recortó su fotografía del periódico y la puso en la mesa de la cocina. Vaya noche de estreno. En fin, por lo menos había conseguido publicidad.
Recogió su vestido de Harlett O’Hara del sofá y lo colgó en el armario, mientras la cacatúa la observaba y chillaba un poco desde su aro. Jones se había precipitado, sin duda, cuando descubrió que aquel hombre era un policía, llevándole directamente a aquel armario que había debajo de la barra. Ahora, los dos estaban sin trabajo. El Noche de Alegría estaba clausurado. Lana Lee estaba retirada de la circulación. Aquella Lana. Posando para fotos francesas. Por dinero era capaz de cualquier cosa.
Darlene contempló el aro dorado que había traído a casa la cacatúa. Lana había acertado en lo que había dicho. Aquel loco gordo era realmente el beso de la muerte. Qué mal trataba a su pobre mamá. Pobre señora.
Darlene se sentó a pensar en las posibilidades de trabajo que tenía. La cacatúa aleteó y chilló hasta que le puso el aro, su juguete favorito, en el pico. Luego, sonó el teléfono, y cuando lo descolgó, una voz de hombre dijo:
—Oiga, consiguió usted muchísima publicidad con lo de ayer. Mire, yo llevo un club en el 500 de Bourbon y…

XII

Jones extendió el periódico sobre la barra del Mattie’s Ramble Inn y echó una bocanada de humo sobre él.
—¡Juáaa! —le dijo al señor Watson—. Me dio usté una buena idea con esa mierda del sabotaje. Ahora el sabotaje me lo hice a mí, que me veo otra vé vagabundo. ¡Sí, señó!
—Parece que este sabotaje estalló como una bomba nucular.
—Ese gordo chiflao es una bomba nucular garantiza al cien por cien. Mierda. Se lo echas encima a alguien y resulta que tó el mundo queda cogió en la lluvia radiactiva, le vuela el culo a tó el mundo. Sí, señó. El Noche de Alegría anoche era un verdadero zoo. Primero el pájaro, luego aquel gordo desgraciao y luego tres tipas que parecían recién escapas del gimnasio. Mierda. Tos allí peleando y arañando y chillando y aquel gordo chiflao grandote tirao en la calle como si estuviera muerto, la gente peleando y maldiciendo y dando vuelta alrededó de aquel tipo gordo desmayao allí en la calle. Parecía una pelea de una película del Oeste, una pelea de una banda. Se juntó un gentío tremendo allí en la Calle Bourbon. Parecía que teníamos un partido de fútbol. Y al final apareció la policía y agarró a aquella desgracia de la Lee. ¡Sí, señó! Resulta que ella no tenía ningún amigo en la comisaría. Puede que detengan también a alguno de aquellos huérfanos a los que ella ayudaba. ¡Juáaa! Y aquel periódico envió un montón de tipos allí a toma fotos y me preguntaron lo que había pasao. ¿ Quién dice que un tipo de coló no pué conseguí que pongan su foto en primera página? Sí, señó. Juá. Voy a sé el vagabundo más famoso de la ciudá. Ya se lo dije yo al patrullero Mancuso. Fui y le dije: «Bueno, ahora este burdel se va a queda cerrao, ¿qué tal si le dice usté a su amigo de la comisaría que le ayudé para que no ande fastidiándome y diciendo que soy un vagabundo?» ¿Quién quiere verse metió en la cárcel con Lana Lee? Ya era bastante mala fuera. Mierda.
 —¿Tienes algún plan de trabajo, Jones?
Jones soltó una nube oscura, aviso de tormenta, y luego dijo: —Después del trabajo que he hecho por menos del salario mínimo, me merezco unas vacaciones pagas. Sí, señó. ¿Dónde voy a encontrá otro trabajo? Ya hay demasiaos tipos de coló arrastrando el culo por la calle. Sí, señó. ¡Juá! Es muy difícil conseguí un trabajo remunerao. Yo no soy el único tipo que tiene ese problema. Esa Darlene lo va a teñe muy difícil, le va a costa mucho encontrá trabajo para ella y para esa águila bailarina. La gente no olvidará lo que pasó la primera vez que metió el culo en un escenario y le echarán agua a la cara si va a pedí trabajo. ¿Comprendes? Usas a un tipo como ese gordo desgraciao pa hace sabotaje y resulta que luego hay mucha gente inocente como Darlene que acaba jodia. Como decía siempre la señorita Lee, aquel gordo chiflao es capaz de arruina la inversión de tós. Darlene y su águila voladora probablemente deben está mirándose ahora y diciendo: «¡Juá! Qué fracaso de noche de estreno!» ¡Sí, señó! ¡Vaya noche de estreno! Siento muchísimo que el sabotaje perjudicara a Darlene, pero cuando vi a aquel gordo desgraciao, no pude remedíalo. Sabía que organizaría una explosión en el Noche de Alegría. Sí, señó. Y explotó de verdá. ¡Sí, señó!
—Suerte tuviste de que los policías no te detuvieran también a ti por trabajar en aquel bar.
—Aquel patrullero Mancuso dijo que agradecía que le hubiese enseñado el armarito. Dijo: «Nosotros los policías necesitamos gente como usté, que nos ayude.» Me dice: «Gente como usté es la que me ayuda a mí a hace mi trabajo.» Y yo voy y le digo: «¡Juáaa! No se olvide de decile a su amigo de la comisaría que no empiecen a perseguime por vagabundo.» Y va él y me dice: «Pues sí, claro que sí que lo haré. En comisaría sabrán tos lo que has hecho, sí, hombre». Ahora ellos los policías me aprecian. ¡Sí, señó! A lo mejó hasta me dan una especie de premio. ¿Por qué no?
Jones dirigió una bocanada de humo hasta la cabeza tostada del señor Watson.
—Y aquella cabrona de la Lee que tenía una foto suya metía en aquel armarito. El patrullero Mancuso se quedó mirando las fotos y casi se le caen los ojos al suelo. Decía: «¡Juáaa! ¡Eh! ¡Ahí va!», decía: «Muchacho, ahora sí que lo he conseguío, ahora sí que me ascenderán.» Y yo me dije entonces: «Bueno, pué que algunos asciendan. Y que otros vuelvan otra vez de vagabundos. Después de esta noche, algunos no van a teñe ya su empleo remunerao por debajo del salario mínimo. Algunos van a teñe que arrastra el culo otra vez por ahí por la ciudá. Y otros se pondrán aire acondicionao y televisión en coló.» Mierda. Primero soy barredó especializao y ahora soy vagabundo.
—Las cosas siempre pueden ponerse todavía peor.
—Sí. Dices bien, amigo. Tú tienes tu negocito, tienes tu hijo que está enseñando en la escuela y que debe teñe su aire acondicionao y su Buick y su televisión en coló. ¡Juá! Yo ni siquiera tengo un transiste. Él salario del Noche de Alegría mantenía a la gente por debajo del nivel del acondicionado de aire —Jones formó una nube filosófica—. Pero tú tienes razón en parte, Watson. Las cosas pueden empeora todavía má. Yo podría sé, por ejemplo, aquel gordo desgraciao. ¡Puaf! A un tipo así, pué pasarle cualquier cosa. ¡Sí, señó!

XIII

El señor Levy se instaló en el sofá de nylon amarillo y desplegó el periódico, que se entregaba todas las mañanas en la costa pagando una suscripción algo más alta. Era maravilloso poder tener el sofá para él solo, pero la desaparición de la señorita Trixie no bastaba para levantarle el ánimo. No había dormido en toda la noche. La señora Levy estaba en su tabla de ejercicios aplicando unos cuantos masajes matutinos a su obesidad. Guardaba silencio, ocupada en ciertos planes para la Fundación que estaba anotando en un papel que mantenía apoyado en la ondulante sección frontal de la tabla. Posando el lápiz un momento, estiró la mano para elegir una pasta de la caja que tenía en el suelo. Y las pastas eran precisamente el motivo de que el señor Levy no hubiera dormido en toda la noche. La señora Levy y él habían atravesado bosques para ir a ver al señor Reilly a Mandeville y se habían encontrado no sólo con que no estaba allí sino que, además, una autoridad del lugar, que les había tomado por bromistas, les había tratado muy groseramente. La señora Levy tenía cierto aire de bromísta con su pelo de un color blanco dorado, las gafas de sol de cristales azules, la máscara de maquillaje aguamarina que formaba un círculo alrededor de los cristales azules, como un halo. Allí sentada en el coche deportivo, ante el edificio principal de Mandeville, con la caja inmensa de pastas holandesas en el regazo, debió resultarle un tanto sospechosa a aquella autoridad, pensaba el señor Levy. Pero ella se lo había tomado con mucha calma. Al encontrar al señor Reilly no parecía importarle demasiado a la señora Levy. Su marido estaba empezando a tener la sensación de que no tenía grandes deseos de que lo encontrase, de que, en algún rincón de su cabeza, tenía la esperanza de que Abelman ganase el pleito para poder esgrimir la ruina consiguiente ante Susan y Sandra, como el último y definitivo fracaso de su padre. Aquella mujer tenía una mentalidad tortuosa que sólo era predecible cuando olfateaba una oportunidad de derrotar a su marido. Ahora, el señor Levy empezaba a preguntarse de qué lado estaba ella, en realidad: del suyo o del de Abelman.
El señor Levy había pedido a González que cancelara sus reservas para las prácticas de primavera. Había que resolver el asunto de Abelman. El señor Levy estiró el periódico y comprendió de nuevo que, si su sistema digestivo hubiera sido capaz de soportarlo, debería haber dedicado más tiempo a supervisar Levy Pants. No habrían pasado cosas como aquélla. La vida podía ser más tranquila. Pero sólo el nombre, sólo las tres sílabas de «Levy Pants», provocaban en su pecho complicaciones ácidas. Quizá debería haberle cambiado el nombre. Quizá debería haber cambiado a González. Pero el jefe administrativo era tan leal. Amaba su ingrato trabajo mal pagado. No podías darle la patada así por las buenas. ¿Dónde iba a encontrar otro trabajo? Y aún más importante: ¿quién iba a querer sustituirle? Una buena razón para seguir con Levy Pants era para que González tuviera un empleo. Aunque el señor Levy lo intentase, no podía dar con otro motivo para mantener la fábrica en marcha. González podría suicidarse si la fábrica se cerraba. Había que tener en cuenta aquella vida humana. Además, nadie, al parecer, quería comprar aquello.
León Levy podría haber puesto otro nombre a su empresa, además. Cuando Gus Levy tenía veintitantos años, le propuso a su padre un cambio de nombre, pues, según él, podría ayudar a mejorar el negocio, y su padre le había dicho: «Así que ahora Levy Pants no te parece un buen nombre. La comida que comes tú es «Levy Pants». El coche que conduces es «Levy Pants». Yo soy «Levy Pants». ¿Qué gratitud es ésa? ¿Es ésa la devoción que se merece un padre de su hijo? Luego tendría que cambiar mi apellido. Cállate de una vez, desvergonzado. Vete a jugar con tus coches y a divertirte con esas chicas. Ya tengo una depresión a la que enfrentarme, no necesito consejos inteligentes tuyos. Mejor sería que le dieses esos consejos a Hoover. Deberías ir a decirle que cambiara su apellido por el de Schlemiel. ¡Fuera de mi despacho! ¡Cállate!»
Gus Levy miró las fotos y el artículo de la primera página y silbó entre dientes:
—¡Vaya, vaya, caramba!
—¿Qué pasa, Gus? ¿Algún problema? ¿Tienes algún problema? Estuviste toda la noche despierto. Ya oí el baño de remolino, estuvo toda la noche funcionando Vas a tener una crisis depresiva, ya verás. Vete, por favor, a ver al médico de Lenny antes de que te pongas violento.
—Acabo de encontrar al señor Reilly.
—Supongo que estarás contento.
—¿Tú no? Mira, sale en el periódico.
—¿De veras? Enséñamelo, ven aquí. Siempre tuve curiosidad por saber qué habría sido de ese joven idealista. Supongo que le habrán concedido alguna condecoración.
—Pero si el otro día decías que era un psicópata.
—Si fue lo bastante listo para hacernos ir a Mandeville como dos imbéciles, no puede ser un psicópata. Hay que ver: hasta alguien como ese idealista puede burlarse de ti.
La señora Levy contempló a las dos mujeres, al pájaro, al sonriente portero.
—¿Y él dónde está? No veo ningún idealista —el señor Levy señaló la vaca herida de la calle—. ¿Es ése? ¿En el arroyo? Oh, es trágico. Juerga, borrachera, desesperación, convertido ya en un vagabundo deforme. Anótalo en tu libro, junto a la señorita Trixie y junto a mí, como otra vida que has destrozado.
—Un pájaro le picó en la oreja o algún disparate así. Mira, fíjate en la colección de personajes de los bajos fondos que aparecen en esta foto. Ya te dije yo que tenía antecedentes. Esa gente son sus compinches. Bailarinas de striptease y chulos y pornógrafos.
—Antes estaba consagrado a causas idealistas. Mírale ahora. Pero no te preocupes. Algún día pagarás por todo esto. Dentro de unos meses, cuando Abelman haya acabado contigo, andarás por las calles con un carro, igual que tu padre. Aprenderás lo que pasa cuando se anda jugando con gente como Abelman, cuando se lleva el negocio como un playboy. A Susan y Sandra les dará un ataque cuando descubran que no tienen ni un céntimo a su nombre. Te dirán adiós definitivamente. Gus Levy, expadre.
—Bueno, me voy ahora mismo a la ciudad a hablar con ese Reilly. Aclararé el asunto de esa maldita carta.
—Jo jo jo. Gus Levy detective. No me hagas reír. Probablemente escribieras tú mismo esa carta un día, después de ganar en las carreras, porque te sentías bien. Sabía que esto acabaría así.
—Sabes, creo que estás deseando que llegue el juicio. En realidad, quieres verme arruinado, aunque te hundas conmigo.
La señora Levy bostezó y dijo:
—¿Acaso puedo oponerme al destino que te has marcado toda tu vida? Esto demostrará a las niñas que lo que llevo tanto tiempo diciéndoles de ti es cierto. Cuanto más pienso en ese pleito de Abelman, mejor comprendo que todo este asunto es inevitable, Gus. Menos mal que mi madre tiene algo de dinero. Siempre supe que algún día tendría que volver con ella. Ella tendrá que prescindir de San Juan, la pobre. Susan y Sandra no van a vivir de cacahuetes.
—Cállate de una vez, ¿quieres?
—¿Me dices que me calle? —la señora Levy subía y bajaba por la tabla—. ¿Crees que voy a contemplar tu ruina en silencio? Tengo que hacer planes para mí y para mis hijas. En fin, la vida sigue, Gus. No puedo acabar contigo en el arroyo. Menos mal que tu padre no vive: Si él hubiera visto perderse Levy Pants por una broma de mal gusto, verías. Créeme, León Levy te habría hecho huir del país. Aquel hombre tenía valor, decisión. Y, pase lo que pase, habrá una Fundación León Levy. Aunque mamá y yo tengamos que apretarnos el cinturón, crearé esos premios. Quiero honrar y recompensar a la gente que tenga el valor y el coraje que tenía tu padre. No permitiré que arrastres su nombre contigo al arroyo. Cuando acabe lo de Abelman, suerte tendrás si consigues que te contraten como chico del agua en uno de esos equipos que tanto te gustan. Ya verás entonces lo que es trabajar, muchacho, lo que es correr de un sitio a otro con el cubo y la esponja como un pordiosero. Pero no te compadezcas de ti mismo. La culpa es sólo tuya.
El señor Levy se daba cuenta de que la extraña lógica de su esposa exigía que él se arruinase. Su esposa quería presenciar la victoria de Abelman; veía en aquella victoria una extraña justificación. Dado que la señora Levy había leído la carta de Abelman, su pensamiento debía haber estado trabajando en el caso desde todos los ángulos. Mientras pedaleaba en la bicicleta fija o saltaba en la tabla, su sistema de razonamiento probablemente le dijese con progresiva convicción que Abelman debía ganar el pleito. Y no sólo sería una victoria de Abelman sino también una victoria suya. Todos los carteles y signos indicadores, coloquiales y epistolares, que había mostrado a las chicas indicaban el fracaso definitivo y terrible de su padre. La señora Levy no podía permitir que se demostrase lo contrario. Necesitaba aquel pleito y la indemnización de quinientos mil dólares. No le interesaba siquiera que su marido hablase con Reilly. El caso Abelman había pasado del plano puramente material y físico a otro ideológico y espiritual, en el que fuerzas cósmicas y universales decretaban que Gus Levy debía perder, que un desolado Gus Levy, abandonado por sus hijas, debía vagar indefinidamente con el cubo y la esponja.
—Bueno —dijo al fin el señor Levy—. Voy a buscar a ese Reilly.
—Qué decisión. No puedo creerlo. Pero no te molestes, no podrás acusar de nada al joven idealista. Es demasiado listo. Se burlará otra vez de ti. Ya verás. Será otro viaje en vano. Será como volver a Mandeville. Pero esta vez, te detendrán; un hombre ya maduro conduciendo ese juguetito, un coche deportivo de estudiante.
—Iré directamente a su casa.
La señora Levy plegó sus notas de la Fundación y apagó la tabla de ejercicios, diciendo:
—Bueno, si vas a ir a la ciudad, llévame contigo. Me preocupa la señorita Trixie, desde que González informó que le había mordido la mano al gángster. Tengo que verla. Manifiesta de nuevo su antigua hostilidad hacia Levy Pants.
—¿Aún quieres seguir jugando con ese vejestorio? ¿Es que no la has atormentado ya bastante?
—No me dejas hacer siquiera una obra buena. Tu carácter ni siquiera en los libros de psicología está catalogado. Deberías ir de una vez a ver al médico de Lenny, por su bien. En cuanto apareciese tu caso en las publicaciones psiquiátricas, le invitarían a ir a hablar a Viena. Le harías famoso, lo mismo que aquella chica lisiada o algo así, que fue quien situó a Freud en el mapa.
Mientras la señora Levy se cegaba con capas de pintura de ojos aguamarina, preparándose para su excursión de caridad, el señor Levy sacó el coche deportivo del monumental garaje de tres plazas, construido como una sólida y rústica cochera, y se quedó sentado en él, contemplando la plácida bahía. Le brotaban del pecho pequeños dardos de ardor. Tenía que conseguir que Reilly hiciera una especie de confesión. Los leguleyos de Abelman podían barrerle; no podía darle a su esposa la satisfacción de presenciarlo. Si Reilly confesase que había escrito la carta, si, de algún modo, podía salir de aquello bien, cambiaría. Prometía convertirse en una persona nueva. Supervisaría incluso un poquito la empresa. Además, supervisarla un poco era lo más racional y lo más práctico. Una fábrica incontrolada era como un niño incontrolado: podía convertirse en delincuencia, en algo que crease toda clase de problemas que, con un poco de atención, un poco de cuidado, podrían evitarse. Cuanto más al margen se mantuviera de Levy Pants, más le torturaría. Levy Pants era como un defecto congénito como una maldición heredada.
—Toda la gente que conozco tiene un sedán grande —dijo la señora Levy, entrando en el cochecito—. Tú no. Tú tienes que tener un coche de jovencito que cuesta más que un Cadillac y en el que siempre me despeino.
Para demostrar que tenía razón, un mechón enlacado flotó rígido, batido por la brisa, en cuanto salieron a la carretera de la costa. Ambos guardaron silencio durante el viaje por las marismas. El señor Levy pensaba nervioso en su futuro. La señora Levy pensaba en el suyo muy contenta; las pestañas aguamarinas aleteaban tranquilamente al viento. Por fin, entraron atronando en la ciudad, y el señor Levy aceleraba a medida que percibía que se aproximaba a aquel chiflado de Reilly. De juerga con aquella gente por el Barrio Francés… Dios sabe cómo sería la vida personal de aquel Reilly. Un incidente disparatado tras otro, locura tras locura.
—Creo que he desvelado tu problema —dijo la señora Levy cuando aminoraron la marcha, ya en el tráfico urbano—. Tu forma de conducir me ha dado la clave. Se encendió una luz. Ahora sé por qué has ido a la deriva, por qué no tienes ninguna ambición, por qué has tirado a la basura un gran negocio —la señora Levy hizo una pausa para dar un efecto más teatral a sus palabras—. Tienes un impulso de muerte.
—Cállate, te lo digo por última vez.
—Agresividad, hostilidad, resentimiento —dijo muy feliz la señora Levy—. Esto acabará muy mal, Gus.
Como era sábado, Levy Pants había cesado de agredir a su manera el sistema de la libre empresa durante el fin de semana. Los Levy pasaron ante la fábrica que, abierta o cerrada, parecía igualmente moribunda desde la calle. Un humo lánguido, como el que se produce al quemar hojas, brotaba de una de aquellas chimeneas como antenas. El señor Levy se preguntó de qué sería aquel humo. Algún obrero debía haber dejado una de las mesas de cortar pegada a un horno el viernes por la noche. Quizás hubiera alguien allí, incluso, quemando hojas. Cosas más extrañas habían pasado. La propia señora Levy durante una fase de ceramista que tuvo, había utilizado para sus cacharros uno de los hornos de la fábrica.
Después de que pasaron la fábrica y la señora Levy la miró y dijo «triste, triste», giraron, siguiendo el río, y pasaron ante un impresionante edificio de apartamentos de madera situado frente al muelle de la calle Desire. Un rastro de trapos hacía señas a los que pasaban para que subieran las despintadas escaleras de entrada hacia algún objetivo dentro del edificio.
—No tardes demasiado —dijo la señora Levy, mientras pasaba por el proceso de incorporación y desplegado que era necesario para sacar el cuerpo del coche deportivo. Llevaba consigo la bolsa de pastas surtidas holandesas, destinada, en principio, al paciente de Mandeville.
—Estoy hartándome, ya de este asunto. Mejor que me entretenga con las pastas, porque así no tendré que conversar mucho —sonrió a su marido—. Buena suerte con el idealista. No dejes que te engañe otra vez.
El señor Levy continuó hacia la parte alta de la ciudad. En un semáforo comprobó la dirección de Reilly en el periódico de la mañana, doblado y colocado entre los dos asientos. Siguió el río por Tchoupitoulas y giró hacia Constantinopla, saltando por los baches de ésta, hasta que encontró la casa de miniatura. ¿Cómo podía vivir un tipo tan grandote en aquella casa de muñecas? ¿Cómo podía entrar y salir por aquella puerta?
El señor Levy subió las escaleras y leyó el letrero «Paz a cualquier precio», fijado con una chincheta a una de las columnas del porche y el otro, el de «Paz a los hombres de buena voluntad», que estaba clavado con chinchetas en la fachada de la casa. Aquél era el lugar, no había duda. Dentro, sonaba el teléfono.
—¡No están en casa! —gritó una mujer desde detrás de una cortina, en la casa de al lado—. Ese teléfono lleva toda la mañana sonando.
Las persianas de la puerta de entrada de la casa de al lado se abrieron y salió al porche una mujer de rostro atormentado, que apoyó los codos enrojecidos en la barandilla del porche.
—¿Sabe usted dónde está el señor Reilly? —preguntó el señor Levy.
—Yo lo único que sé es que ha salido en el periódico de la mañana. Debería estar en el manicomio. Tengo los nervios destrozados. Cuando me vine a vivir aquí, firmé mi sentencia de muerte.
—¿El vive solo aquí? Una vez que llamé, me contestó una mujer.
—Debía ser su mamá. Tiene también los nervios destrozados. Tendría que meterle en el hospital o donde fuera.
—¿Usted conoce bien al señor Reilly?
—Desde que era un crío. Qué orgulloso estaba su madre de él entonces. En el colegio, las hermanas le querían muchísimo. Era precioso. Y fíjese cómo acabó, tirado en el arroyo. En fin, mejor será que vayan pensando en irse de aquí. No estoy dispuesta a aguantar más. Ahora sí que discutirán de verdad.
—Dígame una cosa, usted conoce bien al señor Reilly, ¿cree usted que es muy irresponsable, o quizás peligroso incluso?
—¿Qué quiere usted de él? —los lúgubres ojos de la señorita Annie se achicaron—. ¿Se ha metido en otro lío?
—Me llamo Gus Levy. El señor Reilly trabajó para mí.
—¿Sí? No me diga. Ese loco de Ignatius estaba orgullosísimo del trabajo que tenía en ese sitio. Yo le oía decirle a su mamá que le iban muy bien las cosas, sí, le iban muy bien. Y, al cabo de unas semanas, le echaron. En fin, si trabajó para usted, le conocerá bien.
¿Es posible que aquel pobre chiflado de Reilly estuviera realmente orgulloso de trabajar en Levy Pants? Siempre lo había dicho, desde luego. Qué mejor prueba de su locura.
—Dígame, ha tenido problemas con la policía, ¿verdad? Tiene antecedentes…
—A su mamá venía a verla un policía. Un policía secreta normal. Pero a Ignatius no. La verdad es que a su madre le gusta algo el pimple. Últimamente no la veo mucho borracha, pero hace un tiempo, empinaba el codo de lo lindo. Un día salí al patio de atrás y se había enredado en una sábana húmeda que estaba colgando del tendal. Señor, vivir al lado de esta gente, me ha acortado la vida por lo menos diez años. ¡Los ruidos! Banjos y trompetas y gritos y chillidos y la televisión. Los Reilly deberían trasladarse al campo, vivir en una granja. Tengo que tomar seis, siete aspirinas, todos los días.
La señorita Annie metió la mano en el cuello de su bata de casa, buscando algún tirante que se le había deslizado del hombro.
—Pero voy a decirle una cosa —prosiguió—. Quiero ser justa. Ese Ignatius era un buen chico hasta que se le murió aquel perro grande que tenía. Tenía un perro muy grande que venía siempre a ladrar debajo de mi ventana. Así empecé yo a enfermar de los nervios. Luego, el perro murió. Bueno, pensé yo, puede que ahora tenga un poco de paz y tranquilidad. Pero no. Ignatius colocó el perro en el salón de su mamá con unas flores en la pata. Entonces fue cuando él y su mamá empezaron a pelearse por primera vez. La verdad es que creo que fue entonces cuando ella empezó a beber. En fin, Ignatius fue a ver al sacerdote y le pidió que viniese a decirle las oraciones al perro. Ignatius quería hacer una especie de funeral. Bueno, el sacerdote dijo que no, claro, y creo que fue entonces cuando Ignatius dejó la Iglesia. Y, en fin, se montó su propio funeral. Un chico tan grande, que ya estaba estudiando bachiller, no debería haber hecho una cosa así. ¿Ve usted aquella cruz?
El señor Levy miró lánguidamente la cruz celta que se pudría en el patio.
—Allí fue donde pasó todo. El tenía dos docenas de amiguitos por allí de pie, en aquel patio, mirándole. Ignatius llevaba puesta una capa grande, como Supermán, y había velas encendidas, muchas velas. Y su mamá daba voces continuamente desde la puerta diciéndole que tirase el perro a la basura y que entrase en casa. En fin, fue entonces cuando las cosas empezaron a ir mal por aquí. Luego, Ignatius estuvo unos diez años en la universidad. Su madre estuvo a punto de arruinarse. Tuvo que vender el piano que tenían. En fin, a mí eso no me importa. Debería haber visto usted la chica que eligió él en la universidad. Me dije: «Bueno, en fin, puede que Ignatius se case y se vaya.» Me equivocaba. Se pasaban la vida sentados en la habitación de él. Y todas las noches organizaban conciertos y discusiones. ¡Las cosas que he oído desde mi ventana! «Bájate esa falda» y «Sal de mi cama» y «Cómo te atreves. Soy virgen». Era horroroso. Tenía que tomar aspirinas las veinticuatro horas del día. En fin, la chica acabó yéndose. No es que la culpe. Tenía que ser un poco rara, de todos modos, para estar con él.
La señorita Annie buscó en dirección opuesta, intentando localizar otro tirante.
—De todas las casas de esta ciudad, tuve que venir a vivir precisamente aquí. Es tremendo.
Al señor Levy no se le ocurría ninguna razón por la que ella hubiera tenido que trasladarse a aquel sitio concreto. Pero la historia de Ignatius Reilly le había deprimido y pensaba que ojalá estuviera lejos de la Calle Constantinopla.
—Bueno —continuó la señorita Annie, ansiosa de que el público oyera su historia de sufrimiento—, este asunto del periódico es la última gota. Imagínese qué publicidad para esta calle. Si hacen ahora algo, iré a la policía y conseguiré que le encierren. No lo soporto más. Tengo los nervios destrozados. Basta con que Ignatius se dé un baño, para que parezca que va a inundarse mi propia casa. Creo que tengo todas las vías reventadas. Soy demasiado vieja. Estoy harta de ellos —la señorita Annie miró por encima del hombro del señor Levy—: Ha sido un placer hablar con usted, señor. Adiós.
Y se metió apresuradamente en su casa, cerrando las persianas de golpe. Aquella súbita desaparición confundió al señor Levy tanto como le había confundido la extraña biografía del señor Reilly. Menudo barrio. La Mansión Levy siempre había sido una barrera que le había permitido no conocer a gente como aquélla. Luego, el señor Levy vio que el viejo Plymouth intentaba atracar en el bordillo, rascando los tapacubos contra los amarres, antes de parar definitivamente. En la parte de atrás vio la silueta del señor Reilly. Una mujer de pelo castaño se bajó del asiento del conductor y dijo:
—¡Venga, chico, sal de ahí!
—No mientras no aclares tu relación con ese viejo baboso —contestó la silueta—. Creí que nos habíamos librado de ese viejo fascista degenerado. Al parecer, me equivocaba. Has estado manteniendo una relación con él a mis espaldas. Probablemente fueses tú quien le colocó allí delante de D. H. Holmes. Ahora que lo pienso, probablemente colocaste también allí a ese subnormal de Mancuso, para que se iniciara este ciclo diabólico. Qué inocente he sido, qué ingenuo. He sido, durante semanas, la víctima inocente de una conspiración. ¡Todo esto es un complot!
—¡Bájate del coche!
—¿Ve usted? —dijo la señorita Annie, desde detrás de las persianas—. Ya empiezan otra vez.
La puerta trasera del coche se abrió herrumbrosa y una bota salió y pisó el estribo. El tipo llevaba la cabeza vendada. Parecía cansado y estaba pálido.
—No permaneceré bajo el mismo techo que una mujer disoluta. Estoy sobrecogido, me siento ultrajado. Mi propia madre. Por eso me atacabas tan cruelmente. Sospecho que has estado utilizándome como chivo expiatorio para desahogar tus sentimientos de culpa.
Qué familia, pensó el señor Levy. La madre parecía una pelandusca, desde luego. Se preguntó para qué la querría aquel policía secreta.
—Cierra esa sucia boca —chillaba la mujer—. No puedes decir eso de un hombre bueno y honrado como Claude.
—Un hombre bueno —se burló Ignatius—. Sabía que acabarías así, cuando empezaste a salir con esos degenerados.
Algunas personas habían salido a las puertas de las casas. Menudo día iba a ser aquél. El señor Levy corría el riesgo de inmiscuirse en una escena pública con aquella gente incontrolable. El ardor de estómago estaba desbordando los límites del pecho.
La mujer del pelo castaño había caído de rodillas y clamaba al cielo:
—¿Qué mal he hecho yo, Dios mío? Dime, Señor. Yo he sido buena.
—¡Estás arrodillándote en la tumba de Rex! —gritó Ignatius—. Ahora dime qué habéis estado haciendo tú y ese libertino maccarthysta. Probablemente pertenezcáis a alguna célula política secreta. No es raro que me haya visto bombardeado con esos panfletos de caza de brujas. No es raro que me siguieran anoche. ¿Dónde está esa casamentera de la Battaglia? ¿Dónde está, dime? Habría que azotarla. Todo este asunto es un golpe dirigido contra mí, un plan diabólico para quitarme de en medio. ¡Dios santo! Aquel pájaro debía estar sin duda adiestrado por una banda de fascistas. Son capaces de cualquier cosa.
—Claude ha estado cortejándome —dijo desafiante la señora Reilly.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Pretendes decirme que has estado permitiendo que un viejo te manosease?
—Claude es un buen hombre. Lo único que ha hecho ha sido cogerme de la mano unas cuantas veces.
Los ojos azules y amarillos bizquearon coléricos. Las manazas bloquearon las orejas para no tener que seguir oyendo.
—Sólo Dios sabe qué deseos innombrables tiene ese hombre. No me digas toda la verdad, por favor. Podría darme un ataque.
—¡Cállense! —gritó la señorita Annie desde detrás de sus persianas—. Están viviendo ustedes de prestado en esta calle.
—Claude no es listo pero es un buen hombre. Es bueno con su familia, y eso es lo que cuenta. Santa dice que le gusta eso de los comunistas porque se siente solo. Porque no tiene otra cosa que hacer. Si me pidiera que me casara con él en este momento, le diría: «De acuerdo, Claude». Sí, hijo, sí. No lo pensaría dos veces. Tengo derecho a que alguien me trate como es debido antes de morir. Tengo derecho a no tener que estar obsesionada pensando de dónde va a venir el dinero. Cuando Claude y yo fuimos a recoger tu ropa en el hospital y la enfermera jefe nos entregó tu cartera con casi treinta dólares dentro, bueno… eso fue la última gota. Todas tus locuras eran ya bastante cruz para mí, pero eso de que no le entregases el dinero a tu pobre mamá…
—Necesitaba ese dinero para ciertos propósitos.
—¿Para qué? ¿Para andar por ahí con mujerzuelas? —la señora Reilly se levantó laboriosamente de la tumba de Rex—. No sólo estás loco, Ignatius. Eres malo, además.
—¿Piensas en serio que ese libertino de Claude quiere casarse? —balbuceó Ignatius, cambiando de tema—. Te arrastrará de un motel apestoso a otro. Acabarás en el suicidio.
—Me casaré si quiero, muchacho. No puedes impedírmelo. Ya no.
—Ese hombre es un radical peligroso —dijo lúgubremente Ignatius—. Sabe Dios qué horrores políticos e ideológicos alberga en su mente. Te torturará o te hará cosas aún peores.
—¿Pero quién demonios eres tú para pretender decirme lo que tengo que hacer, Ignatius?
La señora Reilly miraba fijamente a su irritado hijo. Estaba disgustada y cansada y no tenía el menor interés por lo que pudiera decirle Ignatius.
—Claude no es muy listo. De acuerdo. Te lo concedo. Claude anda siempre obsesionado con esos comunistas. De acuerdo. Quizá no sepa nada de política. Pero a mí no me importa la política. Lo que me importa es acabar mis días de una forma semidecente. Claude puede ser amable y bueno, y eso no puedes serlo tú, con toda tu política y tus aires de sabio. Con todo lo que he hecho siempre por ti, lo único que tú haces es tratarme a patadas. Quiero que alguien me trate bien antes de morir. Lo aprendiste todo, Ignatius, todo, salvo cómo debe comportarse un ser humano.
—Pero tu destino no es que te traten bien —gritó Ignatius—. Tú eres una masoquista innata. Si te trataran bien, te confundirían y te destruirían.
—Vete a la mierda, Ignatius. Me has dado tantos disgustos que ya no podría contarlos.
—Ese hombre no entrará en esta casa mientras yo esté aquí. Después de que se cansara de ti, probablemente centraría sus atenciones depravadas en mí.
—Estás loco. Deja de decir tonterías de una vez. Estoy harta. Ya verás lo que es bueno, ya. ¿Dices que quieres tomarte un descanso? Ya te prepararé yo un buen descanso.
—Cuando pienso en mi querido padre muerto, que aún no se ha enfriado en la tumba —murmuró Ignatius fingiendo enjugarse lágrimas en los ojos.
—El señor Reilly murió hace veinte años.
—Veintiuno —dijo Ignatius muy satisfecho—. ¿Te das cuenta? Has olvidado a tu amado esposo.
—Discúlpenme —dijo débilmente el señor Levy—. ¿Puedo hablar con usted, señor Reilly?
—¿Qué? —preguntó Ignatius, fijándose por primera vez en el hombre que estaba en el porche.
—¿Qué quiere hablar usted con Ignatius? —preguntó la señora Reilly.
Él señor Levy se presentó.
—Vaya, así que es él en persona. Espero que no se creyera aquella historia extraña que le contó el otro día por teléfono. Yo estaba demasiado agotada para quitarle el aparato de las manos.
—¿Podemos entrar todos en la casa? —preguntó el señor Levy—. Me gustaría hablar con él en privado.
—A mí no me importa —dijo despreocupadamente la señora Reilly; miró hacia las otras casas y vio que los vecinos les estaban mirando—. Todo el vecindario está ya enterado de todo.
Pero abrió la puerta de entrada y los tres pasaron al pequeño vestíbulo. La señora Reilly posó la bolsa de papel que llevaba y que contenía la bufanda y el sable de su hijo y preguntó:
—¿Qué es lo que quiere, señor Levy? ¡Ignatius! Ven aquí y habla con este hombre.
—Madre, tengo que atender a mis tripas. Se están rebelando contra el trauma de las últimas veinticuatro horas.
—Sal de ese baño, hijo, y ven aquí. Dígame, ¿qué quiere usted de este loco, señor Levy?
—Señor Reilly, ¿sabe usted algo de esto?
Ignatius examinó las dos cartas que sacó el señor Levy de su chaqueta y dijo:
—No, por supuesto. Esta firma es suya. Salga inmediatamente de esta casa. Madre, éste es el infame que me despidió del trabajo tan brutalmente.
—¿No escribió usted esto?
—El señor González era sumamente dictatorial. No me permitía acercarme siquiera a una máquina de escribir En una ocasión, llegó a abofetearme con toda saña porque se me desvió la vista hacia la correspondencia que él estaba redactando, en una prosa bastante horrorosa, por cierto. Yo agradecía incluso que se me permitiese limpiar sus zapatitos. Ya sabe usted lo posesivo que se muestra con esa inmunda empresa suya.
—Lo sé. Pero él dice que no escribió esto.
—Evidente falsedad. Todo lo que dice es mentira. ¡Tiene muchas caras!
—Este hombre quiere demandarnos y exigirnos mucho dinero.
—Eso lo hizo Ignatius —interrumpió con cierta rudeza la señora Reilly—. Si hay algún lío, el responsable es él El siempre arma líos, en todas partes. Vamos, Ignatius. Dile a este hombre la verdad. Venga, hijo, antes de que te rompa la cabeza.
—Madre, dile a este hombre que se vaya —gritó Ignatius, intentando empujar a su madre contra el señor Levy.
—Señor Reilly, este hombre quiere una indemnización de quinientos mil dólares. Eso podría ser la ruina para mí.
—¡Oh, qué horror! —exclamó la señora Reilly—. ¿Qué le has hecho a este pobre hombre, Ignatius?
Cuando Ignatius estaba a punto de exponer la honradez de su conducta en Levy Pants, sonó el teléfono.
—¿Diga? —-dijo la señora Reilly—. Soy su madre. Pues claro que no he bebido —miró furiosa a Ignatius—. ¿En serio? ¿Eso hizo? ¿Qué? Oh, no.
Miró fijamente a su hijo que empezó a frotarse una manaza contra otra.
—Sí, bien, señor, no se preocupe, lo tendrá todo, salvo el pendiente. El pendiente se lo llevó el pájaro. Está bien. Claro que puedo acordarme de lo que me dice. ¡No estoy borracha!
La señora Reilly colgó furiosa el teléfono y se volvió a su hijo y le dijo:
—Era el hombre de las salchichas. Estás despedido.
—Gracias a Dios —Ignatius suspiró—. No podía soportar más aquel carro. Lo confieso.
—¿Qué le dijiste de mí, hijo? ¿Le dijiste que era una borracha?
—No, claro que no. Eso es ridículo. Yo no hablo de ti con la gente. Puede que él haya hablado contigo otras veces que estuvieses bajo la influencia… Puede que te citaras incluso con él, yo qué sé. Una juerga beoda en varias boites salchichescas.
—No sirves siquiera para vendedor ambulante. Qué furioso estaba ese hombre. Me dijo que le habías dado más problemas que ningún vendedor de los que ha tenido.
—No puede soportar mi visión del mundo.
—Oh, cállate, porque si no voy a darme otra bofetada —gritó la señora Reilly—. Y dile ahora mismo la verdad al señor Levy.
Qué vida tan sórdida, pensaba el señor Levy. Esta mujer trata a su hijo dictatorialmente.
—Pero si le estoy diciendo la verdad —replicó Ignatius.
—Déjeme ver esa carta, señor Levy.
—No se la enseñe. Ella lee muy mal. Le durará varios días la confusión.
La señora Reilly golpeó a Ignatius con el bolso en la cabeza, de lado.
—¡No, más no! —gritó Ignatius.
—No le pegue —dijo el señor Levy.
Aquel loco ya tenía la cabeza vendada. Al señor Levy, la violencia, fuera del cuadrilátero del ring, le ponía malo. Aquel pobre Reilly era un caso verdaderamente patético. La madre andaba liada con un viejo, bebía, quería quitarse de encima al hijo. Estaba ya fichada por la policía. El perro, probablemente, fuera lo único que aquel pobre tipo había tenido en toda su vida. A veces, hay que ver a una persona en su medio real para comprenderla. A su modo peculiar, Reilly se había interesado mucho por Levy Pants. El señor Levy lamentaba ahora haberle despedido. Resultaba que el muy chiflado estaba orgulloso de trabajar en la empresa.
—Déjele en paz, señora Reilly. ¿Llegaremos al fondo del asunto?
—Ayúdeme, señor —balbució Ignatius, amarrándose histriónicamente a las solapas de la chaqueta deportiva del señor Levy—. Sólo Fortuna sabe lo que ella hará conmigo. Conozco demasiado bien sus sórdidas imaginaciones. Tiene que eliminarme, claro. ¿Se le ha ocurrido a usted hablar con la señorita Trixie? Ella sabe más de lo que usted cree.
—Eso es lo que dice mi mujer, pero nunca la he creído. La señorita Trixie es muy vieja, demasiado. No creo que sea capaz de escribir ni una lista de compras para la tienda.
—¿Vieja? —preguntó la señora Reilly—. ¡Ignatius! Me dijiste que en Levy Pants trabajaba una chica muy guapa llamada Trixie. Me dijiste que os entendíais muy bien. Ahora resulta que es una abuela que ya no puede ni escribir. ¡Ignatius!
Era más triste de lo que el señor Levy había pensado al principio. Aquel pobre hombre había intentado convencer a su madre de que tenía novia.
—Por favor —susurró Ignatius al señor Levy—. Venga a mi cuarto. Tengo que enseñarle una cosa.
—No crea una palabra de lo que le diga —dijo la señora Reilly mientras su hijo arrastraba al señor Levy al interior del mohoso aposento.
—Déjele en paz —dijo el señor Levy a la señora Reilly con cierta firmeza. Aquella mujer no le daba ni una oportunidad a su hijo. Era casi tan mala como su esposa. No era raro que Reilly fuese el desastre que era
Luego, la puerta se cerró tras ellos, y el señor Levy empezó de pronto a sentir náuseas. En aquel dormitorio olía a hojas de té rancias, un olor que le recordó la tetera que León Levy tenía siempre junto al codo, la jarra de porcelana delicadamente cuarteada, en cuyo fondo había siempre residuos de hojas hervidas. Se acercó a la ventana y abrió la persiana, pero al mirar hacia afuera, sus ojos se encontraron con los de la señorita Annie, que le miraba por entre las lamas de la suya. Dio la espalda a la ventana y vio que Reilly hojeaba un cuaderno de hojas sueltas.
—Aquí está —dijo Ignatius—. Estas son algunas de las notas que tomé cuando trabajaba en su empresa. Demostrarán lo mucho que yo estimaba Levy Pants, más que la vida misma, demostrarán que yo consagraba todas mis horas de vigilia a idear medios de ayudar a su empresa. Y tenía visiones muchas noches. Fantasmas de Levy Pants revoloteaban gloriosamente por mi psique adormecida. Yo jamás escribiría una carta como ésta. Yo amaba Levy Pants. Mire, lea esto, caballero.
El señor Levy tomó la hoja suelta y, donde el gordo dedo índice de Reilly indicaba una línea, leyó: «Hoy, nuestra oficina se vio honrada al fin con la presencia de nuestro amo y señor, G. Levy. A decir verdad, me pareció un tanto indiferente y despreocupado.» El dedo índice saltó unas cuantas líneas. «Con el tiempo, sabrá de mi devoción por su empresa, de mi dedicación. Y tal vez mi ejemplo le mueva a creer de nuevo en Levy Pants.» El índice guiador indicó el párrafo siguiente. «La Trixie aún guarda silencio, con lo que demuestra que es aún más sabia de lo que yo había imaginado. Tengo la sospecha de que esta mujer sabe muchísimo, de que su apatía es sólo una fachada para ocultar su claro resentimiento contra Levy Pants. Su coherencia crece cuando habla de la jubilación.»
—Ahí tiene las pruebas, señor —dijo Ignatius, arrebatando el cuaderno al señor Levy. Interrogue a la Trixie. La senilidad es un disfraz. Es parte de su sistema de defensa frente a su trabajo y frente a la empresa. En realidad, odia la empresa porque no la jubilan. Y, ¿quién puede reprochárselo? Muchas veces, cuando nos quedábamos solos, me hablaba durante horas seguidas de planes para «hundir» Levy Pants. Su resentimiento afloraba en forma de ataques vitriólicos a su estructura empresarial.
El señor Levy intentó valorar las pruebas. Sabía que a Reilly le había gustado realmente la empresa; lo había dicho en la empresa, se lo había dicho la mujer de al lado, acababa de leerlo. La Trixie, por otra parte, odiaba a la empresa. Aunque su esposa y aquel pobre hombre afirmasen que la senilidad era fingida, él dudaba que hubiera sido capaz de escribir una carta como aquélla. Pero, en fin, tenía que salir de aquel claustrofóbico dormitorio antes de vomitar por encima de todos aquellos cuadernos esparcidos por el suelo. Cuando el señor Reilly se había colocado junto a él para indicarle los pasajes del cuaderno, el olor se había hecho sofocante. Tanteó la manilla de la puerta, pero Reilly se lanzó contra ella.
—Debe creerme —suspiró—. La Trixie tenía una fijación con un pavo o un jamón… ¿o era un asado? A veces, todo era un tanto loco y confuso. Juraba venganza por el hecho de que no la hubieran jubilado a la edad correspondiente. Estaba llena de agresividad.
El señor Levy le apartó a un lado y logró salir al pasillo, donde esperaba, como un portero, la madre de pelo castaño.
—Gracias, señor Reilly —dijo el señor Levy; tenía que salir de aquella miniatura claustrofóbica y angustiosa—. Si le necesito de nuevo, le llamaré.
—Le necesitará —dijo la señora Reilly, mientras pasaba ante ella y bajaba las escaleras de la entrada—. Sea lo que sea, el culpable es Ignatius.
La señora Reilly añadió algo, pero el estruendo del señor Levy ahogó su voz. Una nubecita de humo azul se asentó sobre el maltrecho Plymouth, y el señor Levy desapareció:
—Ahora sí que la has hecho buena —decía la señora Reilly a Ignatius, cogiendo con manos crispadas la bata blanca—. Ahora sí que estamos metidos en un buen lío, hijo. ¿Sabes lo que pueden hacerte por falsificación? Pueden meterte en una prisión federal. Y ese pobre hombre con un pleito encima, puede costarle quinientos mil dólares. Ahora sí que la has hecho buena, Ignatius. Ahora sí que estás metido en un buen lío.
—Por favor —dijo débilmente Ignatius.
Su piel pálida estaba adquiriendo un tono blancuzco con matices grisáceos. Se sentía muy mal. La válvula exigía maniobras diversas que excedían en originalidad y violencia todo lo que hubiera podido hacer hasta entonces.
—Te dije que pasaría esto cuando fuese a trabajar.
El señor Levy tomó la ruta más corta para volver al muelle de la Calle Desire. Salió de Napoleón hacia el paso elevado del Broad, y entró en la autopista, inundado por una emoción que era una versión lejana pero identificable de la resolución. Si el resentimiento había inducido realmente a la señorita Trixie a escribir aquella carta, la persona responsable del pleito de Abelman era sin duda la señora Levy. ¿ Podía la señorita Trixie escribir algo tan inteligible como aquella carta? El señor Levy tenía la esperanza de que hubiera sido capaz de hacerlo. Cruzó de prisa la barriada de la señorita Trixie, pasando ante bares y letreros de CANGREJO HERVIDO y OSTRAS CON MEDIA CONCHA que brotaban por todas partes. En la casa de apartamentos, siguió el rastro de trapos escaleras arriba hasta una puerta marrón. Llamó y le abrió la señora Levy con:
—Mira quién ha vuelto. La amenaza del idealista. ¿Has resuelto tu caso?
—Quizá.
—Vaya, ahora hablas como Gary Cooper. Me respondes sólo con una palabra. El sheriff Gary Levy.
La señora Levy dio un tirón con los dedos a una molesta pestaña aguamarina.
—Bueno, vamos. Trixie está atracándose de pastas. Y a mí me da náuseas.
El señor Levy pasó delante de su mujer y se vio frente a una escena que jamás había podido imaginar. La mansión Levy no le había preparado para interiores como el que acababa de ver en la Calle Constantinopla… ni para aquél. El apartamento de la señorita Trixie estaba decorado con trapos, basura, trozos de metal, cajas de cartón. Debajo de todo aquello debía haber muebles, sin duda. Pero la superficie, el terreno visible, era un paisaje de ropas viejas, cajas y periódicos. Había un paso por el centro de la montaña, un pequeño claro entre la basura, un estrecho pasillo de suelo despejado que conducía a una ventana junto a la que estaba sentada, en una silla, comiendo pastas holandesas, la señorita Trixie. El señor Levy siguió por el pasillo, pasó ante la peluca negra que colgaba encima de una caja, las zapatillas de tacón que estaban tiradas sobre un montón de periódicos. El único elemento rejuvenecedor que, al parecer, había conservado la señorita Trixie. era la dentadura; los dientes brillaban entre sus labios finos seccionando las pastas.
—Te has vuelto muy silencioso de pronto —comentó la señora Levy—. ¿Qué es esto, Gus? ¿Otra misión que terminó en fracaso?
—Señorita Trixie —gritó el señor Levy en sus oídos—. ¿Escribió usted una carta a Mercancías Generales Abelman?
—Ahora sí que has tocado fondo de veras —dijo la señora Levy—. Creo que el idealista te ha vuelto a engañar.
—¡Señorita Trixie!
—¿Qué? —dijo la señorita Trixie—. He de admitir que ustedes saben cómo debe jubilarse a una persona.
El señor Levy le entregó la carta. Ella cogió una lupa del suelo y la examinó. La visera verde daba a su rostro un color mortecino, sobre las migas de pastas holandesas que bordeaban sus finos labios. Cuando posó el cristal de aumento, jadeó feliz:
—Así que están metidos en un lío, ¿eh?
—Pero, dígame, ¿escribió usted esto a Abelman? El señor Reilly dice que lo hizo usted.
—¿Quién?
—El señor Reilly. Ese hombre grandote de la gorra verde que trabajaba en Levy Pants —el señor Levy le enseñó a la señorita Trixie las fotografías del periódico de la mañana—. Mire, éste de aquí.
La señorita Trixie aplicó la lupa al periódico y exclamó:
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué le ha pasado? Pobre Gloria; parece que se ha hecho daño de verdad. ¿Esto es el señor Reilly?
—Sí. Supongo que le recuerda. El dice que usted escribió la carta.
—¿Lo dijo? —Gloria Reilly no podía mentir. Gloria no. Gloria diría la verdad. Con Gloria había tenido siempre gran amistad. La señorita Trixie intentó nebulosamente recordar. Quizás hubiera escrito aquella carta. Pasaban tantas cosas que no podía recordar ya—. Bueno, creo que la escribí. Sí. Ahora que usted lo dice, eso lo escribí yo. Ustedes se lo merecen, además. Me han vuelto loca estos últimos años. Sin jubilación. Sin jamón. Nada. Debo decir que espero que lo pierdan todo.
—¿Escribió usted esto? —preguntó la señora Levy—. Después de todo lo que hice por usted, escribir algo así… ¡Una víbora en nuestro propio seno! Ya puede usted decir adiós a Levy Pants, traidora. ¡Abandonada, quedará usted abandonada!
La señorita Trixie sonreía. Aquella mujer insoportable estaba enfadada de veras. Gloria siempre había sido amigo suyo. Ahora aquella mujer insoportable tendría que irse, al asilo. Quizá. Pero en aquel momento avanzaba hacia ella, con las uñas color aguamarina crispadas como garras. La señorita Trixie empezó a gritar.
—¡Déjala en paz! —dijo el señor Levy a su mujer—. Ya está bien. Creo que a Susan y a Sandra no les gustaría nada enterarse de esto. Su madre torturando a una anciana, hasta el punto de que las chicas corren peligro de perder todas sus chaquetas de lana y sus faldas pantalón.
—Eso, échame la culpa a mí —dijo con ferocidad la señora Levy—. Fui yo quien metió el papel en la máquina de escribir. Yo la ayudé a teclearlo.
—Escribió usted la carta para vengarse de Levy Pants porque no la jubilaban, ¿verdad?
—Sí, sí —dijo vagamente la señorita Trixie.
—Pensar que confiaba en usted —escupió la señora Levy—. ¡Devuélvame esa dentadura!
Pero su marido le impidió que metiera la mano en su boca.
—¡Silencio! —chilló la señorita Trixie, con los colmillos relampagueantes—. ¿Es que no voy a poder tener un poco de tranquilidad en mi apartamento?
—Si no fuese por tu estúpido y atolondrado «proyecto», esta mujer estaría jubilada hace mucho —dijo el señor Levy a su esposa—. Después de tantos años prediciendo cosas, resulta que eres tú la que casi destruyes Levy Pants.
—Ya entiendo. No la acusas a ella. Acusas a una mujer de ambiciones y de ideales. Si entrase un ladrón en Levy Pants, la culpable sería yo. Necesitas ayuda, Gus. Urgente.
—Sí que la necesito. Y precisamente del médico de Lenny.
—Maravilloso, Gus.
—¡Silencio!
—Pero vas a ser tú quien visite al médico de Lenny —dijo el señor Levy a su mujer—. Quiero que consigas que declare senil e incompetente a la señorita Trixie y que explique los motivos que tuvo para escribir la carta.
—Eso es problema tuyo —contestó furiosa la señora Levy—. Vete tú a verle.
—A Susan y a Sandra no les va a gustar nada enterarse de este pequeño error de su madre.
—Así que me haces chantaje.
—He aprendido algunas cosas de ti. Llevamos casados bastante tiempo, después de todo.
El señor Levy veía la angustia y la cólera aflorar al rostro de su esposa. Por una vez, no tenía nada que decir.
—A las niñas no les gustará enterarse de que su querida madre hizo una estupidez como ésta. Dispon lo necesario para que Trixie vaya a ver al médico de Lenny. Con su confesión y el testimonio de un médico, Abelman no tendrá ninguna posibilidad en este caso. No tenemos más que llevarla al juicio y dejar que el juez la vea.
—Soy una mujer muy atractiva —dijo maquinalmente la señorita Trixie.
—Claro que lo es —dijo el señor Levy, inclinándose hacia ella—. Vamos a jubilarla, señorita Trixie. Con un aumento. Ha pasado usted unos años muy malos.
—¿A jubilarme? —la señorita Trixie jadeó—. Oh, qué sorpresa. Muchísimas gracias.
—Firmará usted una declaración explicando que escribió esa carta, ¿de acuerdo?
—¡Claro que sí! —gritó la señorita Trixie. Qué amistad la de Gloria. Gloria sí que sabía ayudarla. Qué astucia la de Gloria. Gracias a Dios que Gloria había recordado aquella carta mágica—. Diré todo lo que usted me diga.
—Ahora lo entiendo todo —dijo amargamente la señora Levy desde detrás de un montón de periódicos—. Se me chantajea con mis dos hijas queridas. Me apartas a un lado para poder ser más playboy que nunca. Ahora sí que se irá a la basura Levy Pants. Crees que puedes echarme algo en cara, ¿verdad?
—Oh, sí, claro que puedo. Y Levy Pants se irá a la basura. Pero no a causa de uno de tus jueguecitos —el señor Levy miró las dos cartas—. Este asunto de Abelman me ha hecho pensar en un montón de cosas. Por qué no compra nadie nuestros pantalones. Porque son muy malos. Porque siguen haciéndose con la misma hechura con que los hacía mi padre hace veinte años, con la misma tela. Porque aquel viejo tirano no quiso cambiar nada en la fábrica. Porque destruyó todo mi espíritu de iniciativa.
—Tu padre era un hombre inteligente. No le faltes al respeto en mi presencia.
—Cállate. La carta de Trixie me dio una idea. De ahora en adelante, sólo haremos bermudas. Menos problemas. Dan más beneficios y menos gastos. Quiero que la fábrica lance una nueva línea de prendas inarrugables. Levy Pants se convierte en Bermudas Levy.
—«Bermudas Levy.» Qué bonito. No me hagas reír. Quebrarás en un año. Eres capaz de cualquier cosa con tal de mancillar la memoria de tu padre. Eres incapaz de dirigir un negocio. Eres un fracasado, un playboy.
—¡Silencio! Son ustedes muy molestos. Si esto es la jubilación, preferiría volver a Levy Pants —la señorita Trixie avanzó hacia ellos con su caja de pastas—. Salgan de mi casa y envíenme mi cheque.
—Levy Pants no podía dirigirlo, es verdad. Pero creo que podré dirigir Bermudas Levy.
—Vaya, de repente te vuelves engreído —dijo la señora Levy en un tono que bordeaba la histeria. ¿Gus Levy dirigiendo una empresa? ¿Gus Levy dominante? ¿Qué podría decirles a Susan y a Sandra? ¿Qué podría decirle a Gus Levy? ¿Qué sería de ella? La Fundación se irá al garete, también, imagino.
—No, ni hablar —el señor Levy sonrió para sí; por fin su mujer andaba a la deriva, intentando orientarse en un mar de confusiones, pidiéndole instrucciones—. Estableceremos un premio. ¿Qué será lo que premiemos, hechos meritorios y valor?
—Sí —dijo humildemente la señora Levy.
—Mira. He aquí un rasgo de valor —cogió el periódico y señaló al negro que estaba de pie junto al idealista caído—. El primer premio será para él.
—¿Qué? ¿Para un delincuente con gafas oscuras? ¿Un personaje de la Calle Bourbon? Por favor, Gus. Esto no. León Levy ha muerto hace sólo unos años, déjale descansar en paz.
—Es muy práctico, es el tipo de maniobra que habría hecho sin duda el viejo. La mayoría de nuestros obreros son negros. Es una operación perfecta de relaciones públicas. Y puede que dentro de poco yo necesite más y mejores obreros. Esto creará un buen ambiente de trabajo.
—Pero yo no pensaba en eso —parecía como si a la señora Levy le dieran náuseas—. Los premios son para gente agradable.
—¿Dónde está ese idealismo que tanto pregonabas? Creí que te interesabas por los grupos minoritarios. Al menos, es lo que siempre me has dicho. En fin, lástima que echásemos a Reilly. El fue quien me condujo al verdadero culpable.
—No puedes vivir el resto de tu vida lleno de rencor.
—¿Quién habla de rencor? Estoy haciendo por fin cosas constructivas. Señorita Trixie, ¿dónde tiene el teléfono?
—¿Quién? —la señorita Trixie estaba contemplando un carguero de Monrovia que zarpaba con una carga de tractores International Harvester—. No tengo. Hay uno en la tienda de la esquina.
—Muy bien, señora Levy. Baje usted a la tienda. Llame al médico de Lenny y llame al periódico para que nos digan si saben cómo localizar a Jones, aunque esa gente no suele tener teléfono. Llama también a la policía, puede que ellos lo sepan. Dame el número. Llamaré yo personalmente.
La señora Levy se quedó perpleja mirando a su marido, las coloreadas pestañas inmóviles.
—Si va usted a la tienda, podría comprarme de paso ese jamón de Pascua —dijo la señorita Trixie—. Quiero ver ese jamón inmediatamente aquí en mi casa. Esta vez no quiero mentiras. Si quieren ustedes una confesión mía, será mejor que empiecen a corresponder.
Y le soltó un bufido a la señora Levy, enseñando los dientes como un símbolo, como un gesto de desafío.
—Venga —dijo el señor Levy a su mujer—. Ahora tienes tres motivos para ir a la tienda —le entregó un billete de diez dólares—. Te espero aquí.
La señora Levy cogió el dinero y dijo a su marido:
—Ahora debes sentirte feliz. Me he convertido en tu criada. Mantendrás esto como una espada sobre mi cabeza. Un pequeño desliz y tengo que sufrir este calvario.
—¿Un pequeño desliz, dices? Un desliz que casi nos cuesta medio millón de dólares. ¿Y de qué calvario hablas? Sólo tienes que bajar a la tienda de la esquina.
La señora Levy dio la vuelta y se abrió camino por el pasillo. Se oyó un portazo y, como si le hubieran quitado de encima un gran peso, la señorita Trixie cayó en un sueño juvenil. El señor Levy escuchó sus ronquidos y vio salir el carguero de Monrovia del puerto y enfilar río abajo, hacia el Golfo.
Se sentía tranquilo por primera vez en varios días, y algunos de los acontecimientos relacionados con la carta comenzaron a desfilar por su conciencia. Pensó en la carta a Abelman y luego fue recordando otro lugar donde había oído expresiones similares. Era en el patio de aquel chiflado de Reilly hacía una hora. «Habría que azotarla.» «Ese subnormal de Mancuso.» Así que era él en realidad quien la había escrito. El señor Levy contempló con ternura a la parte acusada, que roncaba sobre la caja de pastas holandesas. Por el bien de todos, pensó, tendrá que ser declarada incompetente y tendrá que confesar, señorita Trixie. La han hecho caer en una trampa. El señor Levy soltó una carcajada. ¿Por qué habría confesado tan sinceramente la señorita Trixie?
—¡Silencio! —masculló la señorita Trixie, despertando de repente.
En realidad, aquel chiflado de Reilly tenía cierto mérito. Se había salvado él, había salvado a la señorita Trixi: y había salvado también al señor Levy. Y aquel Burman Jones fuera quien fuera, se había merecido un premio generoso… o una generosa recompensa. Ofrecerle un trabajo- en la nueva empresa Bermudas Levy sería aún mejor desde el punto de vista de las relaciones públicas. Un premio y un puesto de trabajo. Con una buena publicidad periodística que acompañaría a la apertura de Bermudas Levy, ¿Era un buen truco o no lo era?
El señor Levy contempló el carguero que cruzaba la boca del Canal Industrial. La señora Levy estaría pronto en un barco, con destino a San Juan. Podía visitar a su madre en la playa, reír y cantar y bailar. La señora Levy, realmente, no encajaba en el plan de Bermudas Levy.

CATORCE

Ignatius se pasó el día en su habitación durmiendo y dándole a su guante de caucho durante sus frecuentes y angustiosos momentos de vigilia. El teléfono había estado sonando toda la tarde en el pasillo, y cada timbrazo le hacía sentirse más nervioso y angustiado. Arremetía contra el guante, desflorándolo, apuñalándolo, conquistándolo. Como cualquier celebridad, Ignatius había atraído a sus admiradores: los desdichados parientes de su madre, vecinos, gente a la que la señora Reilly llevaba años sin ver Habían llamado todos. A cada timbrazo del teléfono, Ignatius se imaginaba que era el señor Levy que volvía a llamar, pero siempre oía a su madre decir a quien llamaba las frases que estaban convirtiéndose lacrimosamente en fórmula genérica: «¿Verdad que es horrible? ¿Qué voy a hacer yo? Qué desgracia.» Cuando ya no podía soportarlo más, Ignatius salía de la habitación en busca de un Dr. Nut. Si encontraba por casualidad a su madre en el pasillo, ella no le miraba sino que fijaba la vista en las lanudas esferas de pelusa que se alzaban en el suelo tras la estela de su hijo. Parecía no interesarle nada de lo que su hijo pudiera decirle.
¿Qué haría el señor Levy? Abelman, por desgracia, era un individuo bastante quisquilloso, un tipo demasiado mezquino para aceptar una pequeña crítica, una hipersensible molécula de ser humano. Había escrito al destinatario inadecuado; había lanzado aquella andanada valerosa y militante a un público inadecuado. En aquel momento, su sistema nervioso no podía afrontar un proceso judicial. Se desmoronaría ante el juez. Se preguntó cuánto tardaría el señor Levy en caer de nuevo sobre él. ¿Qué enigma senil estaría soltándole la señorita Trixie al señor Levy? El señor Levy volvería furioso y confuso, decidido esta vez a meterle en la cárcel de inmediato. Esperar su regreso era como esperar una ejecución. La intensa jaqueca persistía. El Dr. Nut le sabía a hiél. Abelman exigía mucho dinero, sin duda, debía haberse sentido ofendidísimo. Cuando se descubriese al verdadero autor de la carta, ¿qué exigiría Abelman en vez de quinientos mil dólares? ¿Una vida?
El Dr. Nuts era como un ácido que bajase gorgoteando hasta su intestino. Se llenó de gas, pues la válvula sellada lo atrapaba igual que un globo cerrado por la boca. De su garganta brotaban grandes eructos que ascendían saltando hacia el cuenco lleno de desechos de la lámpara de cristal opalino. Desde el momento en que se le pedía a uno que entrase en este siglo brutal, podía suceder cualquier cosa. Por todas partes acechaban trampas como Abelman, los insípidos Cruzados por la Dignidad Mora, el cretino de Mancuso, Dorian Greene, periodistas, bailarinas de striptease, pájaros, fotografías, delincuentes juveniles, pornógrafas nazis. Y, especialmente, Myrna Minkoff. Los productos de consumo Y, sobre todo, Myrna Minkoff. Había que darle su merecido a aquella mozuela almizcleña. Fuese como fuese. Algún día. Tenía que pagar. Pasase lo que pasase, debía darle su merecido, aunque la venganza tardase años en llegar y tuviera que acecharla durante décadas, de café en café, de una orgía de canciones folk a otra, de metro a piso, de algodonal a manifestación. Ignatius lanzó una complicada maldición isabelina sobre Myrna y, dándose la vuelta, abusó frenéticamente del guante una vez más.
¿Cómo se atrevía su madre a pensar en matrimonio? Sólo alguien tan simplón como ella podría ser tan desleal. El vejestorio fascista iniciaría una caza de brujas tras otra, hasta que el previamente intacto Ignatius J. Reilly quedara reducido a la condición de un fragmentado y balbuciente vegetal. El viejo fascista prestaría testimonio en favor del señor Levy, con el objeto de que su futuro hijastro fuera encerrado y quedara él en libertad para satisfacer sus arcaicos y depravados deseos con la ingenua Irene Reilly, para realizar sus prácticas conservadoras sobre Irene Reilly con libertad de empresa. La Seguridad Social y los sistemas de compensación de los parados no protegían a las prostitutas. Sin duda, ésa era la causa de que el libertino de Robichaux se sintiera atraído por ella. Sólo Fortuna sabía lo que habría aprendido en sus manos.
La señora Reilly escuchaba los chirridos y eructos que emanaban de la habitación de Ignatius y se preguntaba si, para colmo de males, le iría a dar un ataque. Pero no quería ver a Ignatius. Siempre que oía abrirse su puerta, corría a su habitación para evitarle. Quinientos mil dólares era una suma que ella ni siquiera podía imaginar. Tampoco podía imaginar el castigo que se administraba al individuo que hubiera hecho algo tan horroroso como para costar quinientos mil. Si el señor Levy tenía dudas, ella no las tenía. Ignatius era capaz de haber escrito cualquier cosa. ¡Qué horror! Ignatius en la cárcel. Sólo había un medio de salvarle. Arrastró el teléfono por el pasillo todo lo que dio el cable y, por cuarta vez en aquel día, marcó el número de Santa Battaglia.
—Vaya por Dios, mujer, pues sí que estás preocupada —dijo Santa—. ¿Qué ha pasado ahora?
—Me temo que Ignatius está metido en un lío que es mucho peor que una simple foto en el periódico —cuchicheó la señora Reilly—. No puedo hablar por teléfono. Tenías toda la razón, Santa. Hay que meter a Ignatius en el Hospital de Caridad.
—Vaya, por fin. Te lo he estado diciendo hasta quedarme ronca. Claude llamó hace un momento. Dice que Ignatius hizo una gran escena en el hospital cuando se encontraron. Dice que Ignatius le da miedo, que es muy grande.
—Qué horror, mujer. Lo del hospital fue horroroso. Ya te expliqué que Ignatius se puso a chillar. Con todas las enfermeras allí y los enfermos. Yo me moría de vergüenza. Claude no está muy enfadado, ¿verdad?
—No está enfadado, no, pero no le gusta que estés sola en esa casa. Me pregunto si no sería mejor que fuésemos él y yo ahí a estar contigo.
—No lo hagáis, mujer, no —se apresuró a decir la señora Reilly.
—¿Pero en qué lío se ha metido Ignatius ahora?
—Ya te contaré luego. Ahora sólo puedo decirte que he estado todo el día pensando en lo del Hospital de Caridad y que por fin he tomado una decisión. Ahora es el momento. Es mi hijo, pero tenemos que hacer que le traten, por su propio bien —la señora Reilly intentó recordar la frase que se utilizaba siempre en los dramas con juicio de la tele—: Tenemos que conseguir declararle temporalmente loco.
—¿Temporalmente? —refunfuñó Santa.
—Tenemos que ayudarle antes de que se lo lleven.
—¿Pero quién va a llevárselo?
—Al parecer, hizo una patochada cuando trabajaba en Levy Pants.
—¡Oh, Señor! No esperes más. ¡Irene! Cuelga y llama a esa gente del Hospital de Caridad ahora mismo, querida.
—No, escucha. No quiero estar aquí cuando vengan.  En fin, Ignatius es muy grandote. Podría armar un lío. Yo no podría soportarlo. Ya tengo los nervios bastante destrozados.
—Grandote sí que es, sí. Sería como capturar a un elefante salvaje. Esa gente haría mejor llevando una red bien grande —dijo ávidamente Santa—. Irene, es la mejor decisión que podías haber tomado. Te diré algo. Voy a llamar ahora mismo al Hospital de Caridad. Tú vente a casa. Le diré a Claude que venga también. Estoy segura de que se alegrará. ¡Puf! En una semana, estarás enviando las invitaciones de boda. Y antes de que termine el año, vas a tener propiedades, ya verás, querida. Y tendrás una pensión del ferrocarril.
Todo esto le sonaba muy bien a la señora Reilly, pero aun así, preguntó, un tanto vacilante:
—¿Y de los comunistas qué?
—Tú no te preocupes por eso, mujer. Ya nos libraremos de ellos. Claude estará muy ocupado preparando la casa. Le dará mucho trabajo convertir la habitación de Ignatius en un cuartito decente.
Santa rompió en un jocoso repiqueteo de barítono.
—La señorita Annie se morirá de envidia cuando vea la casa arreglada. Lo que tienes que decirle es esto, mujer: «Salga usted también por ahí y muévase un poco. Verá cómo también le arreglan la casa —Santa soltó una risotada—. Bueno, chica, cuelga el teléfono y vente para acá. Ahora mismo llamaré al Hospital de Caridad. ¡Sal inmediatamente de esa casa!
Santa colgó violentamente el teléfono en el oído de la señora Reilly.
La señora Reilly miró por las persianas de la fachada. Ya estaba oscuro, y eso era bueno. Los vecinos no verían gran cosa si se llevaban a Ignatius durante la noche. Entró corriendo en el baño y se empolvó la cara y la parte delantera del vestido, dibujó una versión surrealista de boca bajo la nariz y entró en el dormitorio a buscar un abrigo. Cuando llegó a la puerta de la calle, se detuvo. No podía despedirse así de Ignatius. Era su hijo.
Se acercó a la puerta del dormitorio y escuchó los vibrantes muelles del colchón que alcanzaban un crescendo en aquel instante, camino de un final digno de En la mansión del Rey de la Montaña de Grieg. Llamó, pero no hubo respuesta.
—Ignatius —dijo con tristeza.
—¿Qué quieres? —contestó al fin una voz ahogada.
—Me voy, Ignatius. Quería decirte adiós.
Ignatius no le contestó.
—Ábreme, Ignatius —suplicó la señora Reilly—. Ven a darme un beso de despedida, cariño.
—No me siento nada bien. Apenas puedo moverme.
—Vamos, hijo.
La puerta se abrió despacio. Ignatius asomó al pasillo su cara gorda y gris. Los ojos de su madre se humedecieron al ver el vendaje.
—Ahora dame un beso, cariño. Siento que todo tuviera que acabar así.
—¿Qué significan todos esos tópicos lacrimosos? —preguntó receloso Ignatius—. ¿Por qué estás de pronto tan complaciente? ¿No estás citada en algún sitio con algún viejo?
—Tenías razón, Ignatius. Tú no puedes ir a trabajar. Tendría que haberme dado cuenta de ello. Debería haber intentado pagar esa deuda de otro modo —de los ojos de la señora Reilly se deslizó una lágrima que dejó un caminito de piel limpia entre los polvos—. Si llama el señor Levy, no cojas el teléfono Ya me encargaré yo de eso.
—¡Oh, Dios mío! —bramó Ignatius—. Ahora sí que estoy en un buen lío. Sabe Dios lo que estás planeando. ¿Adonde vas?
—Quédate en casa y no contestes al teléfono.
—¿Por qué? ¿Qué es esto? —los ojos enrojecidos de Ignatius relampaguearon aterrados—. ¿Qué andabas cuchicheando por teléfono?
—No tendrás que preocuparte del señor Levy, hijo. Yo lo arreglaré todo. Recuerda que tu pobre mamá pensó siempre en tu bienestar.
—Eso es lo que me da miedo.
—No te enfades nunca conmigo, cariño —dijo la señora Reilly, y, dando un salto con los zapatos de jugar a los bolos, que no se había quitado desde que Angelo la había telefoneado la noche anterior, abrazó a Ignatius y le dio un beso en el bigote.
Luego, le soltó y corrió hacia la puerta de la calle, donde se volvió y dijo:
—Siento haber chocado con aquel edificio, Ignatius. Te quiero.
Las persianas se cerraron y la señora Reilly desapareció.
—Vuelve —atronó Ignatius. Se lanzó a abrir las persianas, pero el viejo Plymouth, uno de los neumáticos delanteros sin guardabarros y al aire como si fuera un coche de carreras, se puso en marcha—. ¡Vuelve, por favor, madre!
—Silencio —gritó la señorita Annie desde la oscuridad.
Algo se traía su madre entre manos, algún torpe plan, algún proyecto que le destruiría para siempre. ¿Por qué había insistido en que no se moviese de casa? Ella sabía que no iría a ninguna parte en el estado en que se hallaba. Localizó el número de Santa Battaglia y lo marcó. Tenía que hablar con su madre.
—Aquí Ignatius Reilly —dijo, cuando Santa descolgó—. ¿Va mi madre ahí esta noche?
—No, no viene aquí —respondió Santa con frialdad—. No he hablado con su madre en todo el día.
Ignatius colgó. Algo pasaba. Había oído decir a su madre «Santa» al teléfono por lo menos dos o tres veces aquel día. Y aquella última llamada telefónica, aquella conversación en cuchicheos justo antes de que su madre se fuera. Su madre sólo hablaba en cuchicheos con la alcahueta de la Battaglia y eso sólo era cuando intercambiaban secretos. Ignatius sospechó inmediatamente el motivo de aquella despedida tan sentimental de su madre, una despedida que parecía definitiva. Ya le había dicho que la alcahueta de la Battaglia había aconsejado unas vacaciones para él en el pabellón psiquiátrico del Hospital de Caridad. De repente, todo empezó a tener sentido. Si estaba en un pabellón psiquiátrico, no podrían procesarle ni Abelman ni Levy ni quien quisiera llevar el caso adelante. Quizá le demandaran ambos, Abelman por difamación y Levy por falsificación. Para la mente estrecha de su madre, el pabellón psiquiátrico debía resultar una alternativa aceptable. Era muy propio de ella hacer, con las mejores intenciones, que acogotaran a su hijo con una camisa de fuerza y lo electrocutasen con tratamiento de choque. Por supuesto, quizá su madre no pensase esto, ni mucho menos. Sin embargo, tratándose de ella, era preferible estar siempre preparado para lo peor. La mentira de la Battaglia, por otra parte, no resultaba nada tranquilizadora.
En Estados Unidos, uno es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. Quizá la señorita Trixie hubiera confesado. ¿Por qué no había vuelto a telefonear el señor Levy? Ignatius no sería encerrado en una clínica mental mientras, legalmente, fuese inocente aún del asunto de aquella carta. A la vista del señor Levy, su madre había reaccionado, cosa muy propia de ella, del modo más irracional y emotivo posible «Yo me encargaré de todo.» «Yo me ocuparé de ti.» Sí, ella arreglaría las cosas maravillosamente. Le enchufarían con una manguera. Un psicoanalista cretino intentaría captar la singularidad de su visión del mundo. Frustrado, el psicoanalista haría que le encerraran en una celda acolchada de dos metros por uno. No, eso era inconcebible. Prefería la cárcel. Allí sólo te limitaban físicamente. En una clínica mental jugaban con tu alma y con tu visión del mundo y con tu mente. Eso nunca lo toleraría. Su madre se había mostrado tan reservada respecto a aquella misteriosa protección que le iba a proporcionar… todos los indicios señalaban el Hospital de Caridad.
¡Oh funesta Fortuna!
Ahora paseaba por la casa como una víctima. Los forzudos que el hospital utilizaba para estos casos tenían sus puntos de mira directamente centrados en él. Ignatius Reilly, el pichón, el plato, el blanco fácil. La víctima. Su madre quizá se hubiera ido simplemente a una de sus bacanales de bolera. Por otra parte, en aquel momento, podría estar entrando en la Calle Constantinopla un camión con rejas.
Huye. Huye.
Ignatius miró en su cartera. Los treinta dólares habían desaparecido, confiscados al parecer en el hospital por su madre. Miró el reloj. Eran casi las ocho. Entre siestas y sesiones de guante, habían pasado la tarde y el oscurecer con gran rapidez. Ignatius buscó en su habitación, arrojando al aire cuadernos, aplastándolos con los pies, sacándolos de debajo de la cama. Encontró algunas monedas y pasó luego al escritorio, donde encontró algunas más. Sesenta centavos en total, una suma que bloqueaba y limitaba vías de escape. Podía hallar un refugio seguro, al menos, para el resto del día: el Prytania. Cuando cerraran el cine, podría darse una vuelta por la Calle Constantinopla para ver si su madre había vuelto a casa.
Se vistió en un torpe frenesí. El camisón de franela roja salió volando y quedó colgado de la lámpara. Metió los pies en las botas y se enfundó como pudo los pantalones de tweed, que a duras penas pudo abotonar en la cintura. Camisa, gorra, abrigo, Ignatius se los puso a ciegas y corrió al pasillo, tropezando con las estrechas paredes. Cuando llegaba a la puerta de entrada, resonaron contra las persianas tres golpes ruidosos.
¿Volvía el señor Levy? La válvula emitió una señal de inquietud que estableció comunicación con las manos. Se rascó el sarpullido y atisbo por las persianas, esperando ver varias bestias hirsutas del hospital.
Pero allí en el porche estaba Myrna, con un informe abrigo de pana, de color aceituna pardo. Llevaba el pelo negro recogido en una cola de caballo que le giraba por debajo de una oreja y le caía sobre el pecho. Llevaba al hombro una guitarra.
Ignatius estuvo a punto de lanzarse a través de aquella persiana, rompiendo listones y pestillos, y enroscar aquella cola de caballo como si fuese cáñamo alrededor del cuello de Myrna hasta que se pusiera azul. Pero ganó la razón. No estaba mirando a Myrna. Lo que allí veía era una vía de escape. Fortuna se había enternecido. No era tan depravada como para coronar aquel ciclo maligno acogotándole con una camisa de fuerza, encerrándole en una tumba de cemento iluminada por tubos fluorescentes. Fortuna quería corregirse. Había conjurado a Myrna y la había sacado de un metro, de un piquete, del lecho acre de algún existencialista eurasiano, de las manos de algún budista negro epiléptico, del verboso ambiente de una sesión de terapia de grupo.
—Ignatius, ¿estás en este basurero? —dijo Myrna con su voz lisa, directa, y ligeramente hostil.
Myrna golpeó de nuevo las persianas, atisbando a través de sus gafas de montura negra. Myrna no era astigmática; los cristales eran claros. Llevaba las gafas para mostrar su dedicación y la seriedad de sus objetivos. Sus pendientes balanceantes reflejaban los rayos de la farola como tintineantes adornos chinos de cristal.
—Óyeme, sé que hay alguien ahí dentro. Te oí venir por el pasillo. Abre esas persianas desvencijadas.
—Sí, sí, estoy aquí —gritó Ignatius; abrió las persianas y las empujó hacia afuera—. Gracias a Fortuna que has venido.
—Jesús. ¿Qué aspecto tan horrible tienes? Parece como si hubieras tenido una crisis nerviosa o algo parecido. ¿Y ese vendaje? Ignatius, ¿qué pasa? Pero cómo has engordado. Acabo de leer esos patéticos carteles del porche. Chico, pues sí que estás bueno.
—He pasado por un verdadero infierno —balbució Ignatius, metiendo a Myrna en el pasillo, tirándole de una manga del abrigo—. ¿Por qué te fuiste de mi vida, muchacha? Tu nuevo peinado es fascinante y cosmopolita.
Cogió la cola de caballo y la apretó contra su húmedo bigote, besándola vigorosamente.
—El aroma a hollín y carbonilla de tu pelo me estimula y me habla del Bronx trepidante. Hemos de irnos inmediatamente. Debo ir a florecer a Manhattan.
—Ya sabía yo que algo pasaba. Pero esto… Estás muy mal, Ig.
—Rápido. Vamonos a un motel. Mis impulsos naturales claman pidiendo un desahogo. ¿Llevas algo de dinero?
—No te burles de mí —dijo furiosa Myrna.
Y cogió la cola de caballo de las manazas de Ignatius y se la echó sobre el hombro, sobre la guitarra, en la que aterrizó con estruendo.
—Mira, Ignatius. Estoy molida. Llevo en la carretera desde las nueve de la mañana de ayer. En cuanto te eché aquella carta sobre  el Partido de la Paz, me dije: «Myrna, escucha. Este chico necesita algo más que una carta. Necesita tu ayuda. Está hundiéndose a toda prisa. ¿Tienes valor suficiente para salvar a un individuo que se pudre delante de ti? ¿Estás dispuesta a librar de la catástrofe a ese individuo?» Salí de la oficina de correos, subí al coche y partí hacia aquí. Estuve conduciendo toda la noche, sin parar. En fin, cuanto más pensaba en el extraño telegrama del Partido de la Paz, más inquieta me sentía.
Myrna debía andar escasa de causas en Manhattan.
—No te lo reprocho —exclamó Ignatius—. ¿Verdad que era horrible el telegrama? Una fantasía delirante. Llevo semanas hundido en la depresión. Después de todos estos años que he pasado apegado a mi madre, ella ha decidido casarse y quiere librarse de mí. Tenemos que irnos. No puedo quedarme en esta casa ni un minuto más.
—¿Qué? ¿Y quién podría casarse con ella?
—Gracias a Dios que tú lo comprendes. Te das cuenta de lo ridículo y absurdo que resulta todo.
—¿Y dónde está? Me gustaría explicarle a esa mujer lo que te ha hecho.
—Está por ahí, fallando el análisis de sangre en este momento. No quiero volver a verla.
—Lo comprendo. Pobre muchacho. ¿Qué has estado haciendo, Ignatius? Supongo que no has salido de tu habitación…
—No, llevo semanas ahí metido. Inmovilizado por una apatía neurótica. ¿Recuerdas la carta delirante sobre la detención y el accidente? La escribí cuando mi madre conoció a ese viejo libertino. Fue entonces cuando empezó mi desequilibrio. Desde entonces, ha sido un proceso continuo de hundimiento que culminó en la esquizofrenia del Partido de la Paz. Esos carteles de ahí fuera eran sólo una manifestación física de mi calvario interno. Mi deseo psicótico de paz era sin duda una tentativa voluntaria de poner fin a las hostilidades en esta casa. No sabes cuánto te agradezco que seas lo bastante sensible para analizar los delirios de mis cartas. Eran señales angustiosas escritas en un código que tú, gracias a Dios, supiste comprender.
—Por tu peso veo claramente lo inactivo que has estado.
—He engordado mucho. Estaba siempre tumbado en esa cama y buscaba apaciguamiento y sublimación en la comida. Ahora, apresurémonos. Tengo que salir de esta casa. Despierta en mí asociaciones terribles.
—Hace mucho que te dije que te fueras de aquí. Vamos, haz el equipaje —la voz monótona de Myrna iba adquiriendo progresivo entusiasmo—. Esto es fantástico. Sabía que tarde o temprano tendrías que largarte de aquí para preservar tu salud mental.
—Ay, si te hubiera escuchado antes; no habría tenido que pasar por estos horrores.
Ignatius abrazó a Myrna y la apretó, guitarra incluida, contra la pared. Se daba cuenta de que la muchacha estaba desbordante de alegría por haber hallado una causa legítima, un nuevo movimiento.
—Habrá un lugar para ti en el cielo, muchacha. Ahora, larguémonos a toda prisa.
Intentó arrastrarla hacia la puerta, pero ella dijo:
—¿No quieres llevar nada?
—Oh, sí, claro. Están todas mis notas y mis apuntes. No podemos permitir que caigan en manos de mi madre. Podría ganar una fortuna con ello. Sería demasiado irónico —entraron en su habitación—. Por cierto, has de saber que mi madre está gozando de las dudosas atenciones de un fascista.
—¡Oh, no!
—Sí. Mira esto. No te puedes imaginar cómo me han torturado.
Entregó a Myrna uno de los folletos que su madre había deslizado por debajo de la puerta de su dormitorio. ¿Es su vecino un verdadero norteamericano? Myrna leyó una nota escrita al margen: «Lee esto, Irene. Es bueno. Al final hay algunas preguntas que puedes hacerle a tu chico.»
—¡Oh, Ignatius! —gimió Myrna—. ¿Cómo ha sido esto?
—Traumático y horrible. En este momento, creo que están por ahí azotando a un moderado al que mi madre oyó hablar en favor de las Naciones Unidas esta mañana en la tienda. Ha estado todo el día murmurando sobre ese incidente —Ignatius bostezó—. Han sido semanas de terror.
—Es tan extraño encontrarse con que tu madre se ha ido. Siempre estaba en casa —Myrna colgó la guitarra en el cabezal de la cama y se echó—. Esta habitación. Qué bien lo pasamos aquí, exponiendo nuestras ideas y nuestros sentimientos, redactando manifiestos anti-Talc. Supongo que ese farsante andará todavía por la universidad.
—Seguro que sí —dijo Ignatius con indiferencia.
Quería que Myrna saliera de la cama. Pronto, su pensamiento pasaría a centrarse en otras cosas. Tenían que salir a toda prisa de la casa. Ignatius buscaba en el armario el saco de dormir que su madre le había comprado para una desastrosa estancia de un día en un campamento juvenil, cuando tenía once años. Recorrió una pila de cajones amarillentos hurgando como un perro para desenterrar un hueso, lanzando al aire los cajones en arco por encima del hombro.
—Creo que será mejor que te levantes de la cama, florecilla mía. Hay que recoger los cuadernos, hay que reunir las notas. Podrías mirar debajo de la cama.
Myrna se levantó de las pringosas sábanas, diciendo:
—He intentado describirte a mis amigos del grupo de terapia de grupo, trabajando en esta habitación, apartado del mundo. Esa extraña mente medieval en su claustro.
—Debió intrigarles mucho, sin duda —murmuró Ignatius; había encontrado el saco y estaba echando en él unos calcetines que encontró en el suelo—. Pronto podrán verme en carne y hueso.
—Ay, cuando vean las ideas originales que salen de esa cabeza.
—Jo jum —Ignatius bostezó—. Quizá mi madre me haya hecho un gran favor al pensar en volver a casarse. Los lazos edípicos empezaban a agobiarme ya —echó su yo-yo al saco—. Al parecer, has tenido un viaje sin incidentes por el Sur.
—No pude parar ni un momento en todo el camino. Casi treinta y seis horas al volante —Myrna estaba colocando en pilas los cuadernos—. Paré en un restaurante negro anoche, pero no me sirvieron. Creo que fue por la guitarra.
—Debió ser eso, sí. Te tomarían por una folklórica reaccionaria del campo. He tenido cierta experiencia con esa gente. Son muy limitados.
—No puedo creer realmente que esté sacándote de esta mazmorra, de este agujero.
—Es increíble, ¿verdad? Pensar que me opuse durante tantos años a tu sabiduría…
—Vamos a pasarlo bárbaro en Nueva York, verás.
—Estoy deseando llegar allí —dijo Ignatius, echando al saco el pañuelo y el sable—. La Estatua de la Libertad, el Empire State, la emoción de un estreno en Broadway con mis estrellas favoritas. Los animados coloquios en el Village, ante un exprés, con mentalidades sugestivas y contemporáneas.
—Por fin vuelves a ser el que eras. De verdad. Apenas puedo creer lo que he oído esta noche en esta casa. Resolveremos tus problemas. Estás entrando en una fase completamente nueva y vital. Tu inactividad ha terminado. Estoy segura de ello. Lo percibo. Piensa en las grandes ideas que fluirán de esa cabeza cuando elimines por fin todas las telarañas y los tabúes y los lazos paralizantes.
—Sabe Dios lo qué pasará, sí —dijo Ignatius despreocupadamente—. Tenemos que irnos. En seguida. He de decirte que mi madre puede volver en cualquier momento. Si vuelvo a verla, tendré una espantosa recaída. Hemos de darnos prisa.
—No haces más que dar saltos, Ignatius Tranquilízate. Ya ha pasado lo peor.
—No, qué va —dijo Ignatius rápidamente—. Mi madre puede volver con su pandilla. Tendrías que verles. Son blancos fanáticos, protestantes y cosas aún peores. Déjame que coja el laúd y la trompeta. ¿Has recogido ya todos los cuadernos?
—Esto de aquí es fascinante —dijo Myrna, indicando el cuaderno que estaba ojeando—. Gemas de nihilismo.
—Eso no es más que un fragmento del conjunto.
—¿No vas a dejar siquiera alguna nota a tu madre, una nota amarga, razonada, algo?
—No merece la pena. Tardaría semanas en entenderla —Ignatius cogió el laúd y la trompeta en un brazo y el saco de dormir en el otro—. No dejes ese cuaderno de hojas sueltas, por favor. Contiene un diario, una fantasía sociológica sobre la que he estado trabajando. Es mi obra más comercial. Tiene unas posibilidades cinematográficas maravillosas en manos de un Walt Disney o un George Pal.
—Ignatius —Myrna se detuvo en la puerta, los brazos llenos de cuadernos, movió sus labios incoloros un instante antes de hablar, como si estuviera formulando un discurso. Sus ojos cansados y drogados de autopista escudriñaron el rostro de Ignatius a través de las gafas chispeantes—. Este es un momento muy importante. Tengo la sensación de estar salvando a alguien.
—Lo estás haciendo, lo estás haciendo, sí Pero ahora debemos irnos. Por favor. Ya hablaremos luego.
Ignatius pasó por delante de ella y bajó hasta el coche, abrió la puerta trasera del mismo, era un Renault pequeño, y se aposentó entre los carteles y montones de panfletos que cubrían el asiento. El coche olía como un quiosco de periódicos—. ¡De prisa! No tenemos tiempo para montar un tablean vivant aquí delante de la casa.
__Oye, ¿pero vas a ir detrás? —preguntó Myrna, dejando caer
su cargamento de cuadernos por la puerta de atrás.
—Claro que sí —gritó Ignatius— No estoy dispuesto a sentarme delante, en esa trampa mortal, para viajar por la autopista. Vamos, entra en este cochecito y salgamos de aquí.
—Espera, espera. Me he dejado un montón de cuadernos —dijo Myrna, y corrió de nuevo a la casa, la guitarra golpeteándole en el costado.
Bajó las escaleras con otra carga y paró en la acera de ladrillo, volviéndose para mirar la casa. Ignatius comprendió que estaba intentando grabar la escena: Eliza cruzando el hielo con un genio particularmente voluminoso en sus brazos. Como Harriet Beecher Stowe, Myrna aún estaba dispuesta a irritar Por fin, en respuesta a los gritos de Ignatius, bajó hasta el coche y le echó en el regazo el segundo cargamento de cuadernos «Gran Jefe».
—Creo que aún quedan algunos debajo de la cama.
—¡No te preocupes! —gritó Ignatius—. Sube y pon esto en marcha. Oh, Dios mío. No me metas la guitarra en la cara. ¿Por qué no puedes llevar un bolso como una señorita decente?
—Vete a la porra —dijo Myrna furiosa; se deslizó tras el volante y puso el coche en marcha—. ¿Dónde quieres pasar la noche?
—¿Pasar la noche? —atronó Ignatius— No vamos a pasar la noche en ningún sitio. No podemos parar.
—Ignatius, estoy que me caigo. Llevo en este coche desde ayer por la mañana.
—Bueno, crucemos el lago Pontchartrain por lo menos.
—De acuerdo. Podemos coger el paso elevado y parar en Mandeville.
—¡No! —Myrna le llevaría derecho a los brazos de algún alertado psiquiatra—. Allí no podemos parar. El agua está contaminada. Hay epidemia.
—¿Sí? Entonces iré por el puente viejo hasta Slidell.
—Sí. Es bastante más seguro, desde luego. En ese paso elevado siempre hay problemas con las barcazas. Podríamos caernos al lago y ahogarnos —el Renault estaba muy hundido atrás y aceleraba muy despacio—. Este coche es demasiado pequeño para mi talla. ¿Estás segura de que podrás llegar a Nueva York? Dudo seriamente que yo pueda sobrevivir más de uno o dos días en esta posición fetal.
—Eh, ¿dónde se van ustedes dos, pareja de beatniks? —dijo la voz desmayada de la señorita Annie desde detrás de las persianas. El Renault se desplazó hacia el centro de la calle.
—¿Aún vive ahí esa vieja zorra? —preguntó Myrna.
—¡Cállate y salgamos de aquí!
—¿Vas a andar siempre fastidiándome así? —Myrna miró furiosa hacia la gorra verde por el espejo retrovisor—. Porque me gustaría saberlo.
—¡Oh, mi válvula! —jadeó Ignatius—. No me hagas una escena, por favor. Mi psique se desmoronaría por completo después de los ataques que ha sufrido últimamente.
—Lo siento. Por un momento, me pareció que volvíamos al pasado, yo de chófer y tú fastidiándome desde el asiento de atrás.
—Espero que no esté nevando allá por el Norte. Mi organismo sencillamente se negaría a funcionar en esas condiciones. Y, por favor, durante el viaje, cuidado con los autobuses Greyhound. Serían capaces de hacer papilla un juguetito como éste.
—Ignatius, me pareces otra vez el ser horrible que eras. Creo que estoy cometiendo un error muy grave.
—¿Un error? No, por supuesto que no —dijo Ignatius dulcemente—. Pero ten cuidado con esa ambulancia. No podemos empezar nuestro peregrinaje con un accidente.
Al pasar la ambulancia, Ignatius se estiró y vio «Hospital de Caridad» escrito en la puerta. La luz roja giratoria de la ambulancia salpicó al Renault un breve instante, al cruzarse los dos vehículos. Ignatius se sintió ultrajado. Esperaba un camión grande, un camión enrejado. Le habían subestimado al enviar aquella ambulancia vieja, aquel Cadillac desvencijado. Habría podido destrozar fácilmente todas aquellas ventanillas. Luego las relampagueantes aletas del Cadillac quedaban ya a dos manzanas tras ellos y Myrna giró para entrar en la Avenida St. Charles.
Ahora que Fortuna le había salvado al fin de un ciclo espantoso, ¿qué le reservaba para el próximo? El nuevo ciclo iba a ser distinto a cuanto había conocido hasta entonces
Myrna condujo el Renault por el tráfico urbano con destreza, entrando y saliendo por vías absurdamente estrechas hasta que dejaron atrás la última farola parpadeante del último suburbio cenagoso. Luego, entraron en la oscuridad de las marismas. Ignatius contempló el indicador de la autopista que reflejaba sus faros. U.S. 11. El indicador pasó. Bajó el cristal de la ventanilla unos centímetros y aspiró el aire salino que llegaba del Golfo.
Como si aquel aire fuera un purgante, se le abrió la válvula. Respiró de nuevo, esta vez con más intensidad. La jaqueca sorda desaparecía.
Miró agradecido la nuca de Myrna, la cola de caballo que golpeaba inocente sus rodillas. Gratamente. Qué irónico, pensó Ignatius. Y, tomando la cola de caballo con una de sus manazas, la apretó cálidamente contra su húmedo bigote.